31
Ren suspiró lentamente mientras contemplaba mi cara. Yo no sabía qué aspecto tenía, y en aquel momento caí en la cuenta de que estaba todavía en bata, una bata que ahora estaba, además, llena de pelos de gato grises. Me dolía la mandíbula y sabía que seguramente la tenía magullada, y mi pelo era una maraña de rizos mojados.
—Tu ojo —dijo en voz baja, y al principio no entendí a qué se refería—. Parece que tienes un derrame en el ojo izquierdo.
—Ah. —Parpadeé, desconcertada—. No me duele.
Ladeó la cabeza y miró mi cuello.
—Debería haber llegado antes. Pero había un accidente en la carretera y tardamos más de la cuenta.
—No es culpa tuya. —Crucé los brazos y miré el estampado de cachemir de la colcha—. Y llegaste justo a tiempo. Conseguiste detenerle.
—Es culpa mía.
Levanté los ojos y le descubrí mirándome.
—¿Qué? —dije.
—Todo esto. —Hizo un ademán con el brazo—. Es culpa mía. No supe manejar este asunto. Estaba tan ensimismado que no presté atención a lo que ocurría fuera de mi cabeza. Caí en la trampa. Y gracias a mí ese cabrón consiguió echarte el guante.
Sentí de nuevo aquella opresión en el pecho. No podía creer que se estuviera culpando a sí mismo.
—Ren, no puedes considerarte responsable de lo que ha pasado.
—Sí que puedo. Aquella noche, cuando me dijiste lo que eras, te dejé sola. Estaba hecho un lío. Debería haberme dado cuenta de que no debía ir detrás de esa fae. Estaba descentrado y me dejé atrapar.
Desvié la mirada y respiré hondo, trémulamente.
—Entonces, ¿no crees que es más bien culpa mía? Te lo conté por sorpresa y ni siquiera te dije lo del príncipe. Te… te lo oculté. Si te hubiera advertido que rondaba por allí, habrías estado más alerta.
—No te di oportunidad de decirme nada —respondió, e hizo una pausa—. Ojalá no hubieras esperado para decírmelo. Entiendo por qué lo hiciste, por qué dudabas en contármelo. Pertenezco a la Elite. O pertenecía a ella, en todo caso.
—¿Qué? —susurré.
—No es que haya dejado de pertenecer a ella oficialmente, pero llevo semanas desaparecido. Y los jefazos no van a perdonármelo.
—No —convine yo, porque sabía que tenía razón—. No volverán a fiarse de nosotros.
Ren se volvió hacia mí. Nos miramos a los ojos un momento, y luego yo volví a fijar la mirada en la colcha. Me dolía el pecho como si se hubiera partido por la mitad. Pasaron unos segundos.
—La verdad es que ahora mismo nada de eso me importa —prosiguió Ren—. Puede que sea un error pensar así, pero la Orden me importa una mierda en estos momentos. No quiero hablar de ellos. Quiero hablar de nosotros.
Me dio un vuelco el corazón. No sabía si estaba preparada para mantener esa conversación, porque intuía lo que iba a decirme. Flexioné las rodillas, tapándomelas con el borde de la bata.
—Tengo bastante sueño. Ha sido una noche muy larga y sólo quiero…
—No —dijo él en un tono tan suave que tuve que mirarle, y ya no pude apartar la mirada—. No me des la espalda, Ivy. Sé que me lo merezco, pero, por favor, no lo hagas.
—¿Que te lo mereces? —Se me quebró la voz.
¿De qué demonios estaba hablando? No lo entendía. ¿Cómo podía pensar que aquello era culpa suya?
—Se hizo pasar por ti —dije precipitadamente.
Ren se echó hacia atrás tensando los hombros.
—¿Lo sabías? —pregunté, y añadí antes de que contestara—: Te marchaste el lunes por la noche, y el martes nadie sabía dónde estabas. Luego, el miércoles, apareciste, o al menos eso pensé, que eras tú, y me dijiste que no te importaba que fuera lo que soy. Que seguías queriendo estar conmigo. Y yo… yo tenía tantas ganas de creerlo que no vi lo que tenía delante de las narices. Se hizo pasar por ti: tenía tu mismo aspecto, hablaba casi igual, pero no eras tú. Debería haberme dado cuenta enseguida, pero tardé unas horas. Debería haberlo sabido inmediatamente.
—Sé que se hizo pasar por mí —dijo Ren—. Me lo dijo él mismo, el primer día, en aquella maldita casa. Me contó lo que iba a hacer. Recuerdo que se alimentó de mí y que luego se transformó en mí. Intenté salir de allí, pero, joder, estaba encadenado a la puta pared.
Se me encogió el estómago.
—¿Qué recuerdas del tiempo que pasaste allí?
Respiró hondo.
—No mucho, después del primer día, pero sí lo suficiente como para saber que hay muchos faes allí a los que tengo pendiente matar. Una lista muy larga.
—¿Te… te acuerdas de Breena? —pregunté, e hice una mueca porque quizá no debería haberle preguntado por ella.
Entornó los párpados.
—Es la segunda de mi lista. El príncipe es el primero. Breena es un puto parásito que tiene serios problemas para saber dónde están los límites.
Dio un respingo. Sabía a qué se refería. Quería preguntarle si lo que decía Breena era cierto, si habían hecho cosas (si ella le había hecho cosas), pero me refrené. Tenía que ser sincera conmigo misma. No estaba lista ni mental ni anímicamente para saber qué había pasado. Así que me limité a decir:
—Le saqué los ojos. Bueno, lo intenté.
Esbozó una sonrisa.
—¿Sí?
Asentí.
—No me caía nada bien.
Su sonrisa se borró mientras me observaba. Puede que supiera por qué lo había hecho.
—¿Qué hiciste…? —Se interrumpió y meneó la cabeza—. Estás siendo demasiado dura contigo misma. Ese cabrón no consiguió engañarte ni un día entero cuando se hizo pasar por mí.
—Debí darme cuenta enseguida.
La tristeza crispó sus hermosas facciones.
—Ivy…
—No le gustaban los buñuelos. Debí darme cuenta en ese preciso momento de que no eras tú. Por eso y por cómo hablaba, de esa manera tan formal… Mató a Henry. Le rompió el cuello. Allí, delante de mí, sin ningún motivo, y aun así no me di cuenta de que no eras tú. Me dijo que Henry sabía lo que era yo, y le creí, a pesar de que en el fondo sabía que si Henry o Kyle sabían que yo era la… la semihumana, no me habrían dejado vivir. Pero tenía… tenía tantas ganas de que fueras tú, de que aceptaras lo que era, como por arte de magia… —expliqué, rodeándome las rodillas con los brazos—. Y si no hubiera llegado Henry, yo…
—Me enteré por Brighton de que había desaparecido. Deduje que estaba muerto. Desconozco los detalles —dijo Ren al cabo de un momento—. ¿Qué habría pasado si no hubiera llegado Henry?
Cerré los ojos y apoyé la mejilla sobre mis rodillas. Tenía el estómago revuelto.
—Creía que eras tú —musité.
—Lo sé. Cuando le vi, hasta yo pensé que me estaba viendo a mí mismo. Era alucinante. Así que lo entiendo. —Pasó un instante—. ¿Te… te tocó?
Volví la cabeza, metí la cara entre las rodillas y cerré los puños.
—No llegó muy lejos —dije con voz ahogada, y sentí que me ardía la cara—. Estábamos en tu casa. Llegó Henry buscándote y… y nos interrumpió.
Silencio.
Luego Ren gruñó:
—Joder.
La cama se sacudió cuando se puso en pie, y yo cerré los ojos con tanta fuerza que empecé a ver estrellitas. El deseo de escapar de mi propia piel volvió a apoderarse de mí, con más intensidad que antes.
—Cuando me soltaron, me dejaron tirado en Little Woods —dijo, y yo abrí los ojos, sorprendida—. Estaba hecho polvo, pero conseguí llegar a mi casa. Tardé horas. La casa estaba patas arriba. Encontré tu bolso y tu teléfono. Y tu collar. Supe que habías estado allí. Y que él había ido a por ti, porque me había dicho lo que se proponía. No hablaba de otra cosa, joder. —Se me hizo un nudo en la garganta—. Voy a matar a ese cabrón. Le voy a cortar el rabo y se lo voy a hacer tragar.
Levanté la cabeza y le vi pasearse de un lado a otro de la habitación. Se detuvo a los pies de la cama y se puso las manos en la cintura. Inclinó la cabeza, apretando los dientes.
—No… —dije con un hilo de voz—. No pasó nada. Nunca. Salí de allí antes de que…
Levantó los ojos y un músculo vibró en su mandíbula.
—Aun así, te hizo cosas. Intentó acostarse contigo. Todo esto es una mierda, se han cruzado muchos límites y tú no te merecías esta putada. ¡Nadie se merece algo así! —estalló.
Dio media vuelta y se pasó la mano por el pelo. Luego se volvió para mirarme, con el pelo revuelto.
—Te tenía encadenada. Recuerdo haberte visto. Recuerdo que te trajo a verme con una puta cadena alrededor del cuello.
Ay, Dios.
Me temblaron las manos y estiré las piernas. No podía seguir. Metiéndome el pelo detrás de las orejas, empecé a desplazarme hacia el borde de la cama.
—Hiciste un trato con ese cabrón para que me liberara —dijo Ren, deteniéndome.
Me quedé paralizada al oír su tono de ira.
—Te sacrificaste por mí —añadió—, y no pude hacer nada por impedirlo, por impedir que te hiciera daño.
Abrí la boca, pero sacudí la cabeza sin decir nada. No estaba lista para mantener aquella conversación. Sentía que no podía respirar y que tenía que moverme. Me levanté a pesar de que me flaqueaban las piernas y estaba aturdida. Me acerqué a la puerta, pero di media vuelta en el último momento. Deteniéndome en medio de la habitación, miré por la ventana, por encima de la tele, y sentí que iban a estallarme los pulmones. Luego me giré lentamente hacia él.
Sus ojos brillaban como esmeraldas.
—Eres la persona más valiente que conozco —dijo.
Cerré los puños. Aquello era una locura. Ren no tenía ni idea de lo que estaba diciendo.
—No soy valiente. Es sólo que… No podía permitir que siguiera haciéndote daño. Yo…
—Me quieres —dijo en voz baja—. Ése es el motivo.
Una parte de mí ansiaba negarlo y salvar la cara, pero ¿qué sentido tenía hacerlo? En aquel momento, llevaba prácticamente tatuado en la frente «Quiero a Ren».
—Sí, pero…
—Te quiero, Ivy.
Parpadeé una vez y luego otra. Pensé que estaba alucinando.
—¿Qué?
—Te quiero. Estoy enamorado de ti, joder. —Dio un paso adelante—. No sé cuándo me enamoré de ti, pero seguramente fue la noche que te abalanzaste sobre mi espalda y me pusiste una daga en la garganta. Y, si no fue esa noche, fue la primera vez que dejaste que me acercara a ti, cuando me dejaste ver cómo eres de verdad.
—Estás loco —susurré.
—Loco de amor por ti.
Empecé a reírme, pero me detuve porque sabía que mi risa no sonaría alegre y despreocupada.
—Soy una semihumana, Ren.
—Lo sé —contestó, y dio otro lento paso hacia mí—. Sé lo que eres.
—No, por lo visto no lo sabes —dije con voz ronca—. No soy del todo humana. Soy medio fae. Soy…
—Eres Ivy Morgan. —Respiraba agitadamente—. Eres una mujer valiente, preciosa y apasionada. Eres increíblemente leal y no merezco tu amor, pero lo acepto. Quiero tenerte cerca de mí, y jamás me arrepentiré de ello. Da la casualidad de que también eres una semihumana. Pero eso no cambia nada: sigues siendo la misma de la que me enamoré.
Minúsculos destellos de luz iluminaron mis entrañas, disipando la oscuridad. Quería creer lo que estaba diciendo. Lo deseaba con todas mis fuerzas, pero era ilógico.
—Cuando te lo dije, te alejaste de mí. Te dije que era la semihumana y que te quería, y te marchaste.
—Y lo lamento cada vez que respiro.
—No. No. —Cerré los ojos y me froté la cara con la mano—. No tienes que lamentarlo. Te pillé desprevenido. Entiendo que necesitaras tiempo.
Ren siguió acercándose muy despacio.
—Supe que me importabas muchísimo la primera vez que te tuve debajo y estuve dentro de ti —dijo.
Una oleada de calor inundó mi cuerpo al recordarlo, y me alegró comprobar que al menos eso seguía funcionando con normalidad. Ren respiró hondo.
—Entonces no sabía que era amor —prosiguió—. Nunca había sentido por nadie lo que sentía por ti, pero tampoco había estado enamorado hasta ese momento. Y cuando estaba en aquella maldita habitación, antes de que se me fuera la cabeza, sólo podía pensar en ti. En escapar de allí y rescatarte. En estar contigo, en ponerte a salvo. Me importaba una mierda que fueras la semihumana.
—Te enviaron aquí para buscarme y matarme —le recordé.
Su mandíbula pareció endurecerse.
—A la mierda con eso. Me da igual por lo que me enviaran aquí, jamás te pondría un dedo encima para hacerte daño.
—Eso no puede ser —protesté, retrocediendo—. ¿Recuerdas lo que le pasó a Noah? Era tu mejor amigo y tuviste…
—Recuerdo lo que tuve que hacer, y ahora sé que hice mal —respondió—. Pero esto no tiene nada que ver con Noah.
—No puedes volver a pasar por eso —le dije.
—No pienso hacerlo. Y me da igual lo que seas. Te aseguro que cundo me secuestraron, cuando nos secuestraron a los dos, tuve que afrontar lo que siento por ti. Durante esas semanas, mientras estabas allí y yo no podía hacer nada por ayudarte, descubrí de golpe lo que me importaba de ti y lo que no —añadió, y sus ojos verdes centellearon de nuevo—. Te quiero, Ivy. No vas a convencerme de lo contrario.
—Pero…
Pero no sabía todas las cosas que había hecho. No tenía ni idea. Volví a pasarme la mano por la cara.
—Él, el príncipe, me obligó a hacer cosas, Ren. Creo que no sentirías lo mismo si supieras lo que me obligó a hacer.
Cerró los ojos un momento y los abrió de nuevo.
—No puedo imaginarme lo que te obligó a hacer, pero quiero saberlo todo, quiero que me lo cuentes todo cuando te sientas con fuerzas para hacerlo, cuando tú quieras. Pero te digo desde ya que eso no va a cambiar lo que siento por ti. Sólo hará que tenga más ganas de matarle.
Me dio un vuelco el estómago. No fue una sensación desagradable, pese a que mis pensamientos sí lo fueran.
—Eso no lo sabes, Ren. No lo sabes.
—Sí lo sé. —Su tono se endureció—. Te quiero. Eso no va a cambiar. Te quiero.
—¡Hizo que me alimentara de gente! —grité.
Se paró en seco y palideció.
—¿Lo ves? No puedes querer a alguien que ha hecho eso. No puedes estar conmigo sabiendo lo que soy, sabiendo lo que he hecho. —Las lágrimas me abrasaban la garganta y los ojos—. Hice daño a una mujer. Sé que se lo hice. Puede que hasta… Dios mío, puede que hasta la matara. No lo sé. Ni siquiera sabía que podía hacer eso, pero así es. Lo hice. Me alimenté de esa mujer y ella intentó detenerme, y yo no pude parar. Podría hacerte lo mismo a ti.
Una expresión casi salvaje se reflejó en su rostro.
—Tú jamás me harías eso.
Cerré la mano, agarrando un lado de mi bata.
—Eso no lo sabes.
—¿Te alimentaste por propia voluntad o te manipuló el príncipe para que lo hicieras?
—¿Importa eso?
—¡Sí! —gritó—. Joder, claro que importa, Ivy.
Desviando la mirada, me mordí el labio.
—Me obligó.
—¡Hijo de puta! —estalló de nuevo, y me volví hacia él. Había cerrado los puños—. Te obligó a alimentarte. Jugó contigo, no estabas en tu sano juicio. Es absolutamente comprensible, pero el caso es que te obligó, Ivy. No tuviste elección, y la Ivy que yo conozco, esa Ivy que me ponía a cien cada vez que me regañaba, la Ivy a la que llegué a respetar y admirar, la Ivy de la que me enamoré como un loco, jamás habría hecho algo así por propia voluntad. Así que no te culpes. No eches sobre ti esa carga.
Abrí la boca, pero… Ren tenía razón. Dios, tenía razón. Yo sabía quién era. Sabía que esa Ivy seguía estando dentro de mí, debajo del frío y de la oscuridad. Seguía estando allí. Jamás me habría alimentado de nadie si hubiera dependido de mí, pero no había tenido elección. La situación había cambiado, sin embargo. Antes no sabía que podía alimentarme como un fae, pero podía, y era espantosamente sencillo. Lo único que tenía que hacer era desearlo y respirar hondo.
El miedo me atenazó, haciéndome un nudo en el estómago, y solté la bata.
—Pero ¿y si te hiciera daño? —susurré. Las lágrimas me nublaron la vista—. Jamás podría perdonármelo. Sería mi fin. No podría soportarlo.
Ren se movió a la velocidad del rayo. Tomando mi cara entre sus manos, acercó su boca a la mía y me besó sin vacilar un instante. No se mostró precavido ni temeroso. Devoró mi boca con ansia, frenéticamente, besándome con desesperación, con mil emociones distintas pero, sobre todo, con amor. Yo le devolví el beso, agarrándole de la pechera de la camiseta. Él retiró una mano de mi mejilla y me agarró del pelo. Yo comprendí que aquello no iba a convertirse en algo retorcido y sórdido. No era eso lo que quería de él. Ni de él, ni de nadie.
Sólo le deseaba a él.
Y Ren me quería.
Estaba enamorado de mí.
Dios, aquel beso sabía a él (a pasta de dientes y a Ren), y era tan cálido… Todo en él era cálido: sus manos, sus labios, su lengua. Era él quien me estaba besando. Quien me estaba amando. No se trataba de simple lujuria, ni era un truco. Yo lo sabía en lo más hondo de mi ser, en la médula de los huesos, en el alma.
Se retiró, respirando agitadamente.
—Tú jamás me harías daño. Jamás. Y no porque yo te quiera, sino porque me quieres.
Me quedé mirándole y entonces… entonces pasó lo peor que podía pasar. O lo mejor. Intenté hablar, pero se me escapó un sollozo y las lágrimas que había estado conteniendo desde hacía siglos manaron libremente.
No sé cómo, pero acabamos tumbados en el suelo, delante de la cama, yo medio sentada en su regazo, medio recostada en el suelo, entrelazados en un abrazo. Ren me estrechó entre sus brazos como si temiera no volver a abrazarme nunca.
Yo había temido lo mismo.
—No pasa nada —dijo, apretándome con fuerza—. No pasa nada.
Siguió repitiéndolo, una y otra vez. Y yo quería que fuera cierto. Quería dejarme llevar por el rayo de luz que habían creado sus palabras. Quería concentrarme en el hecho de que, contra toda probabilidad, a pesar de todo, Ren me quería, y yo le quería a él, y estábamos juntos. Estábamos el uno en brazos del otro, y era maravilloso, pero dentro de mí había una enorme oscuridad, un frío inmenso. Había tantas cosas que Ren no sabía…
Pero sabía lo suficiente y aun así… aun así allí estaba, abrazándome. Enamorado de mí, aún.
Agarrando su camiseta, apreté la cara contra su pecho y aspiré ese olor fresco, a aire libre, que siempre irradiaba de él. Lloré, y la fuerza de mis lágrimas sacudió todo mi cuerpo. Mis mejillas se empaparon. Mojé su camiseta, pero no podía parar. Lloré por él y por todo lo que había sufrido. Lloré por Val, cuya muerte —lo comprendí entonces— me había dejado un inmenso poso de tristeza, todavía intacta. Lloré por la mujer de la que me había alimentado.
Y lloré por mí.
Lloré por todo lo que había visto y por las cosas que me habían contado. Por lo que había tenido que sacrificar para sacar a Ren de allí y para mantenerme a flote. Lloré por lo que me había visto obligada a hacer, y supe que el fantasma de mis actos tardaría mucho tiempo en dejar de atormentarme.
Y aquellas lágrimas brotaban de ese lugar frío y oscuro que las palabras de Ren —esas bellísimas dos palabras— habían empezado a deshelar y a inundar de luz.