7
Sentí que el suelo temblaba bajo mis pies. Los padres de Val habían muerto. No hacía falta que Miles me lo confirmara. Lo sabía. Era demasiado tarde. En lugar de ponerme las pilas en cuanto había sabido que la Orden se los había llevado, había pasado días perdiendo el tiempo en mi apartamento, y ahora era ya demasiado tarde para intentar hacer nada.
—Hey, ¿estás bien? —preguntó Ren con voz suave.
Exhalé lentamente al mirarle.
—¿Tú lo sabías?
—¿Qué?
—¿Que habían eliminado a sus padres?
—¿Cómo? —Se quedó mirándome un momento y luego se dirigió hacia la puerta. La cerró y me miró de frente con el ceño fruncido—. Estoy seguro de que todo el mundo en la Orden lo sabía, incluida tú.
Tenía razón, pero yo creía que aún había tiempo. Qué demonios, ni siquiera sabía qué pensaba.
Ren se me acercó.
—¿Por qué te sorprende tanto?
—Porque… —Me mojé los labios—. ¿Tenemos pruebas irrefutables de que Val es una semihumana?
Apoyó una mano en la silla.
—No, pero…
—Pero no las tenemos. Y supongo que sus padres defendieron su inocencia hasta el final —repuse yo. Sabía que debía mantener la boca cerrada, pero no podía—. ¿Verdad? ¿Y si estamos equivocados? ¿Y si Val sólo es una puta traidora, pero no una semihumana, y la Orden ha asesinado sin más a sus padres? Eran buena gente, Ren. Dedicaron toda su vida a la Orden.
Y era cierto. Eran buena gente, y habían muerto. Una tristeza amarga se apoderó de mí.
Pasó un momento y la expresión de Ren se suavizó.
—Les conocías.
—Claro que les conocía. No mucho, pero es… —Me interrumpí, cerrando los ojos.
La culpa me había revuelto el estómago. Al quedarme callada, ¿había propiciado la muerte de los padres de Val? Su vida habría corrido peligro incluso si nadie hubiera creído que su hija era una semihumana, únicamente por lo que había hecho, pero no pude evitar acordarme del papel que yo había desempeñado en la muerte de Shaun y en la de mis padres adoptivos.
—Lo siento. —Ren me pasó un brazo por los hombros y tiró de mí. Yo me dejé llevar, pero no le abracé—. Procuro olvidarme de que erais muy amigas. Y es un error por mi parte. —Hizo una pausa y dejó escapar un profundo suspiro—. Entiendo que quieras salir a las calles y que sientas la necesidad de encontrar a Val.
Cerré los ojos otra vez.
—Debería haberte dicho una cosa esta mañana, cuando hablamos de ello —añadió Ren—. No quiero que vayas a buscarla porque, si la encuentras, será muy duro. Será durísimo para ti. No digo que no puedas enfrentarte a ella, digo que será terrible para ti. Te encontrarás en una posición muy mala.
—Lo sé.
—¿Sí? —preguntó en voz baja—. ¿Estás preparada para enfrentarte a ella? ¿Para luchar con Val y eliminarla? Porque eso es lo que tienes que hacer, y no quiero que tengas que tomar esa decisión. Prefiero ser yo quien lo haga, o que se encargue otro. No tienes por qué apechugar con eso. Puedo hacerlo yo por ti.
Ay, Dios.
El corazón se me hizo puré. Quería enfadarme con él porque… En fin, porque así era mucho más fácil ocultárselo todo. Pero ¿cómo iba a enfadarme con él si siempre daba en el clavo?
—Eres muy bueno —susurré.
—Soy alucinante.
Esbocé una sonrisa.
—Y muy modesto, además.
Ren se volvió y se apoyó contra la mesa. Me atrajo hacia sí, situándome entre sus piernas. Puso un dedo debajo de mi barbilla y me levantó la cara.
—Siento de veras lo que ha hecho Val.
Yo también lo sentía. Pero él no sabía ni la mitad, igual que no sabía por qué era demasiado bueno para mí y por qué yo no me merecía estar con él. Yo era consciente de ello y sin embargo allí estaba.
—¿No has comido nada?
Negué con la cabeza.
—Estaba pensando en probar un sitio que hay en Canal. Tienen caimán frito.
Arrugué la nariz.
—Qué asco.
—Nunca lo he probado. —Sus ojos brillaron, divertidos—. Y creo que hoy es el día más indicado. Ven conmigo.
—No sé. No tengo mucha hambre.
Además, tenía otras cosas que hacer. Cosas importantes.
—He echado un vistazo a la carta. Tienen croquetas de patata.
—¿Qué?
—Croquetas de patata con queso fundido y beicon —añadió.
Abrí los ojos como platos.
—¿A qué estamos esperando?
Cuando salimos del restaurante en Canal, yo había comido tanto que tenía un buen bombo, pero ése era el único bombo que pensaba tener en un futuro inmediato.
Ren había comido caimán frito y, según decía, tenía un sabor a medio camino entre el pollo y el cerdo. A mí me dio bastante asco.
Ren me cogió de la mano cuando echamos a andar por Canal, hacia el Barrio Francés, y entrelazó suavemente sus dedos con los míos. Yo no sabía qué pensar al respecto porque odiaba tener que ir sorteando a la gente cogida de la mano, pero al mismo tiempo me gustaba ir así con Ren. Me gustaba sentir el peso de su mano y su calor y… y lo agradable que era hallarme a su lado.
Él me apretó la mano.
—¿Vas a casa o…?
La pregunta no me pilló por sorpresa. La cena había sido muy agradable y muy normal, a pesar de lo que acababa de descubrir sobre los padres de Val, de mi extraño encuentro con el príncipe y de las demás cosas que me habían pasado. Era curiosa la facilidad con que los miembros de la Orden podíamos olvidarnos del trío PMD: peligro, muerte y destrucción. Quizá porque nos enfrentábamos continuamente a la muerte, intentábamos aprovechar cada segundo del día y seguir siempre adelante.
Bueno, por lo menos algunos.
Hasta hacía poco tiempo, yo había estado viviendo en el pasado, en realidad, obsesionada con mis tropiezos, bloqueada por mi mala conciencia, temiendo dejarme llevar y pasar página. Y ahora que por fin lo había hecho, descubría que todo lo que sabía sobre mí misma era mentira.
Reprimí un suspiro que habría sonado tan patético como para merecer un Emmy a la mejor actriz de telenovela.
—Creo que voy a irme un rato a casa.
—Pero ¿no enseguida?
No contesté.
Ren se detuvo y me apartó de la acera para que no estuviéramos en medio. Estábamos en la esquina entre Canal y Royal.
—Muy bien —dijo pasado un momento—. Recuerda lo que te dije antes. Si la encuentras, piensa antes de actuar. Llámame. Yo me ocuparé de ello. Procura que la atrapemos viva.
Agradecí sus palabras más de lo que él creía. Me puse de puntillas, apoyé la mano en su mejilla tersa y le besé. Después le sonreí.
—¿Vendrás a mi casa cuando acabes?
—Eso pensaba hacer —contestó—. ¿Puedes mandarme un mensaje cuando llegues a casa?
Me estaba dando permiso para marcharme a resolver mis asuntos. No lo dijo expresamente, pero sabía lo que tenía planeado y no pensaba impedírmelo. Dios mío, me dieron ganas de desnudarme y tirármelo allí mismo.
—Lo haré —prometí.
Me sostuvo la mirada, y había mucha fortaleza y mucha preocupación en aquellos ojos de color esmeralda, pero también había algo más. Una emoción profunda e insondable.
—Ivy, yo…
Contuve la respiración, literalmente. Porque su mirada reflejaba lo mismo que yo sentía y, si iba a decir esas dos palabritas, cabía la posibilidad de que me desnudara de verdad allí mismo y…
—Voy a echarte menos —concluyó por fin.
Ah.
Vaya.
Se inclinó y me besó. Fue un beso corto pero intenso, y sabía aún mejor que las croquetas de patata con queso fundido y beicon.
Se alejó tranquilamente por Canal, volviendo por donde habíamos ido, y yo me quedé allí parada, mirándole, con un poco de flojera en las rodillas.
Dios mío…
Respiré hondo y saqué mi móvil. Había oscurecido y, como aún era temprano para que Val estuviera en el Twin Cups, decidí irme para allá. Me vendría bien echar un vistazo de reconocimiento y hablar con los camareros.
El Twin Cups estaba a unos tres kilómetros del Barrio Francés, en el barrio de Bywater, escondido dentro de otro bar que se parecía a cualquier otro bar de fuera del Barrio Francés: algo menos maloliente, un poco más tranquilo y con el suelo menos pegajoso.
Con la caída de la noche empezaban a llenarse las calles y tardé unos cuarenta minutos en llegar a Bywater. Por el camino estuve atenta por si veía a algún fae. No vi ni una sola piel plateada, pero podía haber algún antiguo por allí. Era más difícil distinguirlos porque no utilizaban el sortilegio de la seducción como los demás, y podían pasar por humanos.
Cuando llegué a mi destino me dolían los músculos del culo y las piernas y tenía ganas de sentarme. Al entrar en el bar y avanzar entre las mesas altas, me recibieron risas y gritos. Nadie me prestó atención cuando me dirigí a la salita que había en la parte de atrás del edificio. Dejé atrás los aseos y me detuve delante de una máquina expendedora de Coca-Cola.
Metí la mano en mi bolso, saqué dos dólares del monedero y los metí en la máquina. Pero en lugar de elegir un refresco, estiré el brazo y apreté el botón que había a un lado de la máquina.
Era todo tan sofisticado y secreto…
Sonriendo, abrí la puerta de una estrecha escalera de subida. Arriba había otra puerta que se abría girando el pomo. Era una puerta corriente, sin nada de extraordinario.
El Twin Cups era superdiscreto. Los televisores estaban encendidos y, al igual que abajo, estaban emitiendo un partido, pero el volumen estaba muy bajo. No había mesas altas, solamente sofás y sillones rodeados de mesas bajas. Frente a la puerta había una pared llena de libros. Una vez que Val estaba un poco beoda, se acercó a las estanterías y descubrió que algunos libros contenían mapas antiguos de la ciudad dibujados a mano. Otros tenían dibujos de edificios. Eran muy bonitos.
Casi podía ver a Val allí de pie, con el pelo rizado cayéndole sobre los hombros y vestida con colores vivos: de naranja, posiblemente, o de fucsia quizá. Llevaría una falda amplia y pulseras multicolores en la muñeca.
Pero Val no estaba bailando delante de las estanterías.
Había muy poca gente en el bar: dos hombres sentados en un sofá, y un grupo de mujeres en torno a una mesa baja, llena de libros. Parecían formar parte de un club de lectura o algo así, y enseguida envidié sus sonrisas y sus murmullos acerca de personajes que les apasionaban. Me permití por un instante imaginarme sentada entre ellas, charlando de libros. Jo Ann estaría conmigo. Y tal vez incluso Val.
Pero mi vida no era así.
Nunca había sido así.
Sintiendo una opresión en el pecho, torcí a la izquierda y reconocí al camarero. Era un tipo atractivo, de unos veinticinco años y piel morena. Se llamaba Reggie y estudiaba en Tulane. Yo estaba segura de que Val y él se habían enrollado más de una vez en el aseo que había detrás de la barra.
Levantó la vista y me sonrió.
—Hola, Rizos. Cuánto tiempo.
—Sí. —Me acerqué a la barra reluciente y me senté en un taburete. Me quité las gafas de sol de encima de la cabeza y las guardé en el bolso—. ¿Qué tal te va? —pregunté.
—Bien. —Cambió de sitio una bandeja llena de vasitos—. Este semestre sólo tengo dos asignaturas que me están dando problemas. ¿Qué tal tú en Loyola?
—Eh, pues… bien.
Me sentía tan absurdamente avergonzada que no podía reconocer que iba a dejar los estudios.
Frunció el ceño al acercarse a mí.
—¿Seguro que estás bien? Parece que tienes el ojo morado.
Deduje que se me estaba difuminando el maquillaje.
—Me atracaron hace una semana.
—Joder. ¿En serio? —Apoyó los codos en la barra—. Señor, qué ciudad.
Yo agrandé ligeramente los ojos al mirarme las manos.
—Quería hacerte una pregunta —dije.
—Pues adelante.
Sonreí.
—¿Has visto a Val últimamente?
—¿A Val? Pues hace que no la veo… —Levantó mucho las cejas—. Hace un par de meses que no la veo. Desde julio, seguramente.
Mierda.
Reggie trabajaba todos los domingos por la noche y casi todas las noches entre semana. Si no la había visto, seguramente Val no se había pasado por allí ni pensaba hacerlo. Pero ¿por qué no aparecía por allí desde hacía meses? Evidentemente, lo de trabajar para los faes no era algo nuevo que hubiera comenzado hacía sólo un par de meses.
—¿Os habéis peleado o qué? —preguntó Reggie.
—Podría decirse así.
Esbozó una sonrisa irónica.
—Parece una historia interesante. Y dispongo de mucho tiempo.
Fui a responder, pero me sonó el teléfono en el bolso. Levanté la mano, me bajé del taburete de un salto y saqué mi móvil. Era Brighton, lo cual era una novedad teniendo en cuenta lo poco que le gustaba hablar por teléfono y devolver llamadas. Ni que decir tiene que me llevé una sorpresa.
—Hola —dije y, dándome la vuelta, me apoyé contra la barra—. ¿Qué…?
—Mi madre ha desaparecido —balbució Brighton.
Me puse tiesa de repente.
—¿Qué?
—Ha desaparecido, Ivy. Y eso no es todo —añadió con voz tensa y crispada—. ¿Puedes venir? Creo que… No quiero hablar de esto por teléfono. Tienes que verlo.
—Voy enseguida.
Brighton y su madre, Merle, vivían en el Garden District, no muy lejos de mi apartamento. Vivían en una casa preciosa de antes de la guerra civil, con un jardín tan bien cuidado que hacía que me avergonzara del mío, lleno de hierbajos.
Normalmente, Merle estaría fuera, en la parte de atrás, y Brighton le echaría un ojo. Las puertas estarían abiertas y saldría música de jazz del interior de la casa.
La puerta delantera estaba abierta cuando crucé la verja de hierro forjado y me acerqué al enorme porche. Brighton estaba de pie en el umbral, con el cabello rubio recogido en una coleta floja a la altura de la nuca. Tenía unos treinta y cinco años y era guapísima, y muy americana. Tan guapa que podría haber ganado un concurso de belleza.
—Gracias por venir tan pronto.
Retrocedió para dejarme entrar en el fresco vestíbulo de la casa. Era una casa muy tradicional, con muebles antiguos y las paredes empapeladas con papel de florecitas en apagados tonos pastel. Seguramente había sido así desde el momento de su construcción y había permanecido inalterable, gracias a amorosos cuidados, con el paso de las generaciones.
—No sabía a quién llamar. No me fío de los otros miembros de la Orden y sé que las cosas andan muy mal en estos momentos.
No podía reprocharle que no confiara en la Orden. Merle había sufrido el ataque de los faes y nunca se había recuperado del todo. Muchos miembros de la Orden la despreciaban, pero antes de su encontronazo con los faes, había ocupado un lugar muy importante dentro de la organización.
No era la primera vez que desaparecía. A veces se marchaba a vagar por las calles, pero yo nunca había visto a Brighton tan preocupada.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
Cruzó el cuarto de estar y entró en el comedor. Sobre la mesa ovalada de color crema había varios diarios y notas manuscritas.
—Mamá ha estado muy rara desde que se abrió la puerta. —Hizo una pausa y cogió un vasito de agua que supuse que contenía algún licor—. Más de lo normal —añadió—. Es como si supiera que esto iba a ocurrir.
Pensé en la última conversación que había tenido con Merle. Sabía muchas cosas (acerca de los semihumanos y de que había dos portales), y siempre había desconfiado de Val. Yo creía que se debía simplemente a que desaprobaba su relación con los hombres, como solía pasarles a las personas mayores, pero de pronto me preguntaba si no habría visto algo que a los demás nos había pasado desapercibido.
—Dime qué ha pasado.
Brighton se llevó el vaso a los labios y luego se quedó parada.
—¿Quieres algo de…?
—No, gracias.
Se mojó los labios y luego tragó con esfuerzo. Los nudillos de la mano con la que sujetaba el vaso se le transparentaban a través de la piel.
—Apenas duerme desde que se abrió la puerta. Una hora por las noches, quizá. Cuando me despertaba, la oía pasear por su cuarto, diciendo entre dientes que aquí ya no estaba segura. Al principio no me preocupé demasiado. Todos corremos cierto peligro desde que los caballeros y el príncipe cruzaron el portal, pero hace tres días las cosas cambiaron. Empezó a hablar de los sitios donde vivía el pueblo de las hadas.
Levanté las cejas. El pueblo de las hadas era otro nombre que se les daba a los faes, un nombre que normalmente sólo usaban quienes creían en cuentos infantiles.
—¿Se refería al Otro Mundo?
—Eso pensé yo al principio, pero luego empezó a hablar de lugares concretos, y me di cuenta de que se refería a nuestro mundo.
Arrugué el entrecejo. No sabía qué tenía eso de particular. Los faes que habían cruzado a nuestro mundo vivían entre los humanos. Incluso podía haber uno viviendo a una manzana de allí.
—Sé lo que estás pensando, y yo pensé lo mismo. Que estaba hablando de los faes, sin más. —Brighton soltó una risa ronca y crispada—. Luego, esta mañana, bajó con todos estos papeles y me dijo que esta casa ya no era segura para ella, ni para mí. Intenté tranquilizarla, pero no sirvió de nada. Estaba como loca. —Se acercó de nuevo el vaso a la boca y apuró su contenido de un solo trago—. Decía que la Orden no podría detener a los caballeros y al príncipe. Que sólo podían los faes y que la Orden lo sabía.
Vi que se acercaba al otro lado de la mesa.
—Debería haberla seguido enseguida cuando salió, pero no lo hice. Pasaron unos cinco minutos y, cuando salí a ver, no estaba en el jardín. He buscado por todas las calles de los alrededores. Hace siglos que no se sube a un taxi. Sencillamente se ha… esfumado. No puede haber ido muy lejos, Ivy, pero no estaba por ninguna parte.
Muy bien. A menos que Merle hubiera llamado a Uber, lo cual era improbable, todo aquello era muy raro.
—Cuando volví a entrar, vi estos diarios y en cuanto empecé a leerlos ya no pude parar. Si les echas un vistazo comprenderás por qué. —Dejó el vaso sobre la mesa y cogió un cuaderno con las tapas de piel—. Tienes que leer esto.
Estiré el brazo por encima de la mesa y cogí el diario. Tenía un aspecto extraño. La piel de las tapas era suave y estaba desgastada, y el papel tenía un leve tono amarillo. Le di la vuelta y empecé a leer mientras Brighton se paseaba por la habitación.
Al principio no entendí nada. Fue como coger un libro y empezar a leerlo por el medio, pero al ir pasando páginas y seguir leyendo las cosas comenzaron a cobrar sentido.
Me quedé de piedra cuando empecé a comprender de verdad lo que tenía ante mis ojos.
—Dios mío —susurré con la vista fija en el diario—. Esto no puede ser…
Brighton dejó de pasearse y cruzó los brazos.
—Eso pensé yo también, pero mi madre no está tan loca. No son desvaríos de una lunática.
—Ya lo sé, pero es que esto… es una locura.
Releí las líneas, reconociendo nombres de antiguos líderes de la Secta, nombres relacionados con otros que no conocía y vinculados con la fecha en que habían pasado a nuestro mundo o nacido en él.
Me senté, por si acaso me desmayaba.
—No, no es una locura. Pero es inaudito.
—Pero no imposible —dijo Brighton, dejándose caer en otra silla, delante de mí.
—Tú sabes que en realidad nada es imposible.
En eso tenía razón, pero esto… esto superaba todo cuanto imaginábamos. Si lo que decía el diario era cierto, la realidad que yo conocía había vuelto a saltar hecha pedazos.
Porque aquellas páginas afirmaban que había faes que vivían en nuestro mundo, faes que no se alimentaban de humanos.
Faes que habían colaborado con la Orden en el pasado.