15

Cuando desperté el martes por la mañana, el dolor me atravesaba la piel y me llegaba a los músculos y los huesos. Me dolían los ojos y me palpitaban las sienes de tanto llorar y no poder dormir. Había llorado tanto esa noche que estaba segura de que ya no me quedaban más lágrimas.

Me tumbé de espaldas, me quedé mirando el techo y respiré hondo, intentando calmarme. Notaba la cara recubierta por una especie de costra. Era asqueroso, y quizá también un poco patético. Y no porque llorar te convirtiera en un ser débil o penoso. En algún momento yo había pensado así, y luego había madurado.

Pero estaba harta de llorar. Aunque tuviera la sensación de que me habían clavado una estaca en el pecho y sólo quisiera hundir la cara en la almohada, no podía hacerlo. Estaba dolida. Destrozada por la muerte de Val. Tenía el corazón roto, pero no podía regodearme en la autocompasión.

Tenía muchas cosas que hacer, y no sabía de cuánto tiempo disponía. El príncipe —Drake— podía reaparecer en cualquier momento y, aunque no dudaba de mis facultades de ninja, sabía que no podría vencerle en una batalla, por lo menos todavía, y menos aún después de ver lo fácilmente que se había… ocupado de Val el día anterior. Ni siquiera le había visto moverse. Si venía a por mí, estaba perdida.

¿Y quién sabía si Ren iba a entregarme a la Orden o a la Elite? Podían venir a buscarme en cualquier momento, aunque… aunque Ren no me delatara. Aquel tal Kyle podía descubrirlo por sí solo, porque sabía que Val no era la semihumana. De modo que no tenía tiempo que perder.

Tenía que hablar con Brighton para ver si había descubierto algo más sobre aquellas supuestas comunidades de faes inofensivos. Tenía que rellenar un informe absurdo aunque ir al cuartel general fuera como meterme en la boca del lobo con un montón de carne colgándome del cuello. Y también tenía que hacerle una visita a Jerome.

Y borrarme de mis clases en la universidad.

Era hora de ponerse en marcha.

Dejando escapar un gruñido, me puse de lado y me incorporé. Empecé a pensar en Ren mientras me quitaba el resto de la ropa, pero conseguí refrenar mis pensamientos para que no siguieran por ese camino desastroso. Luego la cara de Val apareció en mi cabeza, y tuve que contener la respiración hasta que empecé a sentirme mareada. No, no y mil veces no. No iba a perder ni un solo segundo pensando en él, en Val o en cómo me sentía, teniendo tantas cosas que hacer. Más tarde, cuando tuviera tiempo, me permitiría revivir todo aquello. Pero hasta entonces tenía que dominarme.

Después de ducharme, me dirigí a la cocina vestida con mi vieja bata, pero me detuve antes de salir por la puerta del dormitorio. La bata era casi transparente en algunas zonas, y Tink ya no era ese duendecillo asexuado.

Me puse colorada al recordar cuántas veces me había visto semidesnuda. No hacía falta repetirlo. Di media vuelta y me puse unos vaqueros viejos y una chaqueta de manga larga.

Me recogí en un moño el pelo todavía mojado y entré en la cocina. Tink estaba de pie junto al fregadero, mirando el interior de la pila. No levantó los ojos cuando me acerqué a la nevera.

—Anoche volviste sola —dijo.

Ignoré la pregunta, abrí la nevera y saqué una Coca-Cola.

—Y él no está aquí —prosiguió.

Me volví y me di cuenta de que tenía en la mano una especie de palito de cuyo extremo colgaba un hilo que desaparecía en el fregadero.

—No es que me queje —añadió—. Necesitaba dejar de verle una temporada.

Abrí la lata de Coca-Cola y bebí un sorbo. Tink había llenado de agua el fregadero. Yo no tenía ni idea de qué…

De pronto echó el brazo hacia atrás e impulsó el palito (o la caña, mejor dicho) hacia delante. Abrí los ojos como platos. Me lancé hacia delante y estuve a punto de tirar el refresco.

—¿Qué coño…? ¡Tink! ¿Estás pescando en mi fregadero?

Me miró.

—Pues sí —contestó alargando las sílabas.

Dejé la Coca-Cola en la encimera y me acerqué despacio al fregadero.

—Si hay un pez en mi fregadero, te juro por Dios que te echo al váter y tiro de la cadena.

Me lanzó una mirada aburrida.

—Como si fuera a caber por el desagüe.

—¡Tink!

Suspiró.

—Relájate. No son peces de verdad. —Se puso de rodillas, metió la mano en el agua y sacó un pececito de plástico rojo—. He probado a pedir peces de verdad en Amazon, pero no los venden.

Me apoyé en la encimera y solté un suspiro de alivio. ¡Menos mal!

—Bueno, ¿dónde está Ren Tin Tin?

Como sabía que no iba a dejar de insistir hasta que contestara a la pregunta, decidí contarle parte de la verdad. No me sentía preparada para contarle todo lo que había pasado.

—Ayer nos peleamos.

—¿En serio? —Dejó caer la caña al agua y pareció encantado por la noticia.

Asentí, cogí mi Coca-Cola y le di un gran trago que hizo que me ardiera la garganta.

—Creo que no vendrá por aquí durante un tiempo.

—¿Tan grave ha sido la pelea? —Tink ladeó la cabeza—. No… no se lo habrás dicho, ¿verdad? ¿Lo que eres?

No dudé ni por un momento de que no debía confesarle que sí se lo había dicho. No tenía sentido preocuparle más.

—No, no se lo he dicho.

Se quedó mirándome un segundo.

—Entonces, ¿por qué discutisteis?

—No me apetece hablar de eso. —Me acabé la Coca-Cola y tiré la lata a la basura. De pronto se me ocurrió una idea y miré a Tink—. ¿Por qué eres de este tamaño?

—¿Y por qué no? —contestó mientras saltaba por el borde de la encimera.

—Porque ahora sé que ése no es tu tamaño real —señalé—. Así que ¿por qué sigues siendo pequeño?

Se encogió de hombros pero no contestó.

Mientras le miraba saltar por la encimera en dirección contraria, se me ocurrió otra cosa.

—¿Qué harías si yo muriera?

Se paró con una pierna levantada. Volvió lentamente la cabeza hacia mí.

—¿A qué viene eso ahora?

Entonces fui yo quien se encogió de hombros.

—Lo he pensado otras veces, pero… Bueno, ya sabes, con todo lo que está pasando, cabe esa posibilidad. Siempre cabe esa posibilidad, Tink. ¿Qué harías?

Abrió la boca y volvió a cerrarla. Bajó las alas.

—No sé qué haría —respondió—. Supongo que tendría que buscar a otra persona que tenga Amazon Prime.

—Muy bonito —dije meneando la cabeza—. En serio. Al final tendrías que irte de aquí, ¿no? Adoptar tu… eh… tu tamaño grande. No es que así vayas a pasar desapercibido necesariamente, claro, pero al menos no serías del tamaño de una muñeca con alas.

—Sé lo que tendría que hacer, Ivy —contestó, sorprendentemente serio—. No tienes que preocuparte por mí.

Sentí un extraño alivio y asentí con la cabeza. Fui a salir al pasillo, pero me detuve otra vez y me volví hacia él.

—¿Quieres peces? ¿Como mascotas, no para pescarlos en mi fregadero?

Puso unos ojos como platos.

—Si te digo que sí, ¿me traerás alguno?

—Sí —contesté, decidiendo que lo haría—. Puedo traerte uno pequeño, para empezar. Un beta o un carpín dorado…

—¿Puedo tener un hurón? —me interrumpió.

Yo parpadeé.

—¿Qué? No, un hurón no.

Hizo un mohín mientras volaba hacia la mesa de la ventana.

—¿Y un gato? A veces veo gatos en el patio. Y veo vídeos de gatos en YouTube. Parecen muy… astutos, y eso me gusta de ellos.

—Tink, un gato seguramente te comería si sigues siendo de ese tamaño. —Hice una pausa—. Y no hay duda de que te rasgaría las alas.

—Qué va. —Puso las manos en las caderas—. Yo creo que me adoraría, sobre todo si me traes un cachorrito para que lo críe.

—Está claro que nunca has tenido gato —contesté con sorna—. Da igual que lo hayas criado: intentará matarte en algún momento.

Frunció el ceño.

—Me niego a creer eso.

Suspiré.

—¿Qué tal una tortuga?

Puso cara de fastidio.

—¿Qué voy a hacer yo con una tortuga?

—No sé. —Levanté las manos—. ¿Qué harías con un gato o un hurón?

—Mimarlo. Abrazarlo. Eso no puedes hacerlo con una tortuga.

—Yo creo que sí —repuse.

Echó a volar.

—Yo quiero algo peludo.

Meneé la cabeza y me di la vuelta.

—¿Sabes qué?, olvida que he dicho nada sobre…

—No, no pienso olvidarlo. —Me siguió por el pasillo—. No voy a olvidarlo nunca.

Puse los ojos en blanco mientras cogía mi bolso. Luego entré en mi cuarto, metí el móvil en el bolso y recogí mis armas.

—Mira, si tuvieras un gato tendrías que ocuparte de él.

—Lo sé. —Subió volando hasta el ventilador del techo y se agarró a una de sus aspas—. Tendría que comprar una caja de arena, preferiblemente una de esas que se limpian solas, y juguetes para gato y…

Al salir de la habitación pulsé el interruptor del ventilador, y sonreí cuando Tink soltó un chillido.

—Pero ¡qué mala eres! —me gritó mientras cruzaba volando la habitación—. ¡Yo eso jamás se lo haría a un gatito!

—Adiós, Tink. —Cerré la puerta y salí al porche.

De inmediato me envolvió el aire frío. Qué frío hacía. Me alegré de haberme puesto una chaqueta de manga larga. ¿Qué demonios le pasaba al tiempo? Normalmente, en octubre seguíamos a veintitantos grados.

Al cruzar el patio me di cuenta de que se estaban marchitando algunas enredaderas. Aflojé el paso y me acerqué a la valla de hierro forjado. Las enredaderas eran plantas muy fuertes. Normalmente duraban todo el año, y sólo las había visto marchitas una vez, durante un periodo de intensa sequía. Eché un vistazo a lo largo de la valla. Todo el entramado de enredaderas parecía marchito y frágil. Y era muy raro, porque hacía pocos días estaban en flor y se extendían por toda la valla.

Estiré el brazo y cogí una ramita. Se rompió al instante, deshaciéndose en trocitos que se colaron entre mis dedos, hasta que sólo tuve en la mano una fina capa de polvo.

Tras hacer una parada técnica en Loyola para borrarme de mis clases (lo cual me sentó fatal), llamé a Brighton y me fui al Barrio Francés. Brighton seguía empollándose los mapas. Eran muchos, según decía, pero en ninguno aparecían asteriscos marcando el sitio exacto donde vivían aquellos faes bondadosos.

No había tenido noticias de su madre y, cuando le dije que iba a pasarme por casa de Jerome, me dijo que no creía que pudiera sonsacarle ninguna información.

Yo rezaba por que se equivocase.

¿Qué otra opción teníamos, si Brighton no encontraba nada en aquellos mapas? Sobre todo teniendo en cuenta que su madre había desaparecido sin dejar rastro.

Jerome había vivido en Saint Bernard Parish, pero el huracán Katrina destruyó su casa y desde entonces vivía en Tremé, en una casita criolla. Tremé tenía mala reputación. Había algunas zonas muy cutres, sí, pero era un barrio antiguo y precioso, y muy orgulloso de su pasado. Había más delitos en el Barrio Francés, y entrar en Tremé no era como aventurarse en Little Woods (una zona que había quedado absolutamente arrasada por la tormenta y que años después seguía abandonada a su suerte) o en Center City, lo que sí podía dar un poquitín de miedo.

Tremé no había sufrido muchos daños durante el Katrina, sobre todo porque las casas antiguas tenían los porches elevados, pero aun así había requerido muchas reparaciones. O eso me habían dicho.

Como no podía llevarle a Jerome un bizcocho hecho en casa, me pasé por una pastelería de Phillips, le compré un pastel de chocolate lo bastante apetitoso y luego me fui a su casa.

Era una casa pequeña y blanca, con la puerta de color rojo vivo y un porche elevado. Me crucé por la acera con tres niños que se perseguían entre sí. Uno de ellos llevaba una pelota de béisbol. Los escalones de madera crujieron cuando los subí. Me cambié de brazo la caja de la tarta y llamé a la puerta.

—¿Qué? —retumbó la voz de Jerome desde dentro, y enseguida se oyó un ataque de tos.

Me puse de lado y abrí mucho los ojos.

—Soy Ivy.

—¿Y qué? —respondió, pero su voz sonó más cerca.

Me mordí la lengua para no contestarle mal.

—He venido a ver qué tal te encuentras.

—No me apetece tener visitas.

Pero se abrió la puerta y Jerome apareció ante mí vestido con una bata de color verde bosque. Tenía muy mala cara. Nos miramos un momento. Luego miró la caja de la tarta. Sin decir palabra, volvió a entrar arrastrando los pies.

Yo crucé la puerta y eché una ojeada al cuarto de estar. Sabía desde hacía tiempo dónde vivía Jerome, pero nunca había estado en su casa. Los sillones de piel dejaban claro que allí vivía un hombre solo. Igual que el videojuego que estaba puesto en la tele de pantalla plana.

—Tienes un aspecto horrible —dijo mirándome con los ojos entornados—. Para que lo sepas.

—Pues tu casa huele a polvo y a Vick’s VapoRub —contesté.

Resopló y luego empezó a toser al dejarse caer en una butaca.

—Insultarme mientras me estoy muriendo es un acto despreciable incluso tratándose del demonio pelirrojo, o sea, de ti.

Puse los ojos en blanco.

—Pero te he traído tarta de chocolate.

—Eso compensa con creces tu mala educación. —Se ajustó la bata y añadió—: Ponla en la encimera de la cocina, ¿quieres?

No parecía una pregunta sino una orden, pero decidí no hacérselo notar. Entré en la cocina y dejé la tarta sobre la encimera, junto a una cafetera tan limpia que relucía.

—¿Dónde está tu chico? —preguntó.

Sentí otra punzada de dolor en el pecho mientras volvía al cuarto de estar.

—Por ahí, haciendo… cosas de chicos.

Me lanzó una mirada que podía significar «¿eres tonta?», o «¿por qué me haces perder el tiempo?», o una mezcla de las dos cosas.

—Me he enterado de lo de Val —dijo.

—Sí.

Yo me aclaré la garganta. No quería entrar en ese tema. Me senté en el borde del sofá y puse las manos sobre las rodillas.

—Entonces, ¿no te encuentras mejor?

Hizo otra mueca de fastidio.

—Niña, sé que no has venido a ver qué tal estoy.

—Me ofende que desconfíes así de mí —contesté.

—Venga ya —dijo; se echó a reír y luego empezó a toser—. ¿Qué haces aquí? ¿Te ha mandado David a decirme que vuelva a la tienda? Porque puedes decirle que se meta la…

—No, David no sabe que he venido. No lo sabe nadie, en realidad.

Aquello le hizo callar, pero también surtió otro efecto: apartó la mano del reposabrazos y la acercó disimuladamente a la rendija entre la butaca y el cojín, y yo comprendí de inmediato lo que buscaba.

Una daga.

O una pistola.

—Dios —dije levantando las manos—. No he venido a matarte. ¿Se puede saber qué te pasa, Jerome?

Su mano se detuvo.

—Toda precaución es poca en estos tiempos.

Era cierto; triste, pero cierto.

—Mira, he venido por un motivo. Necesito preguntarte una cosa.

Me miró con sospecha.

—Ajá.

Decidí no andarme por las ramas.

—Quiero que me hables de los faes que no se alimentan de humanos.

La incredulidad se reflejó en su rostro una fracción de segundo. Después volvió a adoptar su expresión gruñona de siempre, pero yo ya lo había visto. ¡Bingo! Lo había visto.

—No sé de qué…

—Sí que lo sabes —añadí inclinándome hacia él—. Y es importante.

—Estás loca. —Meneó la cabeza y apartó la mirada, entornando los ojos—. No deberías hacer preguntas así. Tú no sabes…

—Sé que la Orden colaboró con esos faes hasta hace un par de décadas, y sé que lo ha ocultado para que nadie lo sepa.

Se quedó callado un momento.

—Merle se ha ido de la lengua.

Una oleada de excitación nerviosa se apoderó de mí.

—En realidad, no. Ha desaparecido.

Jerome me clavó la mirada.

—¿Qué?

—Se ha marchado. Creo que puede haber ido a una de esas comunidades.

—Imposible. —Sacudió de nuevo la cabeza—. Eso no puede ser. —Empezó a dar golpecitos con los pies, calzados con pantuflas—. Y no por lo que tú piensas. Esas comunidades ya no existen.

Dios mío, de pronto me costaba un poco respirar. Jerome iba a contármelo…

—Entonces, ¿es cierto que hay comunidades de faes que no se alimentan de humanos? ¿Que son buenos?

—He dicho que las había, en pasado. Fueron… fueron todas… eliminadas.

Arrugué el ceño.

Jerome se pasó la mano por la frente.

—David no sabe nada de esto. Fue antes de que se convirtiera en líder de la secta, cuando era un chaval que trabajaba en la calle. No queda nadie por aquí que esté al corriente, excepto Merle. Y así debe seguir siendo.

—Espera. ¿Qué?

—Todo eso pertenece al pasado, a un pasado que no hay que tocar. Siento que Merle haya desaparecido, pero no está con los faes buenos. Y no tengo nada más que decir.

—Jerome, por favor. Está claro que sabes mucho más sobre esos faes buenos. —Intenté conservar la calma—. ¿Qué daño puede hacer que me lo cuentes?

Se rió.

—Qué sabrás tú, niña.

—Por eso estoy aquí, para que me lo cuentes.

—No tengo nada que decir —repitió.

Conté hasta diez antes de continuar.

—Es evidente que podrías contarme muchas cosas. Hace tiempo había faes que no atacaban a los humanos. ¿Por qué no puedes hablarme de ellos, de lo que ocurrió?

Se quedó callado.

—Sabes que los caballeros y el príncipe han cruzado las puertas y…

—Y eso no tiene nada que ver con lo que pasaba hace treinta años, más o menos. Esos faes no pueden ayudarte porque ya no existen —contestó con frialdad, ásperamente—. Lamento no poder decirte lo que esperabas oír, pero es hora de que te marches.

—Jerome… —Cerré los puños.

—Lo digo en serio, Ivy. Tienes que irte. Ahora mismo. —Me miró fijamente—. No me obligues a pedírtelo otra vez.

Le sostuve la mirada. No lo entendía. Jerome sabía algo. Me había confirmado que tiempo atrás había habido faes buenos, pero se negaba a entrar en detalles y yo no entendía por qué. ¿Por qué era tan importante mantener en secreto que había faes que no se alimentaban de humanos?

—Ya sabes dónde está la puerta —añadió.

Por más que me fastidiara, sabía que debía darme por vencida: no conseguiría sonsacarle nada más. Apreté los labios y me levanté.

—Espero que te guste la tarta —dije.

No dijo nada hasta que llegué a la puerta.

—No vayas por ahí haciendo preguntas sobre ese asunto. Hazme caso. No necesitas saber nada al respecto.

No respondí. Salí y cerré la puerta a mi espalda. Mientras bajaba los escalones, sonó mi teléfono. Lo saqué y vi que era David. Me dio un vuelco el corazón y procuré que no me temblara la voz al responder.

—¿Qué pasa?

—¿Ren está contigo?

Me detuve.

—No, ¿por qué?

—Mierda —masculló David—. Anoche tenía que volver a hablar conmigo sobre no sé qué asunto urgente. Pero no apareció. Le llamé anoche, y esta mañana. No contesta. Es como si se lo hubiera tragado la Tierra.