19

El ruido que hizo el hueso al romperse resonó en mi cabeza, rebotando dentro de mi cráneo. Pasaron unos instantes y Ren levantó la mirada y soltó un suspiro.

—Es un pelmazo.

Me quedé boquiabierta.

—Bueno, era un pelmazo —puntualizó, mirando hacia abajo—. Ya no tanto.

Salté del sofá como impulsada por un resorte.

—¿Qué coño…?

Pareció sorprendido un instante. Luego, sus hermosas facciones parecieron suavizarse.

—Ivy…

—¡Le has roto el cuello!

Santo Dios. Santo Dios. Rodeé el sofá y se me revolvió el estómago al ver a Henry allí tendido, con los brazos estirados, los ojos vidriosos y la cabeza girada.

—Le has matado, joder.

—Sí —contestó—. Le he matado.

Parpadeando, aparté la mirada de Henry y miré a Ren.

—¿Es lo único que tienes que decir? ¿Que sí, que le has matado? ¡Ren! —dije casi gritando—. ¡Le has matado! —Señalé a Henry por si acaso no entendía de quién le estaba hablando—. Dios mío, Ren. ¿Por qué lo has hecho? Sí, ya sé que era un pelmazo, pero no puedes matar a alguien porque tenga poco sentido de la oportunidad. —Me incliné y apoyé las manos en las rodillas, mareada—. Mierda, Ren, en qué lío nos hemos metido. Esto es…

—Sabía lo que eres.

Me puse rígida, como si de pronto hubieran vertido acero líquido por mi Columna vertebral.

—¿Qué? —murmuré.

—Sabía que la semihumana eres tú —repitió—. Tenía que morir.

Puede que fuera por el shock (por la repentina aparición de Ren, porque nos hubiéramos reconciliado y le hubiera roto el cuello a Henry como si fuera una ramita), pero de pronto me entraron ganas de reír, a pesar de que aquello no tenía ninguna gracia.

—¿Cómo? —pregunté con voz ronca—. ¿Cómo que lo sabía?

—No sé cómo se ha enterado —respondió.

Arrugué el ceño.

—Entonces, ¿cómo sabes que lo sabía? Además, si él lo sabía, eso significa que Kyle también lo sabe. Y si lo sabe, ¿cómo es que sigo aquí? Han tenido muchas oportunidades de venir a por mí. —Me froté la cara con las manos—. Y no parecen de los que esperan.

—Sí, si creyeran que podías conducirlos hasta el príncipe —repuso Ren, arrodillándose junto al cuerpo de Henry. Metió la mano en un bolsillo de sus pantalones y sacó un móvil—. A fin de cuentas, eliminar a la semihumana no es lo único que les interesa.

Pero al eliminarme a mí eliminarían también uno de sus principales problemas. Al menos temporalmente, hasta que el príncipe localizara a otra semihumana. En todo caso, si yo desaparecía del mapa tendrían más tiempo para descubrir cómo matar al príncipe. Porque tener una estaca especial no solucionaba del todo esa cuestión.

Ren se guardó el teléfono de Henry en el bolsillo y se levantó.

—Siento que te haya molestado, pero era necesario.

Contuve la respiración. ¿De veras era necesario? Si Henry sabía que era la semihumana, representaba un peligro para mí. Igual que Kyle. Eso lo entendía. También entendía que Ren intentaba protegerme, pero había matado a un hombre a sangre fría, y no parecía haberle afectado en absoluto.

—Tengo que deshacerme del cuerpo —dijo pasando por encima del cadáver.

Se acercó a mí y me sobresalté cuando me agarró por la nuca.

—Debería hacerlo solo —añadió.

Yo no supe qué decir. Me latía tan fuerte el corazón que me sentía mareada.

—No pasa nada, te lo prometo. —Bajó la cabeza y me besó, pero no sentí su beso. Estaba completamente embotada—. Luego hablamos —dijo.

Me descubrí asintiendo con la cabeza y luego me desasí de él. Recogí mis armas y fui a pasar a su lado, pero me agarró del brazo. Le miré.

—Sabes que tenía que hacerlo, ¿verdad? —preguntó.

Asentí, a pesar de que no sabía por qué lo hacía. Sólo sabía que tenía que marcharme de su apartamento, que necesitaba salir de allí y pensar.

—Luego hablamos —repitió—. ¿Nos vemos de nuevo aquí?

—Vale —conseguí decir haciendo un esfuerzo, y bajé la mirada hacia su garganta.

Me soltó y yo crucé la habitación a toda prisa. Al llegar a la puerta me detuve y miré el cadáver de Henry. No paraba de pensar que aquel hombre, aquel ser humano, había muerto a manos de Ren. Literalmente. A veces, cuando luchábamos contra los faes, moría algún humano, atrapado en el fuego cruzado. Y otras veces, cuando los faes se alimentaban demasiado de ellos, los humanos perdían la cabeza, se descontrolaban y había que… «dormirlos». Yo odiaba aquello, odiaba esa parte de mi trabajo más que nada en el mundo, pero a veces sucedía. Pero eso… Me recorrió un escalofrío. Eso era distinto. No tenía vuelta de hoja: había sido un asesinato a sangre fría, al margen de lo que supiera Henry.

Y yo jamás, ni una sola vez desde que había conocido a Ren, le había creído capaz de eliminar a otro ser humano así, con esa eficacia, con esa frialdad. No, era imposible. Me acordé de aquel día en el Barrio Francés, cuando mataron a aquel tipo en la calle y Ren no pudo salvarle la vida. Aquello le dejó hecho polvo. Yo lo había visto en su mirada. En eso era como yo: sufría cuando se perdía una vida humana, a diferencia de otros miembros de la Orden.

Ahora, en cambio, apenas había pestañeado.

Después de salir de la antigua zona industrial, cuando me encontraba cerca del Palace Café, en Canal, tuve de pronto la sensación de que acababa de salir de un extraño trance. Así me había sentido en casa de Ren: como si estuviera bajo los efectos de un hechizo y sólo hubiera tenido fuerzas para salir de su apartamento y montarme en un taxi. Notaba la cabeza extrañamente vacía, pero al echar a andar hacia Royal aquel embotamiento se desvaneció. La realidad se me hizo presente, como el viento helado que fustigaba la calle.

Respiré hondo, calmosamente. Muy bien. Lo que había sucedido en casa de Ren era cierto. Ren había matado a Henry y en esos momentos estaría sin duda deshaciéndose de su cadáver. Abrí las manos y volví a cerrarlas. Tenía ganas de vomitar, pero sabía que eso no resolvería nada. Ni siquiera sabía si aquella situación podía resolverse.

Seguí por Royal, aunque no sabía muy bien adónde me dirigía. Sólo quería seguir moviendo las piernas para despejarme, para aclarar mis ideas, porque todo aquello carecía de sentido para mí.

Necesitaba aclarar los hechos. Henry constituía una amenaza para mí. Ren se había encargado de eliminar esa amenaza. Eso era lo único que había pasado. No es que Ren hubiera… asesinado a nadie.

¿O sí?

Me detuve y pegué la espalda a la fría pared de un edificio. Cerré los ojos con fuerza y maldije en voz baja. No conseguía aclararme, y notaba el estómago revuelto.

Amaba a Ren. Estaba locamente enamorada de él, pero lo que acababa de hacer me parecía espantoso. Abrí los ojos. No cuadraba con lo que sabía de él. Si Henry hubiera hecho algo que demostrara que era un peligro inmediato, las cosas habrían sido distintas. Pero no había hecho nada.

—Muy bien —me dije en voz baja—. Es hora de concentrarse.

Quizá no supiera qué sentía respecto a lo que había hecho Ren, pero sabía que no me parecía bien. Teníamos que hablar de ello, aunque en el fondo sabía que eso no arreglaría nada, y que desde luego no devolvería la vida a Henry. Pero no se me ocurría qué otra cosa hacer.

Ojalá Val estuviera aquí.

Contuve la respiración al sentir un alfilerazo de dolor en el pecho. Lo cierto era que, si Val estuviera viva y no nos hubiera traicionado, la habría llamado. Era de esas amigas —o eso creía yo, al menos— capaces de ayudarte a esconder un cadáver o de encarar cualquier peligro a tu lado.

Pero Val ya no estaba, y a Jo Ann no podía llamarla. A la pobre le daría un infarto. Tenía que enfrentarme a aquello sola.

Me aparté de la pared y seguí caminando mientras trataba de olvidarme de lo que había hecho Ren. Si tenía razón y otros miembros de la Elite sabían que la semihumana era yo y pretendían utilizarme de cebo para atraer al príncipe, estaba claro que corría peligro. El cronómetro que pendía sobre mi cabeza se había acelerado de pronto.

El sonido de mi móvil interrumpió mis cavilaciones. Lo saqué del bolso y vi que era Brighton. Hice una mueca, sintiendo una punzada de mala conciencia. Me había olvidado por completo de Merle y de ella.

—Hola —dije, parándome en la esquina y mirando a derecha e izquierda.

Al otro lado de la calle había un policía y un grupito de gente reunido en semicírculo. Vi dos piernas tiesas tendidas en el suelo.

—He encontrado algo —dijo Brighton con evidente nerviosismo—. Por fin he encontrado algo.

Tardé un momento en acordarme de a qué se refería. La desaparición de su madre. Las comunidades de faes inofensivos.

—¿Qué?

—Uno de los planos antiguos, dibujados a mano, muestra una ciudad completamente distinta —dijo.

Fruncí el ceño mientras cruzaba la calle.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído —respondió casi sin aliento—. Al principio pensé que estaba viendo un plano corriente. Aparecían muchos negocios y monumentos, pero… No te lo vas a creer. Están por todas partes. Los hemos tenido delante de nuestras narices todo este tiempo.

Sonó un claxon y me tapé el oído con la mano.

—Brighton, vas a tener que darme más detalles, porque no tengo ni idea de adónde quieres ir a parar.

Respiró hondo.

—Vale, perdona. Es que… Esto es algo muy gordo, Ivy. Muy gordo.

Se oyeron risas al abrirse la puerta de un restaurante, y tuve que esquivar a una pareja que avanzaba lentamente.

—Detalles, Bri.

—Al principio no me fijé en el plano. Los hay a montones, hechos a mano, pero uno de ellos tenía unas marcas extrañas dibujadas delante de ciertas casas y negocios. Parecían unas alas dibujadas toscamente, y me acordé de que había visto ese mismo dibujo en uno de los diarios de mi madre —explicó—. He tardado siglos en encontrar el cuaderno, pero las alas señalan los edificios que eran un refugio seguro para los faes.

Estuve a punto de pararme en medio de la calle.

—¿Estás segura?

—Eso es lo que pone. Sabemos que los faes tienen, evidentemente, algún tipo de red en el mundo de los humanos. La labor de la Orden consiste en encontrar los lugares donde se agrupan, pero creo que los lugares sobre los que escribía mi madre eran los sitios donde podía encontrarse a los otros faes, a los faes buenos.

—Espera —dije—. No lo entiendo. Si tu madre conocía esos lugares, el resto de la Orden también tenía que conocerlos, ¿no?

—No puedo contestar a esa pregunta, pero eso no es todo —añadió precipitadamente—. Creo que sé dónde está mi madre. Hay una casa, una mansión, en realidad, que aparece en todos los planos. Tiene ese símbolo dibujado. Y mi madre la rodeó con un círculo en otro plano. Sé que no es una prueba muy contundente, pero… tengo una corazonada.

—¿Una corazonada? —repetí.

—Sí. Sé que parece una estupidez, pero estoy segura de que está ahí —insistió Brighton.

Me mordí el labio. Aquella conversación era tan confusa como el resto de mi vida en esos momentos, y «una corazonada» no significaba nada en realidad, pero Brighton estaba desesperada: necesitaba encontrar a su madre. Y eso significaba que posiblemente iría a llamar a la puerta de aquella casa.

—¿Dónde está ese sitio del que hablas?

—Bueno, eso es lo raro —contestó, y yo esperé. Pasó un instante—. Que no puede estar donde dice el plano que está.

Levanté las cejas.

—Explícate.

—He comprobado una y otra vez su ubicación —dijo—. Y siempre aparece el mismo sitio. La mansión está situada en South Peters Street.

—¿En serio? —Intenté recordar qué había allí, pero sólo veía imágenes de antiguas fábricas y naves industriales. Ninguna mansión.

Brighton respiró hondo otra vez.

—Está en el mismo sitio que la central eléctrica de Market Street.

Abrí la boca sin decir nada y me detuve un momento para pensar.

—¿Ese enorme edificio abandonado que hay en Peters Street? ¿El que da tanto miedo?

—Sí —contestó—. Como lo oyes. He comparado distintos planos. Algunos muestran una ciudad distinta, lugares que, que nosotros sepamos, no existen. Es lo que intento decirte.

Aquello era absurdo.

—¿Vas a estar en casa todo el día?

—Sí. ¿Dónde iba a estar, si no?

Me paré junto a un camión de reparto.

—Voy a pasarme por allí. Pero prométeme que no vas a ir a la central eléctrica. ¿De acuerdo? Quiero echarle un vistazo primero.

Brighton no contestó.

Apreté con fuerza el teléfono.

—Prométemelo, Bri. Están pasando muchas cosas raras, y no me apetece que te secuestren o que el suelo de ese sitio esté podrido y te caigas por él. Dentro de un rato me paso por tu casa. Tú aguanta, ¿de acuerdo?

Vaciló un momento y luego suspiró.

—De acuerdo.

—Gracias. —Fui a colgar, pero me detuve—. He hablado con Jerome. Sabe algo, pero me advirtió que dejara de preguntar por esos faes. —Bajé la voz al ver que pasaba gente—. Tú no se lo has dicho a nadie más, ¿verdad?

—¿A quién voy a decírselo? —Se rió, y su risa sonó forzada—. Todo el mundo piensa que mi madre y yo estamos locas. ¿Para qué iba a darles más munición?

Tenía razón.

—Está bien. No tardaré mucho. —En cuanto puso fin a la llamada, volvió a sonar el teléfono. Era el número de mi casa. Contesté—. ¿Tink?

—¿Cómo has sabido que era yo? —preguntó.

Puse los ojos en blanco.

—¿Quién, si no, me llamaría desde mi apartamento?

—No sé. Gente. Fantasmas.

—¿Fantasmas? —Di media vuelta y regresé hacia Canal.

—A lo mejor saben usar el teléfono. Nunca se sabe.

—Estoy segura de que los fantasmas no llaman por teléfono —contesté secamente—. ¿Me llamas por algún motivo?

Tink resopló.

—Pues sí, te llamo para decirte que he instalado el contestador.

Me había olvidado por completo de aquello.

—Gracias.

—Y también para informarte de que quizá haya encargado otra cosa. Bueno, sí, lo he pedido, no hay duda. Pero no a Amazon. Es algo que no puede pedirse a Amazon.

—Vale. —Apreté el paso; sabía que habría más taxis en Canal—. ¿Qué has pedido?

—Es una sorpresa.

Ay, no.

—Tink, no me gustan tus sorpresas.

—Ésta sí te gustará.

—Lo dudo. ¿Qué es?

—Lo verás cuando llegues a casa. ¡Adiós! —Me colgó.

Miré mi teléfono y me dieron ganas de volver a llamarle, pero pensé que en ese momento no tenía espacio mental suficiente para enfrentarme a lo que estaría tramando Tink. Cogí un taxi en Canal y, cuando le di al taxista la dirección de South Peters, me miró extrañado, aunque estoy segura de que había llevado a gente a sitios más raros.

Mientras miraba por la ventanilla, me acordé del chasquido que había hecho el cuello de Henry al romperse e hice una mueca. ¿Qué iba a hacer al respecto? No tenía intención de acudir a David o a la policía, y sabía que eso no hablaba muy en mi favor. Necesitaba que Ren me explicara con más detalle por qué estaba tan convencido de que Henry era una amenaza para mí.

Había mucho tráfico y tardé unos veinticinco minutos en llegar a la antigua central eléctrica. En cuanto salí del taxi, el taxista se largó de allí como si le persiguiera el demonio. Supuse que tendría que recurrir a Uber para marcharme de allí.

Observé el enorme edificio de ladrillo, que tenía varias plantas de alto y muchas ventanas rotas. Me acerqué a una que tenía un agujero en el cristal, como si lo hubiera atravesado una pelota de baloncesto, y eché un vistazo dentro.

—Uf, vaya sitio —murmuré al ver sillas y bancos de trabajo volcados.

Por la ventana desde la que estaba mirando no se veía nada más. Estaba todo increíblemente oscuro.

Me aparté de allí, avancé hasta la esquina del edificio y seguí por el costado. La parte de atrás estaba cerrada por una valla metálica bastante alta que impedía ver la mayor parte de la parte trasera del edificio, pero dentro no había ninguna mansión. Allí podía esconderse una caravana. O una casa de una sola planta, pero desde luego no una mansión. Recorrí toda la valla buscando alguna abertura, pero no encontré ninguna. El olor del río cercano fue haciéndose cada vez más fuerte. Apareció un callejón, tan abandonado como la central.

Allí no había nada.

Una ciudad totalmente distinta.

Iba a tener que ponerme delante de Brighton y ver qué estaba viendo ella exactamente para entender a qué se refería. Di media vuelta y regresé a toda prisa por el lateral del edificio, hacia la fachada. En ese momento volvió a sonar mi teléfono. Era Ren. Me dio un vuelco el estómago, una mezcla de excitación e intranquilidad.

—Hola —contesté.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—Eh… —Me asomé por una de las ventanas rotas y distinguí un aleteo. Una paloma—. En ninguna parte. Y tú, ¿dónde estás?

—En mi casa. Ya me he ocupado de ese asunto.

Me rodeé con el brazo y miré los nubarrones que se habían acumulado en el cielo, sintiendo un escalofrío. Qué rapidez.

—Ren…

—¿Qué?

Tragué saliva y miré a mi alrededor. Enfrente de la antigua planta eléctrica había una especie de fábrica. Se veían montones de camionetas, pero no parecía haber nadie por los alrededores.

—Tenemos que hablar de lo que ha pasado.

No respondió.

Bajé la barbilla y me mordisqueé el labio. Tenía que ir a casa de Brighton, pero primero necesitaba resolver eso.

—Nos vemos en tu casa, ¿de acuerdo?

Se hizo otro silencio. Luego dijo:

—Te estaré esperando.

Colgué y eché a andar de nuevo. Sólo había andado unos pasos cuando sentí un olor dulce, a menta, que me recordó los besos que Ren me había dado unas horas antes.

Me volví y miré hacia atrás. No sabía qué esperaba ver, pero no había nadie por allí, ni nada que justificara aquel olor. Qué raro.

Tardé muy poco en llegar a casa de Ren, porque la central eléctrica quedaba muy cerca de allí. Mientras subía en el ascensor, no conseguía estarme quieta. Ren abrió la puerta en cuanto llamé. Parecía el mismo de siempre, alto y guapísimo, pero yo, sin saber por qué, busqué algo distinto en él. Como si tuviera las palabras «he matado a una persona por ti» estampadas en la frente.

Se apartó para dejarme pasar. Olía intensamente a café. Se me encogió el estómago. Le había roto el cuello a Henry, se había deshecho del cuerpo, y al volver a casa había hecho café.

Cuánta sangre fría.

Le miré atentamente cuando cerró la puerta, y la inquietud que notaba en la boca del estómago se redobló. Me di la vuelta, me quité la tira del bolso del hombro y lo dejé sobre el brazo del sofá. No miré el lugar del suelo donde había caído Henry.

Ren pasó rozándome y entró en la cocina.

—¿Te apetece beber algo?

—No. —Le seguí, con los brazos pegados a los costados—. ¿Qué has hecho con Henry?

—Seguramente no conviene que lo sepas. —Cogió su taza de café y tomó un sorbo—. Pero nadie va a encontrarle.

Le miré a los ojos y tuve que apartar la mirada, estremecida por su indiferencia.

—¿Quién eres? —balbucí.

Bajó lentamente la taza.

—¿Perdona?

—Me estás asustando un poco. Bueno, mucho —reconocí, poniendo las manos sobre la isla de la cocina—. Has matado a Henry a sangre fría y te comportas como si fuera un miércoles cualquiera.

—No he matado a nadie a sangre fría. Iba a hacerte daño. Igual que Kyle. Y no puedo permitir que eso suceda. —Dio un paso atrás y cruzó los brazos—. Te estoy protegiendo.

Me quedé mirándole.

—Lo entiendo, pero Henry no intentó nada. No había peligro inmediato.

—Podía haberlo. Todavía lo hay —argumentó—. Y si te estás preguntando si haría lo mismo con Kyle, la respuesta es sí.

Me quedé boquiabierta.

—¿Por qué te sorprende tanto? Van a matarte, Ivy. El hecho de que no lo hayan intentado todavía no significa que no lo hagan en cuanto descubran que no es fácil que te utilicen como cebo para atraer al príncipe.

Tenía razón, pero lo que me sorprendía era la frialdad con que había actuado. Y no se trataba sólo de eso. Aquello no era propio de Ren. En absoluto. Frustrada, estiré el brazo y cogí su taza de café.

—¿Puedo?

—Claro —dijo con un ademán.

Bebí un sorbo y enseguida di un respingo al notar su sabor amargo.

—Uf. —Dejé la taza y saqué la lengua—. Está superamargo.

—Me gusta así —afirmó.

Fruncí el entrecejo.

—No, no es verdad.

Ladeó la cabeza.

—Te gusta el café con azúcar, igual que a mí. De hecho, normalmente le pones seis azucarillos o más. Nunca lo tomas solo.

Abrió los labios.

—Me gusta de las dos formas.

—A nadie le gusta el café de las dos formas.

Bueno, tal vez hubiera alguien en el mundo a quien le gustara con y sin azúcar, pero yo nunca había conocido a nadie en la vida real.

Se encogió de hombros.

—Sólo es café.

Pero no era sólo el café. Entonces se me ocurrió una idea. Esa mañana había tirado el buñuelo alegando que sabía mal. Yo también había comido buñuelos, y los míos estaban bien. A Ren le encantaban los buñuelos desde que los había probado por primera vez, como a todo el mundo que tenía buen gusto para los dulces. Era como si de pronto se hubiera vuelto alérgico al azúcar. Y lo que le había hecho a Henry… Eso tampoco era propio de Ren, del Ren al que le gustaban el café y los dulces con azúcar, del Ren que consideraba como algo precioso cualquier vida humana.

Un frío helador se extendió por mi pecho cuando di un paso atrás. En mi fuero interno, ya lo sabía. Lo sabía, y me estaba poniendo enferma.

—¿Qué estaba estudiando en la universidad?

Parpadeó, mirándome con sus fríos ojos verdes.

—¿Qué?

El corazón empezó a latirme con violencia.

—¿Qué estaba estudiando en Loyola?

Se rió en voz baja.

—¿Por qué me preguntas eso, Ivy? ¿Te encuentras bien?

No. No me encontraba bien en absoluto.

—Contesta, Ren.

Su media sonrisa desapareció, y aquella sensación de frío se apoderó de mi pecho.

—¿Qué me llamaste la primera vez que nos vimos?

Un músculo vibró en su mandíbula mientras descruzaba lentamente los brazos. No respondió, porque no podía responder. Era imposible que lo supiera porque… porque aquél no era Ren.