11

La noche fue larga, como era de esperar. Ren se puso a cambiar la cerradura sin decir nada, y yo no le pregunté qué había hecho con el cadáver del caballero. Me alegraba de que hubiera traído el camión y no hubiera tenido que cargar con el cuerpo en el asiento trasero de una Ducati. Eran casi las cuatro de la madrugada cuando volvimos al dormitorio y cerramos la puerta con llave.

Pero tampoco hablamos entonces, excepto para preguntarnos mutuamente si estábamos bien. Luego, Ren me pasó el brazo por la cintura, me apretó contra su pecho y metió una pierna entre las mías.

Era difícil pegar ojo sabiendo que un caballero me (nos) había encontrado, pero estábamos tan cansados que nos quedamos dormidos casi enseguida. Dormimos con una daga de hierro debajo de la almohada, y no nos levantamos hasta última hora de la mañana del lunes para ducharnos. Por desgracia, nos duchamos por separado. Los dos habíamos recibido un mensaje de David. Había una reunión esa tarde.

Cuando salí del dormitorio mientras Ren todavía estaba en el baño, vi que ya no había sangre en el suelo. Y además me llevé una sorpresa al entrar en la cocina.

Tink había vuelto a adoptar su tamaño normal: era otra vez el Tink al que yo estaba acostumbrada, con alas y todo. Estaba sentado en la encimera, comiendo un montón de cereales que había vertido a su lado, y viendo un episodio de Supernatural en mi portátil.

—¿Sabes qué estaba pensando? —preguntó cuando me acerqué al armario y saqué el café—. Creía que no podría escoger entre Sam, Dean, Castiel y Crowley, y resulta que sí puedo.

—No me digas —murmuré mientras echaba como diez cucharaditas de café en la cafetera.

—Sí. Creo que optaría por Crowley.

Cerré la tapa del café y parpadeé. Aquello era muy sorprendente. Encendí la cafetera, me di la vuelta y me apoyé en la encimera.

—¿Escogerías al rey del infierno?

Asintió inclinando la barbillita, y no me resultó tan raro como creía verle de nuevo con aquel tamaño.

—Tengo mis motivos. Entre ellos, que me encanta su acento británico.

Levanté una ceja al volverme para coger una taza. La llené de café y me puse azúcar.

—Y me gusta que esté coladito por Dean —prosiguió—. ¿Quién no se enamoraría de Dean? Si no te enamoras de él, es que no tienes sangre en las venas.

—Ya —dije yo antes de beber un trago de café. No estaba suficientemente despierta para procesar aquella conversación.

Tink señaló la pantalla.

—Mira esos ojitos azules de bebé… Y esa sonrisa… Da gusto verla.

Dejé la conversación en ese punto, y fui a ducharme. Confiaba en que Ren no matara a Tink mientras me duchaba y me vestía. Me alegró ver que ya no tenía que ponerme tanto maquillaje alrededor del ojo y la barbilla para ocultar mis moratones.

Cuando salí del cuarto de baño, me encontré a Ren sentado en la cama, vestido para ir a trabajar, con una taza de café colgándole de los dedos. Era la mía, obviamente, y estaba vacía.

Sonrió, avergonzado.

—Perdona. He ido a la cocina, pero no he podido soportarlo más de cinco segundos, así que he vuelto aquí. He visto tu café. Y no he podido resistirme.

—¿Tink ha intentado hablarte de un tal Crowley?

—Sí. —Se inclinó y dejó la taza en la mesilla de noche—. No tengo ni idea de a qué se refería, y tampoco quiero saberlo.

Me acerqué a él y sonreí cuando puso las manos en mis caderas y me colocó entre sus piernas. Deslizó la mirada por mi camiseta de tirantes.

—Me alegro de que anoche pudiéramos estar juntos antes de que se montara ese lío.

—Yo también. —Me acaloré al recordar el rato que habíamos pasado juntos. Nuestros ojos se encontraron—. ¿Qué te parece lo de Tink? —pregunté.

—Voy a ser sincero contigo —dijo apretándome las caderas—. Me molesta que ese cretino no sea del tamaño de mi bota. Me da igual que haya vuelto a su tamaño de antes y que esté comiendo cereales sobre la encimera como si fuera un hámster.

Levanté las cejas.

—No estoy diciendo que le eches a patadas. No te lo estoy pidiendo, aunque te apoyaría al cien por cien si tomaras esa decisión —añadió con una sonrisa socarrona—, pero quiero que sepas que esta situación no me gusta ni pizca.

—Tomo nota. —Me incliné para besarle, y me encantó sentir cómo se curvaban sus labios en una sonrisa bajo los míos.

Teníamos que irnos a la reunión y sólo disponíamos de unos minutos, así que volví a besarle y aprovechamos aquel rato para enrollarnos. Pero no fue buena idea, porque yo tenía ganas de más y, a juzgar por lo que notaba debajo de mí, Ren también.

Dejó escapar aquel gruñido ronco, y yo me restregué contra su regazo mientras sus labios se deslizaban por mi mejilla, hacia mi oreja.

—Esta noche, cuando acabemos de trabajar, estaremos solos tú y yo, y me da igual lo que nos espere o lo que haya que planear. En cuanto acabemos, te voy a quitar la ropa.

Clavé las uñas en sus hombros.

—Me gusta cómo suena eso.

—Seguro que sí, pero eso no es todo. —Lamió el lóbulo de mi oreja un segundo y luego lo mordisqueó. Yo dejé escapar un gemido—. Cuando te tenga desnuda, voy a dedicar toda mi atención a diversas partes de tu cuerpo, y luego voy a ponerte debajo de mí, y encima de mí, porque me pone a cien, y por último voy a ponerte delante de mí. Y voy a follarte. Sin piedad.

—Ay, Dios —gemí yo apretándole los hombros.

Aquello también me gustaba. Y mucho.

Me besó en el cuello.

—Me estoy acordando de un piropo malísimo.

—¿Sí?

—Sí. Lo oí hace poco y me lo estaba reservando para el momento oportuno.

Sonreí.

—Soy toda oídos.

—Eres una obra de arte. —Hizo una pausa—. Me encantaría clavarte a la pared.

—Dios mío. —Solté una carcajada—. Qué horror. Es un espanto.

Ren se rió.

—Lo sé. Ahora levántate para que se me baje la erección del siglo.

Volví a reírme y me levanté, pero no se lo puse fácil. Bajé la mano, busqué la erección del siglo y la apreté. Su gemido resonó en toda la habitación.

—Pero qué mala eres —masculló.

Sonriendo, le solté y retrocedí.

—Lo que tú digas.

Cerró los ojos y pareció contar en voz baja.

—Fuera no hace mucho calor, te lo advierto —dijo.

—Gracias por el informe del tiempo.

Me acerqué al armario, cogí mi plumas negro y me lo puse. Luego recogí mis armas y me guardé la estaca de espino, escondiéndola debajo de la pernera del pantalón.

Ren caminaba un poco rígido cuando salimos del dormitorio, y cuando se detuvo en la puerta entornó los ojos y me miró. Yo sonreí.

—Enseguida vuelvo —le dije, y entré en la cocina.

Tink no estaba por allí, y mi portátil tampoco. Seguía habiendo migas de cereales en la encimera. Algunas cosas no cambiaban. Toqué a su puerta con los nudillos.

—¿Tink?

—¿Sí? —respondió, y su voz me sonó como siempre, no como la del Tink de tamaño grande.

—Nos vamos a trabajar —le dije, cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro—. Sólo quería…

La puerta se abrió de repente y apareció agitando las alas lánguidamente.

—¿Querías avisarme? Vaya, qué raro. Normalmente os vais sin decir nada.

Fruncí el ceño al ver que llevaba puestas unas mallas de gimnasia cortas, muy, muy pequeñitas. Y además eran de color plata y satinadas. Caray.

—Ya te he dicho…

—Que estás preocupada por mí por lo que pasó con el caballero. Pues no te preocupes. Sé valerme solito. —Se acercó a mí volando y me tocó la punta de la nariz—. Ten cuidado, y dile a Ren que se quede en su casa esta noche. —Luego me cerró la puerta en las narices.

No pensaba decirle eso a Ren.

—¿Va todo bien? —preguntó Ren cuando me reuní con él.

—Sí, sólo he ido a ver qué tal estaba Tink. —Me paré para recoger mi bolso y me lo colgué del hombro—. Tengo que reconocer —dije en voz baja— que me preocupa un poco dejarle aquí solo, sin la estaca de espino.

Ren abrió la boca, pareció pensar cuidadosamente lo que iba a decir y luego volvió a cerrarla.

—Seguro que no le pasará nada.

—Ya.

Sonrió de medio lado y abrió la puerta. Bajamos la escalera y cruzamos el patio. Fuera hacía bastante frío, más de lo normal, pero no me quejé. Unos días antes había deseado que una ola de frío polar sacudiera Nueva Orleans, pero aun así la temperatura era extrañamente baja para esa época del año.

A esa hora de la tarde aún no había mucho tráfico, y no tardamos mucho en llegar en coche al Barrio Francés. Pero me pareció ver a una persona disfrazada de tiranosaurus rex segando el césped.

Como por arte de magia, Ren encontró un sitio libre en el aparcamiento subterráneo que usaba la Orden, más cerca que de costumbre, porque en Phillips no había sitio donde aparcar. Normalmente no había plazas libres porque la gente de Nueva Orleans sabía que allí se podía aparcar sin tener que darle las llaves de tu coche a nadie, pero estaba claro que Ren tenía mucha suerte.

—¿Estás preparada para hablar con David después de la reunión? —me preguntó cuando nos dirigimos al cuartel general—. No va a gustarle la noticia.

Claro que no: no iba a gustarle ni un pelo. De camino al Barrio Francés habíamos decidido no contarle lo de aquella presunta comunidad de faes buenos. Primero hablaríamos con Jerome, para ver cómo reaccionaba y qué podíamos sonsacarle antes de informar a David.

—Tampoco va a gustarle que no le llamáramos anoche, pero por lo menos se alegrará un poco cuando le digamos que nos hemos cargado a un caballero.

—Menudo consuelo.

Asentí con la cabeza y escudriñé las calles. Ren hizo lo mismo. Él estaba buscando faes. Yo, en cambio, buscaba al príncipe. De momento no se veían más que montones de turistas poco abrigados para el frío que hacía. Cuando faltaba una manzana para llegar al cuartel general de la Orden, Ren alargó la mano y tiró de un rizo de mi pelo. Le miré.

Me guiñó un ojo.

—No puedo evitarlo: me encanta jugar con tus rizos.

Le aparté de un manotazo y meneé la cabeza.

—Déjalo para luego.

—No sé. —Me pasó la mano por la espalda—. Luego me apetecerá jugar con otras cosas.

Ay, señor…

El edificio apareció ante nuestra vista, y yo le aparté la mano mientras él se reía. Uno de los últimos reclutas montaba guardia a la entrada. La tienda seguía cerrada, lo que significaba que tendríamos que ir a buscar a Jerome a su casa. Pero seguramente era mejor así, dado que la tienda de regalos estaba vigilada con cámaras de vídeo.

Sonreí al nuevo recluta, y me saludó con una inclinación de cabeza.

—Hola, Glenn, ¿qué tal van las cosas? —preguntó Ren al abrir la puerta.

—Tirando —contestó. Era alto y de piel oscura, con la cabeza calva y tersa. Llevaba gafas de sol y su actitud parecía decir a gritos «No me toques las narices»—. Hay gente nueva arriba.

—No me sorprende —contestó Ren cuando entré.

—Sí, pero éstos son distintos.

Intercambié una mirada con Ren, y se encogió de hombros. Cuando llegamos a la puerta, ésta se abrió de repente. Rachel Adams estaba al otro lado. Tenía treinta y pocos años, era alta y esbelta. Yo no la conocía bien y, como casi todos los miembros de la Orden, era muy reservada. Vi que, a su espalda, la sala estaba bastante llena.

—Me alegra verte otra vez en forma —dijo, apartándose.

—Gracias. Yo me alegro de que tú no estés muerta. —Se me agrandaron los ojos al darme cuenta de cómo había sonado aquello—. Quiero decir que me alegro de que no murieras en la batalla, no que me alegre de que murieran los demás, pero sí…

Se quedó mirándome con una ceja levantada.

—Muy bonito —murmuró Ren en voz baja, y yo le di un codazo en el costado.

Sonrió, enseñando el hoyuelo de su mejilla izquierda. Estaba pensando en darle otro codazo cuando David apareció de repente delante de nosotros.

Yo no le veía desde que había salido del hospital, y de pronto me pareció avejentado, a pesar de que normalmente no parecía afectarle el paso del tiempo. Las pocas canas que tenía en las sienes se habían extendido por ambos lados de su cabeza, y unas arrugas profundas marcaban su piel morena en torno a los ojos. Parecía cansado.

Y cabreado.

Claro que David siempre parecía un poco cabreado.

Saludó a Ren con una inclinación de cabeza y luego me miró. Me puso una mano en el hombro y me lo apretó suavemente.

—Me alegra verte por fin cruzar esa puerta.

Pestañeé una, dos veces, y murmuré:

—Lo mismo digo.

Se retiró y yo me noté un poco aturdida por la emoción, porque aquello era muy bonito viniendo de David, el hombre al que siempre había sentido que decepcionaba, al que nunca parecía satisfacer nada de lo que yo hacía.

Casi me dieron ganas de ponerme a bailar.

Recorrí la sala con la mirada, pero no vi a Miles. Un poco nerviosa, miré a Ren. Fue entonces cuando vi que su sonrisa empezaba a borrarse. Dos hombres a los que no había visto nunca aparecieron junto a David. Uno era alto, de pelo oscuro, y parecía tener entre treinta y cinco y cuarenta y tantos años. El otro era más bajo y tenía la piel muy clara y el cabello aún más rojo que el mío (y ya es decir). Ren se puso tenso cuando el moreno se le acercó.

—Ren —dijo tendiéndole la mano—. Cuánto tiempo. Me alegra verte tan bien.

—Igualmente. —Ren le estrechó la mano, pero el tono de su voz no era nada cordial—. ¿Qué haces aquí, Kyle?

Abrí los ojos como platos. ¿Kyle? ¿Ese Kyle? ¿El que mató al mejor amigo de Ren por ser un semihumano? Ostras.

—Hemos venido porque se nos necesita. —Kyle se volvió hacia mí y me tendió la mano—. Tú debes de ser Ivy. David me estaba hablando de ti.

—Encantada de conocerte —mentí descaradamente mientras le daba la mano.

—Igualmente. —Observó mi cara un instante—. Luchaste contra el príncipe del Otro Mundo y sobreviviste para contarlo. Increíble.

Me obligué a no reaccionar.

—Sobreviví a duras penas para contarlo. —Puse una sonrisa tensa cuando me soltó la mano.

Se volvió y yo noté que una extraña presión me oprimía el pecho.

David se situó en el centro de la sala.

—Muy bien, chicos, escuchad. Tenemos a dos miembros de Colorado con nosotros. Se llaman Kyle Clare y Henry Kenner.

Ren había cruzado los brazos y un músculo vibraba constantemente en su mandíbula. No me cabía ninguna duda de que no le hacía ninguna gracia que estuvieran allí.

Y a mí tampoco.

—Iré al grano. Henry y yo estamos aquí para encontrar al semihumano —anunció Kyle.

Los demás no mostraron sorpresa. Al parecer estaban enterados de lo que ocurría, y de las actividades de la Elite, la sociedad secreta de miembros de la Orden, pero yo empecé a notar un hormigueo de nerviosismo en el estómago cuando Kyle recorrió la sala con la mirada.

—Hay algo de lo que no estáis informados. Si esa chica fuera de verdad la semihumana y los faes lo supieran, no habrían permitido que se acercara a la puerta —explicó Kyle—. La habrían mantenido a buen recaudo. Ella no es la semihumana.

Me largué de la reunión en cuanto pude sin que pareciera sospechoso. Tenía que marcharme, porque la situación se me hacía cada vez más agobiante. El miedo me oprimía los pulmones y tenía el estómago revuelto.

Apenas escuché lo que dijeron Kyle y Henry, y no pensaba quedarme a hablar con David sobre lo ocurrido la noche anterior. Sabía que tenía que hacerlo y sabía que era importante, pero tenía que salir un rato a tomar el aire.

Una vez fuera, respiré hondo varias veces y eché a andar calle abajo, sin prestar atención adónde iba. Solo necesitaba alejarme de Kyle, del miembro de la Elite que había descubierto que el mejor amigo de la infancia de Ren era un semihumano y le había seguido tranquilamente desde casa de Ren para matarle.

Estaba allí y sabía que Val no era la semihumana. Los otros no tardarían en darse cuenta, y entonces…

—¡Ivy! —me llamó Ren, y yo seguí caminando entre la gente—. ¡Ivy, espera! —Me alcanzó enseguida y, agarrándome del brazo, me obligó a detenerme—. ¿Estás bien?

El corazón me latía tan deprisa que oía sus latidos. Negué con la cabeza, aturdida.

Frunció el ceño y una expresión preocupada se adueñó de sus ojos de color esmeralda.

—¿Qué te ocurre? —Como no contesté, tiró de mí hacia un callejón, entre dos edificios—. Cuéntamelo —dijo.

Yo casi no podía respirar cuando le miré. ¿Qué me había dicho Ren? Que no podía pasar por aquello otra vez. Tener que elegir entre alguien a quien quería y su deber. Y allí estaba de nuevo, metido en el mismo atolladero.

—Nena —dijo tomando mi cara entre las manos y acariciando mi mejilla con un dedo—, ¿qué sucede?

Se me planteaban dos alternativas. Podía seguir ocultándole lo que era y confiar en que no pasara nada, en que Kyle no descubriera que la semihumana era yo y en que pudiéramos librarnos del príncipe y de los antiguos sin que mi condición saliera a la luz. Pero al mirarle a los ojos comprendí que sería absurdo, además de muy peligroso, tener esa esperanza.

La otra posibilidad era contárselo todo, pero era terriblemente arriesgado hacerlo. Le quería. Estaba enamorada de él, y quizá eso me cegaba un poco, pero, precisamente porque le quería, no podía hacerle eso. No podía permitir que se enterara por Kyle o por otros miembros de la Elite. No sabía qué pasaría si se lo contaba, pero me daba cuenta de que equivaldría prácticamente a entregarle una pistola cargada. Ignoraba cómo reaccionaría, pero sabía que, si se lo decía, lo nuestro se acabaría de inmediato.

Y no podía pedirle que dejara de cumplir con su deber. Tendría que entregarme a la Orden o, peor aún, eliminarme con sus propias manos. Yo sabía que no podía permitírselo. Era demasiado luchadora. Me conocía. Me enfrentaría a cualquiera que viniera a por mí, aunque entendiera sus motivos para entregarme.

—Estás empezando a asustarme de verdad, Ivy. —Escudriñó mis ojos—. En serio.

El ruido del tráfico y el zumbido de las conversaciones parecieron apagarse a mi alrededor cuando respiré hondo. Tenía que decírselo. Ren tenía que saberlo. No podía permitir que la noticia volviera a pillarle desprevenido, como le ocurrió con su amigo. No podía seguir mintiéndole.

Me quedé un momento sin respiración. Tenía que hacer lo correcto.