9
El fae que entró en mi apartamento era indudablemente un caballero: un fae antiguo que había cruzado el portal junto con el príncipe. Era alto y corpulento, y tenía aquella misma piel intensamente morena. Llevaba el pelo oscuro cortado casi al rape. No portaba ninguna arma en las manos, pero yo había visto en una ocasión cómo un antiguo hacía aparecer una pistola de la nada.
Vestía como un motero, con camisa oscura y pantalones de piel, y Ren le lanzó una ojeada y se echó a reír. Se rió mientras estaba allí parado, sin camiseta y con la cremallera de los pantalones subida y el botón sin abrochar.
—Creo que te has equivocado de puerta —dijo con voz ronca.
El caballero respondió con una sonrisa tensa y avanzó bajando la barbilla. No hubo tiempo de preguntar qué hacía en mi casa. Los faes no suelen ir en busca de los miembros de la Orden. Éramos nosotros quienes les perseguíamos, no al contrario.
Ren se puso delante de mí, convertido en escudo humano, y aunque agradecí su gesto podía arreglármelas sola. Agarré la empuñadura de la daga mientras Ren blandía la estaca de espino.
El caballero lanzó un puñetazo, pero Ren fue más rápido. Agachando la cabeza, pasó por debajo de su brazo estirado y saltó tras él. Se apoyó en una pierna, se giró a medias y le lanzó una patada brutal a la espalda.
El caballero se precipitó hacia delante, pero enseguida recuperó el equilibrio y giró sobre sus talones. Aprovechando aquel momento de ventaja, di un salto adelante al mismo tiempo que Ren lanzaba la punta de la estaca hacia la garganta del caballero. Era la única forma de liquidar a un antiguo. Había que decapitarlo, y yo confiaba en que la cosa no se complicara demasiado.
Pero el caballero esquivó el golpe y levantó una mano hacia mí. No me tocó, ni siquiera se me acercó. Lo único que hizo fue levantar la mano y de pronto sentí que mis pies, cubiertos con calcetines, se deslizaban hacia atrás por el suelo de tarima. Choqué de espaldas contra la pared.
—¿Qué demonios…? —grité, mirándole con los ojos como platos.
Ren le asestó un puñetazo en la mandíbula. El caballero volvió la cara y se echó a reír.
—¿Te ha hecho gracia? —masculló Ren.
Dio la vuelta a la estaca, se abalanzó hacia él y le golpeó con la estaca en el pecho. El caballero dejó escapar un gruñido cuando Ren bajó la estaca con intención de golpearle de nuevo en un lugar donde sin duda le dolería.
—Como quieras —dijo el caballero y, asestándole un golpe de revés en la cara, apartó a Ren, que chocó violentamente contra la mesa.
La lámpara cayó al suelo y se partió en varios trozos.
Ay, mierda, aquel tipo acababa de golpear a Ren. De pronto me cegó la ira, me aparté de la pared y salté hacia delante en el mismo momento en que Ren se incorporaba y le asestaba una patada en la pierna al caballero, que hincó la rodilla en el suelo. Le agarré por la coronilla y tiré de su cabeza hacia atrás al mismo tiempo que levantaba el brazo…
El caballero hizo un gesto con la mano y un instante después me vi cruzando bruscamente la habitación y choqué contra una maceta. El helecho cayó al suelo y la tierra se desparramó por todas partes. Esa vez acabé junto a la puerta de la terraza.
—¡Qué diablos…! —grité.
Ren saltó adelante y le lanzó otro golpe, pero el caballero consiguió esquivarlo. Le agarró del brazo, le giró bruscamente y acercó la espalda de Ren a su pecho. Yo me aparté de la puerta y me acerqué a ellos corriendo. Hundí la daga en la espalda del caballero y saqué la hoja al sentir de nuevo que una fuerza invisible me lanzaba hacia atrás, hacia la habitación. El caballero soltó a Ren.
De pronto, mientras me agarraba al marco de la puerta, me di cuenta de la verdad: el caballero trataba de mantenerme alejada de la pelea mientras se enfrentaba a Ren cuerpo a cuerpo.
Ren le agarró del hombro con una mano, levantó la pierna y le dio un rodillazo en el estómago. El caballero soltó el aire bruscamente al tiempo que empujaba a Ren hacia el sillón. El pequeño escabel que usaba Tink salió volando.
Se precipitaron el uno hacia el otro, asestándose puñetazos y esquivando golpes. Yo volví a acercarme, decidida a que no me arrojaran a un lado como si fuera una prenda de ropa. Estaba a menos de medio metro cuando vi que algo se movía a mi derecha.
Tink apareció en el pasillo, un poco más allá del cuarto de baño. Iba bostezando y movía las alas perezosamente. Llevaba puesto un… ¿un gorrito de dormir? ¿Qué cojones…? Si hasta llevaba unos minúsculos pantalones de pijama a rayas azules y blancas, y yo no tenía ni idea de dónde los había sacado. Absolutamente ni idea.
Estaba estirando los bracitos cuando echó un vistazo a la habitación.
—¿Qué patochada es ésta?
¿Patochada?
El caballero se distrajo un momento y le miró con sorpresa. Un segundo después, los ojos del duende se dilataron y aquella expresión soñolienta se borró instantáneamente de su cara. Entró como una flecha en el cuarto de estar, se quitó el gorro de dormir de color azul claro y lo tiró al suelo.
—¡No pasarás! —gritó, lanzando la mano hacia el caballero y Ren.
Yo me detuve.
Ren se paró cuando estaba a punto de asestar un puñetazo.
El caballero le agarró del brazo para parar el golpe y ladeó la cabeza para mirar al duende.
Tink pestañeó despacio.
—Jo, qué caca. En El Señor de los Anillos funcionaba.
Ay, Dios mío.
Ignorando a Tink —y confiando en que consiguiera escabullirse y salir de allí vivo—, me abalancé hacia el caballero.
—¡Esto tiene que parar inmediatamente! ¡No me estáis dejando dormir! —gritó Tink bajando los brazos mientras revoloteaba junto a la mesa baja—. Y os lo advierto, más vale que me dejéis dormir. Voy a daros una oportunidad más, señor. Marchaos, o si no…
—Santo Dios —masculló Ren, agachando la cabeza para esquivar un golpe del caballero—. ¿Qué vas a hacer, Tink? ¿Matarle de fastidio? Porque a lo mejor funciona.
—Tú no tienes ni idea de lo que soy capaz —replicó el duende.
Di un salto adelante, así al caballero por el brazo e intenté hacerle una llave, pero se giró de pronto. Levantó el brazo (y a mí con él), y me arrojó por encima del respaldo del sofá. Caí sobre los cojines y estaba empezando a incorporarme a toda prisa cuando vi que Tink se acercaba al caballero y a Ren, que seguían peleando.
—¡Retírate, Tink! —grité.
Maldita sea, aquello se nos estaba yendo de las manos.
—Tengo que hacerlo. —Me miró y respiró hondo—. Lo siento, Ivy.
Fruncí el ceño al levantarme del sofá.
—Estás…
Un leve resplandor envolvió a Tink, como una nebulosa de polvo dorado. Quedó completamente cubierto, no sólo el cuerpo, también las alas. El polvo se extendió formando un torbellino que recorrió el suelo y se elevó casi hasta el techo. Se movía tan deprisa y eran tan espeso que dejé de ver a Tink dentro del remolino.
Di un paso adelante, asustada, pero aquel tornado resplandeciente se detuvo de pronto y se desplomó, desparramando por el suelo una nube de polvo dorado y…
—Santo Dios —musité.
El caballero dejó de luchar. Y también Ren. El mundo entero pareció detenerse. Estaban viendo lo mismo que veía yo, pero aquello era un disparate. Una locura total.
Un hombre había aparecido donde antes estaba Tink: un hombre adulto, tan alto como el caballero. Y aquel hombre, fuera quien fuese, se parecía a Tink. Tenía el cabello extremadamente blanco y los ojos muy azules. La linda carita de Tink se había transformado en el rostro de un hombre adulto de tamaño normal. Era un hombre alto y fornido, con los abdominales y los pectorales bien marcados y… Ay, Dios mío, ¡estaba desnudo! ¡En pelotas! Y aquella imagen ya no se me borraría de la memoria porque…
Porque aquel hombre era Tink.
—Ay, Dios mío. —Di un paso hacia un lado y noté que me flaqueaban las rodillas. Me dejé caer en el sofá.
—¿Se puede saber qué cojones es esto? —exclamó Ren, resumiendo perfectamente mis sentimientos.
Tink avanzó derecho hacia el caballero, que parecía anonadado. Ren se apartó, creo que de la impresión, porque Tink llevaba cosas colgando y balanceándose, y yo estaba muerta de miedo.
—No hay nadie de tu especie en este reino —dijo el caballero—. No puedes estar…
—No, no, no. Estamos en plena noche y no tengo tiempo ni ganas de escucharte —replicó Tink.
Entonces se movió tan deprisa que no vimos lo que sucedía: estaba allí, completamente desnudo, acercándose al caballero, y un instante después el caballero tenía un tajo en el cuello. La sangre roja y azulada brotó empapando su camisa al tiempo que su cabeza rodaba hacia un lado.
El ruido espantoso que hizo al golpear el suelo resonó en medio del silencio. Su cuerpo se desplomó a continuación, arrugándose como una bolsa de papel.
—Sí, los antiguos no se evaporan. Habrá que hacer algo con el cadáver. Seguramente antes de que se haga de día —explicó Tink—, porque suelen descomponerse muy deprisa, y entonces no será sólo sangre lo que se cuele por las rendijas de la tarima.
Eh…
Tink le devolvió la estaca de espino a Ren. No sé cómo lo había hecho, pero se la había quitado. Sonrió orgulloso mientras se sacudía las manos y miraba el cadáver del caballero.
—¡Buenos días os dé Dios, señor!
—Pero ¿se puede saber qué cojones…? —preguntó Ren otra vez.
Yo estaba boquiabierta.
Ren también parecía estupefacto. Miraba sucesivamente al caballero hecho pedazos y a Tink convertido en un hombre hecho y derecho, y además desnudo. Movía la mandíbula, pero daba la impresión de que se había quedado sin habla. Y no me extrañaba. Yo sólo podía mirar pasmada a Tink.
—¿Cómo…? —susurré, sin saber si quería preguntarle cómo había logrado liquidar al antiguo o cómo se había convertido en un hombre de repente.
Tink tardó un momento en darse cuenta de que me estaba refiriendo a él.
—Soy muy poderoso, Ivy. Te lo he dicho mil veces, pero como no me haces caso… Las mejores cosas siempre vienen en paquetes pequeños.
—Eso… eso no es una explicación —dije yo.
Ladeó la cabeza.
—Bueno, soy una especie de elfo doméstico.
—¡Ay, Dios mío! —chillé levantándome de un salto del sofá—. ¡Tú no eres un elfo doméstico! ¡No vivimos en el puto mundo de los magos, joder! ¡Eres un hombre adulto! ¡Y muy crecidito, además!
—Voy a hacer como que no he oído que has dicho eso del mundo de los magos —replicó puntillosamente—. En todo caso, soy un duende. Y los duendes tenemos el don de encogernos a voluntad. Es como un mecanismo de defensa. Como las zarigüeyas cuando se hacen las muertas.
Yo arrugué toda la cara.
—¡Esto… esto no es lo mismo que una zarigüeya haciéndose la muerta!
—Pero la idea es la misma. Podemos hacernos pequeños para que nos subestimen —explicó encogiéndose de hombros—. Y funciona. Evidentemente. Ninguno de vosotros pensaba que podía…
Levanté una mano y pareció darse cuenta de que estaba cabreada porque se calló de golpe.
—Entonces, ¿me estás diciendo que todo este tiempo has estado fingiendo que eras pequeño?
—Fingiendo, fingiendo, no —contestó pensativamente—. Ser pequeño es lo mismo que ser grande.
Abrí los ojos como platos.
—Eso es absurdo.
—Te lo advertí, Ivy. Incluso te pregunté si sabías lo que tenías viviendo en casa —dijo Ren, aprovechando ese momento para recordármelo amablemente.
Le lancé una mirada asesina.
—¿Tú sabías que en realidad medía dos metros y que tenía una anatomía perfectamente formada?
Ren arrugó la nariz.
—Bueno, no.
—Entonces, ¡cállate la puta boca!
Ren levantó las manos.
—Está bien.
—¿Y se puede saber por qué creías que no tenía una anatomía perfectamente formada? —preguntó Tink, ofendido.
Me volví hacia él, hice oídos sordos a la pregunta y grité:
—¡¿Y dónde están tus puñeteras alas?!
Frunció el ceño.
—Ahora las tengo escondidas. Cuando adopto esta forma son bastante grandes. Tiraría cosas al suelo a diestro y siniestro, y teniendo en cuenta lo alterada que estás no creo que…
—¡Estoy alterada porque no eres del tamaño de una puta Barbie!
—No veo cuál es el problema —respondió—. La verdad es que esto es mucho más práctico. Así no tendrás que cargar con los paquetes cuando…
—¡Santo Dios! —grité otra vez.
No podía creerlo. Tink no era del tamaño de una muñequita. Simplemente había escogido mostrarse de ese tamaño, y durante todo el tiempo que había vivido en mi casa era en realidad del tamaño de Ren, y me había visto en sujetador y bragas y…
—¡Dios mío! ¡Voy a matarte!
Tink se echó hacia atrás, con los ojos como platos.
—Bueno, eso es un poco drástico.
—Yo soy de la misma opinión que Ivy —comentó Ren con sorna.
—Te he salvado la vida —dijo Tink volviéndose hacia él—. ¿Cómo te atreves?
Ren puso los ojos en blanco.
—Lo tenía todo controlado.
—Pues no daba esa impresión. Al contrario, parecía que te estaban pateando el culo de lo lindo.
Yo me hundí en el sofá. No tenía ni idea de qué estaba pasando.
—Eso es lo que tú te crees. —Ren rodeó el sofá y recogió la lámpara rota. La colocó sobre la mesita—. ¿Te importaría ponerte algo encima?
Tink enarcó una ceja.
—¿Te incomoda ver a un hombre desnudo?
—Me molesta tener que verte el rabo.
—Pues tú bien que te paseabas por la casa con la tranca colgando delante de todos —replicó Tink, refiriéndose a la primera mañana que se vieron.
—Eso fue porque no sabía que estabas aquí.
Tink sonrió, satisfecho.
—¿Sabes cuál creo que es el problema? Que te intimida el tamaño de la mía.
Ay, Dios mío.
Ren se rió.
—Qué va. Ése no es el problema.
Yo, por suerte, conocía las dimensiones del miembro viril de Ren y, por desgracia, ahora también las del de Tink, y podía afirmar que, en efecto, ése no era el problema. Agarré un cojín y se lo tiré a Tink. Él lo cogió y, suspirando, se tapó esa parte de su anatomía que yo hubiera preferido no tener que ver.
Me llevé los dedos a las sienes.
—Esto es una pesadilla. Voy a despertarme dentro de unos minutos y la puerta no estará forzada, no habrá entrado ningún caballero y Tink seguirá midiendo treinta centímetros de alto y jugando con muñequitos troles.
—Bueno, voy a seguir jugando con mis troles —contestó Tink.
Cerré los ojos con fuerza.
—Si así te sientes mejor, puedo volver a encogerme —añadió.
—No voy a sentirme mejor ahora que te he visto con este tamaño. —Abrí los ojos.
—Vale. —Se sentó al borde de la mesa baja, con el culo al aire y los huevos desparramados por todas partes. Dios mío. Estiró sus largas piernas—. Esto es… un poco violento.
Ya lo creo que lo era. Todo ese tiempo yo había pensado que vivía con un duendecito monísimo, y resulta que en realidad era un tío del Otro Mundo hecho y derecho, que no solo era superalto sino que además estaba buenísimo. Porque para mí hasta entonces Tink había sido una cosita con alas, y nunca me había preocupado que me viera con las tetas o algo peor al aire.
—Aunque entiendo que estés impresionada por este espectáculo lamentable —dijo Ren señalando a Tink, que puso cara de ofendido—, voy a tener que hacer una pregunta muy jodida, y creo que sólo va a ser la primera de una larga serie. —Se sentó en el brazo del sofá—. Sé que últimamente todo ha sido una locura. Bueno, y lo sigue siendo. —Miró al nuevo Tink de tamaño natural—. Pero ese caballero venía a por mí. A por mí, en serio. No quería saber nada de Ivy.
Yo puse unos ojos como platos. Ay, no. Ren también lo había notado. Claro, cómo no lo iba a notar. El caballero no había hecho ningún esfuerzo por disimularlo. No supe qué decir. Y no tuve oportunidad de improvisar sobre la marcha porque Tink, que seguía sentado en bolas sobre la mesa baja, dijo:
—Seguramente porque a ti te consideraba una amenaza más inmediata. Es lo que habría hecho yo. Eliminar primero al más fuerte.
Yo arrugué el ceño. Pero Tink no me hizo caso.
—Los caballeros siempre tienen en cuenta la táctica. Son auténticos estrategas.
Yo no sabía si estaba diciendo la verdad o si sólo trataba de sacarme de apuros.
Ren me miró.
—Es un asunto muy grave —dijo.
Todo lo que había pasado esas últimas veinticuatro horas era muy grave.
—Si los caballeros empiezan a asaltar las casas de miembros de la Orden en plena noche… —Ren se pasó las manos por el pelo y luego las dejó caer—: Eso lo cambia todo.
Miré a Tink. Todo había cambiado ya.