3
El jueves tenía pensado salir del apartamento para ir al cuartel general, pero no fue eso lo que acabé haciendo. Prefería llamar a Jo Ann, mi única amiga que no pertenecía a la Orden. No sabía muy bien cómo explicarle por qué no estaba yendo a clase y por qué no me había puesto en contacto con ella, así que opté por decirle que me habían atracado, una vieja excusa que por desgracia resultaba muy creíble, aunque tenía la sensación de que era ya la segunda vez que la usaba para justificar mis moratones. Tenía que inventarme algo más imaginativo, porque no me cabía ninguna duda de que iba a verme obligada a mentirle de nuevo.
Y era una putada.
Además de que Jo Ann me caía bien por lo auténtica y lo generosa que era, estar con ella hacía que me sintiera… normal. Como cualquier chica de veintiún años a la que le faltaban dos meses para cumplir veintidós y que podía hacer cosas como estudiar o tener novio. Como si no estuviera escaqueándome de mis responsabilidades por matricularme en la Universidad de Loyola, donde, por cierto, iba a suspender casi con toda seguridad.
Lo cual servía para recordarme amargamente que no era normal.
Pasé la mayor parte del jueves tratando de ser normal sin conseguirlo. Había localizado el programa del curso, pero sólo conseguí que me devolviera la llamada el profesor de Estadística, nada menos. Tras decirme sin rodeos que había perdido demasiado tiempo de clase, me explicó que tenía que hablar con mi tutor y acto seguido me colgó.
Mi tutor no me llamó hasta el jueves por la tarde, y la conversación no fue por buen camino, aunque, francamente, teniendo en cuenta lo que estaba pasando a mi alrededor, aquello me pareció muy poca cosa. Sólo un motivo más de estrés para comerme la última caja de pralinés.
Había perdido muchas clases, una semana completa y muchos días sueltos, y sólo me quedaba una alternativa: o suspender debido a lo mucho que había faltado (y eso que estábamos sólo a principios de octubre) o anular la matrícula del semestre.
Iba a tener que dejar el curso, y me costó no echarme a reír al oír dentro de mí una vocecilla casi patética que me decía que siempre podía volver a matricularme en primavera o cuando las cosas se calmasen. Como si fueran a calmarse alguna vez.
Al dejar el teléfono sobre el cojín del sofá, me dije que seguía siendo Ivy Morgan. Seguía siendo Ivy aunque tuviera que dejar la universidad y fuera una semihumana. Seguía siendo yo. Pasara lo que pasase.
Tendría que repetírmelo una y otra vez para no olvidarlo.
Así que me quedé en el apartamento, sentada en el sofá, el jueves y el viernes. Para Ren y Tink fue un alivio, aunque si insistían en que me «tomara las cosas con calma» era por muy distintos motivos.
A Ren le preocupaba mi salud física y mental. No quería que volviera a las calles hasta que estuviera preparada.
Tink, en cambio, no quería que saliera del apartamento porque temía que corriera peligro por ser una semihumana, o que me secuestrara el príncipe.
Pero no podía quedarme escondida eternamente. Era imposible. Lo que tenía que hacer era actuar con inteligencia. Los cardenales se estaban difuminando, y pasados uno o dos días podría volver a salir a la calle sin que la gente se quedara mirándome. Mis dolores también empezaban a desaparecer. Podía defenderme si era necesario, y estaba segura de que el domingo me encontraría con fuerzas para volver a echarme a la calle.
Por lo menos eso esperaba, porque estaba empezando a subirme por las paredes. Tuve mucho tiempo para pensar y para intentar aclararme. Había muchas cosas que seguía sin entender. Si me sentaba a hacer una lista, no acabaría hasta la semana siguiente, pero una de las cosas que más me preocupaban era por qué el príncipe no se había presentado en mi casa o había echado mi puerta abajo. Según Tink, una vez que conocía mi sangre podía percibirme en cualquier parte, así que tenía que saber dónde vivía.
Se lo pregunté a Tink el viernes por la noche, cuando Ren ya había salido a patrullar las calles.
—¿Por qué no ha venido el príncipe?
—¿Qué? —murmuró mientras miraba la tele con los ojos entornados.
Yo suspiré.
Tink estaba sentado en el sofá, a mi lado, y en cierto momento se había apropiado de mi portátil. Había puesto The Walking Dead en la tele (o, mejor dicho, en un Fire TV Stick de Amazon que el muy cabrón había encargado hacía unos días sin decirme nada) y al mismo tiempo estaba viendo en mi portátil episodios antiguos de Supernatural. Creo que iba por la temporada tres, a juzgar por la melena de Sam Winchester.
Por lo menos esa vez no había puesto Harry Potter ni Crepúsculo, porque estaba hasta las narices de oírle citar al mismo tiempo a Edward Cullen y a Ron Weasley.
—¿Por qué estás viendo las dos cosas? —pregunté cruzando los brazos y recostándome en el sofá.
—Porque creo que es necesario estar preparados —contestó, sentado con las piernas cruzadas.
—¿Preparados para qué?
Paró la serie que estaba viendo en el portátil.
—Para el apocalipsis zombi o para una invasión demoníaca. Ya me darás las gracias cuando las personas empiecen a comerse unas a otras o se presente un demonio de ojos amarillos y empiece a quemar viva a la gente en el techo. Yo voy a ser como Daryl y Dean: voy a coger un cubo de sal y una ballesta con flechas ilimitadas: ¡arriba las manos! —Levantó las manos y pegó un brinco por encima del ordenador sin dejar de mirar la tele.
Estaban todos delante de un granero y el loco de Shane se paseaba delante de las puertas cerradas. Shane estaba como una cabra desde que se había afeitado la cabeza. Por lo menos en mi opinión.
—«¡Las cosas ya no son como antes!» —gritó Tink al mismo tiempo que Shane, lanzando su puñito de duende al aire. Luego se volvió hacia mí, muy serio—. ¡Las cosas ya no son como antes, Ivy!
—Ay, Dios mío —mascullé yo pellizcándome el puente de la nariz.
—Dios no tiene nada que ver con esto, Ivy Divy.
—¿Te importaría contestar de una vez a mi pregunta?
Ladeó la cabeza mientras revoloteaba por encima de la mesa de café.
—¿Qué pregunta?
Respiré hondo, conté hasta diez y luego estiré el brazo y agarré el mando a distancia. Tink gritó como si le hubiera arrancado de las manos su juguete favorito y lo hubiera hecho pedazos. Y me había limitado a poner en pausa la tele. Seguí agarrando con fuerza el mando a distancia.
—Estaba pensando…
—¡Claro, a eso olía!
Lo miré extrañada.
—Ya sabes, ese olor a quemado, el olor de las ruedecillas y los engranajes cuando intentan girar y no pueden… —Voló hacia el techo y puso los ojos en blanco—. En fin, es igual. Continúa.
Agarré todavía con más fuerzas el mando a distancia.
—Estaba pensando que, si el príncipe puede sentir mi presencia, ¿por qué no se ha presentado aquí?
—No lo sé. —Se posó sobre la mesa y empezó a caminar por ella con paso marcial—. Yo no soy el príncipe, pero si lo fuera intentaría ganar tiempo.
—¿Ganar tiempo? —Me deslicé hasta el borde del sofá.
—Sí, porque tiene que conquistarte. —Tink levantó la pajita de su Coca-Cola. Era casi de su tamaño—. No le queda otro remedio si quiere fecundarte.
Hice una mueca de asco y se me encogió todo el cuerpo.
—Por favor, no vuelvas a decir eso.
—¿Por qué? Es lo que quiere hacer. —Se puso a bailar con la pajita como si estuviera en una discoteca, contoneando mucho las caderas—. Sabe que no puede coaccionarte ni engañarte, así que seguramente estará intentando aprender a no comportarse como un gilipollas aunque esté como un tren.
—¿A no comportarse como un gilipollas aunque esté como un tren? —repetí yo.
—Ajá. —Tink inclinó la pajita hacia atrás como si fuera su pareja de baile—. ¿Recuerdas que te conté que una vez le vi montárselo con tres tías a la vez? Ese tío derrocha sexo por los cuatro costados. Pero es un gilipollas. O sea, que no tiene empatía, ni compasión. Ni humanidad.
—Como la mayoría de los faes.
Tink dio otra vuelta a la pajita.
—Sí, pero los antiguos son los peores, los más alejados de los humanos. Va a tener que esforzarse mucho si quiere seducirte.
Yo negué con la cabeza lentamente.
—Eso es…
Me había quedado sin palabras.
—Bueno, por lo menos eso es lo que haría yo si estuviera en su lugar. —Tink soltó la pajita y se acercó a mí—. O puede que esté tramando algo muy gordo y que en cualquier momento eche la puerta abajo y arrase esta casa.
—Vaya, qué idea tan tranquilizadora. —Sentí que un escalofrío me corría por la espalda.
Tink voló hasta el sofá y se sentó en el brazo. Echó la cabeza hacia atrás para mirarme.
—No te preocupes, yo estoy aquí para protegerte.
Me quedé mirándole porque, aparte de pedir mogollón de mierdas en Amazon, su única arma era esa singular capacidad que tenía para sacarme de quicio y al mismo tiempo seguir pareciéndome encantador.
Él sonrió.
—Te lo digo yo, Ivy. El Príncipe no querrá vérselas conmigo.
Primero se despertó mi cuerpo. Luego, abrí poco a poco los ojos. Al principio no entendí por qué tenía tanto calor. Notaba las mantas sobre las caderas y tenía la camiseta levantada. Un aire fresco acariciaba mi vientre, pero pegado a mi costado había un cuerpo cálido y duro, y una palma áspera y rasposa se deslizaba arriba y abajo por debajo de mi ombligo. Unos labios suaves me rozaron la sien.
Ren…
Contuve la respiración al mismo tiempo que se despertaban todos mis sentidos. Estaba en la cama conmigo, y yo no sabía cuándo había llegado. Normalmente libraba los fines de semana pero, habiendo caído tantos miembros de la Orden, hacían falta todos los efectivos. Cuando me quedé dormida el sábado, poco después de medianoche, él aún no había vuelto a casa. A casa… Era tan extraño y tan maravilloso pensarlo, pensar que Ren vivía conmigo…
—Ivy… —murmuró con esa voz ronca y suave.
Su mano se detuvo en la goma dada de sí de mi pantalón de pijama, con las yemas de los dedos justo debajo.
Eché la cabeza hacia atrás, sintiendo un hormigueo de placer en el vientre.
—Hola.
La habitación estaba a oscuras y no tenía ni idea de qué hora era, pero tuve la sensación de que Ren sonreía, seguramente enseñando sus hoyuelos.
—No quería despertarte. —Bajó la mano unos centímetros y mis músculos se tensaron—. Pero estabas haciendo esos ruiditos…
Estaba a un paso de empezar a hacer toda clase de ruiditos.
—¿Sí?
—Sí. —Rozó con los labios mi mejilla cuando puse la mano sobre su estómago duro. Sus músculos y su piel parecieron dar un respingo al notar mi contacto—. Esos gemidos tan suaves, esos jadeos…
Abrí los ojos como platos.
—¿En serio?
—No te mentiría sobre algo tan sexy. —Su mano se aventuró un poco más al sur—. Acababa de quedarme adormilado cuando has empezado. Y tus gemidos se me han ido directamente al rabo.
Sentí una oleada de calor.
—¿Perdona?
Se rió, y luego su risa se disipó en la oscuridad.
—Quiero besarte.
Otra vez me quedé sin respiración. Yo también quería.
—No necesitas que te dé permiso para besarme. Puedes dar por sentado que lo tienes, siempre.
—Me gusta cómo suena eso, pero tus labios…
—Mis labios están perfectamente —le dije mientras yo también bajaba la mano. Me encantó sentir cómo se tensaba su cuerpo cuando llegué a la cinturilla de sus calzoncillos—. Bueno, no del todo, en realidad. Se sienten muy solos y abandonados por…
Su boca me hizo callar. Me besó suavemente, y tuve la sensación de que hacía tanto tiempo que no disfrutaba de aquel placer, que aquel beso me recorrió por completo, hasta las puntas de los dedos de los pies. Como no grité de dolor ni nada parecido, siguió besándome, invitándome a abrir la boca. Nuestras lenguas se entrelazaron. Me encantaba sentir su boca sobre la mía, y su sabor.
—Dios mío, eres tan dulce… —susurró—. Tengo otra petición que hacerte. Quiero tocarte. Lo necesito.
Yo ya había empezado a jadear y a mover las caderas, a pesar de que él aún no me había tocado ahí.
—Otra cosa para la que siempre tienes permiso.
—Acabas de alegrarme la noche. O la semana, mejor dicho. —Me besó otra vez, pasando la lengua por mi paladar—. Qué coño. La vida entera.
Aquellas palabras me excitaron más que cualquier caricia. Metió la mano entre mis piernas y su boca acalló el gemido que escapó de mis pulmones. Un placer agudo y delicioso inundó mi cuerpo, seguido por una idea horrible.
¿Estaba haciendo mal?
Ren creía que era como él, que era humana al cien por cien. No tenía ni idea de que tenía sangre faérica, y todos los miembros de la Orden, incluido él, odiaban a los faes. Yo sabía, en el fondo, que Ren no estaría allí si hubiera sabido la verdad. No estaría besándome como si fuera algo especial, un tesoro para él. Ni habría deslizado su mano entre mis muslos para presionar mi pubis con la fuerza exacta.
Le daría asco.
No.
No soy distinta, soy la de siempre.
Su mano se detuvo porque yo había dejado de besarle.
—Cariño, ¿estás bien? ¿Te he…?
—Estoy bien. En serio.
Metí la mano por debajo de sus calzoncillos y rocé con los dedos su glande. Contuve la respiración al oírle gemir.
Estaba bien.
Tenía que estarlo.
Seguía siendo Ivy Morgan, la chica que se había enamorado de Ren. Ignoraba si él sentía lo mismo por mí, pero seguía siendo la misma chica por la que se preocupaba. La misma chica a la que deseaba.
Le besé, intentando concentrarme. Cambiando un poco de postura, separé las piernas y estiré el brazo para asir su rabo. Dejó escapar otra vez aquel sonido tan deliciosamente sexy, aquella especie de gruñido que me ponía a cien. Deslizó un dedo dentro de mi sexo mojado y todo mi cuerpo se tensó dando un respingo.
—No he olvidado cuánto te gusta, aunque tenga la sensación de que es la primera vez.
Sacó suavemente el dedo y luego volvió a meterlo bruscamente. Yo arqueé la espalda.
Habíamos hecho lo mismo otra vez, pero no en la cama, sino en el sofá de su casa. Y la segunda vez que nos enrollamos llegamos a mayores, así que ésa no contaba. Así que en cierto modo era igual que la primera vez.
Empecé a mover la mano, acordándome de cómo le gustaba que lo hiciera, y me pareció que acertaba porque arqueó la espalda y comenzó a meter y sacar el dedo más deprisa dentro de mí. Se incorporó un poco y consiguió bajarse los calzoncillos sin apartar la mano de mí, lo cual era muy difícil. Nuestros jadeos se mezclaron y la colcha se nos enredó en las piernas. Yo quería que me penetrara, sentir su rabo duro y grueso dentro de mí, pero no íbamos a poder esperar tanto. Ah, no.
Metió otro dedo y yo grité. Mis sentidos parecían retorcerse cada vez que me hundía los dedos.
—Joder, Ivy, voy a…
Sentí que su rabo se hinchaba en mi mano y casi caí de bruces sobre su pecho cuando alcancé el orgasmo. Me corrí restregándome contra su mano y gimiendo contra su piel. Él se corrió en mi mano: su rabo se hinchó y luego se sacudió. Mi nombre sonó como una maldición apasionada en sus labios.
—Joder —gruñó pasados unos segundos—. No puedo ni…
—Yo tampoco —murmuré al apartar la mano.
Me había manchado, pero ni siquiera me importó. Todavía sentía oleadas de placer que mecían mi cuerpo.
Ren dejó escapar una risa sensual al apartar su mano de mí. La eché enseguida de menos y me pregunté si sería una indecencia que le pidiera que la dejara ahí… para siempre.
—No puedo creer que me haya corrido tan rápido —dijo y, levantando la barbilla, me besó en la comisura de la boca—. Tienes magia en esas manos.
Aquello me sonó tan absurdo que me reí.
—Siempre he querido destacar en algo. ¿Quién iba a pensar que sería un as haciendo pajas?
—Soy un hombre con suerte. —Se apartó de mí y se levantó—. Enseguida vuelvo —dijo, y un segundo después se encendió la luz del cuarto de baño.
Cogió una toalla y abrió el grifo mientras yo echaba un vistazo al reloj. Eran poco más de las tres de la madrugada. Se apagó la luz y Ren volvió y se sentó en la cama.
—Dame la mano —dijo.
Hice lo que me pedía y sonreí cuando me pasó la toalla mojada por la mano. Durante aquellos segundos de silencio, sentí que dos palabritas me burbujeaban dentro, pero no las dije.
Ren volvió al cuarto de baño pero regresó enseguida. Esta vez se tumbó de lado y me pasó el brazo por la cintura, tirando de mí para que me acurrucara contra él.
—¿Qué tal tus costillas? —preguntó cuando pareció satisfecho con nuestra postura.
—Bien. Hoy casi no me han dolido.
—¿De verdad?
Sonreí, apretándome contra él.
—Sí.
—Umm. —Agarró la tela de mi camiseta—. Acabo de darme cuenta de que ni siquiera te he tocado las tetas. Menudo fallo. Esas preciosidades deben de sentirse muy abandonadas.
Me reí por lo bajo y puse la mano sobre la suya.
—No pasa nada. Ya me compensarás la próxima vez.
—Puedes contar con ello. Voy a dedicarles tantas atenciones que quizá tenga que ponerles nombre e invitarlas a cenar.
Me reí al oírle.
—¿Qué tal el trabajo?
—Tan aburrido como tener que ver otra vez Luna nueva —contestó.
—Que Tink no te oiga decir eso —le advertí—, o buscará nuevas formas de torturarte contándote sus teorías acerca de un presunto romance entre Jacob y Edward. Ahora está muy metido en una cosa llamada slash fiction.
—¿Sabes? —dijo lentamente—, no pienso ni preguntarle qué es eso.
—Haces bien. —Hice una pausa, cerrando los ojos—. Entonces, ¿nada de faes? ¿Ni uno?
—Ni uno solo.
Seguí con un dedo la silueta de sus nudillos.
—Qué raro.
—Sí.
Pasaron unos segundos mientras pensaba qué quería hacer al día siguiente.
—Estaba pensando…
—A eso olía.
—Madre mía. —Puse los ojos en blanco—. Tink y tú tenéis más en común de lo que queréis reconocer.
—Puede que tenga que echarte de la cama por haber dicho eso.
Yo resoplé.
—Eh, perdona pero no puedes echarme de mi propia cama.
—Es igual, olvídalo —contestó—. ¿En qué estabas pensando?
Respiré hondo.
—Que voy a salir mañana. No a trabajar. Sólo por salir.
—Me parece buena idea. Yo tengo otra vez turno de noche. —Posó la mano en mi vientre—. Podemos salir juntos.
Abrí los ojos haciendo una mueca.
—Yo sólo quería salir un rato, a mi aire.
—¿Por qué?
Fruncí el ceño.
—¿Tiene que haber un porqué?
—Sí, yo creo que sí.
Dejé de acariciarle los nudillos.
—Me apetece salir, nada más. No es para tanto.
—¿Y tienes que salir sola? —preguntó en voz baja.
—Pues sí. Quiero salir sola. —Me tumbé de espaldas—. No es nada personal. Es que…
—Lo sé, Ivy —añadió con un suspiro—. Tienes que demostrarte a ti misma que sigues siendo la misma cabrona implacable de siempre. No quieres una niñera, ni un guardián.
Levanté un poco las cejas.
—¿Para qué los necesitaría aunque no fuera una cabrona implacable? Hace días que no se ve un fae.
—Esto no tiene nada que ver con los faes —contestó—. Necesitas una niñera porque lo que quieres es ir a buscar a Valerie.