27
Perdí casi por completo la noción del tiempo.
Los minutos se convertían en horas y las horas en días. Calculaba que habían pasado diez días desde la primera vez que me alimenté de aquella mujer, pero no estaba del todo segura. Tenía que concentrar todo mi ser en mantenerme a flote, pero con cada minuto que pasaba me hundía más y más.
Se instauró un ritual siniestro y perturbador, un ritual en el que no quería participar pero al que no podía sustraerme. Hiciera lo que hiciese, me arrastraban a él.
El príncipe venía todos los días, a veces por la tarde. Ésos eran los mejores días, porque no tenía que pasarme horas esperando a que apareciera, consciente de que vendría y temerosa de lo que iba a ocurrir. En parte estaba deseando acabar de una vez. Pero en otras ocasiones se presentaba por las noches, cuando yo ya estaba agotada después de pasar horas y horas en tensión.
Venía siempre, en todo caso, y nunca volvieron a llevarme a su habitación.
Yo trataba de resistirme a su manipulación manteniendo las distancias, dado que no habían vuelto a encadenarme. Pero no servía de nada. No tenía adónde ir y después… después no me acordaba de haber salido de la habitación con él.
Sólo recordaba fragmentos sueltos. Bajar las escaleras. Sentarme en el catre de la mujer y preguntarme por qué tenía las venas tan oscuras. Y alimentarme. Recordaba que me sentía bien, que después no sentía nada en absoluto y que finalmente me quedaba dormida. Me despertaba llena de energía, repleta de una vida que me habían obligado a robarle a otra persona. Luego me duchaba. Siempre me duchaba. Y los detalles del tiempo transcurrido después de alimentarme eran sombras difusas que no me atrevía a examinar detenidamente.
Todos los días transcurrían igual.
Cuando llevaba doce o trece días así, me quitaron la cadena, pero me dejaron puesta la banda del cuello para que me sirviera de recordatorio: un recordatorio absurdo, porque, cuando el príncipe no estaba conmigo, me pasaba el día durmiendo o paseando por la habitación. La puerta estaba cerrada con llave y era imposible reventar la gruesa madera de un golpe, al estilo ninja. Nadie más se acercaba a mí.
Ni Breena.
Ni Faye.
La comida estaba siempre sobre la mesilla de noche cuando me despertaba. No sabía si era Faye quien la traía o si era otra fae, pero siempre era un sándwich. Era la única comida que veía en todo el día, y a veces no tenía apetito porque… porque ya estaba llena de otra cosa.
Cuando tenía completo dominio sobre mi mente y mi cuerpo, me costaba un inmenso esfuerzo no arrancarle el corazón de cuajo al príncipe con mis propias manos. Habría sido engorroso, pero estaba casi segura de que podría haberlo hecho. El odio que llevaba dentro ardía con la fuerza de mil soles y, sin embargo, a pesar de toda esa rabia, siempre tenía frío. Cada día que pasaba me sentía más llena de hielo y de sombras. Sólo cuando dormía dejaba de sentirme así.
Entonces no sentía nada.
Una vez, el príncipe me explicó por qué me quedaba dormida después de… comer. Su descripción me recordó a las ganas de echar un sueñecito que le entran a uno después de la cena de Acción de Gracias, pero también al sopor de después de un colocón. Al final, te da el bajón y tu cuerpo se da por vencido. Pero yo no tenía resaca, ni necesitaba recuperarme. Lo único que necesitaba era dormir, y me encontraba mejor que antes, por despreciable que fuera pensarlo.
Durante esos periodos no pensaba en Ren. No podía permitírmelo porque, cuando pensaba en él, me preocupaba su seguridad. Sabía que el príncipe no podía hacerle daño. No podía incumplir su promesa ni siquiera atacándole indirectamente, pero cualquier otro fae podía intentar complacer a su señor presentándole la cabeza de Ren en bandeja. Y aunque intentaba que no me afectaran, las palabras de Drake y de Breena me obsesionaban. Me trastornaban, como pretendían ellos, y a menudo pensaba que, si no estuviera encerrada en aquella habitación, si no me viera obligada a hacer cosas horribles cada día, tendría fuerzas para no ceder a sus insinuaciones.
Ya no estaba segura de nada.
Pero durante los minutos y las horas que pasaba sola, dando vueltas por la habitación, sufría por Ren aunque intentara evitarlo, porque, aunque saliera viva de allí y volviéramos a encontrarnos, no creía que el destino nos deparara un final feliz.
El decimosexto día, el príncipe vino por la tarde. Yo estaba preparada, inquieta y ansiosa, de pie junto a la cómoda, con otro vestido puesto, muy parecido al primero pero de color verde oscuro. No sé qué tenían los faes en contra de los pantalones, pero parecía una princesa Disney.
El príncipe se detuvo nada más entrar en la habitación y miró primero la cama y luego a mí. Yo sabía por experiencia que lo primero que haría sería someterme a su hechizo y que, una vez eso pasara, estaría perdida.
—¿Podemos hablar un momento? —balbucí antes de que pudiera hacer nada.
Levantó las cejas.
—¿Hablar?
Asentí, cruzando los brazos.
—Sí, es lo que suele hacer la gente.
—Pero nosotros no somos gente.
Respiré hondo, exasperada. Mantén la calma, Ivy, me dije.
—Lo sé, pero creo que no nos vendría mal hablar. Sólo me quedan unos días más…
—Seis, contando hoy —me interrumpió.
—Gracias por llevar la cuenta —contesté, y esbozó una sonrisa burlona—. Pero sigo sin… sin sentirme a gusto contigo.
Se acercó a mí y me puse tensa. Bajé los ojos y miré sus botas, aunque sabía que sólo era una solución momentánea. Cuando un fae utilizaba la manipulación, su voz cambiaba. Era como una nana, y tenías que escucharla y mirar. Y, en cuanto mirabas, estabas perdido.
—Yo creía que a estas alturas ya te sentirías a gusto —dijo al pararse a unos pasos de mí.
Sentí una repugnancia infinita. Drake no había… Dios, ni siquiera podía pensarlo, y mucho menos decirlo en voz alta, y odiaba aquella situación porque hacía que me sintiera avergonzada a pesar de que no había hecho nada malo. Nada. Él se aprovechaba de mí una y otra vez, demostrando que era un ser repulsivo, y si no había llegado hasta el final era sin duda, o eso pensaba yo, porque en realidad no me deseaba.
Sólo se excitaba cuando yo me resistía y forcejeaba, por retorcido y atroz que pareciese.
Tardé un par de segundos en sentirme con fuerzas para contestar.
—Me manipulas para que me alimente, y después es como si no fuera yo. Eso no cuenta. No me ayuda a sentirme cómoda contigo.
Se apoyó contra la cómoda y cruzó los brazos.
—No estoy seguro de que sea necesario que te sientas más cómoda.
—No estoy de acuerdo.
—Seguro que no —respondió—. He sido increíblemente tolerante contigo.
Pestañeé, y estuve a punto de mirarle.
—¿En serio?
—Sí. Te he quitado la cadena. No te he presionado y, si crees que lo he hecho, es que no has aprendido nada. —Se incorporó y me agarró del brazo—. Podría haberte hecho decir que sí varias veces estos últimos días. Y no lo he hecho. ¿Debería?
—Habría dicho que sí únicamente porque no soy dueña de mí misma —dije, mirando el suelo—. Y supongo que si no lo has hecho es porque sabes que no funcionaría. Puedes conseguir que acceda, claro, pero no puedo estar bajo tu dominio, y lo estoy todo el tiempo.
Tardó unos segundos en responder.
—¿De qué quieres hablar? —dijo soltándome el brazo.
Su pregunta me sorprendió. ¿Se estaba ablandando?
—Tengo… preguntas.
—Pues hazlas.
Su tono de aburrimiento me molestó, pero lo dejé pasar.
—¿Tenemos que quedarnos aquí?
Se quedó callado un momento.
—Supongo que no. ¿Dónde te gustaría ir?
Dentro de mí se encendió una chispa de esperanza.
—Fuera.
—Eso no puede ser.
Levanté la mirada automáticamente, pero me detuve en su pecho.
—Llevo más de dos semanas encerrada en esta casa y en este cuarto. Me gustaría salir al aire libre. ¿Es demasiado pedir?
—Sí.
Descrucé los brazos.
—Voy a volverme loca si sigo aquí encerrada.
—Creía que ya lo estabas.
Algún día le daría un buen puñetazo en la tráquea a aquel tío.
—Lo único que te pido es poder pasar unos minutos fuera, al sol y al aire libre. Nada más.
Masculló algo en otro idioma y se apartó de la cómoda. Se dirigió a la puerta y yo levanté la mirada.
—Si intentas algo, no te gustarán las consecuencias.
Sentí una oleada de euforia.
—Para tu información, las amenazas tampoco hacen que me sienta cómoda.
Sostuvo la puerta abierta.
—Para tu información, eso me trae sin cuidado.
Apreté los labios al pasar a su lado, consciente de que, si le hacía enfadar, empezaría todo de nuevo. Me haría bajar a aquella habitación espantosa y me obligaría a hacer cosas terribles a personas inocentes.
Aquella sensación nebulosa y horrible volvió a embargarme, y me sentí helada hasta la médula. El solo hecho de estar a su lado y de respirar el mismo aire que él me hacía sentir que tenía un iceberg dentro del pecho.
Lo odiaba.
Pero tenía que aguantarme.
Procuré olvidarme de esa idea (ya me preocuparía por eso después) y le seguí por la escalera curva. En la puerta de entrada había un antiguo. No dijo nada al abrirla y apartarse.
El aire fresco me envolvió, poniéndome la piel de gallina. El fino vestido que llevaba no me protegía del frío, pero no pensaba quejarme. Estaba fuera, y aunque sabía que no llegaría muy lejos si intentaba huir, podían surgir otras oportunidades. Sólo tenía que… portarme bien. Uf.
Drake salió a un porche amplio y vacío. Supuse que en otro tiempo había habido frondosos helechos que colgaban por encima de las barandillas y cómodas tumbonas, perfectas para pasar el día leyendo. Ahora, aquella casa no tenía nada de humano. Todo en ella era frialdad y vacío.
Un camino asfaltado que no se reparaba desde hacía una eternidad partía en dos la hierba muerta y desaparecía en el bosque, unos metros más allá del porche trasero. Bajé los viejos escalones de piedra y me detuve al sol. Respiré hondo, cerré los ojos unos segundos y procuré concentrarme. Notaba un olor intenso que me recordó el aroma de la hierba segada. Reconocí aquel olor. Abrí los ojos y miré a mi alrededor. No lo veía, pero sabía que teníamos que estar cerca de los pantanos.
—Pregunta lo que tengas que preguntar.
Había muchas cosas del príncipe del Otro Mundo que detestaba, pero una de las principales era su tono imperativo.
—¿Podemos dar un paseo?
Suspirando, bajó los escalones de mala gana.
—Pregunta.
Miré con furia su espalda, pero eché a andar tras él. Tenía muchas preguntas que hacerle y decidí empezar por la más importante.
—¿Qué piensas hacer una vez tengas a tu bebé del apocalipsis?
Drake me miró.
—¿Podrías dejar de llamarlo así, por favor?
—¿Qué planes tienes? Nace el bebé y se abren las puertas. Y luego ¿qué?
Crucé los brazos otra vez mientras contemplaba el paisaje. No había más caminos a la vista que el que seguíamos. Yo sabía que no había ninguno en la parte de atrás de la casa, porque la habitación en la que dormía daba a esa parte de la finca. Allí atrás sólo había hierbajos y árboles.
—Hay muchos humanos. Unos siete mil millones o algo así. Sé que a ti eso te suena a bufé libre, pero habrá muchos humanos que no estén dispuesto a formar parte del menú.
Se rió, mirándome.
—Los humanos son idiotas.
Meneé la cabeza.
—Vaya, no me digas.
—Ignoran lo evidente. Tienen tendencia a esconder la cabeza en la tierra y a inventar explicaciones lógicas para aplacar sus temores, en vez de afrontar lo que tienen delante de las narices —dijo, y en eso tuve que estar de acuerdo con él—. No se darán cuenta de que hemos tomado el control hasta que sea demasiado tarde.
—¿Y cómo vais a tomar el control? —pregunté.
Se detuvo en medio del camino resquebrajado y me miró de frente. Yo bajé instintivamente los ojos.
—Puede que en este reino no haya siete mil millones de faes, pero ya somos cientos de miles.
La Orden siempre había sabido que había muchos faes, pero ¿cientos de miles? Santo cielo, eran muchos.
—Un fae equivale a mil humanos —añadió, y yo pensé que sus cálculos eran poco objetivos—. Y cuando abramos las puertas, vendrán todos y seremos millones.
El viento me echó los rizos sobre la cara mientras miraba su pecho. No podíamos permitir que eso pasara, por razones evidentes.
—Aun así nosotros seremos más.
—Quieres decir que serán más —puntualizó—. ¿Crees que no llevamos décadas planeando esto? ¿Siglos, incluso? —Se acercó a mí y me puse en guardia—. No somos bárbaros que sólo saben conquistar mediante la guerra. Aunque no descartamos por completo esa opción, si se hace necesario.
Bueno era saberlo. Eché a andar hacia el final del camino.
—¿Pero?
—Pero hemos hecho planes —repitió, alcanzándome sin dificultad—. Estamos por todas partes. Algunos son ciudadanos corrientes. Y otros ocupan posiciones de poder.
Pensé en Marlon. Era uno de los constructores más conocidos de la ciudad y tenía mucho poder en Nueva Orleans, pero yo sabía que Drake no se refería únicamente al negocio urbanístico.
—Os habéis infiltrado en el gobierno, ¿verdad?
Sin necesidad de verle la cara, supe que estaba sonriendo.
—En el gobierno local. Federal. Global. Estamos por todas partes, y sólo es cuestión de tiempo que nos hagamos con todo el poder.
Hacía que pareciera muy sencillo, y en cierto modo lo era. Si ocupaban suficientes puestos de poder, podían apoderarse del mundo y cambiarlo lentamente, a su antojo.
—Aun así no será fácil —dije—. Cuando descubramos lo que está pasando, nos defenderemos. Y aunque los faes tienen habilidades de las que nosotros carecemos, nosotros tenemos un motivo para luchar a toda costa.
—¿Y cuál es ese motivo?
Habíamos llegado a la arboleda y curiosamente, aunque no me sorprendiera del todo, no se oía ningún ruido. Ni pájaros, ni insectos. Nada.
—Valoramos la libertad por encima de todo.
—Pero la mayoría de los humanos ya estarán sometidos a nuestra voluntad y lucharán para nosotros —respondió—. Carne de cañón humana.
Era repugnante. Y aterrador.
—Estoy harto de esto —dijo de pronto, sobresaltándome—. Es la hora.
Me dio un vuelco el corazón y retrocedí.
—Espera. Llevamos muy poco tiempo fuera. Todavía tengo preguntas que hacerte.
—Puedes hacérmelas después.
Di otro paso atrás, luchando por dominar mi angustia.
—¿Podemos caminar un poco más? No…
—Estás retrasando lo inevitable —contestó con impaciencia.
Empezaron a sudarme las manos.
—No tengo que… no tengo que alimentarme. Ya he comprendido lo que querías decirme. Lo entiendo. Sé que puedes obligarme a hacer lo que quieras. No necesito alimentarme. Ni quiero hacerlo.
—Está claro que no has entendido nada, puesto que sigues hablando de ti misma como si fueras humana. Es hora de que recuerdes lo que eres —dijo.
Yo sabía que no podía ganar aquella discusión. Me giré rápidamente, dispuesta a regresar corriendo a la casa.
—Ivy, para.
Me detuve.
Mi cuerpo le obedeció, a pesar de que mi cerebro me pedía a gritos que huyera, que me pusiera en marcha, que hiciera cualquier cosa con tal de impedir lo que iba a suceder.
—Mírame.
Su voz se deslizó por mi piel como si fuera de seda. Me zumbaban los oídos y sentí que me giraba lentamente para mirarle. Fijé los ojos en los suyos, en contra de mi voluntad. Esperé.
Sus ojos parecieron hacerse más profundos.
—Vas a hacer lo que te diga.
Y, en efecto, lo hice.
Fue muy extraño. Estaba allí fuera, helada por el aire frío, y un instante después me encontraba otra vez en aquella sala. Había personas distintas. La mujer ya no estaba, y me pregunté qué había sido de ella. Luego me hallé sentada junto a un hombre mayor al que no conocía. Tenía canas en las sienes y, tras susurrar unas palabras, me… me alimenté, y luego me encontré en el piso de arriba, sumiéndome en un sueño profundo.
Me desperté sobresaltada. Una mano se clavaba en mi hombro. La habitación estaba a oscuras y una cara pálida y plateada me observaba.
Faye.
Me aparté de ella, poniéndome de lado. Tenía el cerebro lleno de telarañas y no recordaba las horas anteriores. Sólo sabía que no debía despertarme aún. Necesitaba más tiempo. Mis párpados empezaron a cerrarse.
—Tienes que despertarte —dijo, agarrándome del brazo y apretándolo con fuerza.
Aturdida, me resistí cuando empezó a tirar de mí.
—No…
—No hay tiempo para explicaciones. Tienes que levantarte inmediatamente —dijo—. Es tu única oportunidad, si quieres escapar.