16

La conversación con Jerome y todo lo demás pasó de pronto a segundo plano. Me quedé mirando el teléfono, anonadada, con el corazón latiéndome a toda prisa. Ren no podía haber desaparecido. No hacía ni veinticuatro horas que le había visto. El tiempo no importaba, claro, pero me negaba a creer que hubiera desaparecido sin más. Era imposible. No me cabía en la cabeza.

Cabía la posibilidad de que se hubiera tomado un día libre después de la bomba que le había soltado el día anterior, pero ¿lo habría hecho sin avisar a David? Era demasiado responsable para eso.

Mientras regresaba a pie al Barrio Francés, intenté dominar mi nerviosismo y llamé a Ren. Era poco probable que cogiera la llamada teniendo en cuenta que no cogía las de David, pero tenía que intentarlo.

Saltó el buzón de voz. Dudé un instante si dejarle un mensaje o no, y luego me dije que estaba portándome como una idiota.

—Ren, soy Ivy —dije atropelladamente—. Te llamo porque David te está buscando. Te ha estado llamando y… Bueno, evidentemente ya sabes que no le has devuelto las llamadas. —Puse los ojos en blanco, exasperada conmigo misma, y me detuve en la esquina de Saint Louis y Basin—. ¿Puedes llamarle, por favor? No espero que me llames a mí. Pero llama a David, por favor.

Colgué, me guardé el teléfono en el bolso y me aparté el pelo de la cara. Miré hacia el cementerio. Se oían risas nerviosas mientras la guía relataba a los turistas historias acerca de Marie Laveau, la Reina del Vudú, y de su hija.

Se me revolvió el estómago como si hubiera tomado leche en mal estado. ¿Y si el príncipe tenía a Ren? Con sólo pensarlo se me cortó la respiración. Ren tal vez me odiara, quizá no quisiera ni verme, pero yo no quería que muriera.

Muy bien. No podía dejarme llevar por el pánico. Tenía que ir al cuartel general porque antes de colgar David me había recordado que tenía que presentar el dichoso informe, pero antes pasaría por el parking donde Ren había dejado su camión el día anterior. Vería si seguía allí. Y si estaba allí, entonces… Entonces sí empezaría a preocuparme.

Apreté el paso y tardé un cuarto de hora en llegar. Al entrar en el pequeño parking mal iluminado, me estremecí. Allí la temperatura era como mínimo diez grados más baja que fuera. Ren había aparcado en el segundo nivel, el de más arriba. Me dirigí a las escaleras de cemento. Era un aparcamiento pequeño, con sitio para unos cincuenta coches, pero algunos días estaba atiborrado como una lata de sardinas. Era uno de esos días. Olía intensamente a tubo de escape y sudor.

Doblé la esquina del segundo nivel y corrí hacia el fondo, sorteando las columnas sucias y recorriendo frenéticamente con la mirada las filas de vehículos. Sabía que había aparcado más o menos en el medio, pero cuando llegué al fondo no vi su camión por ninguna parte.

Era buena señal, me dije al mirar por la ventana cubierta de polvo y suciedad, hacia la calle que se extendía más abajo. Si su camión no estaba, era porque había vuelto a buscarlo en algún momento de la noche. Que el camión estuviera allí significaría que no había podido volver a buscarlo, y eso supondría que le había pasado algo terrible.

Aun así, cuando me di la vuelta no estaba del todo tranquila. Di un paso y luego me detuve al oír pisadas. Miré a la derecha, entornando los ojos. La paranoia se apoderó de mí y eché mano a la daga que llevaba oculta a la altura de la cadera, debajo de la camisa.

Un segundo después, un hombre alto y delgado salió de detrás de una furgoneta verde oscura. A simple vista parecía supernormal: camisa de manga larga, vaqueros oscuros… Pero a los pocos segundos esa apariencia de normalidad se disipó, dejando a la vista lo que se ocultaba bajo el hechizo que le envolvía, un hechizo que mis ojos eran capaces de traspasar desde que nací.

Mierda.

Era un fae.

Había un fae en el aparcamiento. Normalmente no habría sido para tanto, pero, como nadie había vuelto a ver a un fae desde que se abrió la puerta, era una noticia bomba.

El fae avanzó hasta el centro del aparcamiento con paso lento y comedido. Parecía mayor que la mayoría y llevaba el pelo blanco y plateado casi cortado al cero. Desenganché mi daga.

Se detuvo y levantó las manos haciendo ese gesto universal que significa «no me mates», pero yo sabía que no debía fiarme. Así con fuerza la daga. El fae abrió la boca como si fuera a hablar.

De pronto, una fae apareció en lo alto de la escalera. Mierda. La mujer avanzó con paso decidido. Días y días sin ver a uno solo, ¿y de pronto me encontraba con dos?

Tenía, eso sí, un montón de agresividad contenida a la que dar rienda suelta, así que podía venirme muy bien.

El hombre se volvió y dejó caer los brazos.

—No…

Se interrumpió cuando la mujer echó a correr, agitando a su espalda su larga melena rubia, casi blanca. Llevaba algo en la mano. Una daga. Sí, una daga de hierro.

Antes de que me diera tiempo a reaccionar, la mujer hundió la daga en la tripa del fae, que dejó escapar un grito de sorpresa mientras su cuerpo se encogía y desaparecía.

—¿Qué coño…? —Miré a la única fae que quedaba—. ¿Qué ha pasado?

No esperaba que me contestara, y tampoco me esperaba lo que sucedió a continuación.

Corrió derecha hacia mí. Separé las piernas y levanté la daga, confiando en que intentara agarrarme o lanzarme un puñetazo. Pero no. Corrió derecha hacia mí y se precipitó sobre la daga, clavándosela.

Abrí la boca y retrocedí. Sus ojos azules claros me miraron un instante antes de que desapareciera. Su daga cayó al suelo y yo me quedé allí parada, boquiabierta de asombro.

Aquella fae se había lanzado sobre mi daga, se había ensartado en ella a propósito.

Miré a izquierda y derecha.

—Vale —murmuré.

Guardé mi daga en su funda al tiempo que añadía otra incógnita a mi ya larga lista de preguntas sin respuesta.

Me agaché para recoger la daga de la fae, salí del aparcamiento y me dirigí rápidamente al cuartel general. Fue Miles quien me abrió la puerta. A duras penas conseguí componer una sonrisa para saludarle.

—¿Dónde está David? —pregunté.

—En el despacho.

Me puse de lado para entrar, porque naturalmente Miles no se apartó para dejarme pasar, y le entregué la daga de la fae.

—Ten.

Miró la daga con el ceño fruncido.

—¿Qué demonios quieres que haga con esto?

—Bueno, la mayoría de los miembros de la Orden las usan para matar faes —respondí—. Ya sabes, cuando salen a trabajar.

Farfulló en voz baja algo que rimaba con «gorra», y yo sonreí y crucé la sala común. La puerta del despacho de David estaba abierta y, al acercarme, vi que no estaba solo. Kyle y Henry estaban con él.

Uf.

Mi sonrisa desapareció.

Me miraron los tres cuando entré.

—Acabo de ver un fae en el aparcamiento —les dije—. La verdad es que he visto dos. Uno ha matado al otro y el que ha quedado se ha… empalado a propósito en mi daga.

David parpadeó lentamente.

—¿Cómo dices?

—Sí, has oído bien. —Entré un poco más en el despacho, manteniéndome alejada de los otros dos. Me detuve junto a la esquina de la mesa de David—. He visto cosas muy raras, pero esto… Sí, esto se lleva la palma.

—Ni siquiera sé cómo tomarme esa información —contestó David recostándose en su silla. Miró a los dos miembros de la Elite—. ¿Y vosotros, chicos?

—No. —Kyle me miró—. ¿Alguno de los faes dijo algo?

—Uno parecía a punto de hablar, pero la otra, una mujer, le mató antes de que pudiera decir nada. Llevaba una de nuestras dagas.

—Gracias a Val, sin duda —masculló David, y a mí se me encogió el corazón.

—Los faes adoptaron hace tiempo el uso del hierro para sus propios fines —repuso Kyle, apoyando tranquilamente un brazo sobre el respaldo de la silla—. Pero es muy raro que lo utilicen para atacar a otro de su especie.

Le miré. Menuda novedad.

—Me alegro de que estés aquí —añadió—. Quiero hacerte unas preguntas.

Se me encogió el estómago. Evidentemente, los dos faes les importaban un comino.

—¿Qué pasa?

—Anoche estábamos charlando con Ren y al poco rato se marchó para ir a reunirse contigo. David nos ha dicho que estáis saliendo —explicó.

Miré a David, al que parecía aburrir la conversación. Claro que a David parecía aburrirle casi todo. Levanté la barbilla.

—Estoy segura de que Henry te lo habrá confirmado, puesto que nos vio besándonos.

Henry enarcó sus cejas pelirrojas.

—Todavía me sorprende que no te dejara embarazada con ese beso. Santo Dios.

Le miré arrugando la nariz, pero me negué a contestar porque estaba segura de que Ren y yo ya no salíamos juntos.

—¿No habéis tenido noticias suyas?

—No —respondió David.

—Por eso he ido al aparcamiento —expliqué—. Ren aparcó allí ayer, y su camión no está. Así que tuvo que volver al aparcamiento. Creo…

—Anoche estuvo haciendo unas preguntas muy raras. —Kyle apoyó los pies sobre la mesa—. Preguntó si sabíamos algo de unos faes que no se alimentan de humanos.

Ay, mierda.

—¿Sabes por qué preguntó eso? —Kyle me miró ladeando la cabeza—. Porque es una pregunta muy extraña.

Mierda, mierda. Mi instinto me decía que debía mentir, pero mentir equivaldría a dejar en la estacada a Ren. Él me había hecho lo mismo nada más conocernos, y yo me acordaba aún de lo mal que me había hecho sentir. Pero si les decía lo que había descubierto Brighton, Kyle y Henry se interesarían por ella y por Merle, y no me fiaba ni un pelo de ellos. Seguramente porque era la semihumana, pero, en fin, ésa era otra historia.

Además, Jerome me había advertido que no hablara con nadie de aquel asunto.

Así que negué con la cabeza.

—No sé por qué lo habrá preguntado, pero Ren es muy curioso, todo le interesa.

—Ya —contestó Kyle—. Me parece una curiosidad muy extraña. Puede que tengas que buscar algún modo de distraerle.

Empecé a arrugar el ceño.

—Es muy chocante que haya desaparecido en estos momentos —afirmó Henry desde su rincón—. ¿Tienes idea de dónde puede estar?

Empecé a notar un cosquilleo de nerviosismo.

—No —contesté—. Bueno, pensaba ir a buscarle a su casa, pero… Esto no es propio de él. —Miré a David y añadí—: Estoy un poco preocupada.

—Sí, bueno… —Sonó su teléfono y contestó de mala gana—: ¿Sí? —Se pasó la mano por la cabeza.

Yo confiaba en que fuera Ren, pero comprendí enseguida que no era él por cómo se tensó y se puso de pie, como si ocurriera algo malo. Pasaron unos segundos.

—Enseguida mando un equipo.

Agucé las orejas, llena de interés.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

David colgó el teléfono.

—Era Jackie. Dylan y ella han visto mucha actividad policial en torno al Flux. Varios coches patrulla. Y los periodistas se están congregando en la puerta.

—Creía que teníais ese sitio controlado —dije.

—Y así es. No había faes cuando entramos —contestó David mientras buscaba un número en su lista de contactos—. Puede que esto no tenga nada que ver con los faes, pero merece la pena investigarlo.

—Iré yo —dije. Y al volverme vi a Miles en la puerta. Dios. ¿Había estado allí todo el tiempo, escuchando a escondidas? El muy tarado…

—No, tú no —dijo David, deteniéndome—. Quiero que rellenes el informe sobre Val. Ahora mismo.

Giré sobre mis talones.

—Pero…

—¿Por qué siempre tengo que decirte que una orden es una orden? —David rodeó su mesa con una carpeta en la mano—. Cada vez.

Tenía razón.

Le quité la carpeta mientras Kyle se levantaba. Henry fue el primero en salir, no sin antes echarle una ojeada a mi carpeta.

—Prefiero que me peguen un tiro en la cabeza a rellenar papeleo.

Uf. Yo también odiaba el papeleo, pero aquello me pareció excesivo.

Kyle no dijo nada al pasar a mi lado. Me dieron ganas de tirar la carpeta sobre la mesa de David, pero sabía que no debía hacerlo.

Bajo la mirada atenta de Miles, salí a la sala común, me senté a la mesa y cogí un boli. Abrí la carpeta y me disponía a revivir algo que no me apetecía nada recordar en ese momento cuando sentí unos ojos clavados en mí.

Al levantar la mirada vi a Miles apoyado contra la pared, observándome. Esperé un segundo y decidí aprovechar que le tenía delante, aunque fuera un cretino.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Si te digo que no, ¿me la vas a hacer de todos modos?

—Seguramente. —Di vueltas al boli entre los dedos. Ese cristal que Val se llevó de aquí… ¿Qué importancia tenía?

Se encogió de hombros, pero su gesto me pareció demasiado forzado. Sospechoso.

—No era más que una baratija, no valía nada.

—Entonces, ¿por qué volvió para llevárselo?

Se encogió de hombros otra vez.

—Seguramente porque era una imbécil y creía que tenía algún valor.

Vale. No me lo creí ni por un segundo, pero estaba claro que Miles no iba a decirme nada más. Me puse a rellenar el informe y, cuando volví a mirar, seguía allí, el muy capullo. Suspiré.

—¿Qué pasa?

Sonrió, pero sólo con la boca, no con los ojos.

—Tú y yo no nos conocemos mucho.

Ladeé la cabeza.

—Si te soy sincera, en la Orden nadie conoce a nadie.

—Excepto Val y tú. Vosotras sí os conocíais bastante bien, y ella traicionó a la Orden y ahora está muerta. —Se apartó de la pared y se acercó a la mesa—. Se cayó de una azotea. Vaya, qué lástima.

Me di cuenta perfectamente de que no hablaba de Val como si fuera la semihumana.

—Y además estás muy unida a Ren. Salís juntos. —Se sentó frente a mí, lo que me sentó fatal, porque significaba que no pensaba marcharse en un futuro inmediato—. Y ahora Ren ha desaparecido. Un miembro de la Elite, desaparecido. Es muy extraño.

Solté el boli.

—¿Adónde quieres ir a parar, Miles?

—A ningún sitio, en realidad. Sólo estaba pensando en voz alta.

—¿Te importaría no hacerlo?

La silla chirrió cuando se echó hacia atrás.

—¿Sabes qué otra cosa no puedo hacer?

—No —contesté—. Tu pregunta me parece muy confusa.

—No puedo sacudirme la sensación que tengo desde hace unos tres años de que hay algo muy, muy raro en ti.

Contuve la respiración mientras nos mirábamos.

—David confía en ti. Incluso le caes bien. —La tensa sonrisa se le borró de la cara—. No sé por qué, pero no me fío de ti, Ivy.

Me puse alerta pero no aparté la mirada, y la verdad es que me gustó escucharle decir que le caía bien a David.

—Bien, gracias por ponerme al corriente de tu opinión sobre mí, aunque sea irrelevante. Te lo agradezco.

—De nada —contestó con una sonrisa burlona. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa—. Voy a decírtelo muy clarito. Te estoy vigilando, Ivy.