8
Me recosté en la silla. Estaba estupefacta cuando volví un par de páginas atrás, hasta la lista de nombres de antiguos líderes de la Secta. La lista acababa unas dos décadas atrás, con Lafayette Burgos. Deduje que los nombres que aparecían junto a los de los jefes de la Secta pertenecían a faes, a juzgar por lo extraños que sonaban algunos.
—Hay faes buenos —dijo Brighton, y miré su cara pálida—. Casi me da miedo decirlo en voz alta. Temo que aparezca un miembro de la Orden de repente y me acuse de traición a mis congéneres. —Se rió de nuevo, mirando el techo—. Pero si sigues leyendo es lo que verás. Faes que llegaron a nuestro mundo y que decidieron no alimentarse de humanos. Tenían una esperanza de vida normal, como la nuestra. Y trabajaban codo con codo con miembros de la Orden.
La cabeza me daba vueltas mientras seguía hojeando el diario. Las anotaciones estaban cuidadosamente fechadas y detallaban investigaciones, búsquedas y hasta muertes. Muchas de las entradas incluían nombres de miembros de la Orden y de los faes con los que colaboraban.
Brighton estiró el brazo por encima de la mesa y cogió un cuaderno azul oscuro, mucho más fino que el que yo estaba leyendo.
—Mi madre lo anotaba todo minuciosamente, y no exagero. Yo no sabía que tenía todo esto escondido. En este cuaderno hay una lista completa de los miembros de la Orden hasta el momento en que… en que ella la dejó. —Dejó el cuaderno sobre la mesa—. Me entró curiosidad y me informé sobre los nombres vinculados con los faes. Algunos todavía viven, pero se marcharon de Nueva Orleans. Sin embargo hay uno que todavía sigue por aquí. Jerome.
—¡Santo…! —No podía ni imaginarme a Jerome colaborando con faes. Era complementamente absurdo—. Si eso es cierto, ¿por qué lo han borrado de la historia oficial? —pregunté—. ¿Por qué no se sabe?
—Lo ignoro. —Brighton señaló una docena de diarios y un montón de papeles sueltos dispersos por la mesa—. Es muy probable que haya alguna explicación entre todos estos papeles, pero ahora mismo no tengo ni idea.
Me eché hacia delante, apoyé los codos en la mesa y me pasé las manos por el pelo, apartándome los rizos de la cara. Abrí la boca pero no supe qué decir.
Brighton me dirigió una mirada comprensiva y apenada.
—Sé que ya tienes muchas cosas de las que preocuparte, pero no sabía a quién recurrir. Siempre has sido tan paciente y comprensiva con mi madre… Ella confía en ti. Y yo también.
Asentí y respiré hondo. Ninguna de las dos se fiaría de mí si supieran la verdad, pero eso no venía a cuento. Observé de nuevo la mesa mientras procuraba ordenar mis ideas. Muy bien. Lo primero era lo primero.
—¿Tienes idea de dónde puede haber ido tu madre?
—Antes de marcharse me dijo que ya no era seguro vivir aquí y que iba a acudir a ellos. Al principio no supe a qué se refería —explicó Brighton—. Pero creo que se ha ido con ellos, con esos faes que no se alimentan de humanos.
Aparte de lo absurdo que sonaba todo aquello, me pregunté por qué habría dejado Merle sola a Brighton si creía que allí corrían peligro. No parecía propio de ella. Al margen de su estado mental, su hija era siempre su absoluta prioridad. Allí estaba pasando algo más de lo que imaginábamos.
Mucho más de lo que imaginábamos, pensé al mirar los diarios.
—Entonces, ¿tenemos alguna idea de dónde viven esos… faes buenos?
—Puede que sí. —Brighton estiró el brazo y cogió un cuaderno más grande y ancho que los demás—. Este diario contiene planos de la ciudad con sitios marcados donde se realizaron cacerías y matanzas. Confío en que haya algo aquí. Lo que ocurre es que voy a tardar un rato en echarle un vistazo. No puedo saltarme ni una página.
—¿Hay algún otro cuaderno como ése?
—Yo no he encontrado ninguno. —Colocó el cuaderno delante de ella y luego se acercó los dedos a la boca—. Mi madre dijo otra cosa más antes de marcharse.
En aquel momento, yo ya no tenía ni idea de a qué atenerme.
—¿Qué?
Sus ojos azules se clavaron en los míos.
—Antes de irse me dijo que contactara con ese joven con el que vino Ivy. ¿Ren? Dijo que Ren sabría qué hacer.
Que Ren sabría qué hacer.
De vuelta en mi apartamento, me senté con las piernas cruzadas en la cama y miré fijamente el diario que me había llevado con permiso de Brighton. Había pasado un par de horas leyéndolo y, si las noticias que contenía eran falsas, formaban un embuste extremadamente bien montado y que abarcaba varias décadas.
—No es mentira —me dije en voz baja, poniéndome un rizo suelto detrás de la oreja.
Estaba convencida de que era todo cierto, o de que Merle creía que era cierto y lo había creído durante años, mucho antes de que la capturasen los faes.
Cerré el diario y miré el reloj mientras me rascaba la nuca. Faltaba poco para la una de la madrugada. Ren volvería pronto. Le había mandado un mensaje al llegar a casa, pero no le había dicho nada de Brighton ni de Merle. Pensé que era mejor decírselo en persona.
Ren sabría qué hacer.
¿Sabía él que había faes que eran… buenos? Y si lo sabía, ¿por qué no me lo había dicho en algún momento? Cerré los ojos con fuerza al bajar la mano. Ren formaba parte de la Elite, cuyos miembros seguramente tenían acceso a toda clase de información privilegiada de la que estábamos excluidos los miembros corrientes de la Orden. ¿Podía enfadarme con él porque no me lo hubiera dicho? Seguramente no, pensándolo bien.
¿Faes buenos? Me reí por lo bajo y abrí los ojos. Pero ¿por qué era una teoría tan sorprendente? Yo vivía con un ser del Otro Mundo: con un duende. Tink era una lata. Me salía muy caro, y tenía la horrible costumbre de callarse las cosas, pero no era malvado. Antes de conocerle, yo creía que todas las criaturas del Otro Mundo eran malas. Evidentemente, estaba equivocada. Así que cabía la posibilidad de que también hubiera faes que fueran como… como humanos.
Pero tenía tantos interrogantes… Si no se alimentaban, ¿cómo utilizaban la magia para ocultar su apariencia? Por lo que sabíamos de los faes, tenían que alimentarse para emplear sus sortilegios. Así pues, ¿la información de la que disponíamos era falsa?
Al llegar a casa le había preguntado a Tink si había faes buenos. Estaba muy atareado en mi ordenador, creando memes de «Si Daryl muere, nos rebelamos». Mi pregunta pareció sorprenderle sinceramente. Según mi diminuto compañero de piso, todos los faes eran malos. Los buenos no existían.
Pero a mí se me había ocurrido una idea mientras le veía concentrado delante de la pantalla, cuya luz blanquecina le iluminaba la cara.
—¿Alguna vez sales de casa, Tink? ¿Vas a alguna parte?
Me había mirado con el ceño fruncido, como si le hubiera preguntado por qué debía ver The Walking Dead.
—¿Y para qué iba a salir? Aquí tengo todo lo que necesito y, si no lo tengo, puedo pedirlo a Amazon. —Luego había hecho una pausa—. Aunque, ahora que lo pienso, nos vendría bien tener un cocinero en casa, porque tú cocinas de pena.
Yo había dejado la conversación en ese punto.
De modo que cabía la posibilidad —si Tink había sido sincero— de que, dado que nunca salía, no supiera que, en efecto, había faes buenos. Pensé en el día en que me pasé por casa de Brighton y Merle y me pareció ver otro duende. Vislumbré unas alas traslúcidas y pensé que eran imaginaciones mías, pero ahora ya no estaba tan segura.
Ya no estaba segura de nada.
Pero ¿qué cambiaba eso respecto a la Orden? ¿Y por qué habían ocultado aquella información tan eficazmente que apenas un par de décadas después ya nadie parecía estar al tanto de aquello, salvo unos pocos miembros mayores de la Orden?
Tanto pensar me estaba dando dolor de cabeza.
Me tumbé boca arriba, estiré los brazos y me quedé así hasta que oí girar la llave en la puerta del apartamento. No me moví. La puerta de mi cuarto estaba entornada, así que sabía que Ren me vería en cuanto entrara. O que me vería a medias.
Unos segundos después chirrió mi puerta y oí una risa suave y provocativa.
—¿Se puede saber qué haces?
Levanté las manos en un gesto universal de «no tengo ni idea». Sus pasos se acercaron a la cama y entonces apareció ante mi vista. Tenía el pelo mojado y los hombros de la camisa húmedos. Debía de haber empezado a llover en algún momento.
—Estás extrañamente adorable ahora mismo. —Apoyó la rodilla derecha en la cama y la mano izquierda junto a mi cabeza—. Aunque tengo una pregunta que hacerte.
—¿Sobre qué?
—¿Por qué llevas pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla? —Se inclinó, rodeándome con su cuerpo—. ¿Por qué no llevas pantalones largos?
Enarqué una ceja.
—En primer lugar, no llevo pantalones cortos. Llevo pantalones cortos de dormir.
—¿Es que hay alguna diferencia? —preguntó mientras bajaba la cabeza y me besaba en la mejilla.
—Pues sí, la hay. —Esperé a que me besara en la otra mejilla—. Y en segundo lugar, los calcetines son cómodos y peluditos, lo que los hace muy superiores a los pantalones largos.
—Muy bien. —Se rió otra vez, besándome en la frente.
—Y, por último, es una combinación perfecta. No tengo ni calor, ni frío —añadí.
—Lo que tú digas. —Me besó en la punta de la nariz—. Yo lo único que sé es que me va a encantar quitártelo todo dentro de un rato. Con los dientes.
Abrí los ojos como platos, me dio un vuelco el estómago y se me encogieron los músculos de la tripa. A mi cuerpo le encantaba cómo sonaba aquello. Su boca apuntaba hacia la mía y supe que, si dejaba que me besara, un momento después me estaría quitando toda la ropa con los dientes y, por desgracia para mi libido, no podía permitir que eso ocurriera. Aún.
Le puse las manos en el pecho y, cuando hablé, nuestros labios se rozaron.
—Primero tenemos que hablar de una cosa.
—Vale. —Sacó la lengua, la pasó por mi labio inferior y yo contuve la respiración, temblorosa—. ¿Vamos a hablar del sentimiento de abandono que tienen tus pechos? Porque llevo todo el día pensando en ponerle remedio. —Apoyó la mano en mi pecho izquierdo y pasó el pulgar por mi pezón—. ¿No llevas sujetador? Perfecto.
Respiré hondo, hice acopio de toda mi fuerza de voluntad y dije:
—Merle ha desaparecido.
Su boca se detuvo a escasos centímetros de la mía.
—¿Qué?
—Y ha dejado un montón de diarios y papeles, algunos de ellos fechados hace varias décadas.
—Ajá. —Su pulgar hizo otra pasada por mi pezón.
A mí se me tensaron los dedos de los pies.
—Y en esos diarios tenía anotados los nombres de los anteriores líderes de la Secta y… —Dejé escapar un gemido cuando pellizcó el botón duro de mi pezón a través del fino algodón de mi camiseta—. Y afirmaba que antes la Orden colaboraba con los faes.
La mano de Ren se detuvo, y no supe si debía alegrarme o no de ello. Se incorporó un poco, lentamente, para que pudiera verle la cara.
—¿Cómo dices? —preguntó.
—También dice que hay… que hay faes buenos que no se alimentan de humanos.
Parpadeó muy despacio.
—¿Te has tomado algo?
—Ojalá —mascullé yo, confiando en que su reacción fuera sincera—. Pero si me sueltas la teta puedo enseñártelo.
Ren vaciló.
—¿De verdad tengo que soltarte la teta?
Me quedé mirándole.
Un hoyuelo apareció en su mejilla derecha y apartó lentamente la mano, dedo a dedo.
—Muy bien. ¿De qué estamos hablando exactamente?
—Está todo en el diario que tienes al lado de la rodilla.
Miró un momento mi cara y luego ladeó la cabeza.
—Esto va en serio, ¿verdad?
—Eh, sí.
Arrugando el ceño, se inclinó para coger el diario. Se sentó a mi lado con el cuaderno en la mano.
—¿Y dices que Merle ha desaparecido?
Me incorporé.
—Sí, Brighton me llamó después de cenar. Dijo que su madre se había comportado de manera muy extraña desde que se abrió la puerta, que estaba más rara que de costumbre, y que esta mañana bajó con todos esos diarios y papeles.
—Vale —dijo él lentamente.
—Le dijo a Brighton que ya no estaban seguras allí y salió al jardín. Cuando Brighton fue a buscarla cinco minutos después, ya no estaba. Brighton buscó por las calles de alrededor y no encontró ni rastro de ella.
—¿Es posible que parara un…?
—Es posible, pero poco probable. El caso es que, cuando volvió a entrar en casa, Brighton echó un vistazo a todos esos papeles, incluido ese diario, y fue entonces cuando me llamó. Yo estuve hojeando el cuaderno y luego me lo traje a casa. He estado varias horas leyéndolo y, Ren, creo que es auténtico.
Él esbozó una sonrisa ladeada.
—Ivy, no hay faes que no se alimenten de humanos.
—Según ese libro, sí los hay.
Frunció las cejas.
—No te lo tomes a mal, pero Merle está…
—Sí, está trastornada, pero estas cosas se remontan a décadas atrás, Ren, a antes de que la atraparan los faes. —Me puse de rodillas y le quité el diario de las manos—. Te aseguro que yo también tuve mis dudas al principio. No creía que fuera cierto, pero fíjate en esto. —Abrí el cuaderno por una anotación hecha en los años setenta y le di la vuelta—. Lee esto y presta atención a la fecha.
Me sostuvo la mirada unos segundos y luego miró el cuaderno. Yo sabía qué pasaje estaba leyendo. Trataba de una misión conjunta entre la Orden y los faes en la que éstos ayudaron a localizar a varios humanos adolescentes secuestrados por los otros faes. Me acordaba de los nombres de los faes buenos: Handoc, Alena y Phineas. Naturalmente, ese último nombre me hizo pensar en Phineas y Ferb. Ja.
Ren abrió la boca y volvió a cerrarla. Sacudió un poco la cabeza.
—Yo…
Sonriendo, pasé varias páginas del diario, hasta llegar a la lista de nombres.
—Echa un vistazo a esto. Es una lista de miembros de la Orden que por lo visto cazaban conjuntamente con ciertos faes.
Leyó la página por encima.
—Yo…
—Y todavía hay más. En serio. Podrías pasar toda la noche leyéndolo. Es imposible que sean fantasías, cosas inventadas. Abarcan décadas.
Dejé que leyera unos minutos. De vez en cuando se paraba, como si quisiera releer algún pasaje en concreto. Cuando por fin me miró, tenía una expresión adorablemente perpleja.
—La mayoría de los miembros de la Orden de esa época están retirados y ya no viven en Nueva Orleans, o bien no llegaron a la edad de jubilación —expliqué—. Pero hay uno que todavía anda por aquí. Jerome.
Ren alzó las cejas.
—Y eso no es todo. —Me levanté de la cama—. Antes de marcharse, Merle le dijo a Brighton que contactara contigo. Que tú sabrías qué hacer.
—¿Qué? —Su reacción fue inmediata.
—Eso le dijo. —Crucé los brazos—. Que se pusiera en contacto contigo.
Meneó la cabeza, mirando el cuaderno.
—No sé qué decir.
—Entonces, ¿no sabías nada de esto? ¿Que hubiera faes… buenos?
—Sinceramente, es la primera noticia que tengo, y pertenezco a la Elite: lo sabemos todo. Esto es imposible.
—Tú sabes que nada es imposible —repliqué, repitiendo lo que me había dicho Brighton—. Si es cierto, la Orden y la Elite lo tienen muy bien escondido. Han borrado prácticamente todas las pruebas, y los que siguen con vida evidentemente no hablan nunca de ello.
Volvió a mirar el diario.
—Esto… La verdad es que no sé qué pensar ni qué creer, pero te aseguro que no sé por qué Merle le dijo a su hija que recurriera a mí. No tengo ni idea. Es la primera vez que oigo hablar de este asunto.
Al mirarle comprendí que estaba diciendo la verdad. No mentía, no como yo.
—Si esto es cierto… —Volvió a mirarme—. Tenemos que encontrar enseguida a uno de esos faes bondadosos que no comen humanos.
—Sí. —Vi que pasaba algunas páginas—. Lo dices como si fuera fácil.
—Demonios… —Soltó una risa seca—. Creo que los dos sabemos por experiencia que nada es fácil.
—Tienes mucha razón —murmuré yo.
Me quité los calcetines y me tumbé en la cama metiendo los pies bajo la manta mientras Ren estaba enfrascado en los diarios. Me quedé callada, comprendiendo que tenía que estar tan confuso como yo cuando leí por primera vez los diarios. Qué demonios, todavía me daba vueltas la cabeza.
Curiosamente, me quedé dormida mientras él leía y me desperté un rato después de que se metiera en la cama. El calor y la dureza de su cuerpo debieron de filtrarse en mis sueños, agitando mis emociones, porque me desperté de repente. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero estaba acurrucada junto a su costado y él estaba boca arriba. Había dejado encendida la lámpara de la mesilla de noche, y al mirar vi el cuaderno apoyado en el borde de la cama. Ren se había quedado dormido leyendo, y no sé por qué pero me pareció increíblemente adorable.
Y muy sexy.
Había mucha piel apretada contra la mía. Ren se había desvestido y al apoyar mi pierna sobre la suya, descubrí enseguida que no se había puesto los pantalones del pijama. El vello de su pierna me hizo cosquillas cuando deslicé la pantorrilla por la suya.
Se movió y su mano, que estaba apoyada flojamente sobre mi cintura, se tensó. Agarró mi camiseta y a mí me dio un vuelco el corazón. Puse la mano sobre su pecho y seguí la forma de sus pectorales, que parecían esculpidos en piedra. Tenía un cuerpo alucinante.
Y mientras estaba allí, pegada a su costado, no pensé en todo lo que había ocurrido. No pensé en nada. Todo me parecía maravillosamente perfecto. Tenía la sensación de que hacía siglos que no tenía la mente tan despejada y el cuerpo tan relajado.
Bueno, había partes de mi anatomía que en ese momento estaban bastante tensas, pero por otros motivos.
Mordiéndome el labio, deslicé la mano por su vientre plano y sus duros abdominales. Se puso tenso cuando seguí más abajo. Estaba despierto.
—Ivy… —dijo con voz gutural—. ¿Qué haces?
En vez de contestar, aparté las sábanas y me quité los pantalones del pijama. Eché mano de la goma de sus calzoncillos y, como no me detuvo, tiré cuidadosamente de ella. Levantó las caderas y le bajé los calzoncillos.
—Ivy… —gruñó de nuevo mientras me acariciaba la espalda.
Yo me sonrojé.
Me incorporé y me senté a horcajadas sobre él. El corazón me latía a toda velocidad cuando le miré. Tenía una media sonrisa cuando apoyó las manos sobre mis muslos desnudos. Agaché la cabeza y le besé en los labios. Seguí la silueta de su boca y deslicé la lengua por la comisura de sus labios, hasta que los abrió. Recorrió mis muslos con las manos y las metió debajo de mi camiseta ancha, hasta mis caderas. Yo me deslicé un poco hacia abajo y aquella fricción me hizo gemir. Sentía un latido ansioso entre las piernas.
Yo sabía que Ren lo deseaba tanto como yo. Su erección se apretaba contra mi sexo, y yo sentía su excitación en su mirada ebria y en cómo me apretaba las caderas. Volví a presionar con las caderas hacia abajo y le oí soltar un gemido delicioso. Moviéndome lentamente, me froté contra él hasta que empecé a jadear. Él levantó las caderas y fue como si estuviéramos bailando.
—Ren —murmuré con la boca pegada a la suya, y solo pude decir una cosa más—: Por favor…
—No hace falta que me supliques, cariño. —Deslizó las manos por mis caderas y me agarró el culo—. Saca la cartera de mis pantalones. Hay un condón dentro.
Con la garganta seca, asentí y me aparté de él. Busqué rápidamente sus pantalones por el suelo. Saqué la cartera y busqué el condón.
—Qué típico —murmuré.
—Quería estar preparado. Pensaba usarlo en cuanto llegara, pero me distraje.
Se sentó y me quitó el condón. Apoyé una rodilla en la cama y le vi ponérselo sobre su impresionante erección. Cuando terminó, sus ojos verdes parecían arder.
—Ven aquí —dijo.
Completamente excitada, hice lo que pedía y volví a colocarme a horcajadas sobre sus caderas.
—Maldita sea… —masculló.
Levantó una mano y me agarró de la nuca. Me hizo agachar la cabeza. Volvió a besarme, más profunda y largamente que antes. Nuestras lenguas se enredaron y, cuando me aparté, me mordisqueó el labio, haciéndome gemir.
Bajé la mano, agarré el bajo de mi camiseta, me la quité y la tiré a un lado. Desnuda, resistí el impulso de taparme mientras Ren me miraba sin prisas.
Su mirada se deslizó por mi pecho, seguida por sus manos. Pellizcó mis pezones, tirando de ellos hasta que me cosquillearon deliciosamente, y sentí que un montón de sensaciones deliciosas se agolpaban entre mis piernas. Mis pechos ya no se sentían abandonados, y menos aún cuando se incorporó un poco y se metió uno de ellos en la boca, chupándolo y arrancándome un grito de placer. Bajé la cabeza cuando pasó al otro pecho. El pulso me latía frenéticamente en todo el cuerpo.
—Te necesito dentro de mí —susurré.
—Joder —gruñó—. Si sigues hablando así, no sé si voy a llegar a ese punto.
Llena de orgullo y un poco aturdida por el deseo, me eché a reír.
—Confío en ti —dije.
—¿Sí? —preguntó con voz ronca al tiempo que agarraba la base de su rabo.
Deslicé un poco las rodillas hacia abajo.
—Sí.
Solté un lento gemido al colocarme sobre su rabo y bajar poco a poco. Ren apoyó las manos en mis caderas.
—Dios… —susurré.
—Maldita sea —dijo él, subiendo las manos por mis costados. Me sujetó un momento—. Me gustaría tenerte así siempre. —Levantó las caderas, y yo dejé escapar un gemido—. Así.
En ese momento, mientras todas aquellas sensaciones maravillosas se agitaban dentro de mí, estuve completamente de acuerdo. Me quedé allí sentada, balanceando las caderas con las manos apoyadas sobre su pecho. Era una sensación tan plena, tan intensa… Estiré los dedos de los pies cuando el placer inundó mi cuerpo.
—¿Lo estoy… lo estoy haciendo bien? —pregunté—. Nunca lo había hecho.
—Cariño… —Cogió mi pecho con una mano y pasó el pulgar por el pezón—. No podrías hacerlo mal. De ninguna manera.
Aumenté el ritmo de mis movimientos y él me siguió. Me penetró, más y más adentro. En aquella postura, tenía la sensación de que alcanzaba todas las partes de mi ser. Bajó la mano, la metió entre nuestras piernas y comenzó a acariciarme en círculos.
—Eres increíble —dije, restregándome contra él mientras la tensión iba apoderándose de mi cuerpo—. Creo que voy a… Ay, Dios…
Ren dijo algo, pero la oleada de placer que inundó mi cuerpo me impidió oírle. Eché la cabeza hacia atrás, dando la bienvenida a la potente descarga de placer que me atravesaba. Fue como si todas mis terminaciones nerviosas decidieran dispararse a la vez, y no paraban de estallar.
Seguía corriéndome cuando cambió de postura y, tumbándome de espaldas, empezó a penetrarme con fuerza, rápidamente. Sus caderas chocaban con las mías, y solo pude agarrarme. Le rodeé la cintura con las piernas y me agarré a sus brazos. Sus caderas descendieron una última vez y luego se quedó quieto, con la cara pegada a mi cuello, y dejó escapar un gruñido entrecortado.
Inundada todavía por el placer, pasé la mano por su pelo sedoso. Dios mío, era… era increíble. Todo en él era increíble.
Me abrazó con fuerza al retirarse y tumbarse de lado, apretándome contra su cuerpo. Sentí el latido acelerado de su corazón cuando acerqué los labios a su garganta y le besé.
Te quiero.
Esas palabras me atravesaron como un susurro. Quería decirlas en voz alta pero no podía, así que me las repetí una y otra vez para mis adentros.
Te quiero.
Nos despertamos los dos al mismo tiempo al oír que alguien aporreaba la puerta del apartamento. Medio dormida, me incorporé y me aparté los rizos de la cara. Ren ya estaba mirando el reloj de la mesilla de noche.
—Son más de las tres de la madrugada. ¿Quién viene a estas horas?
Le miré.
—No tengo ni idea.
—Dudo mucho que sea un mensajero de Amazon. —Ren se levantó y se puso los pantalones. Se los dejó sin abrochar y a mí se me hizo un poco la boca agua al verlo.
Me levanté de un salto, me puse los pantalones del pijama y la camiseta y, cuando él abrió la puerta de mi cuarto, se me ocurrió una idea espantosa. ¿Y si…?
Desde donde estábamos vi que el pomo de la puerta giraba. Miré enseguida el cerrojo. Ren no lo había corrido. Maldiciendo, di un salto adelante y cogí una daga de hierro que había encima de la cómoda justo en el momento en que se abría la puerta.
Ante nosotros apareció un caballero.