25

No me sorprendió que volviera a ponerme la banda metálica alrededor del cuello, pero sí que cogiera la cadena y me llevara a rastras hasta el pasillo.

Ya podía despedirme de mi plan de ganarme su confianza.

Drake no dijo nada mientras bajábamos las escaleras, y a mí ni siquiera se me pasó por la cabeza intentar escapar de él, estando, como estaba, tan enfadado.

No era tonta. Tal vez lo pareciera por no haber sabido refrenarme, pero era lo suficientemente lista para reconocer el sabor del miedo cuando lo notaba en la punta de la lengua.

Vi caras borrosas de faes mientras me conducía a aquella sala llena de catres y seres humanos. El antiguo que custodiaba la puerta miró la cadena que Drake llevaba en la mano y sonrió al apartarse. A mí me ardieron las mejillas por la humillación. Que me condujeran de aquel modo, tirando de mí de acá para allá con una cadena y vestida con aquel ridículo atuendo, se me hacía insoportable.

Drake avanzó hasta el centro de la habitación y yo me detuve junto a la puerta, clavando los dedos de los pies en la fresca madera del suelo. Los camastros no estaban, ni mucho menos, tan llenos como la vez anterior. Sólo tres estaban ocupados. Uno de los humanos, una mujer que parecía tener unos treinta y cinco años, miraba apáticamente el techo. Los otros dos eran hombres que parecían tener poco más de veinte años, y estaba dormidos o inconscientes.

Sólo había un fae en la sala, un macho que miraba fijamente su teléfono móvil, apoyado contra la pared. Me pregunté si estaría mirando su cuenta de Facebook y tuve que ahogar una risita histérica.

Drake me miró, ceñudo. Cuando nuestros ojos se encontraron, esbozó una sonrisa cruel. Un segundo después dio un tirón a la cadena.

Yo me resistí, y la cadena comenzó a oprimirme el cuello, dificultándome la respiración. Sentí un nudo de pánico en la boca del estómago, que de pronto me pesaba como si lo tuviera lleno de piedras. Mi instinto entró en acción y agarré la cadena.

—Te resistes a mí aun sabiendo que es absurdo. —Drake se me acercó y la presión de la cadena se aflojó.

El aire que penetró en mi garganta hizo remitir el pánico. Drake se colocó delante de mí.

—Una de dos: o eres increíblemente idiota, o increíblemente valiente. ¿Cuál de las dos cosas eres?

Le miré a los ojos, pero me negué a contestar a su pregunta.

Enarcó una ceja al inclinarse hacia mí. Su boca estaba junto a mi mejilla.

—Sigues luchando hasta cuando no tiene sentido hacerlo. Mereces todo mi respeto por ello, pero de todos modos voy a doblegarte.

Volví la cabeza y exhalé bruscamente.

—No vas a doblegarme.

—¿No? Yo creo que ya casi lo he conseguido. —Levantó la cadena y la hizo resonar—. Te tengo encadenada, comes la comida que te doy, duermes en mi cama y llevas la ropa que yo te consigo.

Ladeó la cabeza al tiempo que deslizaba un dedo por mi cuello. Yo me eché hacia atrás, y Drake se rió como si le hiciera gracia.

—Ya has aceptado estar conmigo —añadió—. ¿Puedes decirme exactamente en qué sentido no te he doblegado, pajarito?

La ira me atravesó como un fogonazo, haciendo que el latido de mi corazón me retumbara en los oídos. Clavé la mirada en él.

—No vas a vencerme.

Su sonrisa se ensanchó, helando el ardor de mis venas. Era una sonrisa sagaz y solapada, como si ya hubiera leído el libro y supiera cómo terminaba.

—Sólo he conocido a un par de semihumanos en mis muchos siglos de vida.

¿Siglos? Yo sabía que era viejo, pero ¿tanto?

Se giró y me condujo al catre donde yacía la mujer. Ella no se movió, ni nos miró.

—Antes teníamos muchos humanos en el Otro Mundo. No duraban mucho. La comida o el ambiente siempre acababan con ellos, pero los criábamos en cautividad para reponer nuestras existencias antes de su muerte inevitable.

Me estremecí, asqueada. Los faes trataban a los humanos como a ganado.

Drake no pareció advertir mi desagrado.

—Por desgracia, el Otro Mundo se está extinguiendo. Todo se está volviendo frío y yermo. El entorno ya no permite la vida humana y, sin humanos, envejecemos y… morimos.

De pronto se me ocurrió una idea.

—¿Que se está volviendo frío? —pregunté—. ¿Como el tiempo, quieres decir?

Drake asintió. Yo abrí los ojos como platos.

—También está sucediendo aquí —añadí—. Esta ola de frío. —Me acordé de las enredaderas marchitas de mi apartamento—. Es porque estáis aquí.

—El tiempo se está ajustando a nuestras necesidades —contestó.

—Pero ¿vuestra presencia tendrá los mismos efectos aquí que en el Otro Mundo?

Se encogió de hombros.

—Podría ser, pero en todo caso será un proceso de miles de años. El clima seguirá enfriándose. A fin de cuentas, llevamos el invierno en la sangre.

Me quedé muda de asombro un instante.

—Yo creía que las cortes ya no existían. Que invierno y verano se habían unido y…

Su risa grave me hizo callar.

—Las dos cortes no se unieron sin más. Nosotros conquistamos la corte de verano hace siglos. El invierno lo domina todo.

A mí no me dio tiempo a asimilar todo aquello antes de que empezara a hablar otra vez.

—De vez en cuando, un fae concebía con un humano. A veces las cosas se… descontrolan mientras nos alimentamos —dijo con una sonrisa.

Me acordé de lo que me había contado Tink que había visto una vez en un claro del Otro Mundo: al príncipe con varias mujeres. Supuse que aquello debía ponerse bastante complicado.

—Antes de que conociéramos la profecía, la fisura que rodea las puertas, los semihumanos solían considerarse una aberración. Los eliminábamos.

—Dios —mascullé.

—¿Acaso los de tu especie los tratan mejor?

Apreté los labios, porque tenía razón.

—Pero en ocasiones un ejemplar de nuestra especie se encaprichaba del humano, o de su cría, y el semihumano llegaba a hacerse adulto.

Drake avanzó entre los camastros, tirando de mí. La mujer desvió la mirada hacia nosotros. Drake me puso una mano en el hombro y me obligó a sentarme junto a ella.

—¿Sabes qué descubrimos respecto a los semihumanos?

Sentí un hormigueo de inquietud que fue creciendo hasta que me pareció que mil agujas arañaban mi piel. Todos los músculos de mi cuerpo se pusieron rígidos cuando el príncipe se sentó a mi lado. El catre era pequeño, así que había poco espacio. El príncipe pegó su costado al mío, y mi muslo presionaba la pierna de la mujer.

Drake se inclinó, me pasó un brazo por la cintura y tensó la cadena.

—Descubrimos que los semihumanos podían alimentarse igual que nosotros.

Le miré a los ojos al tiempo que el pavor se adueñaba de mí, helándome la piel.

—No —susurré.

—Sí —contestó en voz baja—. Es bastante sencillo. Como un beso. Sólo tienes que inhalar y desearlo, y sucede. Únicamente es necesario que sepas que puedes hacerlo. Las primeras veces es como… como meterse un chute. A tu organismo le cuesta asimilarlo, pero al final lo consigues.

Negué con la cabeza, comprendiendo de pronto por qué sonreía el príncipe. Aquello no podía ser. No, imposible.

—Opino que necesitas explorar tu otro yo.

Quitó la mano de mi cintura y la movió a mi espalda, hacia la mujer. Ella cambió de postura y comenzó a incorporarse.

—Es hora de que descubras quién eres en realidad —añadió.

—Ni hablar.

Traté de levantarme, pero Drake sujetó la cadena, obligándome a permanecer sentada. La angustia me cerraba la garganta y no conseguía que me entrara aire en los pulmones.

—No pienso alimentarme de nadie. Yo no soy así.

—Tú no sabes lo que eres —replicó—. No tienes ni idea.

—Sé quién soy.

Miré a la mujer. Nos estaba mirando. A la espera. Tenía una expresión vacua, desprovista de todo pensamiento y de toda emoción. ¿Se daba cuenta de lo que estaba pasando?

—Soy Ivy Morgan. Pertenezco a la Orden. Soy humana y no me alimento de otros humanos.

—Eres una semihumana y vas a hacer lo que yo te diga.

—Jamás —musité cerrando los puños.

El príncipe se inclinó y me agarró de la barbilla imperiosamente. Su contacto me repugnó.

—Recuerda que puedo obligarte.

Se me encogió el corazón al darme cuenta de lo que quería decir. En efecto, podía obligarme. Podría obligarme a hacer cualquier cosa. Desnudarme y bailar por la habitación. Que me arrodillara ante él. Que me tirara por la ventana. Ya no tenía mi trébol para protegerme. Era tan manipulable como cualquier ser humano. Por alguna razón absurda me había aferrado a la idea de que Drake no podía obligarme a acostarme con él para concebir un hijo, pero ese impedimento no era aplicable a ningún otro caso.

—No. —Traté de apartar la cabeza, pero siguió agarrándome con mano de hierro. El miedo me atenazó las tripas—. No lo hagas, por favor. No me obligues a hacerlo.

—Lo vas a desear.

Guió mi mirada hacia la suya y, antes de que me diera tiempo a cerrar los párpados o a prepararme, nuestros ojos se encontraron y vi en los suyos algo, no sé qué, que me impidió desviar la vista. El tiempo pareció ralentizarse. Sólo era consciente del latido veloz y errático de mi corazón, y de su mirada. Me di cuenta entonces de que sus ojos no eran de un solo tono de azul. Tenían distintos matices de azul claro y violeta, y eran tan profundos como un iceberg en medio del océano.

—Puede que hasta te guste —murmuró mientras acariciaba mi mandíbula con el pulgar—. Mi voluntad es la tuya.

Entreabrí los labios, pero no le di la razón. No conseguía recordar exactamente por qué, pero sabía que no debía hacerlo, sobre todo cuando empezó a hablarle a la mujer tumbada a mi lado. Yo me había olvidado de ella y me sobresalté un poco cuando apoyó su pequeña y frágil mano sobre mi hombro. Me giré hacia ella aunque sabía que no era prudente.

—Enséñaselo —ordenó Drake, dirigiéndose a la mujer.

Yo no entendía a qué se refería, pero ella parecía saberlo porque cerró los ojos lentamente y se inclinó hacia mí, apoyándose contra mi cuerpo. Pensé que iba a besarme. Su boca se alineó con la mía.

Drake deslizó la mano desde mi barbilla a la banda que rodeaba mi cuello. Yo odiaba aquel collar metálico. Simbolizaba todo cuanto había perdido.

—Tienes hambre, ¿verdad? —murmuró el príncipe junto a mi oído, interrumpiendo mis pensamientos—. Tienes muchísima sed. Un ansia arde en tu estómago, iluminando cada célula de tu cuerpo. Lo necesitas.

Tenía razón.

Sentía el estómago vacío y la garganta reseca. Había comido poco antes, pero de pronto estaba… estaba hambrienta. Sentía necesidad.

—No es comida lo que ansías. No es agua lo que puede apagar tu sed. Necesitas vida. Necesitas una parte de ella. Y ella puede darte lo que necesitas —explicó con una voz tan suave como una nana—. Tómalo.

El corazón me retumbaba en el pecho. No podía…

—Ella quiere dártelo —añadió, y no sé por qué pero pensé que tal vez no fuese cierto—. Enséñaselo.

Otra mano se apoyó en mi hombro y alguien tiró de mí hacia delante. Ninguna cadena me retuvo. La mujer comenzó a hablar y a mover las manos, pero yo no entendía lo que decía. Me pesaban los párpados y no lograba mantenerlos abiertos.

—Inhala —ordenó aquella voz, y aquella palabra lo ocupó todo de pronto, fuera y dentro de mí, y entonces hice lo que me pareció… correcto.

Inhalé.

La mujer dio un respingo y sus dedos se contrajeron sobre mis brazos. Una extraña frescura inundó mis labios y mi lengua. Me recordó a un café helado, el día más caluroso del verano. Fue como desnudarse y lanzarse al agua. Pero no era sólo eso. Era una sensación electrizante. Un subidón de pura cafeína, envuelto en hielo. Se deslizó por mi garganta e inundó aquel espacio vacío.

Y luego se difundió por todo mi ser.

Era arrollador.

Mis sentidos cobraron vida de pronto. Sentidos que ni siquiera sabía que existían. Sentía que algo me envolvía y que era… que era invencible. Todavía tenía los ojos cerrados, pero veía todos los colores. Rojo. Azul. Verde. Amarillo. Y más, una y otra vez. Como si dentro de mí hubiera un arcoíris. El ansia remitió y la sed fue apagándose. Ya no me sentía vacía. No, me sentía repleta y acalorada, pero seguía notando aquel frescor en la punta de la lengua.

—Eso es —dijo una voz ronca y masculina—. Aliméntate.

Inhalé otra vez sin detenerme a pensar.

Unas uñas se clavaron en mi fino vestido de seda, tirando de la tela y rasgándola. Se oyó un sonido, un gemido lastimero, pero yo estaba viva y mi piel vibraba, rebosante de electricidad. No sé cuánto tiempo pasó, pero poco a poco fui cobrando conciencia de que la mujer ya no me agarraba los brazos. Estaba tumbada boca arriba y yo me inclinaba sobre ella. Luego, de pronto, me aparté del catre y me puse de pie, y el príncipe apareció a mi lado. Acercó la boca a mi cuello y apoyó la mano en mi pelo, pero no entendí ni una sola palabra de lo que me dijo. Después empezamos a movernos, a avanzar.

Cuando salí de la habitación, dando traspiés, mi mirada tropezó con alguien que conocía. Alguien que había sido amable conmigo. Faye. Quizá no fuera ella. No estaba segura. No podía concentrarme. Las paredes temblaban y el suelo parecía ondularse.

Después, ya no caminaba. Iba flotando, rodeada de calor, al tiempo que una corriente de aire fresco bañaba mi piel erizada. Me movía sin descanso y estaba inmóvil. No estaba allí. No. Ni siquiera estaba cerca. Era como estar cubierta por un manto de nubes. Quizá fuera eso. Quizá estuviera en el cielo, donde nadie podía hacerme daño.

Una sensación placentera hizo arder mi piel, sacándome bruscamente de mi aturdimiento. Pestañeé despacio y de pronto reconocí el techo. El dormitorio. No estaba en las nubes. Estaba en la cama. El ardor que notaba en la pierna era el calor de una mano, y un peso agobiante oprimía parte de mi cuerpo.

Levanté la vista.

Un cabello tan negro como el ala de un cuervo. No rojizo, ni cálido. Aquellos ojos no eran verdes. Eran de un azul claro como el hielo. Mi corazón volvió a acelerarse, y aquella horrible sensación que notaba en la boca del estómago se extendió por todo mi cuerpo. Aquello no podía estar pasando. Yo no quería. Nunca había querido.

—No —murmuré débilmente, y tuve que aclararme la garganta—. No —repetí en voz más alta.

Él se quedó quieto y pude ver trozos de su pecho y su vientre. Se había desabrochado la camisa. A mí se me revolvió el estómago. Puede obligarte a hacer cualquier cosa. Cerré los ojos con fuerza.

—Quieres…

—No. —Aquella palabra me abrasó la lengua, y tuve la sensación de que me debatía intentando librarme de unas arenas movedizas. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para seguir hablando—. No. No quiero. No te deseo. No.

Pensé por un instante que iba a continuar, que seguiría hablando y me obligaría a abrir los ojos. Que caería de nuevo bajo su hechizo, y supe, aunque me costara recordar el motivo, que aquello era espantoso. Pura maldad. Algo en lo que no quería tomar parte.

El príncipe gruñó, exasperado.

—Dentro de poco.

Se incorporó, pero yo seguí notando su peso y pensé que iba a vomitar. Ya no veía arcoíris.

—Dentro de poco dirás que sí —añadió—. No tienes alternativa.