Del camarada del campo de batalla
Cuando la luna aparecía por detrás de la piedra «do Rapa», rasgando la negrura de la noche, las costureras se volvían pastoras. Dora se transformaba en reina, la casa de Dora en barco a vela. La pipa de Nilo era una estrella, él traía en la mano derecha un cetro de rey, en la izquierda la alegría. Al entrar, tiraba con mano certera, encima del viejo maniquí, su gorra marinera, donde se escondían los vientos y las tempestades. Comenzaba la magia. El maniquí se animaba, convertíase en mujer de una sola pierna, envuelta en un vestido por terminar, con la gorra sobre una cabeza que no existía. Nilo lo tomaba por la cintura, bailaban por la habitación. Era gracioso como bailaba el maniquí, con su única pierna. Reían las pastoras, Miquelina soltaba su carcajada de loca, Dora sonreía como una reina.
Del cerro bajaban las otras pastoras, venía Gabriela de la casa de doña Arminda, y no eran solamente pastoras, eran «hijas de santo» (devotas del candomblé), «iaós» de Iansá. Cada noche Nilo soltaba su alegría en medio de la habitación. En la pobre cocina, Gabriela fabricaba riqueza: «acarajés» de cobre, «abarás» de plata, el misterio de oro del «vatapá». La fiesta comenzaba.
Dora de Nilo, Nilo de Dora, pero en ¿cuál de las pastoras no cabalgara Nilo, pequeño dios del «terreiro»? Eran yeguas en la noche, cabalgaduras de los santos. Nilo se transformaba, todos eran santos, era Ogun y Xangó, Oxossi y Omolu, era Oxalá(dioses del candomblé) para Dora. Llamaba Yemanjá a Gabriela, diciendo que de ella nacían las aguas, el río Cachoeira y el mar de Ilhéus, fuentes entre las piedras. En los rayos de la luna, la casa navegaba en el aire, subía por el morro, partía en fiesta. Las canciones eran el viento, las danzas eran los remos, Dora la figura de proa. Nilo, comandante, daba órdenes a los marineros.
Los marineros venían del muelle: el negro Terencio, tocador del «atabaque», el mulato Traíra, guitarrero de fama, el joven Bautista, cantador de coplas y Mario Clavel, beato loco, mago de feria. Nilo pitaba, la sala desaparecía y ahora era tierra de santos, candomblé y macumba, era sala de baile, era lecho nupcial, barco sin rumbo en el cerro «do Unháo», navegando por un rayo de luna. Nilo soltaba cada noche la alegría. Traía el baile en los pies, el canto en la boca.
Siete Vueltas era una espada de fuego, un rayo perdido, un espanto en la noche, un ruido de cascabeles. La casa de Dora fue rueda de «capoeira»(lucha) cuando él apareció con Nilo, el cuerpo bamboleando, la navaja en la cintura, su prosapia, su fascinación. Se inclinaron las pastoras, llegaba un rey mago, un dios del terreiro, un caballero de santos para montar sus caballos. Caballo de Yemanjá, Gabriela partía por prados y montes, por valles y mares, por océanos profundos. Bailando las danzas, cantando las canciones, cabalgando caballos. Un peine de hueso, un frasco de perfume arrojaba a las rocas para regalo de la diosa del mar, y hacía su pedido; el fogón de Nacib, su cocina, el cuartito de los fondos, el pecho velludo, el bigote cosquilleador, la pierna pasando sobre su anca de arreos…
Cuando la guitarra se callaba, llegaba la hora de las caricias, desfilaban las historias. Nilo naufragó dos veces, había visto la muerte de cerca. La muerte en el mar de verdes cabellos y una flauta. Pero era claro Nilo, claro como agua de fuente. En cambio Siete Vueltas era un pozo sin fondo, un secreto de muerte, cargando difuntos en la hoja de su navaja. Policías uniformados o policías sin uniforme, corriendo detrás de él. En Bahía, en Sergipe, en Alagoas, en las ruedas de «capoeira», en los escenarios de «candomblés» y «macumbas», en los mercados y ferias en los escondrijos de los muelles, en los bares del puerto. Hasta Nilo lo trataba con respeto; ¿quién podía con él? El tatuaje del pecho recordaba la soledad de la cárcel. ¿De dónde venía? De la muerte desatada. Estaba de paso pero tenía prisa. En el muelle de Bahía le esperaban los jugadores de ronda, los maestros de Angola, los «padres de Santo» y cuatro mujeres. Apenas el tiempo de que la policía olvidara. ¡Aprovechen, niñas!
Los domingos por la tarde, en los fondos de la casa, en el limpio huerto, sonaban los instrumentos. Venían mulatos y negros a divertirse. Siete Vueltas tocaba y cantaba:
«Camarada del campo de batalla
vamos de veras
por el mundo afuera.
¡Eh!, camarada…»
Entregaba su instrumento a Nilo y entraba en la rueda. Terencio volaba. Las piernas en el aire, saltaba por sobre el mulato Traíra. Bautista caía en el suelo, Siete Vueltas mordía el pañuelo con la boca. En el campo de batalla quedaba solo, con su pecho tatuado. En la playa, junto a las rocas, Siete Vueltas mordía las arenas de Gabriela, las ondas de su mar de espuma y tempestades. Ella era la dulzura del mundo, la claridad del día, el secreto de la noche. Pero la tristeza persistía, caminaba en la arena, corría hacia el mar, sonaba entre las rocas.
—Mujer, ¿por qué eres triste?
—No soy triste. Estoy triste.
—No quiero tristezas junto a mí. Mi santo es alegre, mi natural fiestero. Mato la tristeza con mi navaja.
—¡No la mates, no!
—¿Y por qué no?
Quería un fogón, un huerto de guayabas, mamón y «pitangas», un cuartito en los fondos, un hombre tan bueno…
—¿No te basta conmigo? Hay mujeres capaces de matar y morir por este moreno, puedes agradecerlo a tu suerte.
—No me basta, no. Nadie me basta: ¡Todo el mundo junto no basta!
—¿Así que no puedes olvidar?
—No…
—Entonces, el asunto está malo…
—Es como no tener gusto a nada en la boca.
—Es malo…
—Como no tener alegría en el pecho.
—Malo…
Una noche se la llevó, la víspera había sido Miquelina, el sábado Paula la de los senos saltarines: era ahora la ansiada vez de Gabriela. En la casa de Dora, Nilo estaba en la hamaca con la reina en sus rodillas. El barco de vela arribaba a su puerto. Pero Gabriela lloraba en la arena, en la orilla del mar. La luna la cubría de oro, su perfume a clavo en el viento.
—¿Estás llorando, mujer?
Tocó el rostro de canela con la mano de navaja.
—¿Por qué? Junto a mi una mujer no llora, ríe de placer.
—Se acabó, ahora se acabó.
—¿Qué es lo que se acabó?
—Pensar que un día…
—¿Qué?
Pensó que podría volver al fogón, al huerto, al cuarto de los fondos, al Bar. ¿No iba Nacib a abrir un restaurante?, ¿no iba a precisar de una buena cocinera? ¿Quién mejor que ella? Doña Arminda decía que tenía esperanzas. Solamente Gabriela podría asumir la responsabilidad de cocina tan grande y dar buena cuenta de ella. Y en vez de eso, un sujeto llegaba de Río, un muñeco disfrazado, hablando en extranjero. Dentro de tres días sería la inauguración, con una fiesta de las grandes. Ahora, ni siquiera le quedaba la esperanza. Quería irse de Ilhéus. Al fondo del mar. Siete Vueltas era una libertad plantada cada día, al amanecer. Era un ofrecimiento y una dádiva. Hería como el rayo, alimentaba como la lluvia, ese camarada del campo de batalla.
—¿Un «portuga»?
Se puso de pie el camarada del campo de batalla. El viento se enfriaba al rozarle, empalidece la luna en sus manos, las ondas venían a lamer sus pies de «capoeira», creadores del ritmo.
—No llores, mujer. Junto a Siete Vueltas ninguna mujer llora, sólo ríe de placer.
—¿Qué puedo hacer? —por primera vez era una pobre, una triste, una desgraciada, sin deseo de vivir. Ni siquiera el sol, ni la luna, el agua fría, su gato arisco, el cuerpo de un hombre o el calor de un dios pagano, podían hacerla reír o sentir el gusto de vivir en su pecho vacío. Vacío de don Nacib, tan bueno, tan guapo mozo.
—No puedes hacer nada. Siete Vueltas es el que puede hacerlo y lo va a hacer.
—¿Qué cosa? No veo, no.
—Si el «portuga» desaparece, ¿quién va a cocinar? El día de la fiesta, si él desaparece, ¿qué otra cosa puede hacer sino llamarte? Bueno, ese tipo va a desaparecer. A veces era oscuro como noche sin luna, y duro como las rocas que enfrentan el mar. Gabriela tembló: —¿Qué vas a hacer? ¿Matarlo? ¡No quiero, no! Cuando él reía, era como si la aurora surgiera, como San Jorge en la luna, como tierra encontrada por náufrago desesperado, como ancla de un barco.
—¿Matar al «portuga»? No me hace nada de malo. Apenas si voy a hacer que se vaya un poco apurado…
Lo voy a hacer volar de aquí. Solamente lo voy a maltratar un poquito si él se pone terco.
—¿Vas a hacer eso? ¿De verdad?
—Al lado mío las mujeres ríen, no lloran. Gabriela sonrió. El camarada del campo de batalla entrecerró los ojos de fuego y pensó que era mejor así. Podía partir, continuar su camino, con libertad en el pecho, con el corazón libre. Mejor que ella se muriera por otro, esa única en el mundo capaz de prenderlo, de amarrarlo a aquel puerto pequeño, a aquel muelle del cacao, de doblegarlo y domarlo. Esa noche pensaba decirle todo eso, contárselo, entregarse rendido de amor. Mejor así, que suspirara y llorara por otro, muriendo por otro de amor. Siete-Vueltas podía partir. ¡Camarada del campo de fuego, vamos ahora, por el mundo afuera! Ella le tomó la mano, se entregó, agradeciendo. Barca en mar sereno, navegación de ensenadas, isla plantada de cañaverales y de pimenteros. Navegaba en la barca de proa altanera el camarada del campo de batalla. ¡Eh!, camarada, ardía su pecho por el dolor de perderla. Pero era un adiós de «macumba»; en la mano derecha el orgullo, la libertad en la izquierda.