Gabriela con el pájaro prisionero

—¡Oh!, ¡qué belleza! —musitó Gabriela cuando vio el «sofré».

Nacib depositó la jaula en una silla, el pájaro se golpeaba contra los barrotes.

—Para que te haga compañía.

Él se había sentado, Gabriela se acomodó en el suelo a sus pies. Le tomó la mano grande y peluda, y le besó la palma en aquel gesto que le recordaba a Nacib, ni él mismo sabía por qué, la tierra de sus padres, las montañas de Siria. Después recostó la cabeza en sus rodillas, él le pasó la mano por los cabellos. El pájaro, sosegado, se dio a cantar.

—Dos regalos de una vez… ¡Qué bueno!

—¿Cómo dos?

—El pajarito y, mejor todavía, haber venido. Todos los días, el patrón llega sólo de noche…

E iba a perderla…

«Cada mujer, por más fiel, tiene sus flaquezas…».

Ño-Gallo quería decir, su precio. Se reflejó la amargura en su rostro y Gabriela, que levantó los ojos al hablar, lo notó:

—Don Nacib anda triste… Antes no era así, no… Era alegre, risueño, ahora anda triste.

¿Por qué, don Nacib?

¿Qué le podía decir? ¿Que no sabía como guardarla, como retenerla consigo para siempre? Aprovechó para hablarle de las idas, diarias al bar.

—Tengo algo que decirte.

—Hable, mi dueño…

—Algo me disgusta, y me preocupa.

Ella se asustó:

—¿La comida es mala? ¿La ropa está mal lavada?

—No es nada de eso. Es otra cosa.

—¿Y qué es?

—Tus idas al bar. No me gustan, no me gustan nada…

Agrandáronse los ojos de Gabriela:

—Voy para ayudar, para que la comida no se enfríe. Por eso voy.

—Yo lo sé. Pero los otros no lo saben…

—Claro. No pensé en eso… Queda feo que yo esté en el bar ¿no es cierto? A los otros no les gusta, una cocinera en el bar… No pensé en eso.

Oportunista, respondió:

—Eso mismo. A algunos no les importa, pero otros protestan.

Estaban tristes los ojos de Gabriela. El «sofré» se rompía el pecho con su canto que estremecía el corazón. Estaban tristes los ojos de Gabriela…

—¿Qué mal hacía yo?

¿Por qué hacerla sufrir, por qué no decirle la verdad, contarle de sus celos, gritarle su amor, llamarla Bié como tenía deseos de hacer, como la llamaba en sus pensamientos?

—Hago así a partir de mañana: entraré por los fondos para servir la comida. No andaré por el salón, ni del lado de afuera.

¿Y por qué no? Así no la dejaba de ver a mediodía, de tenerla junto a sí, de tocarle la mano, la pierna, el seno. ¿Y su presencia semiescondida no valdría como respuesta negativa a las ofertas tentadoras, a las palabras melosas?

—¿Te gusta ir allá?

Asintió con la cabeza. Era su hora libre, su paseo ¡cómo no le gustaría! Atravesar la calle bajo el sol, con la marmita en la mano. Andar por entre las mesas, oír las palabras que le decían sentir sobre ella los ojos cargados de intenciones. De los viejos, no. De las proposiciones de casa instalada, que le hacían los «coroneles», no de nada de eso. De sentirse mirada, festejada, deseada, sí. Era como una preparación para la noche, que la dejaba como envuelta en una aureola de deseo, y en los brazos de Nacib ella volvía a ver a los lindos mozos: a don Tonico, Josué, Ari, Epaminondas, el cajero de la tienda. ¿Habría sido alguno de ellos el autor de la intriga? No lo creía. Uno de aquellos viejos feos, seguro que sí, furioso porque ella no le prestaba atención.

—Está bien, entonces puedes ir. Pero no vas a servir en el bar, te quedarás sentada detrás del mostrador.

Por lo menos tendría las miradas, las sonrisas, alguno habría de ir hasta el mostrador, a hablarle.

—Voy a volver… —anunció Nacib.

—Tan pronto…

—Ni podía venir…

Los brazos de Gabriela le apretaron las piernas, reteniéndolo. Nunca la tuvo de día, siempre había sido de noche. Quería levantarse, pero ella lo retenía, callada y agradecida.

—Ven… Aquí mismo…

La arrastró consigo. Era la primera vez que iba a poseerla en su habitación, en su propia cama, como si ella fuese su mujer y no su cocinera. Cuando le arrancó el vestido de percal y el cuerpo desnudo rodó en la cama, convidador; fuertes las nalgas, duros los senos, cuando ella tomó su cabeza y le besó los ojos, él le preguntó y era la primera vez que lo hacía:

—Dime una cosa: ¿me quieres?

Ella rio con una risa que era como el canto del pájaro, como un trino:

—Mozo lindo… Que si me gusta ¡demasiado!

Estaba sentida por aquel asunto de las idas al bar. ¿Por qué hacerla sufrir, por qué no decirle la verdad?

—Nadie protestó por tus idas al bar. Soy yo que no quiero. Vivo triste por eso. Todos te hablan, te dicen idioteces, te toman de la mano, no falta sino que te agarren allí mismo, que te arrojen al suelo…

Ella rio, pareciéndole gracioso todo eso:

—Pero si no importa… Yo ni caso les hago…

—¿De veras?

Gabriela lo atrajo hacia sí, hundiéndole en sus senos. Nacib murmuró: Bié… Y en su lengua de amor, que era el árabe, le dijo al tomarle: «Desde hoy eres Bié y ésta es tu cama, aquí dormirás. No serás cocinera a pesar de cocinar. Eres la mujer de esta casa, el rayo de sol, la luz de la luna, el canto de los pájaros. Te llamarás Bié…».

—¿Bié es nombre de gringa? Entonces llámeme Bié, y hábleme más en esa lengua… Me gusta oírlo.

Cuando Nacib partió, ella se sentó ante la jaula. Don Nacib era bueno, pensaba, tenía celos. Rio, metiendo los dedos por entre los barrotes de la jaula, y el pájaro, asustado, huyó de un lado para el otro. Tenía celos ¡qué gracioso!… Ella no, si él quería podía irse con otra. Al principio había sido así, y ella lo sabía. Se acostaba con ella y con las demás. No le importaba. Podía ir con las otras. No para quedarse con ellas, sino para acostarse solamente. Don Nacib tenía celos ¡qué gracioso! ¿Qué sucedía si don Josué, le tocaba la mano? ¿O don Tonico, ¡belleza de hombre!, tan serio ante don Nacib, pero que a sus espaldas intentaba besarle el cuello? ¿Si don Epaminondas le pedía una cita, si don Ari le regalaba bombones, o le tomaba la barbilla? Con todos ellos dormía cada noche, con ellos y también con los de antes, menos con su tío, en los brazos de don Nacib. A veces con uno, a veces con otro, la mayoría de ellas con el niño Bebito y con don Tonico. Le gustaba eso, además bastaba con pensar…

¡Era tan bueno ir al bar, pasar por entre los hombres! La vida era buena, bastante con saberla vivir. Calentarse al sol, bañarse con agua fría. Masticar las guayabas, comer mangos, morder pimienta. Caminar por las calles, cantar canciones, dormir con un lindo mozo. Con otro mozo lindo soñar…

Bié… le gustaba el nombre. Don Nacib, tan grande, ¿quién iba a decir? Hasta en aquel momento ponerse a hablar lengua de gringo, tener celos… ¡Qué divertido! No quería ofenderlo ¡era un hombre tan bueno! Andaría con cuidado, no quería lastimarlo. Pero tampoco quería quedarse sin salir de casa, sin ir a la ventana, sin andar por la calle. Andar con la boca cerrada, con la sonrisa apagada. Sin oír voz de hombre, sentir su respiración agitada, ver el chispazo de sus ojos. «No me pida eso, don Nacib, que eso no puedo» El pájaro se golpeaba contra los barrotes, ¿cuántos días haría que estaba preso? Muchos no eran, con seguridad, porque no le habían dado tiempo de acostumbrarse. ¿También, quién se acostumbra a vivir preso? Le gustaban todos los bichos, les tomaba cariño enseguida. Gatos, perros, hasta gallinas. Había tenido un papagayo, allá en la plantación, que sabía hablar. Murió de hambre, antes que el tío. Nunca quiso pájaros presos en la jaula. Le daban pena. No lo había dicho solamente para no ofender a don Nacib. Había pensado en darle una compañía para estar con ella en la casa, por eso le regaló un «sofré» cantador. ¡Pero era un canto tan triste, don Nacib, tan triste! No quería ofenderlo, andaría con cuidado. No quería lastimarlo, diría que el pájaro se había escapado.

Fue al huerto, abrió la jaula frente al guayabo. El gato dormía. El «sofré» voló, se posó en una rama, cantó para ella. ¡Qué trinos más claros y más alegres! Gabriela sonrió. El gato despertó.

Gabriela, clavo y canela
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