Del inspirado vate a las vueltas con miserias y preocupaciones monetarias
—Doctor Argileu Palmeira, nuestro eminente e inspirado poeta, honra de las letras bahianas —así se lo presentaba, con una punta de orgullo en la voz.
—Poeta, hum… —el «coronel» Ribeirito miraba con desconfianza: esos poetas, en general, no pasaban de ilustres aprovechadores—. Encantado.
El inspirado vate, un cincuentón enorme y gordo, mulato claro y bien cuidado, de amplia sonrisa y cabellera leonina, vestido con pantalón a rayas, saco y chaleco de lana negra, a pesar del calor que quemaba, con varios dientes de oro y una pose de senador en vacaciones, evidentemente estaba acostumbrado a aquella desconfianza de los rudos hombres del interior para con las musas y sus elegidos. Buscó en el bolsillo del chaleco una tarjeta de visita, se aclaró la voz para llamar la atención de todo el bar, y largó con voz tonante y bien modulada:
—Bachiller en ciencias jurídicas y sociales, o sea: abogado de grado y toga, y bachiller en letras. Fiscal público de la comarca de Mundo Nuevo, en el desierto bahiano. Para servirlo, mi estimado señor.
Inclinóse extendiendo la tarjeta al atónito Ribeirito. El estanciero buscaba los anteojos para leer:
DR. ARGILEU PALMEIRA
Bachiller (en ciencias jurídicas y sociales y en ciencias y letras)
Fiscal público. Poeta laureado. Autor de seis libros consagrados por la crítica
MUNDO NOVO – BAHÍA PARNASO
Ribeirito se atragantaba, se erguía de la silla, articulaba frases deshilvanadas:
—Muy bien, doctor… A sus órdenes…
Por encima del hombro del plantador, Nacib leía, también él impresionado, balanceando la cabeza:
—Sí señor. ¡Todo eso es!
Al vate no le gustaba perder tiempo: colocó la gran carpeta de cuero sobre la mesa y comenzó a abrirla. De entre las ciudades del interior, Ilhéus era una de las mejores, pero todavía le quedaban muchas por visitar. Sacó primero el paquete con entradas para la conferencia.
El ilustre habitante del Parnaso estaba, desgraciadamente, sujeto a las contingencias materiales de la vida en ese mundo mezquino y torpe, donde el estómago prevalece sobre el alma. Por eso había adquirido un sentido práctico bastante pronunciado, y cuando salía en «tournée» de conferencias, sacaba de cada sitio al que llegaba lo máximo posible. Sobre todo al arribar a tierras ricas, de dinero fácil, como era Ilhéus, trataba de defenderse y hacerse de algunas reservas para cuando llegase a medios más atrasados, donde el desprecio por la poesía y la repugnancia a las conferencias alcanzaban los límites de la mala educación y de los portazos. Armado de espléndida máscara de caradurismo, no se dejaba derrotar ni siquiera en tan extremas condiciones. Volvía a la carga, y casi siempre vencía: por lo menos conseguía colocar una entrada.
Los emolumentos de fiscal apenas si daban, y magramente, para las necesidades de la familia, para la vasta prole en crecimiento. Familia numerosa o, mejor, familias numerosas, pues eran tres, por lo menos. El eminente vate se sujetaba a las leyes escritas, buenas tal vez para el común de los mortales, pero incómodas, sin duda, para los seres de excepción como el «bachiller» Argileu Palmeira. Casamiento y monogamia, por ejemplo. ¿Cómo podía un verdadero poeta sujetarse a tales limitaciones? Jamás quiso casarse, a pesar de vivir hacía cerca de veinte años con la otrora esbelta Augusta, hoy avejentada, en lo que podríamos llamar su casa matriz. Para ella había escrito sus dos primeros libros, las «Esmeraldas» y los «Diamantes» (todos sus libros tenían por títulos piedras preciosas o semipreciosas), y ella, en retribución, le había dado cinco robustos hijos.
Un cultor de las musas no puede rendir culto a una sola mujer; un poeta necesita renovar sus fuentes de inspiración. Él las renovaba denodadamente, y mujer que se atravesaba en su camino se transformaba de inmediato en soneto de lecho. Con otras dos musas inspiradoras produjo familia y libros. Para Raimunda, flor mulata y adolescente, ex mucama, ahora madre de tres hijos suyos, buriló las «Turquesas» y los «Rubíes». Los «zafiros» y los «Topacios» se debieron a Clementina, viuda insatisfecha de su estado, de quien nacieron Hércules y Afrodita. Claro que en todos esos consagrados volúmenes, existían rimas para diversas otras musas menores. Es posible, también, que existieran otros hijos, además de los diez legítimos, registrados y bautizados todos bajo nombres de dioses y héroes griegos, para escándalo de los sacerdotes. Diez vigorosos Palmeira, de variada edad, doce (porque a sus diez vástagos sumábanse los dos del finado marido de Clementina) valientes bocas para alimentar, herederos del mitológico apetito del padre. Eran ellos —tanto como el gusto a mudar de paisaje, de ver tierras nuevas—, sobre todo, los que llevaban al vate a aquellas peregrinaciones literarias durante las ferias forenses. Con un «stock» de libros y una o dos conferencias en la enorme valija negra bajo la cual se vencían los hombros del más fuerte changador.
—¿Una sola? No haga eso… No deje de llevar a la señora. Y niños, ¿qué edad tienen? A los quince años ya son sensibles a la influencia de la poesía y a las ideas que encierran mis conferencias. Por otra parte, extraordinariamente educativas, propias para formar almas jóvenes.
—¿No hay ninguna indecencia? —preguntaba Ribeirito, recordando las conferencias de Leonardo Motta, que venía a Ilhéus una vez por año y llenaba la sala de conferencia sin necesidad de entradas, con sus charlas sobre el desierto—. ¿Ninguna anécdota inconveniente?
—¿Pero quién cree que soy yo, mi distinguido señor? La más rigurosa moralidad… Los sentimientos más nobles…
—No lo dije por criticar, que hasta me gustan esas cosas. Para decirle la verdad, casi son las únicas conferencias que soporto… —de nuevo se confundía—. Es decir, no se ofenda; lo que quiero expresar es que son divertidas, ¿no es cierto? Soy un campesino, no tengo mucho estudio, y las conferencias me dan sueño… Le pregunté por causa de la patrona y de las chicas… Porque de otro modo no podría llevarlas, ¿comprende? —terminando por decir—: Cuatro entradas, ¿cuánto es?
Nacib compró dos, y el zapatero Felipe, una. La conferencia sería la noche siguiente, en el Salón de Actos de la Intendencia, con la presentación del doctor Ézequiel Prado, que fuera compañero de Argileu en la facultad.
El poeta pasaba a la segunda fase de la operación, la más difícil. Casi nadie se negaba a comprar entradas. Pero los libros, en cambio, tenían menos aceptación. Muchos torcían la nariz ante las páginas donde los versos se alineaban en tipo menudo. Aún aquéllos que se decidían, por interés o por gentileza, se quedaban sin saber cómo reaccionar cuando, al preguntar el precio, el autor respondía:
—Lo que guste… La poesía no se vende. Si no tuviera que pagar la impresión y el papel, composición y encuadernación, yo distribuiría gratuitamente mis libros, a manos llenas, como corresponde a un poeta. Pero… ¿quién puede escapar al vil materialismo de la vida? Este volumen, que reúne mis últimas y más notables poesías, consagrado del norte al sur del país, y con una crítica entusiasta en Portugal, me costó los ojos de la cara. Ni acabé de pagarlo… A su gusto, mi querido amigo. Lo que era de buena técnica cuando se trataba de exportadores de cacao y grandes estancieros. Mundinho Falcão dio mil cruzeiros por un libro, además de comprar una entrada. El «coronel» Ramiro Bastos dio quinientos cruzeiros, pero cabía comprado tres entradas. Y lo había invitado a cenar dos días después. Argileu se informaba siempre, con anterioridad, de las particularidades de cada plaza a visitar. Así había sabido de la lucha política en Ilhéus, adonde llegara armado de cartas para Mundinho y Ramiro, y de recomendaciones para los hombres importantes de uno y otro bando. Con la experiencia de muchos años en colocar, con paciencia y denuedo, las ediciones de sus libros, el corpulento vate en seguida se daba cuenta si el comprador era capaz de resolverse por sí mismo y soltar una cantidad mayor, o si él debería insinuarle:
—Dos mil cruzeiros y le doy un autógrafo.
Cuando el posible lector se resistía, él, magnánimo, llegaba hasta último extremo:
—Como siento el interés que tiene usted por mi poesía, voy a dejárselo por mil cruzeiros.
¡Para que no se vea privado de su porción de sueños, de ilusiones, de belleza! Ribeirito, con el libro aún en la mano, se rascaba la cabeza. Consultaba al Doctor con los ojos, queriendo saber cuánto debía pagar. ¡Buena molestia todo eso, dinero tirado a la calle! Metió la mano en el bolsillo y sacó otros dos mil cruzeiros; más que nada lo hacía por el Doctor. Nacib no compraba, porque Gabriela mal sabía leer, y en cuanto a él, tenía de sobra con las que Josué y Ari Santos declamaban en el bar. El zapatero Felipe se negó, bastante chocado:
—Perdóneme usted, señor poeta. Yo leo solamente prosa, y cierta prosa —acentuaba lo de cierta—. ¡Novelas, no! Prosa de combate, de ésas que remueven montañas y cambian el mundo. ¿Ha leído usted a Kropotkine?
El ilustre poeta vaciló. Quiso decir que sí; el nombre le era conocido, pero pensó que era mejor salir con una gran frase:
—La poesía está por encima de la política.
—Y yo me cago en la poesía, señor mío —extendía el dedo—. ¡Kropotkine es el más grande poeta de todos los tiempos! —Solamente cuando estaba muy exaltado o muy borracho él hablaba un español sin mezcla—. Mayor que él sólo la dinamita. ¡Viva la anarquía! Había llegado alterado al bar, y allí continuaba bebiendo. Eso pasaba exactamente una vez por año, y sólo unos pocos sabían que ésa era la forma en que él conmemoraba la muerte de un hermano, fusilado en un desfile en Barcelona, muchos años atrás. Ése sí que había sido un anarquista militante, cabeza de viento y fuego, corazón sin miedo. Felipe había recogido sus folletos y libros, pero no levantó su bandera rota. Prefirió salir de España para escapar a las sospechas que lo envolvían debido a su parentesco. Aún ahora, sin embargo, pasados más de veinte años, cerraba el taller y se emborrachaba el día del aniversario del desfile y de los fusilamientos en las calles, jurando volver a España para arrojar bombas y vengar la muerte del hermano.
Pico-Fino y Nacib condujeron al conmemorativo español al reservado del póquer, donde podría beber a su gusto sin molestar a nadie. Felipe apostrofaba a Nacib:
—¿Qué hiciste, sarraceno infiel, de mi flor roja, de la gracia de Gabriela? Tenía ojos alegres, era una canción, una alegría, una fiesta. ¿Por qué la robaste para ti solamente, la pusiste en prisión? Sucio burgués…
Pico-Fino le traía la botella de caña depositándola en la mesa. El Doctor explicaba al poeta los motivos de la borrachera del español, le pedía disculpas. Felipe era un hombre habitualmente tranquilo y educado, un ciudadano estimable; sólo que una vez por año…
—Comprendo perfectamente. Una borrachera de vez en cuando, es algo que le pasa hasta a las personas de más alta condición. Tampoco yo soy abstemio. Tomo mi traguito… De eso Ribeirito entendía: de bebidas. Se sintió en terreno familiar y comenzó un discurso sobre los diversos tipos de aguardientes. En Ilhéus se fabricaba una muy buena, la «Caña de Ilhéus»; era casi toda vendida para Suiza, donde se la bebía como whisky. El Míster —«el inglés del ferrocarril», le explicaba a Argileu— no bebía otra cosa. Y era competente en la materia…
La conversación fue interrumpida varias veces. Con la hora del aperitivo llegaban los clientes, que iban siendo presentados al vate. Ari Santos lo envolvió en estrecho abrazo, apretándolo contra sí. Mucho lo conocía de nombre, y de lectura; aquella visita suya a Ilhéus quedaría en los anales de la vida cultural de la ciudad… El poeta, baboso de satisfacción, agradecía. Juan Fulgencio estudiaba la tarjeta, que luego guardó en el bolsillo, cuidadosamente. Después de hacer su zafra de entrada, de empujar un libro con dedicatoria a Ari y otro al «coronel» Manuel das Onzas, Argileu se sentó en una de las mesas, con el Doctor, Juan Fulgencio, Ribeirito y Ari, para probar la loada «Caña de Ilhéus».
Y, saboreando su cañita entre los recientes amigos, ya un poco despojado de su aire de gran personalidad, el vate se, reveló excelente conversador, contando divertidas anécdotas con su voz de trueno, riendo fuerte, interesándose por los asuntos locales, como si viviera allí desde hacía mucho tiempo, y no como si hubiera desembarcado esa mañana. Sólo que, no bien llegaba un nuevo parroquiano, se hacía presentar, retiraba de la valija entradas y libros. Finalmente, por propuesta de Ño-Gallo, inventaron una especie de código para facilitarle el trabajo. Cuando la víctima tenía capacidad para entradas y libros, sería el Doctor quien haría las pre sentaciones. Cuando fuera para varias entradas, pero no para libros, lo presentaría Ari. Si se trataba de hombre soltero, o apretado de dinero, con capacidad para una entrada sola, sería él, Ño-Gallo, el introductor. Se ganaba tiempo. El poeta tardó un poco en aceptar:
—Estas cosas engañan… Yo tengo experiencia. A veces un tipo que uno ni piensa, se lleva un librito… Finalmente, el precio varía…
Se desnudaba por completo en aquella rueda alegre, a la que se juntaron Josué, el Capitán y Tonico Bastos. Ño-Gallo garantizaba:
—Aquí, mi amigo, no puede haber engaños. Nosotros conocemos las posibilidades, los gustos, el analfabetismo de cada uno…
Un chiquillo entró al bar distribuyendo folletos de un circo, cuya presencia se anunciaba para el día siguiente. El poeta tembló:
—¡No, no y no; no puedo admitirlo! Mañana es el día de mi conferencia. Lo elegí a propósito porque en los dos cines dan películas para chicos, y van pocos grandes. Y, de repente, me cae encima ese circo…
—Pero, doctor, ¿sus entradas no son vendidas con anticipación? ¿Pagadas en seguida? No hay peligro —lo calmaba Ribeirito.
—¿Y usted piensa que soy hombre de hablar a sillas vacías? ¿De recitar mis poesías a media docena de personas? Mi querido señor, tengo un nombre que cuidar, un nombre de cierta resonancia, y una parcela de gloria en Brasil y en Portugal…
—No se preocupe… —informaba Nacib, parado ante la ilustre mesa—. Es un cirquito pobre, que viene de Itabuna. No vale nada. No tiene animales, ni artistas que valgan la pena. Sólo los chicos van a ir…
El poeta estaba invitado a almorzar con Clóvis Costa. Su primera visita había sido a la redacción del «Diario de Ilhéus», apenas desembarcado. Quería saber si el Doctor podría acompañarlo a la tarde.
—Naturalmente, con el mayor gusto. Y ahora voy a llevarlo a la casa de Clóvis.
—Venga a comer con nosotros, querido amigo.
—No fui invitado…
—Pero yo sí fui invitado y lo invito a usted. Éstos son almuerzos que uno no debe perderse. Siempre son mejores que los de todos los días. Sin hablar de la comida de los hoteles, mala y poca, ¡poquísima!
Cuando salieron, Ribeirito comentó:
—No quiero a ese doctor por partida doble ni de encargo… Va arriando con todo: entradas, libros, almuerzos… Ese tipo debe comer más que una boa…
—Es uno de los mejores poetas de Bahía —afirmó Ari. Juan Fulgencio sacaba del bolsillo la tarjeta de visita—: La tarjeta, por lo menos, es admirable. Jamás vi nada igual. «Bachiller» por partida doble… ¡Imagínese! Vive en el Parnaso… Perdóneme, Ari, pero aún sin haberla leído no me gusta su poesía. No puede ser gran cosa… Josué hojeaba el ejemplar de «Topacios» comprado por el «coronel» Ribeirito, leía versos en voz baja: —No tiene aliento, son versitos anémicos. Y atrasados como si la poesía no hubiese evolucionado. Hoy, en tiempo del futurismo…
—No digan eso… Es un sacrilegio. —Ari se exaltaba—. Oiga, Juan, ese soneto. Es divino —leía el título ya con acento declamatorio— «El rimbombar de la catarata».
Y no pudo leer más, porque el español Felipe surgió en la sala, poco seguro sobre sus piernas, tropezando en las mesas, dificultosa la voz:
_Sarraceno, burgués, sucio, ¿dónde está Gabriela? ¿Qué hiciste de mi flor roja, de la gracia…
Ahora era una mulata joven, aprendiz de cocinera, la portadora diaria de la marmita. Felipe, tropezando en las sillas, quería saber dónde había enterrado Nacib la gracia, la alegría de Gabriela. Pico-Fino intentaba llevarlo de vuelta al reservado. Nacib hacía un gesto vago con las manos, como pidiendo disculpas, nadie sabía si por el estado de Felipe o por la ausencia de la gracia, de la alegría de Gabriela en el bar. Los demás miraban en silencio. ¿Dónde había quedado la animación de aquellos pasados días, cuando ella llegaba a la hora del mediodía, con su rosa detrás de la oreja? Sentían el peso de su ausencia, como si el bar, sin ella, perdiera el calor, la intimidad. Tonico interrumpió el silencio:
—¿Saben el título de la conferencia del poeta?
—No. ¿Cuál es?
—«La lágrima y la nostalgia».
—Un jarabe, ya van a verlo —vaticinó Ribeirito.