De las fiestas de fin de año

Llegaba el fin de año, los meses de las fiestas de Navidad, de Año Nuevo, de los Reyes Magos, de las reuniones de graduación, de las fiestas de la Iglesia, con kermesses armadas en la plaza del bar Vesubio, con la ciudad llena de estudiantes en vacaciones, petulantes y atropelladores, venidos de los colegios y facultades de Bahía. Bailes en casas de familia, sambas en las casas pobres de los cerros, de la Isla de las Cobras. La ciudad festiva y fiestera, tragos y peleas en los cabarets y boliches de las calles del suburbio. Llenos los bares y los cabarets del centro. Paseos al Pontal, picnics en el Machado y en el morro de Pernambuco, para ver los trabajos de las dragas. Amoríos, noviazgos; los recientes doctores recibiendo ante las miradas húmedas de padres y madres, las visitas de felicitaciones. Los primeros ilheenses con anillo de graduación, hijos de plantadores. Abogados y médicos, ingenieros, agrónomos, profesoras graduadas allí mismo, en el colegio de monjas. El padre Basilio, contento de la vida, bautizando su sexto ahijado, nacido por obra de Dios del vientre de Otália, su comadre. Harto material para los comentarios de las solteronas.

Jamás hubo fin de año tan animado. La zafra fue mejor de cuanto se pudo imaginar. El dinero rodaba fácil, en los cabarets corría el champagne, nueva carga de mujeres llegaba en cada barco, los estudiantes rivalizando con los empleados de comercio y los viajantes en el amor de las prostitutas. Los «coroneles» pagando, pagando con largueza, tirando dinero en billetes de quinientos pesos. La casa nueva del «coronel» Manuel das Onzas, casi un palacio, inaugurada con una fiesta «de echar la casa por la ventana». Muchas residencias recién terminadas, calles nuevas, la avenida de la playa creciendo en el camino de los cocoteros del Malhado. Los barcos llegando de Bahía, de Recife y de Río, atestados de carga; la comodidad creciendo dentro de las casas. Tiendas y más tiendas, con vidrieras invitadoras. La ciudad creciendo, transformándose. En el colegio de Enoch se realizaron los primeros exámenes bajo fiscalización federal. Vino de Río el examinador, periodista de un diario oficialista que consiguió aquel regalo del cielo. Era cronista de nombre, y dio varias conferencias; los propios alumnos del colegio vendieron las entradas. Fue mucha gente, porque tenía fama de gran talento. Presentado por Josué, habló sobre «Las nuevas corrientes en la literatura moderna de Marinetti a Grada Aranha». Algo tremendo, que sólo cuatro o cinco consiguieron entender: Juan Fulgencio, Josué, un poco Ño-Gallo y el Capitán. Ari entendía, pero estaba en contra. Hacían comparaciones con el siempre recordado doctor Argileu Palmeira, dos veces graduado, con su voz de trueno. ¡Aquél sí que era conferencista! Era una estupidez querer comparar. Sin hablar de que el mozo de Río ni sabía beber. Bastaban dos tragos de buena caña local para que se cayera de borracho. El doctor Argileu, en cambio, podía estar mano a mano con los bebedores de más aguante de Ilhéus; era una esponja para beber, y un Rui Barbosa para hablar. ¡Aquél sí que era un talentón! Sin embargo, la discutida conferencia no dejó de tener su nota animada, su toque pintoresco. Envuelta en un perfume tan fuerte que llenó toda la sala, vistiendo mejor que cualquiera de las señoras, un vestido de encaje mandado a buscar a Bahía, echándose aire con su abanico, verdadera matrona —no por la edad, pues era joven, sino por la apostura, los modos serios, el recato de los ojos, por su extrema dignidad de verdadera dama— hizo su inesperada aparición en la sala la prohibida Gloria, antigua soledad en la ventana, consolada encarnación magnífica, sin suspiros ahora. Fue un «zunzun» entre las señoras. La del doctor Demóstenes, dejando los «impertinentes», rebuznó:

—¡Atrevida!

La del doctor Alfredo, mujer de diputado (estadual, es cierto, pero asimismo importante) se levantó cuando Gloria, gloriosa, pidiendo permiso; depositó en la butaca vecina a la suya, en el salón de actos, sus codiciadas nalgas. Arrastrando a Jerusa, la ofendida señora fue a instalarse más adelante. Gloria sonrió, recogió los volados de su pollera. Quien se sentó junto a ella fue el padre Basilio, ¡a quien obligaba su caridad cristiana! Los hombres lanzaban miradas medrosas, bajo el vigilante control de las esposas. «¡Feliz de Josué!», envidiaban, arriesgando una mirada furtiva. Por más precauciones tomadas, por más cuidadosos cuidados, ¿quién no sabía en la ciudad de Ilhéus de la loca pasión del profesor del colegio por la manceba del «coronel»? Sólo Coriolano la desconocía todavía.

Josué se levantó, pálido y magro, se enjugó el inexistente sudor con un pañuelo de seda, regalo de Gloria (por otra parte, estaba vestido por Gloria de los pies a la cabeza, desde la brillantina perfumada hasta la pasta de lustrar zapatos), dijo palabras bonitas, llamó al periodista de Río «fulgurante talento de la nueva generación, la de los antropófagos y futuristas». Elogió al periodista, pero, sobre todo, combatió la hipocresía reinante en la literatura anterior y en la sociedad de Ilhéus. La literatura estaba hecha para cantar las bellezas de la vida, el placer de vivir, el cuerpo hermoso de las mujeres. Sin hipocresías. Aprovechó para declamar un poema inspirado por Gloria, un Jarabe inmoral. Gloria, orgullosa, aplaudía. La esposa de Alfredo quiso retirarse, pero no lo hizo porque en ese momento Josué acababa, y ella deseaba oír al doctor. El doctor no fue entendido por nadie, pero al menos no era inmoral.

Cosas éstas que ya casi no escandalizaban a nadie, tanto había cambiado Ilhéus, «paraíso de las mujeres de mala vida, de costumbres corruptas, perdiendo aquella sobriedad, aquella simplicidad, aquella decencia de los tiempos de antaño», como discurseaba el doctor Mauricio, candidato a Intendente, dispuesto a restaurar la austera moral ciudadana. ¿Cómo escandalizarse por la presencia de Gloria en una conferencia, cuando circulaba la noticia, luego confirmada, de la fuga de Malvina? Llegaban estudiantes en todos los barcos. Sólo Malvina no llegaba, interna en el Colegio de las Mercedes. Primero pensaron que Melk Tavares, aumentando el castigo, había resuelto privarla de vacaciones.

Pero cuando Melk viajó inesperadamente para la capital y volvió solo como partiera, con el rostro sombrío y envejecido diez años, se supo la verdad. Malvina había huido sin dejar rastros, aprovechando la confusión de la partida para las vacaciones y el desorden del colegio. Melk llamó a la policía, pero ella ya no se encontraba en Bahía. Se comunicó con Río, y tampoco allí fue encontrada. Todos pensaron que había ido a amigarse con Rómulo Vieira, el ingeniero del puerto. Otro motivo no podía explicar la fuga sensacional, plato suculento para las solteronas. Hasta Juan Fulgencio pensó así. Y sólo se alegró cuando supo que el ingeniero, llamado por la policía de Río, había probado no saber nada de Malvina, ni tener noticia alguna de la joven desde su regreso de Ilhéus. No sabía ni quería saber nada de ella. Entonces se hizo completo el misterio; nadie entendía nada, pero profetizaban su próximo regreso, arrepentida.

Juan Fulgencio no creía en el retorno de Malvina, pidiendo perdón:

—No vuelve, estoy seguro. Ésa hará cosas, ¡sabe lo que quiere!

Muchos meses después, en plena zafra del año siguiente, se supo que ella trabajaba en San Pablo, en una oficina, que estudiaba de noche y vivía sola. La madre pareció revivir; nunca más había vuelto a salir de la casa. Melk se negó a oír una palabra:

—¡Ya no tengo hija!

Pero todo eso sucedió tiempo después. Aquel fin de año, Malvina era solamente el escándalo indecente, el mal ejemplo citado, que daba razón a los vehementes discursos del doctor Mauricio, en anticipada campaña electoral.

Las elecciones serían en mayo, pero ya el abogado aprovechaba todas las ocasiones para dar rienda suelta la lengua, incitando al pueblo a restaurar la perdida decencia de Ilhéus. Sin embargo, poca gente parecía dispuesta a hacerlo; las nuevas costumbres penetraban en todas partes, aún dentro de los hogares, y se agravaban este fin de año con la venida de los estudiantes. Todos ellos apoyaban al Capitán. Hasta ofrecieron una comida en el bar de Nacib, al «futuro intendente —como lo saludara Esteban Ribeiro, alumno de tercer año de Derecho, hijo del “coronel” Coriolano, a pesar de que su padre era uno de los adictos a los Bastos—, que vendrá a libertar a Ilhéus del atraso, de la ignorancia y de las costumbres de aldea, candidato a la altura del progreso, que iluminaría con un rayo de cultura a la capital del cacao». Peor fue el hijo de Amancio Leal, enfrentado con el padre en interminables discusiones:

—No hay remedio, padre; usted debe entenderlo. El padrino Ramiro es el pasado, Mundinho Falcão es el futuro —estudiaba de ingeniero en San Pablo, y sólo hablaba de caminos, máquinas y progreso—. Usted tiene razón en ponerse a su lado. Razón sentimental, afectiva, que yo respeto. Pero yo no puedo acompañarlo. Usted también debe comprenderlo —y se mezclaba con los ingenieros y técnicos del puerto. Llegó a vestir escafandra y descendió al fondo del canal.

Amancio oía, oponía argumentos, se dejaba vencer. Orgulloso de aquel hijo, alumno brillante, con altas notas en los exámenes:

—Quién sabe; tal vez tengas razón; los tiempos son otros. Pero yo comencé junto con el compadre Ramiro. Tú ni siquiera habías nacido. Corrimos peligro juntos; yo era un muchacho y él ya era un señor. Juntos derramamos sangre, juntos enriquecimos. No voy a abandonarlo en este momento, casi muriéndose, lleno de disgustos.

—Usted tiene razón. Yo también la tengo. Gusto mucho de padrino, pero si yo votase, lo haría en contra de él.

Para Amancio eran horas felices aquéllas por la mañana bien tempranito, cuando salía hacia el puesto de pescado, y Berto, el hijo, venía llegando de la farra nocturna. Se quedaban conversando. Era su hijo mayor, aplicado a los estudios, y quien le daba mayor satisfacción.

Aprovechaba para avisarle, aconsejándolo:

—Andas metido con la mujer de Florencio —un «coronel» más que maduro, que casó con una fogosa hija de sirios en Bahía, todavía joven y dueña de lánguidas miradas—. Andas entrando de noche en la casa de él, por la puerta del fondo. En Ilhéus, en los cabarets, hay suficientes mujeres. ¿No te alcanzan? ¿Por qué te enredas con mujeres casadas? Florencio no nació para cornudo. Si llega a saber…

No tengo ganas de mandar hombres a seguirte. Termina con eso, Berto. Me quitas el sosiego, se reía por dentro, era un bárbaro ese hijo, ¡mire que adornarle con cuernos al pobre Florencio!

—Yo no tengo la culpa, padre. Ella me estaba dando soga de más. No soy de palo. Pero quédese tranquilo. Ella viajará a Bahía, pasará allá las vacaciones. Además, padre, dígame, ¿cuándo va a terminar en Ilhéus esa bárbara costumbre de matar a la mujer que engaña al marido? ¡Nunca vi tierra como ésta! Uno no puede deslizarse de una casa, a las cuatro de la madrugada, que en seguida se abren todas las ventanas de la calle para espiar.

Amancio Leal miraba al hijo con el ojo sano, lleno de ternura:

—Opositor del diablo…

Invariablemente, todos los días visitaba a Ramiro. El viejo comandaba la campaña, apoyándose en él, en Melk, en Coriolano y algunos pocos más. Alfredo, aprovechando las vacaciones de la Cámara, viajaba por el interior, visitaba electores. Tonico, en cambio, era un inútil; sólo pensaba en mujeres. Amancio se quedaba escuchándolo hablar a Ramiro, le daba noticias animadoras, llegando a mentirle. Sabía que las elecciones estaban perdidas. Para mantenerse, Ramiro tendría que depender del gobierno, del degüello de los adversarios en el no reconocimiento de poderes. Pero ni quería que se hablase de ello. Consideraba inquebrantable su prestigio, decía que el pueblo estaba con él. Como prueba, citaba a la mujer de Nacib, llegando de noche, enfrentando la ciudad entera, para salvar su nombre y el de Melk. Evitando que aparecieran públicamente envueltos en el proceso del atentado a Aristóteles, como seguramente sucedería si el negro fuese encontrado por sus captores. Sobre todo por aquella idiotez del Tribunal de Justicia, que designó un fiscal especialmente para seguir el proceso.

—Pues yo creo, compadre, que el negro hubiese muerto sin hablar. Es un negro decente; lástima que errara el tiro.

Aristóteles, curado y más influyente, declaró que Itabuna votaría unánimemente a Mundinho Falcão. Había engordado al salir del hospital, viajó a Bahía, concedió entrevistas a los diarios y el gobernador no pudo impedir que el Tribunal interviniera en el caso. Mundinho había revuelto mucha gente en Río, donde repercutiera fuertemente el atentado. Un diputado de la oposición había pronunciado un discurso en la Cámara Federal, hablando del retorno a los tiempos del bandidismo en la zona del cacao. Mucho barullo, poco resultado. El proceso era difícil; el criminal, desconocido. Se decía que había sido un bandido conocido por el nombre de Fagundes, que cumplía trabajos con un tal Clemente en las estancias de Melk Tavares. Pero ¿cómo probarlo? ¿Cómo probar la participación de Ramiro, de Amancio, de Melk? El proceso terminaría archivado, con fiscal especial y todo.

—Tipos sinvergüenzas… —decía Ramiro, refiriéndose a las autoridades judiciales.

¿No intentaron destituir al comisario? Fue preciso enviar a Alfredo a Bahía, para exigir su permanencia. No porque el comisario sirviera para mucho, era un flojo, un miedoso que se cagaba de miedo ante los bandidos, huyendo hasta del secretario de la Intendencia de Itabuna, un muchachito. Pero, si lo sacaban, quien quedaría desprestigiado sería él, Ramiro Bastos.

Conversaba largamente con Amancio, con Tonico, con Melk. Era la hora en que se animaba, en que revivía. Porque ahora pasaba parte del día acostado en su cama, ya puro hueso y piel; los ojos recobraban su antigua luz sólo cuando hablaba de política. El doctor Demóstenes también lo visitaba todos los días. De vez en cuando le auscultaba el corazón, le tomaba el pulso.

Sin embargo, a pesar de la prohibición del médico, salió una noche para ir a la inauguración del pesebre de las hermanas Dos Reis. No podía faltar. ¿Y quién, en la ciudad, dejaba de asistir? La casa se llenaba.

Gabriela había ayudado a Quinquina y a Florita en los trabajos finales. Recortó figuras, pegándolas en cartones, y también flores. En la casa del tío de Nacib había encontrado unas revistas de Siria, y así fue como aparecieron en el democrático pesebre algunos mahometanos, paschás y sultanes orientales. Para diversión de Juan Fulgencio, de Ño-Gallo y del zapatero Felipe. Joaquín había construido hidroaviones en cartulina, que estaban colgados sobre el establo, constituyendo la novedad de aquel año. Para preservar su neutralidad (el pesebre, el bar de Nacib y la Asociación Comercial eran las únicas cosas que continuaban siendo neutrales ante las candidaturas electorales) Quinquina rogó al Doctor que hablase, y Florita pidió un discurso al doctor Mauricio. Uno y otro cubrieron de frases bonitas las cabezas plateadas de las solteronas. El Capitán les secreteó que si le daban sus votos obtendrían el apoyo oficial cuando fuera electo. Para ver el grandioso pesebre venía gente de lejos: de Itabuna, de Pirangi, de Agua Preta, hasta de Itapira. Familias enteras. De Itapira habían llegado doña Vera y doña Ángela, aplaudiendo extasiadas:

—¡Qué maravilla!

Pero no fue solamente la fama del pesebre tradicional lo que llegó a la ciudad distante. También había llegado la fama de la cocina de Gabriela. Con la sala repleta, doña Vera no descansó hasta conseguir arrastrar a Gabriela hasta un rincón, para pedirle las recetas de sus salsas, los detalles de sus platos. También llegaron de Agua Preta la hermana de Nacib y su marido. Gabriela lo había sabido por doña Arminda. Pero no aparecieron por la casa del hermano. En la fiesta de inauguración del pesebre, la hermana de Nacib examinaba despreciativamente a su modesta cuñada, sentada sin gracia en una silla. Gabriela le sonrió tímidamente; la Saad de Castro, orgullosa, le volvió la espalda. Quedó triste Gabriela. No por el desprecio de la mujer del agrónomo. De eso la vengó poco después doña Vera, a quien la otra cercaba con risitas y agasajos.

Después de presentarla a doña Ángela, doña Vera le había dicho:

—Su cuñada es un encanto. Tan bonita y educada…

Su hermano tuvo suerte, hizo un buen casamiento. Más todavía la vengó el viejo Ramiro al entrar en la sala, con su andar vacilante. Abrían filas para que él pasara, le hacían lugar frente al pesebre. Él habló con las Dos Reis, elogió a Joaquín. Las manos se extendieron para saludarlo. Cuando él vio a Gabriela dejó a todo el mundo y se aproximó a ella, estrechando su mano, muy amable:

—¿Cómo está, doña Gabriela? Hace tiempo que no la veo. ¿Por qué no va por casa?

Quiero que vaya un día a almorzar, con Nacib.

Jerusa, al lado del abuelo, le sonreía, le hablaba. La hermana de Nacib se estremecía de rabia, la roía el despecho. Y por fin, también Nacib la vengó cuando vino a buscarla. Don Nacib era bueno. Lo había hecho a propósito. Iban saliendo del brazo, y al pasar bien cerca de la hermana y del cuñado, Nacib dijo en voz alta, para que ellos escucharan:

—Bié, estás más bonita que ninguna, mi mujercita. Gabriela bajó los ojos, estaba triste.

No por el desprecio de la cuñada, sino porque con la hermana en la ciudad, Nacib jamás dejaría que ella saliera en el «Terno de Reis», vestida de pastora, llevando el estandarte. Había decidido hablarle cuando estuvieran más cerca de fin de año. Iba a los ensayos; ¡qué lindo era!, ella cantaba, bailaba. Quien dirigía los ensayos era aquel mozo con olor a mar que ella encontrara en el «Pega-Duro», la noche de la cace ría a Fagundes. Había sido marinero, y ahora trabajaba en las dársenas de Ilhéus. Nilo se llamaba. Era muy animado y un director de primera. Le enseñaba los pasos, y cómo empuñar el estandarte. A veces, hasta bailaban después de los ensayos. Los sábados, los bailes se prolongaban hasta la madrugada. Pero Gabriela volvía temprano a casa, no fuese que don Nacib llegara…

Había dejado para cuando estuvieran más cerca de fin de año, el hablarle, casi sobre la víspera. Así, si él no lo permitía, por lo menos aprovecharía los ensayos. Dora se afligía:

—¿Ya le habló, doña Gabriela? ¿Quiere que yo le hable?

Ahora estaba todo terminado, era imposible. Con la hermana en la ciudad, desdeñosa y arrogante, Nacib jamás dejaría que ella saliera con el «terno» por las calles llevando el estandarte con el Niñito Jesús. Y tenía razón… lo peor era eso: con la hermana en Ilhéus era imposible, él tenía razón.

Tanto ofenderlo, tanto lastimarlo, no podía…

Gabriela, clavo y canela
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