De las candidaturas con escafandristas
Espectáculo repetido durante meses, casi cotidianamente, no por eso el pueblo se cansó de admirar a los buzos. Así vestidos de metal y vidrio, parecían seres de otro planeta, desembarcados en la bahía. Se sumergían en las aguas, allí donde el mar se unía con el río. Durante los primeros días, la ciudad entera se trasladaba a la punta del «Morro do Unháo» para ver de más cerca. Seguían con exclamaciones todos los movimientos, la entrada en el agua, las bombas trabajando, los remolinos, las burbujas de aire. Los vendedores dejaban los mostradores, los trabajadores abandonaban las bolsas de cacao, las cocineras sus cocinas, las costureras sus costuras, y Nacib su bar. Algunos alquilaban botes, y venían a rondar alrededor de los remolcadores. El ingeniero jefe, soltero y coloradote (Mundinho pidió al ministro que mandara un hombre soltero para evitar confusiones) gritaba órdenes.
Doña Arminda se asombraba delante de las figuras monstruosas: —¡Inventan cada cosa! Cuando yo cuente al finado, en la sesión, es capaz de llamarme mentirosa. Pobre, no alcanzó a vivir para ver esto.
—Pensé que fuese mentira, que no fuera cierto. Bajar al fondo del mar… No creía, no —confesaba Gabriela.
Se amontonaban en la punta del «Morro de Unháo», bajo el sol cada día más tórrido. Se llegaba al final de la cosecha, y el cacao se secaba en las barcazas, en las estufas, se amontonaba en los depósitos de las casas exportadoras o en las bodegas de los pequeños barcos, de la «Bahiana», de la Costera y del Lloyd. Cuando uno de ellos entraba o salía del puerto, los remolcadores y las dragas se alejaban de los bancos de arena para luego volver al trabajo, que progresaba rápidamente. Los buzos fueron la gran sensación de aquella temporada.
Gabriela explicaba a doña Arminda y al negrito Tuísca:
—Dicen que en el fondo del mar es más lindo que en la tierra. Que hay de todo. Morros más grandes que el de la Conquista, pescados de todos colores, y pastos para que ellos pasten, jardín con flores, más bonito que el de la Intendencia. Hay plantaciones, hasta ciudades vacías. Y ni que hablar de vapores hundidos.
El negrito Tuísca dudaba:
—Aquí sólo hay arena, y de árboles, apenas los «baraúnas».
—Tonto. Hablo del medio del mar, en las profundidades. Fue un mozo que me contó todo eso, era estudiante, vivía entre libros y sabía muchas cosas. En una casa donde yo estuve empleada. Me contó cada cosa… —sonreía al recordarlo.
—¡Qué coincidencia! —exclamó doña Arminda—. Soñé con un mozo que golpeaba en la puerta de la casa de don Nacib, con un abanico en la mano. Escondía la cara en el abanico. Preguntaba por ti, Gabriela.
—¡Cruz diablo, doña Arminda! Parece brujería…
Ilhéus entero vivía los trabajos del puerto. Además de los buzos, también las máquinas instaladas en las dragas causaban admiración y espanto. Removían la arena, abrían y ampliaban canales. Todo eso entre ruidos de terremotos, como si estuvieran revolviendo la propia vida de la ciudad, cambiándola para siempre. Con su llegada se había modificado la correlación de las fuerzas políticas. El prestigio del «coronel» Ramiro Bastos, bastante golpeado; amenazó caer bajo aquel golpe colosal: dragas y remolcadores, excavadoras e ingenieros, buzos y técnicos. Cada dentada de las máquinas en la arena, según el Capitán, significaba diez votos menos para el «coronel» Ramiro. La lucha política se fue tornando más aguda y más áspera desde el crepúsculo en que los remolcadores habían llegado, el día del casamiento de Gabriela con Nacib. Aquella noche había sido tumultuosa: los correligionarios de Mundinho cantaban victoria, los dé Ramiro Bastos rebuznaban amenazas. En el cabaret hubo golpes. «Dora-culo-de-Jambo» había recibido un tiro en el muslo cuando el «Rubio» y sus bandidos entraban disparando sobre las lámparas. Si lo que deseaban era dar una paliza al ingeniero jefe, obligarlo a renunciar, a irse de Ilhéus, como todo parecía indicar, fracasaron. En la confusión, el Capitán y Ribeirito consiguieron retirar al coloradísimo especialista que, por otra parte, demostró gusto por el barullo: le quebró la cabeza a un adversario con una botella de whisky. Según el propio «Rubio» contó después, el plan había sido mal organizado, a última hora.
Al otro día, el «Diario de Ilhéus» clamó a los cielos: los antiguos dueños de tierras, derrotados por anticipado, recurrían nuevamente a los procedimientos de hacía veinte y treinta años. Ahí estaban, desenmascarados: jamás pasarían de ser jefes de bandoleros.
Pero, se engañaron al pensar que podrían amedrentar a los competentes ingenieros y técnicos mandados por el gobierno para abrir el canal, debido a los esfuerzos del benemérito incrementador del progreso, Raimundo Mendes Falcão, a pesar de la gritería antipatriótica de los bandoleros, apegados al poder. No, no amedrentaban a nadie. A los partidarios del desenvolvimiento de la región del cacao les repugnaban tales métodos de lucha. Pero, si fuesen arrastrados a ellos por sus inmundos adversarios, sabrían estar a la altura. Ningún otro ingeniero sería arrojado de Ilhéus. Esta vez fracasarían los pretextos y las amenazas. El número del «Diario de Ilhéus» estaba sensacional.
De las estancias de Altino Brandáo y de Ribeirito llegaron asesinos a sueldo. Los ingenieros, durante algún tiempo, caminaron por las calles acompañados por extraños guardaespaldas. El mal afamado «Rubio», con un ojo negro, era igualmente visto comandando bandidos de Amancio Leal y Melk Tavares, inclusive un negro llamado Fagundes. Pero, descontándose unas escaramuzas en casas de las prostitutas, en las oscuras cortadas, ninguna otra cosa grave sucedió. Los trabajos prosiguieron, y la admiración general rodeó a la gente de los remolcadores y las dragas. Estancieros, en número cada día mayor, adherían a Mundinho.
Cumplíase la profecía del «coronel». Altino: Ramiro Bastos comenzaba a quedar solo.
Sus hijos y sus amigos se daban cuenta de la situación. Concentraban ahora sus esperanzas en la solidaridad del gobierno, en el no reconocimiento de la victoria de la oposición, si ésta llegaba a suceder. De eso hablaban en casa del «coronel» Ramiro sus dos hijos (el doctor Alfredo encontrábase en Ilhéus) y sus dos devotos amigos, Amancio y Melk. Debían preparar elecciones a la antigua usanza: dominando bancas y juntas electorales, libros de actas. Elecciones a base de tiros. Con lo que se garantizaría el interior. Por desgracia en Ilhéus e Itabuna, ciudades importantes, era difícil emplear tales métodos sin correr ciertos riesgos. Alfredo dijo que el gobernador le había dado garantías absolutas: Mundinho y su gente jamás obtendrían el reconocimiento, aunque vencieran holgadamente en las elecciones. No iba a entregar la zona del cacao, la más rica y próspera del estado, en las manos de los opositores, de ambiciosos como Mundinho. Ésa era una idea absurda.
El viejo «coronel» escuchaba, con el mentón apoyado en el pomo de oro de su bastón. Sus ojos, de los que desapareciera la luz, se apretaban. Victoria tal no era victoria, era peor que una derrota. El nunca necesitó de eso. Siempre había ganado en la boca de las urnas, suyos eran los votos. Guillotinar adversarios en el momento de reconocimiento de poderes, era, algo que jamás hizo. Ahora Alfredo y Tonico, Amancio y Melk, hablaban de eso tranquilamente, sin darse cuenta de la pesada humillación a que lo sujetaban.
—No vamos a precisar de eso. ¡Vamos a ganar con votos!
El hecho de que Mundinho se presentara como candidato a diputado federal era animador. El peligro grande sería si él quisiese disputar la Intendencia. Se había hecho popular, había ganado prestigio…
Gran parte de los electores ciudadanos, sino el mayor número, votarían por él, la elección sería casi segura.
—Hacer elección aquí a base de tiros es un poco difícil —decía Melk Tavares.
Para diputado federal, en cambio, Mundinho dependería de los votos de toda la región, del séptimo distrito electoral que incluía, no solamente Ilhéus, sino también Belmonte, Itabuna, Canavieiras e Una, municipios de cacao, que elegían dos diputados. Uno de ellos, con los votos de Itabuna, Ilhéus y Una; este último contaba poco, apenas unos votos. Pero Itabuna pesaba hoy casi tanto como Ilhéus y allá mandaba, casi sin oposición, el «coronel» Aristóteles Pires, que debía su carrera política a Ramiro Bastos. ¿No había sido él, Ramiro, quien lo hiciera subdelegado del antiguo distrito de Tabocas?
—Aristóteles vota por quien yo le ordene.
Por otra parte, los diputados federales no dependían de la política municipal, y solamente para los candidatos por las capitales la elección no era pura formalidad. Tales diputados nacían de los compromisos del gobernador y del poder federal. El actual diputado por Ilhéus e Itabuna (el otro era elegido por los votos de Belmonte y Canavieiras) había aparecido en la zona una sola vez, después de las elecciones. Se trataba de un médico residente en Río, protegido por un senador federal. Para ese cargo Mundinho no tenía ninguna posibilidad. Aunque ganase en Ilhéus, perdería en Itabuna y en Una, y en el interior del municipio las elecciones serían fraudulentas.
—Ése se ha metido en el bosque sin guía… —concluyó Amancio.
—Pero es necesario que él pierda. ¡Qué sea derrotado! Comenzando por Ilhéus. Quiero que sea una gran derrota —exigía Ramiro.
El Capitán sería candidato a Intendente, el doctor Ezequiel Prado a diputado estadual. De la candidatura del abogado, Ramiro se burlaba. Alfredo sería elegido con toda seguridad. Ezequiel servía para el tribunal y para sus trampas, o para hacer discursos en los días de fiesta. Sacándolo de eso, estaba muy desacreditado, era hombre de copas, de escándalos con mujeres. Y, al igual que Mundinho, precisaría también de los votos de todo el distrito electoral.
—No ofrece peligro —confirmó Alfredo.
—Esto va a servir para que aprendan a no cambiarse de casaca…
El Capitán dependía apenas de los votos del municipio de Ilhéus. Adversario peligroso, como lo reconocía el propio Ramiro. Era necesario derrotarlo en el interior del municipio, en la ciudad era capaz de ganar; Cazuzinha, su padre, derribado por los Bastos, dejó en la vida de la ciudad una leyenda: haber sido un hombre de bien, y un administrador ejemplar. La primera calle empedrada lo fue por él, y todavía hoy se llamaba «de los paralelepípedos». Y a él se debían, también la primera plaza y el primer jardín. Leal hasta el fanatismo, se mantuvo fiel a los Badaró, gastando cuanto poseía en combatir a los Bastos, en una batalla sin perspectivas. Su nombre continuaba siendo citado como ejemplo de bondad y dedicación. El Capitán, no solamente se beneficiaba con la leyenda que rodeaba la memoria de su padre, sino que era personalmente estimado. Nacido en Ilhéus, había vivido en los grandes centros, tenía olor a civilización, era un orador aplaudido, y gozaba de gran popularidad. De Cazuzinha le quedó el amor a los gestos románticos y heroicos.
—Candidatura peligrosa… —confesaba Tonico.
—Es hombre amistoso y bien mirado —concordaba Melk.
—Depende de quién sea nuestro candidato.
Ramiro Bastos proponía el nombre de Melk, ¿acaso no era ya el presidente del Consejo Municipal? El compadre Amancio no aceptaba puestos políticos, por eso no le ofrecía ninguno. También Melk se negaba:
—Le agradezco mucho pero no quiero. A mi modo de ver, no debe ser un plantador…
—Y ¿por qué?
—El pueblo quiere gente más letrada, dice que los estancieros no tienen tiempo de ocuparse de la administración. Que tampoco entienden mucho. Y no dejan de tener razón. Tiempo, realmente, uno no tiene…
—Es verdad —dijo Tonico—. El pueblo vive clamando por un Intendente más hábil. Debe ser un hombre de la ciudad. —¿Quién?
—Tonico. ¿Por qué no? —propuso Amancio.
—¿Yo? Dios me libre. No nací para eso. Si me meto en política es por mi padre. ¡Dios me libre de ser Intendente! Estoy muy bien en mi rincón. Ramiro se encogía de hombros, no valía la pena conjeturar sobre tal hipótesis. Tonico en la Intendencia…
Solamente para llenar la sede de la municipalidad de prostitutas.
—Veo dos nombres, solamente —dijo—. O el doctor Mauricio, o el doctor Demóstenes.
Fuera de ésos, no hay otro.
—El doctor Demóstenes llegó aquí no hace ni cuatro años: Después de Mundinho. No es hombre para hacer frente al Capitán —se opuso Amancio.
—A mí me parece mejor que el de Mauricio. Por lo menos es médico de nombre, y está llevando adelante los trabajos de construcción del hospital. Mauricio tiene muchos enemigos.
Discutieron los dos nombres, pesando ventajas y desventajas. Se decidieron por el abogado. A pesar de su conocido amor por el dinero, su puritanismo exagerado e hipócrita, de ser un «chupacirios» sujeto a las polleras de los frailes que en aquella tierra de poca religión lo habían hecho impopular. El doctor Demóstenes tampoco era hombre de popularidad. Médico celebrado, no existía en toda la ciudad hombre más pedante, más suficiente, más lleno de prejuicios, y más metido a distinguido, como se comentaba por allí.
—Muy buen médico, pero es más estirado que cogote para tragar purgante. —Amancio reflejaba la opinión local—. Mauricio tiene enemigos, pero también tiene mucha gente que gusta de él. Habla bien.
—Y es hombre leal. —Ramiro había aprendido en los últimos tiempos a apreciar el valor de la lealtad.
—Aún así puede perder.
—Es necesario ganar. Y ganar aquí, en Ilhéus. No quiero recurrir al gobierno para degollar a nadie. ¡Quiero ganar! —llegaba a parecer una criatura obstinada reclamando un juguete—. Soy capaz de abandonar todo antes que mantenerme a costa del prestigio ajeno.
—El compadre tiene razón —dijo Amancio—. Pero para eso, es preciso asustar a un montón de gente. Soltar algunos tipos en la ciudad.
—Todo lo que sea necesario, menos perder en las urnas.
Estudiaban los nombres para el Consejo Municipal. Tradicionalmente, la oposición elegía un consejero. Tradicionalmente, también, era siempre el viejo Honorato, opositor solamente de nombre, que debía servicios a Ramiro. Llegaba a ser más gubernista que todos sus colegas juntos.
—Esta vez ni pusieron el nombre de él en la lista.
—El Doctor va a resultar elegido. Es casi seguro.
—Deje que sea elegido. Es hombre de valor. Y solo, ¿qué oposición puede hacer?
El «coronel» Ramiro tenía su debilidad por el Doctor. Admiraba su saber, el conocimiento que tenía de la historia de Ilhéus, gustaba de oírlo hablar del pasado, de contar las aventuras de los Avila. Daría lustre al Consejo, terminaría votando con los otros, como el doctor Honorato. Aún en aquel momento, de cálculos electorales no siempre optimistas, cuando la sombra de la derrota se diseñaba en la sala, Ramiro era el gran señor, el magnánimo amo que dejaba un asiento a la oposición, y designaba para ocuparlo al más noble de los adversarios.
En cuanto a la victoria, Amancio prometía:
—Deje estar, compadre Ramiro, yo me voy a ocupar de eso. Mientras Dios me dé vida nadie se va a reír de mi compadre en las calles de Ilhéus. Darse el gusto de ganarle una elección eso sí que no. Deje todo conmigo y con Melk.
Mientras tanto, en ese tórrido verano, los amigos de Mundinho se movían. Ribeirito no olvidaba lugar, iba de distrito en distrito, se proponía viajar toda la región. El Capitán también había ido a Itabuna, a Pirangi, a Agua Preta. Al volver, aconsejó a Mundinho que fuera sin tardanza a Itabuna.
—En Itabuna ni los ciegos van a votarnos. —¿Por qué?
—¿Oyó usted hablar de gobiernos con popularidad? Pues existen: uno de ellos es el del «coronel» Aristóteles en Itabuna. El hombre tiene a todo el mundo en la mano, desde los plantadores hasta los mendigos.
Mundinho comprobó la verdad de la afirmación, a pesar de ser bien recibido en la vecina ciudad. Varias personas fueron a la estación el día anunciado para su llegada y se llevaron un chasco. Mundinho vino por la carretera, en su nuevo automóvil, un sensacional coche negro; que llenaba las ventanas de curiosos al pasar por las calles. Sus clientes lo festejaron con almuerzos y comidas, lo llevaron a paseos, al cabaret, al Club Grapiúna, hasta a las iglesias. Pero no le hablaban de política. Cuando Mundinho les exponía su programa, concordaban enteramente:
—Si no estuviera comprometido con Aristóteles, mi voto era suyo.
La desgracia es que todos estaban comprometidos con Aristóteles. Al segundo día de su estadía, el «coronel» Aristóteles pasó por el hotel para visitarlo. Mundinho no estaba, y le dejó una invitación amable para que el exportador fuera a tomar con él un café en la Intendencia. Mundinho decidió aceptar.
El «coronel» Aristóteles Pires era un hombrón amulatado, picado de viruelas, de prosa fácil y comunicativa. Estanciero de recursos medianos, que recogía sus mil quinientas arrobas, su autoridad era indiscutible en Itabuna. Nació para administrar, y tenía en la sangre el gusto por la política. Jamás, desde que fuera nombrado subdelegado, pensó nadie en disputarle la jefatura, ni siquiera los grandes plantadores del municipio. Había comenzado al lado de los Badaró, pero supo percibir, antes que nadie, la declinación del antiguo señor derrotado en las luchas por las tierras de Sequeiro Grande.
Los dejó cuando todavía no era feo abandonarlos. A pesar de eso, quisieron matarlo, escapando por un hilo. La bala alcanzó a uno de sus hombres, que lo acompañaba. Los Bastos, agradecidos, lo hicieron subdelegado de la entonces Tabocas, villarejo en las proximidades de las plantaciones de Aristóteles. Y en poco tiempo el poblado miserable comenzó a transformarse en una ciudad.
Algunos años después, él levantó la bandera de la separación del distrito de Tabocas, desligándolo de Ilhéus y transformándolo en el municipio de Itabuna. Alrededor de esa idea se juntó todo el pueblo. El «coronel» Ramiro Bastos se enfureció. En aquella ocasión casi se llegó a la ruptura entre los dos. ¿Quién era Aristóteles, exaltábase Ramiro, para querer amputar a Ilhéus, robarle un pedazo enorme? Aristóteles, haciéndose humilde y más devoto que nunca, trató de convencerlo. El gobernador de entonces le había dicho, en Bahía, que solamente haría aprobar el decreto si él obtenía el consentimiento de Ramiro. Fue difícil; tuvo que pedir mucho, pero lo consiguió. ¿Qué perdía Ramiro? —preguntaba él—. La formación del nuevo municipio era inevitable, vendría aunque no lo quisieran. El «coronel» podía postergarla pero no impedirla. ¿Por qué Ramiro, en vez de combatir la idea, no surgía como su patrono? Él Aristóteles, no pretendía otra cosa, como subdelegado o como Intendente, que apoyar a Ramiro. Éste, en vez de ser jefe de un municipio, mandaría en dos, y ésa sería la única diferencia. Ramiro se dejó finalmente convencer y apareció en las fiestas de instalación de la nueva Intendencia. Aristóteles cumplió lo prometido: continuó apoyándolo, a pesar de guardar una secreta amargura por las humillaciones que el «coronel» le hiciera pasar. Ramiro, por su parte, continuaba tratándolo como si todavía fuera el joven subdelegado de Tabocas. Hombre de ideas e iniciativas, Aristóteles se dio a la tarea de hacer prosperar Itabuna. La limpió de bandoleros, empedró sus calles centrales. No se preocupaba mucho con las plazas y jardines, ni se dedicaba a embellecer la ciudad, pero en cambio le dio buena iluminación, un óptimo servicio de desagües, había abierto caminos que la ligaban con los otros pueblos, traído técnicos para la poda del cacao, fundado una cooperativa de productores, y ofrecido facilidades para incrementar el comercio. Veló por todos los distritos, y había hecho de la joven urbe el punto de convergencia de todo el vasto interior hasta el desierto.
Mundinho lo encontró en la Intendencia, estudiando los planes de un nuevo puente sobre el río, para ligar las dos partes de la ciudad. Parecía esperar al exportador, y mandó traer café.
—Vine a darle mis felicitaciones por su ciudad, «coronel». Su trabajo es extraordinario. Y para conversar de política. Como no me gusta ser indiscreto, en caso de que la conversación no le interese, dígame enseguida. En cuanto a las felicitaciones, ya se las di.
—¿Y por qué no, don Mundinho? La política es como un aguardiente para mí. Vea usted: si no fuera por la política yo sería un hombre rico. Lo único que tengo hecho es gastar dinero en ella. Pero no me quejo, porque es algo que me gusta. Es mi debilidad. No tengo hijos, no juego, no bebo… Mujeres, bueno, una vez que otra meo fuera de lugar… —reía con su risa simpática—. Pero para mí, política quiere decir administración. Para otros es negocio y prestigio. Para mí no, puede creerme.
—Le creo. Itabuna es la mejor prueba.
—Me satisface ver crecer Itabuna. Vamos a sobrepasar a Ilhéus uno de estos días, don Mundinho. No digo la ciudad, porque Ilhéus es puerto. Pero sí el municipio. Allá es bueno para vivir; aquí lo es para trabajar.
—Todo el mundo me habló bien de usted. Todos lo respetan y estiman. La oposición no existe.
—No es así, precisamente. Hay una media docena… Si usted busca bien, va a encontrar unos tipos que no gustan de mí. Sin decir por qué. Andan atrás suyo, ahora. ¿Todavía no lo buscaron?
—Sí, me buscaron. ¿Sabe lo qué les dije? Que los que quieran votar por mí que lo hagan, pero que yo no voy a servir de punto de apoyo para combatir al «coronel» Aristóteles. Itabuna está bien atendida.
—Ya lo supe… Lo supe enseguida… Y le agradezco —rio nuevamente; su ancha cara amulatada irradiaba cordialidad—. Por mi parte, he acompañado su actuación. Y la he aplaudido. ¿Cuándo terminan las obras de la bahía?
—Unos meses más y habremos ganado la exportación directa. Los trabajos están caminando lo mis rápido posible. Pero hay mucho por hacer.
—Ese asunto del puerto dio mucho que hablar. Es capaz de hacerle ganar a usted. Anduve estudiando el asunto y voy a decirle una cosa. La verdadera solución está en el puerto de Malhado, no en abrir el canal. Podrá dragar cuanto quiera, pero la arena volverá de nuevo. Lo que va a resolverlo todo es la construcción de un nuevo puerto en Ilhéus, en el Malhado.
Si esperaba que Mundinho discutiese, se engañaba: —Sé eso perfectamente. La solución definitiva es el puerto de Malhado. ¿Pero cree usted que el gobierno está dispuesto a construirlo? ¿Y cuántos años calcula que pasarán antes de inaugurarlo, luego que comience la construcción? El puerto del Malhado va a ser una pelea dura, «coronel». Y mientras tanto, ¿el cacao debe continuar saliendo hacia Bahía? ¿Quién paga el transporte? Nosotros, los exportadores, y ustedes, los plantadores. No crea que veo la mejora del canal como solución. Los que me combaten argumentan con el puerto, sin saber que pienso como ellos. Solamente, que prefiero tener el canal en condiciones hasta tanto tengamos el puerto. Vamos a comenzar la exportación directa. Pero, apenas terminen los trabajos de las dragas comenzaré a luchar por el puerto. Y algo más: una draga quedará en Ilhéus, permanentemente, para garantizar el canal abierto.
—Comprendo… —estaba pensativo, ya no sonreía.
—Deseo que sepa usted una cosa: si estoy haciendo política es por el mismo motivo que usted.
—Una suerte para Ilhéus. Lástima que usted no se haya preocupado también por Itabuna. A no ser en el caso de los ómnibus…
—Ilhéus es mi centro de acción. Pero, elegido o no, pretendo extender mis negocios, sobre todo en Itabuna. Una de las cosas que me trajo aquí fue estudiar la posibilidad de abrir una filial de la exportadora. Voy a hacerlo.
Bebían el café, y Aristóteles lo saboreaba junto con la noticia:
—Muy bien. Itabuna precisa gente emprendedora.
—Bien; ya hemos conversado. Le dije, «coronel», cuanto tenía que decirle. No vine a pedirle votos; sé que usted es carne y uña con el «coronel» Ramiro Bastos. Tuve gran placer en verlo.
—¿Por qué tanto apuro? Recién acaba de llegar… ¿Quién le dijo a usted que yo era carne y uña con el viejo Ramiro?
—Pero todo el mundo lo sabe… En Ilhéus dicen que sus votos garantizarán las elecciones del diputado federal y del estadual. Es decir, del doctor Víctor Melo y del doctor Alfredo Bastos.
Aristóteles rio como si se estuviera divirtiendo enormemente:
—¿Tiene usted algunos minutos más para perder? Le voy a contar unas historias; le aseguro que valen la pena. Gritó llamando al empleado, y pidió más café.
—Ese tal doctor Víctor, que es diputado federal, es lo más gordo que alguien haya visto. El gobierno lo impuso, el «coronel» aceptó, ¿y yo qué iba a hacer? No tenía a quién votar, aunque quisiera. La oposición en Ilhéus e Itabuna acabó con la muerte de don Cazuza. Muy bien: ese tal doctor, apareció por aquí después de las elecciones. Corriendo. Cuando vio la ciudad, torció la nariz. Encontró todo feo. Preguntó qué diablos estaba haciendo yo que no enjardinaba la ciudad; que era lo que hacía y lo que no hacía. Respondí que yo no era jardinero, era Intendente. No le gustó eso. Para decirle la verdad, no le gustó nada. Ni quiso ver los caminos, las obras de desagüe, nada. No tenía tiempo. Le pedí partidas de dinero para varias cosas. Le mandé un montón de cartas. ¿Puso usted en el presupuesto las partidas que yo pedí? Pues él tampoco. Apenas si como un gran favor, me manda una tarjeta de fin de año, deseándome felices fiestas. Dice que va a ser candidato nuevamente. Pero en Itabuna no va a tener votos.
Mundinho iba a hablar; el «coronel» rio, y continuó:
—El «coronel» Ramiro es un hombre derecho a su manera. Fue él quien me hizo subdelegado aquí, hace más de veinte años. Le dice a todo el mundo que a él le debo cuanto soy. ¿Quiere saber la verdad? Él pudo derribar a los Badaró solamente porque yo estaba a su lado. Otra cosa que dicen es que yo abandoné a los Badaró porque estaban perdidos, que dejé todo cuando ya estaban ganando sus enemigos. Ellos estaban perdidos, es verdad; pero porque no servían ya para gobernar. La política, para ellos, era solamente acumular tierra. En aquel tiempo el «coronel» Ramiro era para ellos lo que hoy usted es para el «coronel». – Quiere decir que…
—Espere un poco, que no tardo en terminar de contar. El «coronel» Ramiro concordó con la separación de Itabuna. Si no hubiere concordado, eso iba a desmoronarse; el gobierno iba a quedar haciendo bocinitas. Por eso lo he apoyado. Pero él piensa que tengo obligación. Cuando usted comenzó a meterse con las cosas de Ilhéus, comencé a cavilar. Ayer, cuando usted llegó aquí me dije a mí mismo: va a ser buscado por esa banda de vagabundos. Vamos a ver lo que él va a hacer; será la prueba de fuego —rio con su risa fácil—. Señor Mundinho Falcão, si usted quiere mis votos, ellos son suyos. No le pido nada, no es una transacción. Solamente quiero una cosa: vele también por Itabuna, la zona del cacao es toda una. Mire por este interior abandonado.
Mundinho estaba tan sorprendido que sólo pudo decir:
—Juntos, «coronel», vamos a hacer grandes cosas.
—Y ahora, guarde para usted la noticia. Cuando las elecciones estén más cercanas, yo mismo me encargo de anunciar.
No le fue posible, sin embargo, esperar tanto como le mandaba la sabiduría y la prudencia. Porque, días después, el «coronel» Ramiro lo llamaba a Ilhéus para comunicarle la lista oficialista. Aristóteles conversó con sus amigos más influyentes, y tomó el ómnibus para Ilhéus.
Para él, el «coronel» Ramiro no mandaba abrir la sala de las sillas de alto respaldo. Le entregó un papel con los nombres:
«Para diputado federal, doctor Víctor Melo». Y seguía la lista. Aristóteles leyó despaciosamente, como si deletrease. Devolvió la hoja:
—A ese doctor Víctor, «coronel», no lo voto más. Aunque el mundo entero se venga abajo.
No sirve para nada. Muchas cosas le pedí, y no hizo nada.
Ramiro habló con acento autoritario, como quien reprende a un niño caprichoso:
—¿Por qué no se dirigió a mí para los pedidos? Si hubiera pedido por mi intermedio, él no se iba a negar. La culpa es suya. En cuanto a votar a él, es el candidato del gobierno, vamos a votarlo. Es un compromiso del gobernador.
—Compromiso de él, pero no mío.
—¿Qué quiere decir usted?
—Ya le dije, «coronel». A ese tipo no lo voto.
—¿Y a quién va a votar?
Aristóteles recorrió la sala con la mirada, posándola finalmente en Ramiro:
—A Mundinho Falcão.
El anciano se levantó, apoyado en su bastón, pálido.
—¿Está hablando seriamente?
—Tal como le digo.
—Entonces, ponga en seguida los pies fuera de esta casa —el dedo señalaba la puerta—. ¡Y rápido! Aristóteles salió tranquilamente, sin alterarse. Fue directamente a la redacción del «Diario de Ilhéus», y le dijo a Clóvis Costa:
—Puede poner en el diario que apoyaré a Mundinho.
Jerusa encontró al abuelo caído en una silla:
—¡Abuelito! ¿Qué es eso? ¿Qué tiene? —gritaba llamando a la madre, a las sirvientas, clamaba por un médico.
El anciano se recuperaba, pedía:
—¡Médico, no! No es necesario. Mande llamar al compadre Amancio. Rápido.
Los médicos lo obligaron a guardar cama. El doctor Demóstenes explicaba a Alfredo y Tonico:
—Debe haber sido una fuerte emoción. Es preciso evitar que tales cosas se repitan. Una más y el corazón no resiste.
Amancio Leal llegaba; la noticia lo había alcanzado cuando iba a comenzar el almuerzo, dejando a la familia alarmada. Entró en el cuarto de Ramiro. A la misma hora en que el «Diario de Ilhéus» circulaba con un título a todo lo ancho de la primera página: «ITABUNA APOYA EL PROGRAMA DE MUNDINHO FALCÁO», Aristóteles, en compañía del exportador, volvía en un barco, de una visita a las dragas y a los remolcadores. Había visto a los buzos descender al fondo de las aguas, a las excavadoras comiendo la arena como animales fabulosos. Reía con su risa fácil. «Juntos haremos el puerto del Malhado», decíale a Mundinho.
El tiro lo alcanzó en el pecho cuando él y Mundinho pasaban por el descampado del «Morro do Unháo», en dirección al bar de Nacib para tomar alguna cosa.
—Alcohol no bebo… —acababa de decir cuando la bala lo derribó.
Un negro salió corriendo hacia los lados del cerro, perseguido por uno de los testigos de la escena. El exportador sujetó al Intendente; la sangre caliente le ensuciaba la camisa. Llegaban personas, se aglomeraban. Se oían gritos a lo lejos:
—¡Agárrenlo! ¡Agarren al asesino! ¡No lo dejen escapar!