Amor de Gabriela
En la Papelería Modelo comentaban el caso. Ño-Gallo decía:
—¡Qué solución genial! ¿Quién podría imaginar que Nacib fuese un genio? Antes me gustaba y ahora me gusta más. Ilhéus posee, finalmente, un hombre civilizado.
El Capitán preguntaba:
—Juan Fulgencio, ¿cómo explica usted el carácter de Gabriela? Por lo que usted cuenta, ella gusta de Nacib. Lo quería y continúa queriéndolo. Usted dice que la separación es para ella mucho más dura que para él. Que el hecho de ponerle los cuernos no significa nada. ¿Cómo así? ¿Si gustaba de él, por qué lo engañaba? ¿Qué explicación me da usted?
Juan Fulgencio miraba la calle en movimiento, veía a las hermanas Dos Reis envueltas en mantillas, sonreía: —¿Para qué explicar? Nada deseo explicar, porque explicar es limitar. Es imposible limitar a Gabriela, disecar su alma.
—Cuerpo hermoso, alma de pajarito. ¿Tendrá alma? Josué pensaba en Gloria.
—Alma de criatura, tal vez —el Capitán trataba de entender.
—¿De criatura? Puede ser. ¿De pajarito? Idiotez, Josué. Gabriela es buena, generosa, impulsiva, pura. De ella pueden enumerarse cualidades y defectos, pero explicarla, jamás. Hace lo que ama, se niega a lo que no le agrada. No quiero explicarla. Me basta con verla, con saber que existe.
En la casa de doña Arminda, inclinada sobre la costura, todavía amoratada por los golpes, Gabriela piensa. Por la mañana saltó el muro, antes de que llegara la sirvienta, entró en la casa de Nacib, barrió y limpió. ¡Tan bueno, don Nacib! Le pegó, porque estaba con rabia. La culpa era de ella, ¿por qué aceptó casarse? Ganas de salir con él por la calle, del brazo, de tener alianza en el dedo. Miedo, tal vez, de perderlo, de que un día él se casara con otra, y la echara. Fue por eso, ciertamente. Hizo mal, no debió aceptar. ¡Antes, todo era alegría!
Le pegó con rabia, tenía derecho hasta de matarla. Mujer casada que engaña al marido sólo merece morir. Todo el mundo se lo decía, doña Arminda también se lo dijo, el Juez lo confirmó; era así mismo. Ella merecía morir. Él era bueno, apenas si le había dado una paliza y expulsado de la casa. Después, el Juez le preguntó si ella no ponía inconvenientes para deshacer el casamiento, para hacer como si nunca se hubiera casado. Le había avisado que así no tendría derecho a nada del bar, sobre el dinero en el Banco o la casa en que viviera. Dependía de ella. Si no aceptaba, el caso demoraría en la justicia, nadie sabía donde podría ir a terminar el proceso. Si ella estaba de acuerdo… No quería otra cosa.
El Juez le explicó: era como si nunca hubiera estado casada. Mejor no podía ser… Porque, siendo así, no había motivos para que don Nacib sufriera tanto, para que don Nacib se ofendiera. Los golpes no le importaban… Aunque la matase, no moriría con rabia, porque él tenía razón. Lo que le importaba era sentirse expulsada de la casa, no poder verlo, no poder sonreírle, escucharlo hablar, sentir su pierna pesada encima de su nalga, sus bigotes haciéndole cosquillas en el cuello, las manos tocando su cuerpo, los senos, los muslos, el vientre. Sentir el pecho de don Nacib, como una almohada. Le gustaba adormecerse con el rostro descansando en los pelos del ancho pecho amigo. Cocinar para él, y oírlo luego elogiar su comida sabrosa. ¡De los zapatos sí que no gustaba! Ni de ir a hacer visitas a las familias de Ilhéus. Ni de las fiestas, de los vestidos caros, de las alhajas de verdad, que costaban tanto dinero. ¡No le gustaba nada de eso, no! Pero gustaba de don Nacib, de la casa en la ladera del huerto de guayabas, de la cocina y de la sala, del lecho del dormitorio.
El Juez le había dicho: unos días más y ya no estaría casada, y nunca lo habría sido. Nunca lo habría sido… ¡Qué divertido! Era el mismo Juez que la casó, aquél que antes le había querido poner casa. Ahora mismo le habló de eso. No quería, no… viejo sin gracia… pero buena persona. Ya no estaría casada, y sería como si nunca lo hubiera estado, ¿por qué no podía volver a la casa de don Nacib, al cuartito del fondo, para cuidar de la cocina, de la ropa lavada, de la limpieza de la casa? Doña Arminda le dijo que don Nacib jamás volvería a mirarla, a decirle «buen día», a hablar con ella. Pero ¿por qué todo eso, si ya no estaban casados, si nunca lo habían estado? Algunos días más… dijo el juez. Había quedado pensando: ahora podía volver otra vez con don Nacib. No había querido ofenderlo, no había querido lastimarlo. Pero lo ofendió porque era casada, lo lastimó porque se acostaba con otro en su cama siendo casada. Un día se dio cuenta que él tenía celos. ¡Un hombre tan grande, qué gracioso! Anduvo con cuidado desde entonces, con mucho cuidado, porque no quería que él sufriera. Cosa más tonta, que no tenía explicación: ¿por qué los hombres sufrían tanto cuando la mujer con la que se acostaban, se acostaba también con otro? Ella no lo comprendía. Si don Nacib quería, por ella bien que podía ir a acostarse con otra, ¡ir a dormir en los brazos de esa otra! Ella sabía que Tonico dormía con algunas, doña Arminda le había contado que él tenía muchas mujeres. Pero, si era lindo acostarse con él, jugar con él en la cama, ¿por qué exigir que fuese solamente de ella? No entendía eso, no. Gustaba dormir en los brazos de un hombre. No de cualquiera. De un mozo lindo sí, como Clemente, como Tonico, como Nico, como Bebito, ¡ay!, como Nacib. Si el mozo también quería, si la miraba pidiéndoselo, si le sonreía, si la pellizcaba, ¿por qué negarse, por qué decir que no? ¿Si los dos estaban queriendo, tanto uno como otro? ¡No veía porqué! Era lindo dormir en los brazos de un hombre, sentir el estremecimiento de su cuerpo, la boca mordiendo, morir en un suspiro. Que don Nacib se enojara, que quedara con rabia, siendo casada, eso lo entendía. Había una ley, eso no estaba permitido.
Sólo el hombre tenía derecho, la mujer no. Ella lo sabía, pero ¿cómo resistir? Tenía ganas, en ese momento lo hacía sin acordarse que no estaba permitido. Tomaba cuidado para no ofenderlo, para no lastimarlo. Pero nunca pensaba que iba a ofenderlo tanto, que tanto lo iba a lastimar. Dentro de pocos días el casamiento habría acabado, acabado por delante y por detrás ¿por qué don Nacib continuaría con rabia? De algunas cosas ella gustaba, y hasta demasiado: del sol de la mañana, antes de que comenzara a calentar mucho. Del agua fría, de la playa blanda, de la arena y del mar. Del circo, del parque de diversiones. También del cine. De las guayabas y «pitangas». De las flores, de los animales, de cocinar, de comer, de caminar por la calle, de reír y conversar. No de estar con señoras infladas. Pero más que de nada, gustaba de mozos guapos, de dormir en sus brazos, gemir, suspirar. De esas cosas sí que gustaba. Y de don Nacib. Gustaba de él con una manera diferente de gustar. Para gemir con él en la cama, besar, morder, suspirar, morir y de nuevo renacer… Pero también para dormir de verdad, soñando con el sol, con el gato enojado, con la arena de la playa, la luna del cielo, y la comida para hacer. Sintiendo en sus nalgas el peso de la pierna de don Nacib. De él gustaba, gustaba de más, y ahora sentía su falta, se escondía detrás de la puerta para verlo llegar. Volvía muy tarde, casi siempre borracho. ¡Cómo le gustaría tenerlo otra vez entre sus brazos, reclinar sobre su pecho la cabeza hermosa, oírlo decirle cosas de amor en una lengua extranjera, escuchar su voz llamándola: «Bié»! Sólo porque la había encontrado en la cama, sonriéndole a Tonico. ¿Qué importancia tenía eso, por qué sufrir tanto si ella se acostaba con un mozo? No le sacaba ningún pedazo, no quedaba diferente, gustaba de él de la misma manera, y más no podía ser. ¡Ay, más no podía quererlo!
Dudaba que existiera en el mundo mujer que quisiera tanto a un hombre, para dormir con él y para con él vivir, fuese hermana, fuese hija, madre, concubina o casada, como ella quería a don Nacib. ¿Tanto lío, todo ese ruido, sólo porque la había encontrado con otro? No por eso gustaba menos de él, lo quería menos, o sufría menos porque él no estaba. Doña Arminda juraba que don Nacib jamás volvería, jamás estaría de nuevo en sus brazos. Quería, por lo menos, cocinar para él. ¿Dónde iría a comer? Y para el bar, ¿quién prepararía dulces y saladitos? ¿Y el restaurante que estaba por abrirse? Quería, por lo menos, cocinar para él.
Y quería, ¡cómo lo quería!, verlo sonreír con su rostro tan bueno, con su cara tan linda. Sonreír junto a ella, tomarla entre sus brazos, decirle «Bié», rozar con sus bigotes su cuello perfumado. No había en el mundo, mujer que quisiera tanto a un hombre, que con tanto amor suspirase por su bienamado como suspira, muerta de amor, Gabriela por su Nacib.
En la Papelería continuaba la discusión.
—La fidelidad es la mayor prueba de amor —decía Ño-Gallo.
—Es la única medida por la que se puede calcular las dimensiones de un amor —apoyaba el Capitán.
—El amor no se prueba ni se mide. Es como Gabriela. Existe, eso sí —dijo Juan Fulgencio—. El hecho de que no se comprenda ni se explique una cosa no acaba con ella. No sé nada de las estrellas, pero las veo en el cielo; son la belleza de la noche.