Del esperado huésped indeseable

Eufóricos, el Capitán y el Doctor aparecieron temprano en el bar Vesubio, acompañando a un hombre de unos treinta y pico de años, de rostro claro y aire deportivo. Aún antes de que lo presentaran, Nacib adivinó que se trataba del ingeniero…

Aparecía, por fin, el tan esperado y discutido ciudadano…

—Doctor Rómulo Vieira, ingeniero del Ministerio de Vialidad.

—Mucho gusto, doctor. Servidor…

—El placer es mío.

Allí estaba él, con el rostro quemado por el sol, el cabello cortado casi a rape, y una pequeña cicatriz en la frente. Apretaba con fuerza la mano de Nacib. El Doctor sonreía, tan feliz como si exhibiera un pariente cercano e ilustre, o una mujer de rara belleza. El Capitán bromeaba:

—Este árabe es una institución. Él es quien nos envenena con bebida falsificada, nos roba al póquer, y sabe vida y milagros de la gente.

—No diga eso, Capitán. ¿Qué es lo que va a pensar el doctor?

—Es un buen amigo —rectificaba el Capitán—. Una persona de bien.

El ingeniero sonreía, un tanto incómodo, mirando con desconfianza la plaza y las calles, el bar, el cine, las casas próximas en cuyas ventanas surgían ojos curiosos. Sentáronse alrededor de una de las mesas del paseo. Gloria surgía en la ventana, mojada todavía del baño, los cabellos sin peinar, con el desaliño de la mañana. Enseguida descubrió al forastero, clavándole los ojos, y corrió hacia adentro para embellecerse.

—¡Qué pedazo de mujer!, ¿eh? —el Capitán le explicaba cosas sobre Gloria, la solitaria.

Nacib quiso servirlo personalmente, trajo trozos de hielo en un plato, porque la cerveza estaba apenas fría.

¡Por fin había llegado el ingeniero!

El «Diario de Ilhéus» había anunciado en la víspera, en primera página y con letras gordas, el desembarco al día siguiente, del navío de la «Bahiana». Con lo que, agregaba ásperamente la noticia, «la sonrisa tonta de los apocados y de los despechados, profetas de la grosería que en su obra impatriótica, que no solamente negaban la venida del ingeniero sino también la propia existencia de cualquier ingeniero en el Ministerio, iba a transformarse en sonrisa amarillenta…

«El día siguiente sería el de las bocas silenciadas, el de la soberbia castigada».

El ingeniero había llegado vía Bahía, desembarcando en Ilhéus aquella mañana.

Violenta había sido la noticia del diario, llena de injurias contra los adversarios. Pero la verdad es que el ingeniero había demorado en llegar, porque hacia más de tres meses que se anunció su arribo inmediato. Un día —Nacib lo recordaba muy bien, pues aquel día la vieja Filomena había partido, y él había contratado a Gabriela— Mundinho Falcão había desembarcado de un «Ita» proclamando a los cuatro vientos, en una demostración de absoluto prestigio, el estudio y la solución del caso de los bancos de arena. Punto de partida inicial, era la inminente llegada de un ingeniero del Ministerio. Había sido una sensación en la ciudad, por lo menos tan intensa como el crimen del «coronel» Jesuíno Mendonza. Marcó la iniciación de la campaña política para las elecciones de comienzos del año próximo, con la novedad de Mundinho Falcão asumiendo la jefatura de la oposición, arrastrando un montón de gente con él. El «Diario de Ilhéus», en cuyo titular se leía: «noticioso y apolítico», comenzó a castigar a la administración municipal, a atacar al «coronel» Ramiro Bastos, a hacer alusiones sobre el gobierno estadual. El Doctor había escrito una serie de artículos, críticas feroces, blandiendo al anunciado ingeniero como una espada sobre la cabeza de los Bastos.

En su escritorio —toda la planta baja ocupada por el ensacado de cacao— Mundinho Falcão conversaba con plantadores, pero no ya de simples asuntos comerciales, ventas de zafras, o formas de pago. Discutía política, proponía alianzas, anunciaba planes, y daba por ganada la elección. Los «coroneles» oían impresionados. Los Bastos mandaban en Ilhéus desde hacía más de veinte años, prestigiados por los sucesivos gobiernos estaduales; Mundinho, sin embargo, llegaba más alto, su prestigio derivaba del de Río de Janeiro, del propio gobierno federal. ¿No había conseguido, a pesar de la oposición del gobierno del Estado, un ingeniero para que estudiase el hasta entonces insoluble caso del puerto, no se comprometía a resolverlo en poco tiempo?

El «coronel» Ribeirito, que jamás hiciera caso de sus votos, dándolos a ojos cerrados a Ramiro Bastos, había pasado a engrosar las filas del nuevo jefe, se metía en política por primera vez…

Y estaba excitado, viajaba por el interior para conversar con sus compadres, para influir sobre los pequeños labradores. Claro que había quien decía que aquella amistad política nació en el lecho de Anabela, bailarina traída a Ilhéus por el exportador, y que allí abandonara a su compañero para bailar exclusivamente para el «coronel».

«Exclusivamente, afortunado», pensaba Nacib.

Demostrando ejemplar neutralidad política, ella dormía con Tonico Bastos mientras el «coronel» recorría pueblos y ciudades. Y a los dos traicionaba cuando Mundinho Falcão, amigo de variar, le mandaba un recado. Era con él, en definitiva, con quien contaba en caso de ocurrirle cualquier desgracia en esa tierra asustadora, de costumbres brutales.

Otros plantadores, especialmente los más jóvenes y cuyos compromisos con el «coronel» Ramiro Bastos eran recientes, no llevaban en sí la marca de la sangre derramada, y concordaban con Mundinho Falcão en el análisis y en las soluciones de los problemas y necesidades de Ilhéus: apertura de caminos, aplicación de parte de la renta en los distritos del interior, en Agua Preta, en Pirangi, en Río do Braço, en Cachoeira do Sul, exigir de los ingleses la terminación del ramal del ferrocarril que unía Ilhéus con Itapira, y cuyas obras eternizábanse.

—Basta de plazas y jardines… Precisamos caminos. Se entusiasmaban sobre todo con la perspectiva de la exportación directa, la barra dragada y rectificada dando pasaje a los grandes barcos. La renta del municipio crecería, Ilhéus sería una verdadera capital. Unos días más y entre ellos estaría el ingeniero…

Pero la verdad es que el tiempo iba pasando, semana tras semana, un mes, otro mes, y el ingeniero sin llegar. Crecía el entusiasmo de los plantadores, sólo Ribeirito se mantenía firme, discutiendo en los bares, prometiendo y amenazando. El «Diario del Sur», semanario de los Bastos, preguntaba por el «ingeniero fantasma, invención de forasteros ambiciosos y malintencionados, cuyo prestigio no pasaba de conversaciones de bar». El propio Capitán, alma de todo aquel movimiento, por más que lo escondiera andaba nervioso, se irritaba en el tablero de «gamão», perdía partidos.

El «coronel» Ramiro Bastos había ido a Bahía a pesar de que sus amigos e hijos no aconsejaban el viaje, tan peligroso para su edad. Volvió una semana después, triunfante. Reunió a los correligionarios en su casa.

Amancio Leal contaba a quien quisiera oírlo, con su voz suave, que el gobernador del Estado había garantizado al «coronel» Ramiro que no existía ingeniero alguno designado por el Ministerio para el puerto de Ilhéus. Aquél era un problema irremediable, ya el secretario de Vialidad del Estado lo había estudiado ampliamente. No existía solución, sería tiempo perdido intentar resolverlo. La solución estaba en la construcción de un nuevo puerto para Ilhéus, en Malhado, fuera de la bahía. Obra de enormes proporciones, que exigía años de estudios antes de pensar en iniciarla. Dependía de millones de pesos, de la cooperación entre los poderes federal, estadual y municipal. Obra de tal magnitud, que los estudios andaban lentamente, como no podía ser de otra manera; estudios múltiples, lentos y difíciles. Pero que ya habían comenzado. El pueblo de Ilhéus debía tener un poco de paciencia…

El «Diario del Sur», publicó un artículo sobre el futuro puerto, elogiando al gobernador y al «coronel» Ramiro. En cuanto al ingeniero, escribía, «había encallado en la orilla para siempre…».

El Intendente, por sugestión de Ramiro, mandó enjardinar una playa más, al lado del nuevo edificio del Banco del Brasil.

Amancio Leal, cada vez que encontraba al Capitán o al Doctor, no dejaba de preguntarles, con una sonrisa de burla:

—¿Y el ingeniero, cuándo llega?

El Doctor respondía, áspero: —Ríe mejor quien ríe último.

El Capitán agregaba:

—No pierde nada con esperar.

—¿Cuánto tiempo hay que esperar?

Terminaban por beber juntos cualquier cosa. Amancio exigía que ellos pagasen:

—Cuando el ingeniero llegue, yo voy a empezar a pagar.

Quiso hacer la misma broma con Ribeirito, pero el otro se exaltó gritando en mitad del bar:

—No soy hombre de mezquindades. ¿Quiere apostar? Entonces apueste dinero de verdad.

Van diez mil cruzeiros a que el ingeniero viene.

—¿Diez mil cruzeiros? Van veinte mil contra sus diez mil, y le doy un año de plazo. ¿O quiere más? —la voz continuaba suave, la mirada era mala. Nacib y Juan Fulgencio sirvieron de testigos.

El Capitán le insistía a Mundinho para que fuera a Río, a apretar al ministro. El exportador se negaba. La zafra habíase iniciado, no podía abandonar sus negocios en ese momento. Viaje que, por otra parte, era totalmente innecesario, pues la llegada del ingeniero era segura, apenas si se había retrasado por motivos burocráticos. No contaba las dificultades reales, el susto que pasara al saber, por carta de un amigo, que el ministro había dado marcha atrás a la promesa hecha, ante la protesta del gobernador de Bahía. Mundinho puso en juego entonces a todas sus amistades, con excepción de su familia, para la solución del caso. Escribió cartas, envió numerosos telegramas, pidió y prometió. Un amigo suyo habló con el presidente de la República y, cosa que Mundinho jamás llegó a saber, fue el prestigio de Lourival y de Emilio el factor decisivo para resolver la «impasse». Al saber el nombre del autor del pedido, y su parentesco con los influyentes políticos paulistas, el Presidente había dicho al ministro:

—Finalmente, es un pedido justo. El gobernador está al final de su mandato, peleado con mucha gente, ni siquiera sé si será reelecto. No siempre debemos inclinarnos ante la voluntad de los gobiernos estaduales…

Mundinho había vivido días de temor, casi de pánico. Si perdía aquella partida, no tenía otra cosa que hacer sino preparar sus maletas e irse para siempre de Ilhéus. A no ser que quisiera vivir desprestigiado, siendo objeto de chistes y bromas. Volver, con la cabeza gacha, fracasado, para ser la sombra de los hermanos…

Había dejado de aparecer, casi, por los bares, por los cabarets, por los sitios en que crecía la maledicencia.

El propio Tonico Bastos, muy discreto, evitando cuanto podía tocar ese tema delante de los partidarios de Mundinho, ya no se contenía, gozando el malhumor de los adversarios. Cierta vez hasta hubo una trenzada entre él y el Capitán, debiendo intervenir Juan Fulgencio para evitar una ruptura de relaciones. Tonico había propuesto, mientras bebían y conversaban:

—¿Por qué, en vez de un ingeniero, Mundinho no trae otra bailarina? Cuesta menos trabajo y sirve a los amigos…

Aquella misma noche, el Capitán había aparecido en casa del exportador, sin hacerse anunciar. Mundinho lo había recibido confuso: —Usted va a disculparme, Capitán, tengo gente en casa. Una joven que vino de Bahía en el barco de hoy. Para distraerme un poco de los negocios…

—Sólo voy a ocuparle un minuto de su tiempo —aquella historia de la muchacha mandada a venir de Bahía irritaba al Capitán—. ¿Sabe lo que Tonico Bastos decía hoy, en el bar? Que usted sólo servía para traer mujeres a Ilhéus. Mujeres y nada más… Ingeniero, eso no.

—¡Tiene gracia! —Mundinho rio—. Pero no se aflija…

—¿Cómo no voy a afligirme? El tiempo está pasando, la llegada del ingeniero…

—Ya sé todo lo que usted va a decirme, Capitán. ¿Piensa que soy un imbécil, que estoy de brazos cruzados?

—¿Por qué no se dirige a sus hermanos? Usted es un hombre que tiene fuerza…

—Eso nunca. Tampoco es necesario. Hoy mandé un verdadero ultimátum. Vaya tranquilo y disculpe el recibimiento.

—Yo he sido quien fue inoportuno… —oía pasos de mujer por el dormitorio.

—Y pregunte a Tonico si él la prefiere rubia o morena…

Días después llegaba el telegrama del ministro anunciando el nombre del ingeniero y la fecha de su embarque para Bahía. Mundinho mandó llamar al Capitán, al «coronel» Ribeirito, al Doctor. «Designado ingeniero Rómulo Vieira». El Capitán asiendo el telegrama, se puso de pie.

—Voy a restregárselo por las narices a Tonico y a Amancio…

—Veinte mil cruzeiros ganados sin esfuerzos… —Ribeirito levantaba las manos—. Vamos a hacer una farra monumental en el Bataclán.

Mundinho recogió el telegrama, y no dejó que el Capitán se lo llevara. Les pidió, inclusive, que guardaran reserva todavía por unos días más, que era de mayor efecto anunciarlo en el diario, cuando el ingeniero ya estuviera en Bahía. En el fondo, temía una nueva ofensiva del gobernador, un nuevo retroceso del ministro. Y solamente una semana después, cuando el ingeniero ya en Bahía avisó su llegada en el próximo barco, Mundinho los convocó nuevamente para mostrarles las cartas y telegramas intercambiados, lo dura y difícil que había sido esa batalla contra el gobierno del Estado. Él no había querido alarmar a los amigos, por eso nunca los había puesto al tanto de los detalles. Pero ahora, cuando ya habían conseguido la victoria, valía la pena que conocieran toda la extensión y el valor de esa victoria. En el bar Vesubio, Ribeirito mandó servir bebida a todo el mundo y el Capitán, cuyo buen humor reapareció, elevó su copa a la salud del «doctor Rómulo Vieira, libertador de la bahía de Ilhéus». La noticia circuló, salió después en el diario, varios plantadores volvieron a entusiasmarse. Ribeirito, el Capitán, el Doctor citaban trechos de cartas. El gobierno del Estado había hecho de todo para impedir la llegada del ingeniero. Había jugado todo su prestigio, toda su fuerza. El gobernador, por causa del yerno, se había empeñado personalmente. ¿Y quién había vencido? ¿Él, con el Estado en un puño, jefe del gobierno, o Mundinho Falcão, sin salir de su escritorio de Ilhéus? Su prestigio personal había derrotado al gobierno del Estado. Ésa era la verdad indiscutible. Los plantadores asentían con la cabeza, impresionados.

La recepción en el puerto fue festiva. Nacib, habiéndose despertado tarde, lo que ahora le sucedía frecuentemente, no pudo asistir. Pero se había enterado de todo apenas llegara al bar, de boca de Ño-Gallo. Allí habían estado, en el puente, Mundinho Falcão y sus amigos, varios plantadores también, y gran número de curiosos. Tanto se había hablado de ese ingeniero que ahora deseaban ver cómo era él, se había tornado un ser casi sobrenatural. Hasta apareció por allí un fotógrafo, contratado por Clóvis Costa. Juntó a todo el mundo en un grupo, con el ingeniero en el centro, metió la cabeza bajo el paño negro, y demoró media hora en sacar la fotografía. Infelizmente, se perdió ese documento histórico: el negativo se había quemado, el hombre, por lo visto, sólo sabía fotografiar en su atelier.

—¿Cuándo va a comenzar? —quiso saber Nacib.

—Enseguida. Luego de los estudios preliminares. Debo esperar a mis ayudantes, y los instrumentos necesarios, que están en viaje en un barco del Lloyd, vía directa.

—¿Va a durar mucho?

—Es difícil preverlo. Tal vez mes y medio, dos meses, todavía no lo sé…

El ingeniero se interesaba, a su vez:

—La playa es bonita. ¿Es buena para tomar baños de mar?

—Muy buena.

—Pero está vacía…

—Aquí no existe esa costumbre. Solamente Mundinho, y antiguamente el finado Osmundo, un dentista que fue asesinado… De mañanita, bien temprano…

El ingeniero rio:

—¿Pero no está prohibido?

—¿Prohibido? No. Sólo que no es costumbre.

Muchachas del colegio de monjas, aprovechando el día santo, andaban por el comercio haciendo compras, entraban en el bar en busca de bombones y caramelos.

Entre ellas, hermosa y seria, Malvina. El Capitán las presentaba:

—La juventud estudiosa, las futuras madres de familia. Iracema, Eloísa, Zuleika, Malvina…

El ingeniero estrechaba las manos, sonreía, elogiaba: —Tierra de jóvenes bonitas…

—El señor demoró mucho —dijo Malvina, mirando con sus ojos de misterio—. Ya se pensaba que usted no vendría.

—Si yo hubiera sabido que era esperado por señoritas tan bonitas, habría venido hace ya mucho tiempo, aún sin haber sido designado… —¡qué ojos tenía aquella muchacha!, su hermosura estaba no solamente en el rostro y en el cuerpo elegante, sino que parecía venir también de adentro.

El grupo bullicioso partió. Malvina se dio vuelta dos veces, a mirar. El ingeniero anunció:

—Voy a aprovechar este sol y a tomar un baño de mar.

—Vuelva para el aperitivo. Por ahí hacia las once, once y media… Va a conocer medio Ilhéus… Estaba hospedado en el Hotel Coelho. Lo vieron pasar poco después, envuelto en una salida de baño, caminando hacia la playa. Se levantaron para espiarlo desvistiéndose, y vieron su cuerpo atlético vestido apenas con una malla breve, corriendo hacia el mar, cortándolo con brazadas rápidas. Malvina, que fuera a sentarse en un banco del paseo de la playa, lo acompañaba con los ojos.

Gabriela, clavo y canela
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