Del pasado y el futuro mezclados en las calles de Ilhéus

Las prolongadas lluvias habían transformado los ca minos y las calles en lodazales, diariamente revueltos por las patas de las tropas de burros y de los caballos de los cazadores.

La propia carretera, recientemente inaugurada, que unía Ilhéus con Itabuna, por la que se trasladaban camiones y ómnibus, había quedado, en cierto momento, casi intransitable, los pequeños puentes habían sido arrastrados por las aguas, y sus restos barrosos hacían retroceder a los choferes. El ruso Jacob y su socio, el joven Moacir Estréla, dueños de un garage, se habían llevado un buen susto. Antes de la llegada de las lluvias habían organizado una empresa de transportes para explotar la carretera que unía las dos principales ciudades del cacao, enviando cuatro pequeños ómnibus en el sur. El viaje por ferrocarril duraba tres horas cuando no había atrasos, mientras que por la carretera podía realizarse en una hora y media.

Ese ruso, Jacob, poseía camiones, en los que transportaba cacao de Itabuna a Ilhéus. Moacir Estréla había instalado un garage en el centro, y también él trabajaba con camiones. Juntaron sus fuerzas, solicitaron capital en un banco endosando las facturas y mandaron buscar los ómnibus. Restregábanse las manos ante la expectativa de un negocio rendidor. Dicho de otra manera: el ruso restregábase las manos, y Moacir contentábase con silbar. El silbido alegre llenaba el garage mientras en los postes de la ciudad, boletines anunciaban el próximo establecimiento de la línea de ómnibus, y viajes más rápidos y más baratos que por el tren.

Pero sucedió que los ómnibus demoraron en llegar y, cuando finalmente desembarcaron de un pequeño carguero del Lloyd Brasileiro ante la admiración general de la ciudad, las lluvias estaban en su auge y el camino hecho una miseria. El puente de madera sobre el río Cachoeira, corazón mismo de la carretera, estaba amenazado por la creciente del río, y los socios resolvieron retrasar la inauguración de los viajes. Los ómnibus, nuevitos, quedaron dos meses en el garage, mientras el ruso maldecía en una lengua desconocida y Moacir silbaba rabiosamente. Los títulos vencían en el Banco, y si Mundinho Falcão no los hubiera socorrido en el apuro, el negocio habría fracasado antes de iniciarse. Había sido el propio Mundinho quien buscara al ruso, hacién dolo llamar a su escritorio, para ofrecerle, sin intereses, el dinero necesario. Mundinho Falcão creía en el progreso de Ilhéus y lo incrementaba.

Con la disminución de las lluvias el río bajó y, a pesar de que el tiempo continuaba malo, Jacob y Moacir habían mandado arreglar por cuenta propia algunos de los puentes, rellenado con piedras los trechos más resbaladizos, e iniciaron el servicio. El viaje inaugural, con el propio Moacir Estréla dirigiendo el vehículo, dio lugar a discursos y a bromas. Todos los pasajeros eran invitados: el Intendente, Mundinho Falcão, algunos otros exportadores, el «coronel» Ramiro Bastos, otros estancieros, el Capitán, el Doctor, abogados y médicos.

Algunos, recelosos de la carretera, presentaron disculpas diversas, siendo sus lugares ocupados por otras personas, y tantos eran los candidatos que acabó viajando gente de pie. El viaje duró dos horas —la carretera todavía estaba difícil— pero todo corrió sin incidentes de mayor importancia. En Itabuna, a la llegada, hubo fuegos artificiales y un almuerzo conmemorativo. El ruso Jacob había anunciado, entonces, que para el final de la primera quincena de viajes regulares se realizaría en Ilhéus una gran comida, reuniendo a las personalidades máximas de los dos municipios, con el fin de festejar ese nuevo jalón del progreso local. El banquete fue encargado a Nacib. Progreso era la palabra que más se oía en Ilhéus y en Itabuna en ese tiempo. Estaba en todas las bocas, insistentemente repetida. Aparecía en las columnas de los diarios, en el cotidiano y en los semanarios, surgía en las discusiones de la Papelería Modelo, en los bares, en los cabarets. Los habitantes de Ilhéus repetíanla a propósito de las nuevas calles, de las plazas enjardinadas, de los edificios en el centro comercial y de las modernas residencias en la playa, de los talleres del «Diario de Ilhéus», de los ómnibus saliendo por la mañana y por la tarde para Itabuna, de los camiones transportando cacao, de los cabarets iluminados, del nuevo Cine Teatro Ilhéus, de la cancha de fútbol, del colegio del doctor Enoch, de los hambrientos conferencistas llegados de Bahía y hasta de Río, del Club Progreso con sus té-danzantes. «¡Es el progreso!».

Y lo decían orgullosamente, conscientes de colaborar todos en los cambios tan profundos experimentados en la fisonomía de la ciudad y en sus hábitos. Observábase un aire de prosperidad en todas partes, un vertiginoso crecimiento. Se trazaban calles para el lado del mar y de los morros, nacían plazas y jardines, se construían casas, palacetes, grandes residencias. Los alquileres subían, y en el centro comercial alcanzaban precios absurdos. Los bancos del sur abrían agencias, y el Banco de Brasil había construido un nuevo edificio, de cuatro pisos. ¡Una belleza! La ciudad iba perdiendo, día a día, aquel aire de campamento guerrero que la había caracterizado en el tiempo de la conquista de la tierra: con estancieros montados a caballo, el revólver a la cintura y aterradores guardaespaldas con el rifle en la mano, atravesando calles sin empedrar, a veces permanentemente embarradas y otras cubiertas de polvo; tiros llenando de miedo las noches intranquilas; vendedores ambulantes exhibiendo sus valijas en las calles. Todo eso iba muriendo, la ciudad resplandecía en vitrinas variadas y bien iluminadas, se multiplicaban las tiendas y los almacenes, los vendedores ambulantes andaban siempre por el interior y sólo aparecían en las ferias. Se multiplicaban los bares, cabarets, cines, colegios. Tierra de poca religión, enorgullecíase, no obstante, con su elevación a Diócesis, y había recibido en medio de fiestas inolvidables al primer Obispo. Estancieros, exportadores, banqueros, comerciantes, todos dieron dinero para la construcción del Colegio de Monjas, destinado a las jovencitas de Ilhéus, y para el Palacio Diocesano, ambos en lo alto de la Conquista. Como habían dado dinero para la instalación del Club Progreso, iniciativa de comerciantes y doctores con Mundinho Falcão a la cabeza, donde los domingos había té-danzantes, y de cuando en cuando grandes bailes. Surgían clubes de fútbol, prosperaba la Sociedad Rui Barbosa. En aquellos años, Ilhéus comenzaba a ser conocida, en todos los ámbitos del país, como la «Reina del Sur». El cultivo del cacao dominaba todo el sur del estado de Bahía, pues no existía cultivo más rendidor que éste, y con las fortunas creciendo, crecía Ilhéus, capital del cacao. Sin embargo, aún se mezclaba en sus calles ese impetuoso progreso, ese futuro de grandezas, con los restos de las épocas de la conquista de la tierra, de un próximo pasado de luchas y bandidos. Todavía las tropas de burros, conduciendo cacao hacia los depósitos de los exportadores, invadían el centro comercial, mezclándose a los camiones que comenzaban a hacerles frente. Aún pasaban muchos hombres calzados con botas, exhibiendo pistolas, todavía reventaban fácilmente tumultos en las callejas empinadas, y pistoleros conocidos vomitaban desafíos en los bolichones más bajos o de vez en cuando un asesinato era cometido en plena calle. Esas figuras se cruzaban en las calles empedradas y limpias, con exportadores prósperos, vestidos con elegancia por sastres venidos de Bahía, con innumerables vendedores viajantes, ruidosos y cordiales, sabedores siempre de la última anécdota, con los médicos, abogados, dentistas, agrónomos e ingenieros, llegados en cada barco. Hasta numerosos estancieros andaban ahora despojados de sus botas y sus armas, con aire pacífico, construyendo buenas casas para vivienda, pasando parte de su tiempo en la ciudad, poniendo sus hijos en el colegio de Enoch o enviándolos a las escuelas de Bahía, mientras sus mujeres iban a las estancias solamente en vacaciones, y vestidas de sedas y con zapatos de taco alto aparecían en las fiestas del Club Progreso, que ya frecuentaban.

Muchas cosas recordaba aún el viejo Ilhéus de antaño. No el del tiempo de los ingenios, de las pobres plantaciones de café, de los señores nobles, de los esclavos negros, de la casa ilustre de los Avila. De ese pasado remoto apenas si quedaban vagos recuerdos; sólo el Doctor se preocupaba con él. Sí los aspectos de un pasado reciente, del tiempo de las grandes luchas por la conquista de la tierra. Después que los padres jesuítas trajeran las primeras plantas de cacao. Cuando los hombres que llegaron en busca de fortuna se arrojaban sobre los bosques, disputando con la boca de los rifles y de los fusiles, la posesión de cada palmo de tierra. Cuando los Badaró, los Oliveira, los Blaz Damasio, los Teodoro das Baraúnas, y tantos otros, atravesaban los caminos, abrían picadas al frente de sus bandidos, en encuentros mortales. Cuando los bosques fueron derribados y las plantas de cacao plantadas entre cadáveres y sangre. Cuando reinó el aguardiente, cuando la justicia había sido puesta al servicio de los intereses de los conquistadores de la tierra, cuando cada gran árbol escondía un tirador en la celada, esperando a su víctima. Era ese pasado que aún estaba presente en detalles de la vida de la ciudad y en los hábitos del pueblo. Desapareciendo de a poco, cediendo su lugar a las innovaciones y las costumbres recientes, pero no sin resistencia, especialmente en lo que se refería a hábitos, ya transformados casi en leyes por el tiempo. Uno de esos hombres, apegados al pasado, mirando con desconfianza aquellas novedades de Ilhéus, viviendo casi todo el tiempo en sus plantaciones, que solamente viajaba a la ciudad por motivos de negocios, o para discutir con los exportadores, era el «coronel» Manuel das Onzas. Mientras caminaba por la calle desierta, en la madrugada sin lluvias, la primera después de tanto tiempo, pensaba en partir aquel mismo día para su estancia. Se acercaba la época de la zafra, pronto el sol doraría los frutos del cacao, las plantaciones estarían espléndidas. Eso era lo que a él le gustaba, por eso la ciudad no conseguía aprisionarlo a pesar de sus numerosas seducciones: cines, bares, cabarets con mujeres hermosas, negocios surtidos. Prefería la abundancia de la estancia, las cacerías, el espectáculo de los cultivos de cacao, las conversaciones con los trabajadores, las repetidas historias de los tiempos de luchas, las aventuras con serpientes, las chinitas humildes en las paupérrimas casas de rameras de las pequeñas poblaciones. Había venido a Ilhéus para conversar con Mundinho Falcão, vender cacao para su posterior entrega, y retirar dinero para nuevos arreglos y modificaciones en la estancia. El exportador andaba por Río de Janeiro, y el estanciero no había querido discutir con su gente, prefiriendo esperar el regreso de Mundinho, que llegaría en el próximo barco. Y mientras esperaba en la ciudad, alegre no obstante las lluvias, iba siendo arrastrado a los cines por los amigos (donde, por lo general, se dormía en la mitad de la película; se le cansaba la vista), a los bares, a los cabarets. Cuánto perfume tenían esas mujeres, Dios mío ¡qué barbaridad! …Y cobrando carísimo, siempre pidiendo joyas, queriendo anillos… Ciertamente que esa Ilhéus era la perdición… Mientras tanto, el espectáculo del cielo límpido, la certeza de la zafra garantizada, la imagen del cacao secándose en las barcazas, dejando correr la miel que escapaba de sus frutos, partiendo cargado en el lomo de los burros, todo esto lo hacía tan feliz que llegó a pensar que era injusto mantener a su familia en la estancia, a los chicos creciendo sin instrucción, a la esposa en la cocina, como una negra, sin una diversión.

Otros «coroneles» vivían en la ciudad, construían buenas casas, se vestían como personas …

De todo cuanto hacía en Ilhéus, durante sus rápidas estadías, nada agradaba más al «coronel» Manuel das Onzas que sus charlas matinales con los amigos, junto al puesto de pescado. Ese mismo día les comunicaría su decisión de instalar casa en Ilhéus, de traer a la familia. En todas esas cosas iba pensando mientras caminaba por la calle desierta cuando, al desembocar en el puerto, se encontró con el ruso Jacob, sin afeitar su barba pelirroja, despeinado, eufórico. Apenas vio al «coronel», abrió los brazos y bramó alguna cosa pero, excitado como estaba, lo hizo en lengua extraña, la que no impidió que el poco ilustrado plantador lo entendiese, respondiendo:

—Así es… Por fin… Ha aparecido el sol, mi amigo.

El ruso se restregaba las manos:

—Ahora pondremos tres viajes diarios: a las siete de la mañana, al mediodía, y a las cuatro de la tarde. Y vamos a encargar otros tres ómnibus.

Caminaron juntos hasta el garage, donde el «coronel», anhelante, anunció:

—Esta vez voy a viajar en esa máquina suya. Me decidí…

El ruso rio:

—Con la carretera seca, el viaje apenas si va a durar poco más de una hora…

—¡Qué cosa! ¡Quién lo diría! Treinta y cinco kilómetros en una hora y media… Antiguamente nos costaba dos días llegar a caballo… Pues bien, si Mundinho Falcão llega hoy en el «Ita», ya puede reservarme un pasaje para mañana por la mañana …

—Eso sí que no, «coronel». Mañana, no.

—¿Y por qué no?

—Porque mañana es nuestro banquete celebratorio, y usted es mi invitado. Una comida de primera, con el «coronel» Ramiro Bastos, el Intendente —el de aquí y el de Itabuna—, el Juez y también su colega de Itabuna, Mundinho Falcão, toda gente de primera clase… El gerente del Banco de Brasil… ¡Una fiesta de echar la casa por la ventana!

—Quién soy yo, Jacob, para esos lujos… Vivo en mi rincón…

—¡No señor, exijo su presencia! Será en el bar Vesubio, el de Nacib.

—En ese caso, partiré pasado mañana …

—Le voy a reservar lugar en el primer asiento. El estanciero se despedía:

—¿Realmente, no hay peligro de que ese artefacto se dé vuelta? Con una velocidad así… Parece imposible.

Gabriela, clavo y canela
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