Del fin (oficial), de la soledad

La ilegalidad es peligrosa y complicada. Requiere paciencia, sagacidad, viveza y un espíritu siempre alerta. No es fácil mantener íntegros los cuidados que ella exige. Es difícil preservarla del descuido, que se hace natural con el correr del tiempo, y el aumento insensible de la sensación de seguridad. Al principio se exageran las precauciones pero, poco a poco, ellas van siendo abandonadas, una a una. La ilegalidad va perdiendo su carácter, se despoja de su manto de misterio y, de repente, el secreto por todos ignorados pasa a ser noticia que corre de boca en boca. Fue sin duda lo que sucedió con Gloria y Josué.

Entusiasmo, pasión, amor —dependía de la cultura y de la buena voluntad del comentarista la clasificación del sentimiento— era un hecho conocido por todo Ilhéus el vínculo existente entre el profesor y la mulata. Se hablaba de él no solamente en la ciudad, sino también en las estancias perdidas por la sierra del Baforé. Sin embargo, en los días iniciales todos los cuidados parecían insuficientes a Josué y, sobre todo, a Gloria. Ella había explicado al amante las dos profundas y respetables razones por las que deseaba mantener al pueblo de Ilhéus en general, y al «coronel» Coriolano en particular, en la ignorancia de toda aquella belleza celebrada por Josué en prosa y en verso, de toda aquella santa alegría que resplandecía en las mejillas de Gloria. Primero, debido al poco recomendable pasado de violencias del estanciero. Celoso, él no perdonaba traición de sus concubinas. Si les pagaba lujos de reina, les exigía derechos exclusivos sobre sus favores. Gloria no deseaba arriesgarse a recibir una paliza y a ver rapada su cabeza, como le ocurriera a Chiquita. Ni tampoco arriesgar los delicados huesos de Josué y recibir el tratamiento que sufriera Juca Viana, el seductor, que también él rapó a navaja. Segundo, porque no quería perder, con los cabellos y la vergüenza, las comodidades de su espléndida casa, su cuenta en la tienda y el almacén, la sirvienta para todo servicio, los perfumes, y el dinero guardado bajo llave en sus cajones. Así, Josué sólo podía entrar en su casa después de haberse recogido el último noctívago, y salir antes de que se levantase el primer madrugador. Debía desconocerla por completo fuera de esas horas cuando, con ardor y voracidad, vengábanse en el lecho que crujía, de tales limitaciones.

Es posible mantener tan estricta ilegalidad una semana, o quince días. Después, comienzan los descuidos, la falta de vigilancia, de atención. Un poco más temprano ayer, un poco más temprano hoy, Josué terminó por entrar en la casa maldita cuando el bar Vesubio estaba lleno de gente, apenas finalizada la sesión del «cine teatro Ilhéus», y aún antes. Cinco minutos más de sueño hoy, cinco más mañana, terminó saliendo del cuarto de Gloria directamente para sus clases en el colegio. Ayer una confidencia a Ari Santos («No pase adelante…»), hoy a Ño-Gallo («¡Qué mujer!»), ayer un secreto murmurado a los oídos de Nacib («No se lo cuente a nadie, por el amor de Dios»), hoy a los de Juan Fulgencio («¡Es divina, don Juan!»), la historia del profesor y la concubina del «coronel» en seguida se desparramó.

Y no había sido solamente él el indiscreto —¿cómo guardar en el corazón ese amor que explotaba en su pecho?—, el único indiscreto —¿cómo esperar la mitad de la noche para penetrar en el paraíso prohibido?—. No le cabía toda la culpa. ¿No había comenzado también Gloria a pasear por la plaza, abandonando su ventana solitaria, sólo para verlo más de cerca, sentado en el bar, para sonreírle? ¿No compraba corbatas, medias y camisas de hombres, hasta calzoncillos, en las tiendas, para él? ¿No había llevado al sastre Petronio, el mejor y más caro de la ciudad, un traje de Josué, lustroso y zurcido, para que el maestro de la aguja le cosiera otro igual, de casimir azul, sorpresa destinada a su cumpleaños? ¿No lo había ido a aplaudir en el salón de honor de la Intendencia, cuando él presentó a un conferencista? ¿No frecuentaba, única mujer entre seis gatos locos, las sesiones dominicales del Gremio Barbosa, atravesando insolentemente por entre las solteronas recién salidas de la misa de diez? Con el padre Cecilio, Quinquina y Florita, la áspera Dorotea y la furibunda Cremildes, comentaban aquella devoción de Gloria por la literatura.

—Mejor sería que venga a confesar sus pecados…

—Un día de estos sale escribiendo en los diarios…

El desvarío culminó cuando, un domingo, por la tarde, con la plaza repleta, Josué fue entrevisto a través de una persiana imprudentemente abierta, caminando en calzoncillos por la habitación de Gloria. Las solteronas clamaban: ¡eso ya era el colmo, una persona decente ni podía pasear tranquila por la plaza!

Empero, con tantas novedades y acontecimientos en Ilhéus, aquella corrupción (como decía Dorotea) ya no constituía un escándalo. Se discutían y se comentaban cosas más serias y más importantes. Por ejemplo, luego del entierro del «coronel» Ramiro Bastos, se deseaba saber quién obtendría su lugar, quién ocuparía el puesto dejado por el jefe. Algunos encontraban natural y justo que la jefatura recayera en las manos del doctor Alfredo Bastos, su hijo, ex Intendente y actual diputado estadual. Pesaban sus defectos y cualidades. No era hombre brillante, ni sobresalía por la energía; no había nacido para mandar. Fue Intendente celoso, honesto, y un administrador discreto, y hoy era un diputado mediocre. Sólo era bueno como médico de niños, había sido el primero que ejerciera la pediatría en Ilhéus. Hablase casado con una mujer fastidiosa, pedante, con humos de nobleza. Concluían un tanto pesimistas sobre el futuro del partido oficialista y el progreso de la zona, entregados a manos tan débiles.

Eran muy pocos, sin embargo, los que veían en Alfredo al sucesor de Ramiro. La gran mayoría se agrupaba en torno al nombre peligroso e inquietante del «coronel» Amancio Leal. Ése era el real heredero político de Ramiro. A sus hijos les quedaba la fortuna, las historias para contar a los nietos, la leyenda del «coronel» desaparecido. Pero el comando del partido, eso sólo a Amancio podía pertenecerle. Él había sido la persona de confianza de Ramiro, indiferente a los puestos pero participando de todas las decisiones, la única opinión acatada por el finado dueño de la tierra. Se murmuraba que ambos amigos tuvieron el proyecto de unir a las familias Bastos y Leal a través del casamiento de Jerusa con Berto, apenas éste finalizase sus estudios. La vieja sirvienta contaba haber oído al anciano hablar de ese proyecto, hasta unos días antes de morir. Se supo, también, que el gobernador había mandado ofrecer a Amancio la vacante dejada en el Senado estadual con la muerte de su compadre.

En las manos violentas de Amancio, ¿cuál sería el destino de la zona del cacao, y de la fuerza política del gobierno? Era difícil imaginarlo, tratándose de hombre tan imprevisible, arrebatado, contradictorio, obstinado. Dos cualidades, empero, le celebraban sus amigos: el coraje y la lealtad. Otros le censuraban la obstinación y la intolerancia. Pero todos concordaban en prever un final agitado para la campaña electoral en curso, viendo a Amancio desatar violencias.

Con asuntos tan emocionantes, ¿cómo los habitantes de Ilhéus habrían de interesarse con la historia de Gloria y Josué, prolongándose desde hacía meses sin incidentes? Solamente las solteronas, envidiosas del constante júbilo estampado ahora en las mejillas de Gloria, le dedicaban sus comentarios. Era necesario algún acontecimiento dramático y pintoresco para quebrar la feliz monotonía de los amantes, para que sobre ellos atentaran los ilheenses. Si Coriolano se enteraba y hacía una de las suyas, entonces sí que valdría la pena. Entonces podría llamar a Josué «gigoló», como tantos lo llamaran al principio, y podrían comentar los poemas en los que él describía, en escabrosos detalles, las noches en el lecho de Gloria. Sólo recordarían a Gloria y a Josué cuando Coriolano se enterara de la traición de su concubina. Eso sí que iba a ser divertido. Pero sucedió que no fue nada divertido. Ocurrió por la noche y relativamente temprano, alrededor de las diez cuando, terminadas las sesiones de los cines, el bar Vesubio se encontraba repleto. Nacib iba de mesa en mesa anunciando para dentro de poco la inauguración del «Restaurante del Comercio».

Josué había cruzado la puerta de Gloria hacía más de una hora. Había abandonado las últimas precauciones, sin conceder importancia a la opinión moralista de las familias de ciertos ciudadanos como el doctor Mauricio. Por otra parte, ¿quién reparaba ya en esas cosas?

Hubo un rumor de mesas y sillas arrastradas cuando Coriolano apareció en la plaza, vestido como un pobretón, caminando en dirección a la casa en la que antes viviera su familia y donde, ahora, su amante se regalaba con el joven profesor. Se cruzaban preguntas: ¿estará armado, irá a castigarlos a rebencazos, a hacer escándalo, a disparar tiros? Coriolano metió la llave en la puerta, mientras la agitación crecía en el bar, y Nacib se dirigió hacia la punta del ancho paseo. Quedaron atentos, a la espera de gritos, tal vez de tiros. No hubo nada de eso. Ningún rumor llegaba de la casa de Gloria. Transcurrieron algunos minutos más, los parroquianos del bar se entremiraban. Ño-Gallo, nervioso, apretaba el brazo de Nacib, el Capitán proponía que fuera allá un grupo para evitar una desgracia. Juan Fulgencio discordó de la iniciativa inoportuna:

—No es necesario. No va a suceder nada. Lo apostaría.

Y no sucedió. A no ser la salida de Gloria y Josué, del brazo, puertas afuera, caminando por la avenida de la playa para evitar el paso ante el Vesubio en movimiento. Un poco después, la sirvienta fue trayendo y amontonando en la calle, baúles y valijas, una guitarra y hasta un orinal, único detalle divertido en toda esa historia… Finalmente, sentóse encima de la valija de arriba, y se quedó esperando. La puerta fue trancada por dentro. Después apareció un changador para llevar las valijas, pero cuando ya habían pasado las once horas, y había poca gente en el bar. Sensacional, en compensación, fue la noticia de la visita de Amancio Leal a Mundinho, días después. El estanciero había viajado a sus plantaciones, en seguida del entierro de Ramiro. Allá se había quedado, sin dar señales de vida durante semanas. La campaña electoral había sufrido brusca solución de continuidad con la muerte del viejo caudillo, como si los opositores ya no tuvieran contra quién combatir y los del gobierno no supieran como actuar sin su jefe de tantos años. Finalmente, Mundinho y sus amigos volvieron a ponerse en movimiento. Pero lo hacían con ritmo lento, sin aquel entusiasmo, aquel «correcorre» de la iniciación de la campaña. Amancio Leal bajó del tren y se dirigió directamente al escritorio del exportador. Era poco más de las cuatro de la tarde, y en el centro comercial pululaba la gente. La noticia corrió velozmente, llegó a los cuatro rincones de la ciudad aún antes de que la conferencia hubiera terminado. Unos cuantos papamoscas se juntaron en el paseo frente a la casa exportadora, con las cabezas hacia arriba; espiando las ventanas del escritorio de Mundinho.

El «coronel» estrechaba la mano del adversario, sentándose en un cómodo sillón, pero rehusaba el licor, el aguardiente y el cigarro ofrecidos:

—Don Mundinho, durante todo este tiempo lo he combatido. Fui yo quien mandó prender fuego a los diarios, —su voz sonaba blanda, la mirada de su único ojo era calma, las palabras eran claramente pronunciadas, como si fueran el resultado de larga reflexión—. Fui yo también quién mandó disparar sobre Aristóteles.

Encendió un cigarrillo, continuó:

—Estaba preparado para dar vuelta del revés a Ilhéus. Por segunda vez. Ya lo había hecho una primera, cuando joven, en compañía del compadre Ramiro —se detuvo como para hacer memoria—. Mis hombres estaban en observación, listos para bajar a la ciudad. Los míos y los de otros amigos. Para acabar con la elección —miró con su ojo sano al exportador, sonrió—. Había uno de buena puntería, y de mi entera confianza, destinado para usted.

Mundinho escuchaba, muy serio. Amancio dio una pitada más a su cigarrillo:

—Agradezca el estar vivo a mi compadre, don Mundinho. Si él no hubiera muerto, quien estaría ahora en el cementerio sería usted. Pero Dios no lo quiso, lo llamó a él primero.

Se calló, pensando tal vez en el amigo desaparecido. Mundinho esperó, un poco pálido.

—Ahora todo acabó. Estuve contra usted porque para mí el compadre era más que un hermano, era como si fuese mi padre. Nunca me interesó saber quién tenía razón. ¿Para qué? Usted estaba en contra del compadre, yo estaba en contra de usted. Y, si él estuviera vivo, yo estaría junto a él hasta contra el diablo en persona —una pausa—. En las vacaciones mi hijo mayor estuvo aquí…

—Lo conocí. Conversamos más de una vez.

—Lo sé. Él discutía conmigo; decía que usted tenía razón. No era por eso que yo cambiaría. Pero tampoco forcé la naturaleza de mi muchacho. Quiero que sea independiente, que piense por su propia cabeza. Para eso trabajo y gano dinero. Para que mis hijos no necesiten de nadie, y puedan tomar la actitud que quieran. Se hizo un nuevo silencio, mientras fumaba. Mundinho no se movió.

—Después, el compadre murió. Fui a la estancia, comencé a pensar. ¿Quién va a quedar en el lugar del compadre? ¿Alfredo? —hizo un gesto como de poca importancia, con la mano—. Es un buen muchacho, capaz de sanar las enfermedades de los chicos. Pero fuera de eso, es el retrato de la madre, una santa mujer. ¿Tonico? Ése no sé a quién salió. Dicen que el padre del compadre era mujeriego. Pero no era zafado. Me quedé pensando y sólo vi en Ilhéus un hombre que pudiera substituir al compadre. Y ese hombre es usted. Vine a decirle eso. Para mí, todo se acabó, ya no combato contra usted.

Mundinho continuó todavía algunos minutos en silencio. Pensaba en los hermanos, en la madre, en la mujer de Lourival. Cuando el empleado le anunciara al «coronel» Amancio, él había sacado el revólver del cajón, para ponérselo en el bolsillo. Llegó a temer por su vida. Esperaba todo, menos la mano extendida del «coronel». Ahora era el nuevo jefe de la tierra del cacao. Sin embargo, no se sintió alegre ni orgulloso. Ya no tenía contra quién luchar. Por lo menos hasta que apareciese alguien que le hiciera frente, cuando nuevamente todo cambiara, y tampoco él sirviera ya para gobernar. Como le había sucedido al «coronel» Ramiro Bastos.

—«Coronel», le agradezco mucho. También yo lo combatí a usted y al «coronel» Ramiro. No por cuestiones personales. Yo lo admiraba a Ramiro Bastos. Pero no pensábamos lo mismo sobre el futuro de Ilhéus.

—Ya lo sé.

—También nosotros teníamos preparados a nuestros hombres. No sé quién podría poner derecho a Ilhéus después de haberlo puesto nosotros al revés. También había un hombre designado para usted. No era un viejo conocido mío, sino hombre de un amigo. Ahora todo eso acabó también para mí. Escúcheme una cosa, «coronel»: ese pillastre de Víctor Melo no será diputado por Ilhéus. Porque Ilhéus debe estar representado por alguien de aquí, que se interese en su progreso. Sacándolo a él, puede ser cualquier otro, el que usted prefiera. Diga un nombre y yo retiro el mío para poner el que usted indique y lo recomiendo a mis amigos. ¿El doctor Alfredo? ¿Usted mismo? Yo lo veo a usted, mejor en la banca que fuera del «coronel» Ramiro, en el Senado de Bahía.

—No quiero, don Mundinho, pero se lo agradezco. No quiero nada para mí. Si yo voto será a usted, porque a ese canalla de Víctor Melo sólo lo hubiera votado por el compadre. Pero para mí la política se acabó. Voy a vivir en mi rincón. Vine solamente a decirle que no voy a combatirlo más. En mi casa habrá política de nuevo solamente cuando mi hijo se gradúe, si es que quiere meterse en eso. Pero una cosa sí quiero pedirle: no persiga a los hijos del compadre, ni a sus amigos. Los muchachos no son gran cosa, ya lo sé. Pero Alfredo es un hombre honesto. Y Tonico es un pobre diablo. Nuestros amigos son hombres de bien, que no abandonaron al compadre en los malos momentos. Es lo único que quiero pedirle. Para mí no quiero nada.

—No pienso perseguir a nadie, ya se lo he dicho. Al contrario, lo que deseo es discutir con usted la mejor manera de no perjudicar al doctor Alfredo.

—Para él, lo mejor es que vuelva a Ilhéus, a tratar chicos. Eso es realmente lo que le gusta. Ahora, con la muerte del compadre, es muy rico. No necesita de la política. Y a Tonico déjelo con su escribanía.

—¿Y el «coronel» Melk? ¿Y los otros?

—Eso es cosa de usted y de ellos. Melk anda disgustado después de la historia de la hija.

Es muy posible que haga como yo, que no se meta más en política. Y ahora me voy, don Mundinho, ya le robé demasiado tiempo. De hoy en adelante cuente con este amigo. No para la política. Cuando pasen las elecciones quiero que un día venga usted a mi estancia. Vamos a cazar onzas.

Mundinho lo acompañó hasta la escalera. Poco después salió también, iba sólo y en silencio por la calle, casi sin responder a los numerosos saludos extremadamente cordiales.

Gabriela, clavo y canela
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