De elogio a la ley y a la justicia, o sobre el nacimiento de la nacionalidad

Era común que Nacib fuera llamado árabe, y hasta turco, pero es necesario dejar establecido y fuera de cualquier duda su condición de brasileño, nato, no naturalizado.

Había nacido en Siria, desembarcando en Ilhéus a los cuatro años, y había llegado hasta Bahía en un barco francés. En aquella época, siguiendo el rastro del cacao dispensador de dinero, a la ciudad de cantada fama llegaban diariamente, por los caminos del mar, del río y de la tierra, en los barcos, en las barcazas y lanchas, en las canoas, a lomo de burro, a pie abriendo camino, centenas y centenas de brasileños y extranjeros oriundos de todas partes: de Sergipe y de Ceará, de Alagoas y de Bahía, de Recife y de Río de Janeiro, de Siria y de Italia, del Líbano y de Portugal, de España y de los más variados «ghettos». Obreros, comerciantes, jóvenes en busca de porvenir, bandidos y aventureros, un mujerío colorido, y hasta una pareja de griegos surgida sólo Dios sabe de dónde. Y todos ellos, inclusive los rubios alemanes de la recién fundada fábrica de chocolate en polvo, y los altaneros ingleses del Ferro carril, no eran sino hombres de la zona del cacao, adaptados a las costumbres de la región todavía casi bárbara con sus luchas sangrientas, emboscadas y muertes. Llegaban y a poco se transformaban en ilheenses de los mejores, verdaderos «grapiúnas» plantando cacao, instalando tiendas y almacenes, abriendo caminos, matando gente, jugando en los cabarets, bebiendo en los bares, construyendo poblaciones de rápido crecimiento, desgarrando la selva amenazadora, ganando y perdiendo dinero, sintiéndose tan de allí como los más antiguos hijos de Ilhéus, como los vástagos de las familias radicadas antes de la aparición del cacao…

Gracias a esa gente diversa, Ilhéus había comenzado a perder su aire de campamento de bandoleros, y a transformarse en ciudad. Eran todos, hasta el último de los vagabundos llegado para explotar a los «coroneles» enriquecidos, factores del asombroso progreso de la zona.

Ilheenses por dentro y por fuera, además de brasileños naturalizados, eran los parientes de Nacib, unos Achcar envueltos en las luchas por la conquista de la tierra y cuyas hazañas fueron de las más heroicas y comentadas, comparables apenas con las de los Badaró, las de Blaz Damasio, del célebre negro José Nique, o las del «coronel» Amancio Leal. Uno de ellos, de nombre Abdula, el tercero en edad, murió en los fondos de un cabaret en Pirangi, después de abatir a tres de los cinco bandidos ensañados contra él, cuando disputaba pacíficamente una partida de póquer. Los hermanos vengaron su muerte en forma inolvidable. Para mayor información sobre esos parientes de Nacib, basta recurrir a los anales del Tribunal, leer los discursos del Fiscal y de los abogados. Verdad es que muchos eran los que le llamaban árabe o turco. Pero quienes lo hacían, eran, exactamente, sus mejores amigos, y en expresión de afecto, de intimidad. Pero le disgustaba que le llamasen turco, y cuando así lo hacían, repelía irritado el apodo, llegando a veces a enojarse:

—¡Turco será tu madre!

—Pero, Nacib…

—Todo lo que quiera, menos turco.

Brasileño —golpeaba con la mano enorme el pecho velludo—, hijo de sirios, gracias a Dios.

—Árabe, turco, sirio, todo es lo mismo.

—¡Lo mismo un cuerno! Eso es ignorancia suya. Es no conocer historia ni geografía. Los turcos son unos bandidos, la raza más desgraciada que existe. No puede haber insulto mayor para un sirio que ser llamado turco.

—Bueno, Nacib, no se enoje. No fue para ofenderlo. Es que esas cosas de extranjeros, para mí son todas iguales…

Tal vez lo llamasen así, más por sus bigotes negros de sultán destronado, que le descendían por los labios y cuyas puntas él retorcía al conversar. Frondosos bigotes plantados en un rostro gordo y bonachón, de ojos desmesurados que se agrandaban al paso de las mujeres. Boca golosa, grande y de risa fácil. Un enorme brasileño, alto y gordo, cabeza chata y abundante cabellera, vientre demasiado desarrollado, «barriga de nueve meses», como bromeaba el Capitán cuando perdía una partida frente al tablero de damas.

—En la tierra de mi padre… —así comenzaban sus historias en las noches de largas charlas, cuando en las mesas del bar apenas si quedaban unos pocos amigos.

Porque su tierra era Ilhéus, la ciudad alegre ante el mar, las plantaciones de cacao, aquella zona ubérrima en la que se hiciera hombre. Su padre y sus tíos, siguiendo el ejemplo de los Achcar, habían venido primero, dejando a la familia. Nacib había embarcado después, con su madre y su hermana, seis años mayor, cuando aún no había cumplido cuatro años. Recordaba vagamente el viaje en tercera clase, el desembarco en Bahía, donde el padre fuera a esperarlos. Después la llegada a Ilhéus, la ida a tierra en una canoa, pues en aquel tiempo no existía ni el puente de desembarque. De lo que no se acordaba era de Siria, ningún recuerdo le había quedado de la tierra natal, tanto se había mezclado a ella la nueva patria, y tanto se había hecho brasileño e ilheense. Para Nacib era como si hubiese nacido en el momento mismo de la llegada del barco a Bahía, cuando recibiera el beso del padre envuelto en lágrimas. Por otra parte, lo primero que hiciera el mercachifle Aziz luego de la llegada a Ilhéus, había sido llevar los hijos a Itabuna, entonces Tabocas, a la escribanía del viejo Segismundo, para anotarlos como brasileños.

Proceso rápido de naturalización que el respetable escribano practicaba con la perfecta conciencia del deber cumplido, por unos pocos pesos. No teniendo alma de explotador, cobraba barato, colocando la operación legal al alcance de todos, haciendo de los hijos de esos inmigrantes cuando no de ellos mismos venidos para trabajar en nuestra tierra, auténticos ciudadanos brasileños, con la venta de buenos y válidos certificados de nacimiento.

Sucedió que la antigua escribanía se incendió en una de aquellas luchas por la conquista de la tierra, y el fuego devoró indiscretas mediciones y escrituras de las tierras de Sequeiro Grande, cosa que está contada en un libro. No era culpa de nadie, por lo tanto, y mucho menos del viejo Segismundo, que los libros de registro de nacimientos y muertes, todos ellos, hubieran sido consumidos en el incendio, obligando a nuevo registro a centenas de ilheenses (en ese tiempo Itabuna todavía era distrito del municipio de Ilhéus). No existían libros de registros, pero sí existían testigos idóneos que afirmaban que el pequeño Nacib y la tímida Salma, hijos de Aziz y de Zoraya, habían nacido en el arrabal de Ferradas, siendo registrados en la oficina, antes del incendio. ¿Cómo podría Segismundo, sin cometer una grave descortesía, dudar de la palabra del «coronel» José Antunes, rico estanciero, o del comerciante Fadel, establecido con tienda de géneros, y que gozaba de crédito en la plaza? ¿O aún de la palabra más modesta del sacristán Bonifacio, presto siempre a aumentar su parco salario sirviendo en casos así, como fidedigno testigo? ¿O del perneta Fabiano, corrido de Sequeiro do Espinho, y que no poseía otro medio de vida fuera de ése de testimoniar?

Cerca de treinta años habían pasado sobre tales hechos. El viejo Segismundo murió rodeado de la estima general y hasta hoy se recuerda su entierro. Toda la población había concurrido, ya que desde hacía mucho tiempo él no tenía enemigos, ni siquiera los que le habían incendiado la oficina.

Ante su tumba hablaron oradores celebrando sus virtudes. Había sido —afirmaban— un servidor admirable de la justicia, para las generaciones futuras. Registraba fácilmente como nacido en el municipio de Ilhéus, Estado de Bahía, Brasil, a cuanta criatura le llevasen, sin mayores investigaciones, y aun cuando parecía evidente el nacimiento después del incendio. Ni escéptico ni formalista, tampoco podía haberlo sido en el Ilhéus de los comienzos del cacao. Campeaba la tramoya, la falsificación de escrituras y mediciones de tierras, las hipotecas inventadas, las escribanías y los notarios eran piezas importantes en la lucha por la conquista y escrituración de las tierras. ¿Cómo distinguir un documento falso de uno verdadero? ¿Cómo pensar en míseros detalles legales como el lugar y la fecha exacta del nacimiento de una criatura, cuando se vivía peligrosamente en medio de los tiroteos, de las bandas de matones armados, de las emboscadas mortales? La vida era bella y variada, ¿cómo iba a desmenuzar nombres de localidades el viejo Segismundo? ¿Qué importaba, en realidad, dónde naciera el brasileño a registrarse, aldea siria o Ferradas, sur de Italia o Pirangi, Trás-os-Montes o Río de Braço? El viejo Segismundo ya tenía demasiadas complicaciones con los documentos de posesión de la tierra, ¿por qué habría de dificultar la vida de honestos ciudadanos, que lo único que deseaban era cumplir con la ley, registrando a sus hijos?

Simplemente, confiaba en la palabra de aquellos simpáticos inmigrantes, les aceptaba sus modestos regalos, acompañados de testimonios idóneos, de personas respetables, hombres cuya palabra a veces valía más que cualquier documento legal.

Y, si alguna duda restaba en el espíritu, no era el pago más elevado del registro y del certificado, el corte de género para su esposa, la gallina o el pavo para su hogar, lo que dejaba en paz su conciencia. Era que él, como la mayoría de la población, no medía por el nacimiento al verdadero «grapiúna» y sí por su trabajo en beneficio de la tierra, por su coraje para entrar en la selva y afrontar la muerte, por las plantas de cacao plantadas, o por el número de puertas de las tiendas y almacenes, por su contribución al desenvolvimiento de la zona. Ésa era la mentalidad de Ilhéus, y también la del viejo Segismundo, hombre con larga experiencia de la vida, de amplia comprensión humana y de pocos escrúpulos. Experiencia y comprensión colocados al servicio de la región del cacao. En cuanto a los escrúpulos, no ha sido con ellos con los que las ciudades del sur de Bahía progresaron, con lo que se trazaron carreteras, se plantaron las estancias, se creó el comercio, construyeron edificios, fundaron periódicos, exportóse cacao al mundo entero. Fue con tiros y celadas, con falsas escrituraciones y mediciones inventadas, con muertes y crímenes, con asesinos y aventureros, con prostitutas y jugadores, con sangre y coraje.

En una oportunidad, Segismundo recordó sus escrúpulos. Se trataba de la medición de la mata de Sequeiro Grande y le ofrecían poco por la tramoya legalista: le crecieron súbitamente los escrúpulos. En vista de eso, le quemaron la oficina y le metieron una bala en la pierna. La bala, por error, esto es: por error se la metieron en la pierna, pues estaba destinada al pecho de Segismundo. Desde entonces quedó menos escrupuloso y más barato, más «grapiúna» todavía, gracias a Dios. Por eso, cuando murió octogenario, su entierro se transformó en verdadera manifestación de homenaje a quien fuera, en aquellos parajes, ejemplo de civismo y devoción a la justicia.

Por esa mano venerada, Nacib fue hecho brasileño nato en cierta tarde lejana de su primera infancia, vestido con verde bombachón de terciopelo francés.

Gabriela, clavo y canela
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