De cómo Nacib despertó sin cocinera
Nacib despertó con los fuertes golpes dados en la puerta de su habitación. Había llegado de madrugada; luego de cerrar el bar anduvo con Tonico Bastos y Ño-Gallo por los cabarets, acabando en la casa de María Machadáo con Risoleta, una recién llegada de Aracajú, un poco bizca.
—¿Quién es?
—Soy yo, señor Nacib. Para despedirme, me voy.
Un navío hacía oír su silbato cercano, llamando al práctico.
—¿Hacia dónde va, Filomena?
Nacib levantóse, prestando una atención distraída al silbato del navío —por el modo de pitar es un «Ita», pensaba—, mientras trataba de ver la hora en el reloj colocado al lado de la cama: seis de la mañana, y él había llegado alrededor de las cuatro. ¡Qué mujer aquella Risoleta! No es que se tratase de una belleza, hasta tenía un ojo torcido, pero sabía cosas, mordíale la punta de la oreja y se tiraba para atrás, riendo… ¿Qué clase de locura había atacado a la vieja Filomena?
—A Agua Preta, a quedarme con mi hijo…
—¿Qué diablos de historia es ésa, Filomena? ¿Está loca?
Buscaba las chinelas con los pies, mal despierto todavía, con el pensamiento puesto en Risoleta. El perfume barato de la mujer aún persistía en su pecho velludo. Salió descalzo hacia el corredor, metido en su camisón. La vieja Filomena esperaba en la sala, con su vestido nuevo, un pañuelo floreado en la cabeza y el paraguas en la mano. En el suelo, el baúl y un paquete con cuadros de santos. Había sido sirvienta de Nacib desde que él comprara el bar, hacía más de cuatro años. Impertinente, pero limpia y trabajadora, seria a más no poder, era incapaz de tocar un centavo, y muy cuidadosa. «¡Una perla, una piedra preciosa!», acostumbraba a decir doña Arminda para definirla. Tenía sus días de malhumor, cuando amanecía con la cara amoscada, entonces no hablaba sino para anunciar su próxima partida, el viaje a Agua Preta, donde su único hijo habíase establecido con un mercadito. Tanto hablaba de irse, de aquel famoso viaje, que Nacib ya no le creía, pensando que todo aquello no pasaba de manías inofensivas de la vieja, ya tan ligada a él, más persona de la casa que empleada, y casi una pariente lejana.
El navío hacía oír su silbato, Nacib abrió la ventana; era, como había adivinado, el «Ita» procedente de Río de Janeiro. Estaba llamando al práctico, parado ante la «piedra do Rapa».
—Pero, Filomena, ¿qué locura es ésa? Así, de repente, sin avisar ni nada… ¡Absurdo!
—¡Qué, don Nacib! Desde que crucé el marco de su puerta le vengo diciendo: «un día de éstos me voy a juntar con mi Vicente…».
—Me podía haber dicho ayer que se iba hoy…
—Pero si le mandé un recado con Chico. Usted no le prestó atención, no apareció por casa… Realmente, Chico-Pereza, su empleado y vecino, hijo de doña Arminda, le había llevado juntamente con el almuerzo el recado de la vieja, anunciando su próxima partida. Pero como eso sucedía todas las semanas, Nacib lo había escuchado sin responder.
—Yo lo esperé toda la noche… Hasta la madrugada lo esperé. Pero usted andaba corriendo terneras por ahí, semejante hombre que ya debía estar casado, con la cola asentada en casa en vez de vivir cambiando de piernas, después del trabajo… Un día, a pesar de todo ese cuerpo, va a enfermarse y a estirar las patas… Señalaba, con el dedo levantado, flaco y acusador, el pecho del árabe asomando por el cuello del camisón, bordado con pequeñas flores rojas. Nacib bajó los ojos, vio las manchas de lápiz labial. ¡Risoleta!…
La vieja Filomena y doña Arminda vivían criticando su vida de soltero, tirándole indirectas, planeando su casamiento.
—Pero, Filomena…
—No hay nada más que decir, don Nacib. Me voy ahora mismo, Vicente me escribió, va a casarse, me necesita. Ya preparé mis cosas…
Y tan luego en vísperas del banquete de la Empresa de Omnibus Sur-Bahiana, contratado para el día siguiente; una cosa como para tumbar a cualquiera, ¡tan luego treinta cubiertos!
—Adiós, don Nacib. Dios le proteja y le ayude a encontrar una novia buena, que cuide de su casa…
—Pero, mujer, son las seis de la mañana, el tren sale recién a las ocho…
—Yo no me confío en los trenes, son bichos matreros. Prefiero llegar con tiempo…
—Deje por lo menos que le pague…
Todo aquello le parecía una pesadilla idiota. Movíase descalzo por la sala, pisando en el cemento frío, estornudó, lanzó bajito una maldición. A ver si todavía se resfriaba, para completar la situación… Maldita vieja loca…
Filomena extendía la mano huesuda, la punta de los dedos.
—Hasta otro momento, don Nacib. Cuando vaya por Agua Preta háganos una visita.
Nacib contó el dinero, agregó unos pesos de más —a pesar de todo, ella lo merecía—, la ayudó a tomar el baúl, el paquete pesado con los cuadros santos —antes colgados profusamente en su pequeña habitación de los fondos—, y el paraguas. Por la ventana entraba la mañana alegre, y con ella la brisa del mar, el canto de un pájaro, y un sol sin nubes, luego de tantos días de lluvia. Nacib miró el barco; la lancha del práctico se aproximaba. Levantó los brazos desperezándose, y desistió de volver a la cama. Dormiría la siesta para estar en forma a la noche, había prometido a Risoleta volver. Diablo de vieja, había trastornado su día…
Fue hacia la ventana, y se quedó mirando cómo se alejaba su empleada. El viento del mar lo hizo estremecer. La casa, en la pendiente de San Sebastián, estaba situada casi detrás del muelle. Por lo menos habían cesado las lluvias. Tanto habían durado que casi perjudica la zafra, los frutos jóvenes de cacao, que pudieron pudrirse en los árboles si la lluvia hubiese continuado… Los «coroneles» habían comenzado a demostrar cierta inquietud. En la ventana de la casa vecina apareció doña Arminda, despidiendo con su pañuelo a la vieja Filomena, amiga íntima suya.
—Buen día, don Nacib.
—La loca de Filomena… Se fue…
—Ajá… Una coincidencia, don Nacib, que usted ni se imagina. Todavía ayer le dije a Chico cuando él llegó del bar: «Mañana, doña Filomena se va, el hijo le mandó una carta llamándola…».
—Él me dijo, sí, pero no lo creí.
—Ella se quedó hasta tarde esperándolo. Quedamos las dos conversando, sentadas en el batiente de su casa. Claro que usted no apareció… —rióse con una risita entre reprobadora y comprensiva.
—Ocupado, doña Arminda, mucho trabajo…
Ella no quitaba los ojos de las manchas de «rouge». Nacib se sobresaltó: ¿tendría también manchas en la cara? Probable, muy probable…
—Si es lo que yo siempre digo: hombre trabajador como don Nacib hay pocos en Ilhéus… Hasta de madrugada…
—Y tan luego hoy —se lamentó Nacib—, con una comida para treinta cubiertos encargada en el bar para mañana a la noche…
—Yo ni lo sentí cuando entró, y eso que fui a dormir bien tarde, más de las dos de la mañana… Nacib rezongó alguna cosa; doña Arminda era la curiosidad en persona.
—Ni sé a qué hora llegué… Ahora, ¿quién irá a preparar el banquete?
—Un problema… Conmigo no puede contar. Doña Elizabeth está esperando la criatura en cualquier momento, ya pasó del día. Fue por eso que estuve despierta y don Pablo podía venir a buscarme de repente. Además de eso, comida fina yo no sé hacer… Doña Arminda, viuda, espiritista, lengua viperina, madre de Chico-Pereza, muchachito empleado en el bar de Nacib, era una partera afamada: muchos de los hijos de Ilhéus nacidos en los últimos veinte años, nacieron en sus manos, y las primeras sensaciones del mundo que sintieran habían sido su endiablado olor a ajo, y su cara colorada de «sarará» (hormiga; crustáceo, mulato de pelo rubio, ojos claros y características negroides).
—¿Y doña Clorinda, ya tuvo el chico? El doctor Raúl no vino por el bar ayer…
—Ya sé, ayer por la tarde. Pero llamaron al médico, ese tal doctor Demóstenes. Esas novedades de ahora. Don Nacib, ¿usted no cree que es una indecencia que un médico agarre a la criatura?, ¿viendo desnuda a la mujer del otro? Falta de vergüenza… Para Arminda, aquél era un asunto vital: los médicos comenzaban a hacerle la competencia; dónde se había visto tal descaro, un médico espiando a las mujeres de los otros, desnudas, en los dolores del parto… Pero la preocupación de Nacib era el banquete del día siguiente, y los bocados dulces y salados para el bar, problemas serios creados por el viaje de Filomena:
—Es el progreso, doña Arminda. Esa vieja me hizo una buena…
—¿Progreso? Descaro es eso… —¿Dónde voy a conseguir una cocinera?
—Lo único que puede hacer es encargar todo a las hermanas Dos Reis…
—Son muy careras, le arrancan la piel a uno… Y yo que había conseguido dos muchachas para que ayudaran a Filomena…
—Así es el mundo, don Nacib. Cuando menos se espera, suceden las cosas. Yo, por suerte, tengo al finado que me avisa. El otro día mismo, ni puede usted imaginarlo… Fue en una sesión, en casa del compadre Deodoro… Pero Nacib no estaba dispuesto a oír las repetidas historias de espiritismo, especialidad de la partera. —¿Chico ya se despertó?
—Qué esperanza, don Nacib. El pobre llegó pasada la medianoche.
—Por favor, despiértelo. Necesito hacer muchas cosas. Usted comprende: una comida para treinta personas, toda gente importante, celebrando la instalación de la línea de ómnibus…
—Oí decir que uno se dio vuelta en el puente del río Cachoeira.
—Fantasía de la gente. Van y vienen llenos. Es un negoción.
—Mire que se ve de todo en Ilhéus ahora, ¿eh, don Nacib? Me contaron que en el hotel nuevo va a haber un ascensor, una caja que sube y baja solita…
—¿Lo despierta a Chico?
—Ya voy… ¡Cruz diablo, estas escaleras!
Nacib se quedó unos instantes en la ventana, mirando el navío de la «Costera» al que ya se aproximaba el práctico. Mundinho Falcão debía llegar en ese barco, según había dicho alguien en el bar. Lleno de novedades, sin duda. También llegarían nuevas mujeres para los cabarets, para las casas de la calle Do Unháo, del Sapo, de las Flores.
Cada navío, fuera de Bahía, Aracajú o de Río, traía un cargamento de muchachas alegres. Tal vez llegase también el automóvil del doctor Demóstenes; el médico estaba ganando un dinerón en su consultorio, el primero de la ciudad. Valía la pena vestirse e ir al puerto para asistir al desembarque. Allá estaría ciertamente el grupo habitual de madrugadores. ¿Y quién sabe si no le darían noticias de una buena cocinera, capaz de cargar con el trabajo del bar? Cocinera, en Ilhéus, era una cosa rara, disputada por las familias, por los hoteles, pensiones y bares. El diablo de la vieja…
Y tan luego cuando él había descubierto esa preciosidad de Risoleta. Cuando necesitaba estar con el espíritu tranquilo…
Por unos días, por lo menos, no veía otra solución que caer en las uñas de las hermanas Dos Reis. Cosa complicada es la vida: hasta ayer todo marchaba bien, él no tenía preocupaciones, había ganado dos partidas de «gamão» seguidas contra un rival tan fuerte como lo era el Capitán, había comido una «moqueca de siri» (guisado de cangrejos) realmente divina en casa de María Machadáo, y había descubierto a aquella novata, Risoleta…
Y ahora, recién de mañanita, ya estaba repleto de problemas…
¡Qué porquería! Vieja loca…
La verdad es que estaba con nostalgias de ella, de su limpieza, del café por la mañana con «cuscuz» de maíz, batata, banana frita, «beijús» (una masa de mandioca)… De sus cuidados maternales, de su solicitud, hasta de sus rezongos. Una vez que él cayera con fiebre, el tifus endémico de la época en la región, como el paludismo y la viruela, ella no se había ido del cuarto, hasta dormía en el suelo. ¿Dónde encontraría otra como ella?
Doña Arminda volvía a la ventana:
—Ya se despertó, don Nacib. Está bañándose.
—Voy a hacer lo mismo. Gracias.
—Después venga a tomar el café con nosotros. Café de pobre. Quiero contarle el sueño que tuve con el finado. Él me dijo: «Arminda, mi vieja, el diablo se apoderó de la cabeza de este pueblo de Ilhéus. Sólo piensan en dinero, sólo piensan en grandezas. Esto va a terminar mal… Van a comenzar a suceder muchas cosas…».
—Pues para mi, doña Arminda, ya empezó… Con ese viaje de Filomena. Para mí ya empezó.
Lo dijo en tono de burla, pero no sabía que realmente, ya había empezado. El barco recibía al práctico, maniobrando en dirección al banco de arena.