Del pájaro «sofré»
Nacib no podía más, había perdido el sosiego, la alegría, el gusto de vivir. Hasta dejó de atusarse la Punta de los bigotes, que caían ahora marchitos sobre la boca sin sonrisa. Era una preocupación sin fin, un pensar continuo, como para consumir a un hombre, quitarle el sueño y el apetit o, adelgazarlo y dejarlo sin voluntad, melancólico. Tonico Bastos apoyábase en el mostrador, servíase un «amargo» mientras miraba, irónico, la silueta abatida del dueño del bar:
—Está decayendo, árabe. No parece el mismo. Nacib asentía con la cabeza, desanimado.
Sus grandes ojos ojerosos se posaron en el elegante escribano. Tonico había crecido en su estimación en los últimos tiempos. Siempre habían sido amigos, pero unidos por relaciones superficiales, conversaciones sobre mujeres de la vida, idas al cabaret, copas tomadas juntos, últimamente, sin embargo, desde la aparición de Gabriela se estableció entre ellos una intimidad más profunda. De todos los asiduos concurrentes del bar a la hora del aperitivo, Tonico era el único que se mantenía discreto a la hora del mediodía, cuando ella llegaba con su flor detrás de la oreja. La saludaba delicadamente, preguntábale por su salud, le elogiaba el sabor, sin igual de sus comidas. Ni requiebros de mirada, ni palabritas susurradas, ni intentos de tomarle la mano. La trataba como si ella fuera una respetable señora, bella y deseable pero inaccesible. De ningún otro como de Tonico, había temido Nacib la rivalidad, al contratar a Gabriela. ¿No era él, un conquistador sin rival, destrozador de corazones?
El mundo es así, sorprendente y difícil: mantenía Tonico la máxima discreción y respeto ante la presencia excitante de Gabriela. Todos conocían las relaciones entre el árabe y su hermosa cocinera. Claro está que, oficialmente, ella no pasaba de ser su cocinera, que ningún otro compromiso existía entre ellos. Pretexto éste que servía para cubrirla, aún en su presencia, de palabras dulces, para envolverla en requiebros melosos, o meterle esquelitas en la mano. Los primeros habían sido leídos por él displicentemente, haciendo luego con ellos bolitas de papel que arrojaba a la basura. Ahora los despedazaba rabiosamente, tantos eran, y tan indecentes algunos. Tonico, no.
Le daba pruebas de verdadera amistad, la respetaba como si ella fuese señora casada, esposa de un «coronel». ¿Era o no amistad, eso, señal de estimación? Nacib no lo amenazaba como hiciera el «coronel» Cariolano por causa de Gloria. Sin embargo, de Tonico no tenía quejas, y solamente a él abría su corazón dolorido como si estuviera traspasado por una espina.
—La peor cosa del mundo es que un hombre no sepa como actuar.
—¿Dónde está la dificultad?
—¿No ve? Estoy mordiéndome por dentro, y eso me destroza la carne. Ando atontado.
Basta decirle que el otro día me olvidé de pagar un título, mire como andaré…
—Pasión no es broma…
—¿Pasión?
—¿Y acaso no es eso? Amor es lo mejor y al mismo tiempo lo peor del mundo.
Pasión… Amor… Había luchado contra esas palabras durante días y días, pensando a la hora de la siesta. Sin querer medir la extensión de sus sentimientos, no queriendo encarar de frente la realidad de las cosas. Pensaba que se trataba solamente de una aventura pasajera, más fuerte que las anteriores, que duraría tal vez más tiempo. Pero nunca había sufrido tanto por una aventura, jamás había sentido tantos celos, ese miedo, ese temor de perderla. No era el temor irritante de quedarse sin la cocinera afamada, en cuyas manos mágicas reposaba gran parte de la actual prosperidad del bar. Ni volvió a pensar más en eso, habían sido preocupaciones que duran poco tiempo. Si había llegado a perder el apetito, a andar con un hastío terrible, no era por eso… Lo que sucedía es que le era imposible imaginar siquiera una noche sin Gabriela, sin el calor de su cuerpo. Hasta en los días imposibles, se acostaba en su lecho, ella lo acunaba en su pecho, y entonces el perfume a clavo lo penetraba. Eran esas noches mal dormidas, de deseos contenidos, acumulándose para las verdaderas noches de nupcias, renovándose en cada mes. Si eso no era amor, desesperada pasión, ¿qué lo sería, entonces, Dios mío? Y si era amor, si la vida se le hacía imposible sin ella, ¿cuál era la solución? «Toda mujer, hasta la más fiel tiene su límite», le había dicho Ño-Gallo, hombre de buenos consejos. Otro que había demostrado ser su amigo. No tan discreto como Tonico, porque ponía a Gabriela un Ojo cómplice, suplicante. Pero no pasaba de eso, no le hacía propuestas.
—Debe ser eso mismo. Le diré, Tonico, que sin esa mujer no puedo vivir. Voy a volverme loco si ella me deja…
—¿Qué es lo que va a hacer?
—Qué sé yo…–el rostro de Nacib era tan triste que daba pena. Había perdido aquella jovialidad que antaño se derramaba por los cachetes gordos. Parecía alargarse, sombría, casi fúnebre.
—¿Por qué no se casa con ella? —soltó de repente Tonico, como adivinando lo que iba por dentro del pecho del amigo.
—¿Está bromeando? Con esas cosas no se juega…
Tonico se levantaba, mandaba anotar los «amargos» en la cuenta, y tiraba una moneda a Chico-Pereza, que la barajaba en el aire:
—Pues, si yo fuese usted, haría eso…
En el bar vacío, Nacib pensaba. ¿Qué otra cosa podía hacer? Estaba lejos el tiempo en que iba a su cuarto por aburrimiento, cansado de Risoleta, o de otras mujeres. Cuando, como pago, le llevaba prendedores de un peso, anillos baratos de vidrio. Ahora le hacía regalos, uno, dos por semana. Cortes para vestidos, frascos de perfume, pañuelos para la cabeza, caramelos del bar. Pero ¿de qué valía todo eso ante las propuestas de casa instalada, de vida de lujo, sin trabajos, así como la de Gloria, gastando en las tiendas, vistiéndose mejor que muchas señoras casadas con marido rico? Era preciso ofrecerle algo superior, alguna cosa mejor, capaz de hacer ridículas las ofertas del juez, de Manuel das Onzas, ahora hasta de Ribeirito, súbitamente sin Anabela. La bailarina se había ido; aquella tierra le metía miedo. El rumor levantado por la zurra dada al empleado de la Intendencia, rumor que envolvía a Ribeirito, anunciando sucesos aún más graves, la había decidido. Preparó su equipaje en secreto, compró a las escondidas el pasaje en un «Bahiano», apenas si se despidió de Mundinho. Había ido a su casa la víspera, y él le dio diez mil cruzeiros. Ribeirito estaba en la plantación, y cuando llegó a Ilhéus se encontró con la noticia. Ella se había llevado el anillo de brillantes, el «pendantif» de oro, más de doscientos mil cruzeiros en joyas.
Tonico comentó en el bar:
—Quedamos viudos, yo y Ribeirito. Así que, es el momento de que Mundinho nos encuentre otra cosa …
Ribeirito habíase vuelto hacia Gabriela, ya tenía la casa lista, era sólo cuestión de decidirse. También a ella le daría un anillo de brillantes, y «pendantif» de oro. Nacib sabía todo eso, por doña Arminda que decía alabando a su vecina:
—Nunca vi mujer tan derecha… Mire que ésas son cosas de dejar a cualquier mujer con la cabeza trastornada. Y se precisa querer mucho a alguien, tener más amor por un hombre que por ella misma, para hacer eso. Otra cualquiera ya andaría por ahí, cubierta de más lujo que una princesa …
De los sentimientos de Gabriela, él no dudaba. ¿No resistía ella, como si no le importasen nada todas las propuestas, todos los ofrecimientos? Se reía de ellos, no se enojaba cuando uno, más osado, le tocaba la mano, o le sujetaba la barbilla. No devolvía las esquelas, no era grosera, agradecía las palabras de elogio. Pero a nadie daba confianza, jamás se quejaba, nunca le pidiera nada, recibía sus regalos batiendo palmas, loca de alegría. ¿Y no moría ella en sus brazos, cada noche, ardiente, insaciable, renovada, llamándolo «mozo lindo, mi perdición»?
«Si yo fuera usted, es lo que haría…».
Fácil de decir cuando se trata de los otros. Pero ¿cómo casarse con Gabriela, cocinera, mulata sin familia, sin virginidad, encontrada en el «mercado de los esclavos»? Habría que hacerlo con una muchacha de condiciones, de familia conocida, de ajuar preparado, de buena educación, de recatada virginidad. ¿Qué diría su tío, su tía tan interesada en meter las narices en todo, su hermana, su cuñado, ingeniero agrónomo de buena familia? ¿Qué dirían los Achcar, sus parientes ricos, señores de tierra, jefes en Itabuna? ¿Sus amigos del bar, Mundinho Falcão, Amancio Leal, Melk Tavares, el Doctor, el Capitán, el doctor Mauricio, el doctor Ezequiel? ¿Qué diría la ciudad? Imposible siquiera pensar en eso ¡un absurdo! Sin embargo, pensaba… Apareció en el bar un campesino vendiendo pájaros. En una jaula, un «sofré» parecía despedazarse en un canto triste y armonioso. Bello e inquieto, negro y amarillo, de dulce trino, no paraba un instante. ChicoPereza y Pico-Fino se extasiaban.
Una cosa segura iba a hacer. Acabar con las venidas de Gabriela, al mediodía. ¿Se perjudicaría el bar? Paciencia… Perdería dinero, pero peor sería perderla a ella. Era una tentación diaria para los hombres su presencia embriagadora. ¿Cómo no quererla, no desearla, no suspirar por ella después de verla? Nacib la sentía en la punta de los dedos, en los bigotes caídos, en la piel de los muslos, en la punta de los pies. El «sofré» parecía cantar para él, tan triste era su canto.
¿Por qué no llevárselo a Gabriela? Ahora que no podría venir al bar, necesitaría distracciones.
Compró el «sofré». Ya no podía más de tanto pensar, ya no podía más de tanto penar.