De los viejos métodos
Mundinho Falcão cumplió finalmente la promesa hecha al «coronel» Altino, yendo a visitar sus estancias. No aquel sábado marcado, sino un mes después, y a instancias del Capitán. El recaudador de impuestos concedía gran importancia a la conquista de Altino diciendo que, si lo ganaban, obtendrían la adhesión de varios plantadores, que aún vacilaban, no obstante haber comenzado los estudios de los bancos de arena. No cabía dudas que la llegada del ingeniero había significado la derrota para el gobierno de Bahía, Y un impacto, un tanto apuntado por Mundinho. La propia reacción de los Bastos, violenta, quemando una edición del «Diario de Ilhéus» lo probó. En los días siguientes, algunos «coroneles» aparecieron en la oficina de la casa exportadora para solidarizarse con Mundinho, y ofrecerle sus votos. El Capitán alineaba guarismos en una columna, sumaba votos en el papel. Conociendo los hábitos políticos imperantes, no quería adelantar una victoria apretada. El reconocimiento, tanto de los diputados en la Cámara Federal o en la estadual, cuanto del Intendente y de los consejeros municipales, sólo podría descontarse luego de una victoria brutal, aplastante. Y aún así, no sería muy fácil obtener el reconocimiento. Para eso, él creía contar con las amistades del exportador en el escenario político federal, y con el prestigio de la familia Mendes Falcão. Pero era preciso vencer por amplio margen.
Retornó la calma a la ciudad, por lo menos aparentemente, después de los últimos acontecimientos. En ciertos círculos de Ilhéus crecía la simpatía en torno a Mundinho. Había mucha gente asustada por el retorno de los métodos violentos evidenciado con la hoguera de los periódicos. Mientras mandaran los Bastos, decían, no llegaría a su fin el reinado de los bandidos. Pero el Capitán sabía que esos comerciantes, esos empleados de tiendas y negocios, esos trabajadores del puerto, significaban pocos votos. Los votos pertenecían a los «coroneles», sobre todo a los grandes plantadores, dueños de distritos, compadres de medio mundo y también dueños de la máquina electoral. Ésos, sí, eran los que decidían.
La casa del «coronel» Altino Brandáo, en Río do Braço, quedaba al lado de la estación, rodeada de balcones, enredaderas que subían por las paredes, flores variadas en el jardín, quinta con numerosos árboles frutales. Todo admiraba a Mundinho, que llegó a pensar si no tendría razón el Capitán cuando decía que el rico plantador era un tipo raro en Ilhéus, de mentalidad abierta. En aquella zona no se había conservado la tradición de las cómodas casas solariegas de la época de las plantaciones de azúcar, sus delicadezas ni sus lujos. En las plantaciones y en los poblados, las casas de los «coroneles» carecían, muchas veces, de las más elementales comodidades. Erguíanse en las plantaciones sobre estacas, debajo de las cuales dormían los Puercos. Cuando no, próximo quedaba siempre el chiquero, como una defensa contra las innumerables cobras de veneno mortal. Los cerdos las mataban, protegidos contra el veneno por la gruesa capa que los recubría. De la época de los barullos había quedado una cierta sobriedad en el vivir, que sólo desde hacía poco tiempo se estaba perdiendo en Ilhéus e Itabuna, donde los «coroneles» comenzaban a comprar y a construir buenas residencias, bungalows y hasta palacetes. Eran los hijos, estudiantes en las facultades de Bahía, quienes los obligaban a abandonar los hábitos frugales.
—Es un honor que nos hace… —había dicho el «coronel» al presentarlo a su señora en la sala bien amueblada, en cuya pared se veían los retratos en colores de Altino y su mujer, cuando más jóvenes.
Lo llevó después al cuarto de huéspedes, regio, con colchón de lana, sábanas de hilo, colcha bordada, y el olor de la alucema quemada perfumando el aire.
—Si usted está de acuerdo, le propongo montar luego del almuerzo. Así tendremos tiempo de ver el trabajo de las plantaciones. Dormir en las «Aguas Claras», bañarnos en el río mañana por la mañana, y dar una vuelta a caballo para ver la estancia. Almorzar unas piezas de caza por allá, y regresar para la cena.
—Perfecto. Estoy totalmente de acuerdo.
La estancia «Aguas Claras», del «coronel» Altino, incluía una inmensa extensión de tierras, y estaba cerca del poblado, a menos de una legua. Más alejado, poseía otra estancia, donde aún quedaban bosques por derribar.
Los platos se sucedieron en la mesa, pescado de río, aves diversas, carne de buey, de carnero y de cerdo. Y eso que almorzaban en familia, porque los domingos era la comida de los invitados.
Por la noche, en la estancia (después que Mundinho viera a los trabajadores en la recolección, en los «cóchos» (vasija) de cacao tierno, en las barcazas, revolviendo el cacao al sol en una danza de pasos menudos), conversaron a la luz de las lámparas de kerosene. Altino contaba historias de bandidos, hablaba de los tiempos pasados, cuando conquistara la tierra. Algunos trabajadores, sentados en el suelo, participaban de la conversación recordaban detalles. Altino señalaba a un negro:
—Ese hace veinticinco años que está conmigo. Apareció por aquí huyendo, era hombre de los Badaró. Si tuviese que cumplir penas por los hombres que despachó, no le alcanzaría la vida.
El negro sonreía mostrando los dientes blancos, mascando un pedazo de tabaco; tenía las manos callosas, los pies cubiertos con la costra formada por la miel seca del cacao:
—¿Qué va a pensar el mozo de mí, «coronel»?
Mundinho quería conversar de política, ganar al rico plantador para su causa. Pero Altino evitaba el asunto, apenas se había referido —y eso durante el almuerzo en Río do Braço— a la fogata hecha con la edición del «Diario de Ilhéus». Habíala reprobado: —Muy mal hecho… Eso es cosa de otro tiempo que ya pasó, gracias a Dios. Amancio es un buen hombre pero con un carácter de mil diablos, ni sé como está vivo. Fue herido tres veces en los barullos, quedó con un ojo vaciado y perdió un brazo.
Y no se enmienda.
Melk Tavares tampoco fue hombre de jugar con él, sin hablar del pobre Jesuíno… Nadie está libre de cometer una desgracia, y Jesuíno no tenía otro reme dio. ¿Pero por qué se mete a quemar diarios? Muy mal hecho…
Buscaba espinas en el pescado:
—Pero, usted, perdóneme que se lo diga, tampoco actuó bien. Ése es mi modo de pensar.
—¿Por qué? ¿Por qué el diario estaba violento? Las campañas políticas no se hacen con elogios a los adversarios.
—Que su diario está sabroso, no lo niego. Hay cada artículo que da gusto leerlo… Oí decir que es el Doctor quien escribe, ese tiene más tuétano en la cabeza que Ilhéus entero. Hombre inteligente… Me gusta oírlo hablar, parece un sabio. En eso usted tiene razón. Un diario es para castigar, para aplastar al enemigo. Está en lo cierto, hasta yo me suscribí. No hablo de eso, no.
—¿De qué, entonces?
—Don Mundinho, estuvo mal quemar el diario. No lo apruebo. Pero ya que ellos quemaron, usted estaba en su derecho. Como Jesuíno. ¿Él quería matar a la mujer? No no quería. Pero ella le puso los cuernos, y él no tenía otro remedio que matarla, sino quedaba más desacreditado que buey de carro. ¿Por qué usted no quemó el diario de ellos, no los ejemplares sino la casa, por qué no destrozó las máquinas? Discúlpeme, pero era lo que usted debió haber hecho, sino van a andar diciendo que usted es muy bueno y tal, pero que para gobernar Ilhéus e Itabuna es preciso ser muy macho, no bajar la cabeza.
—«Coronel», yo no soy cobarde, créame. Pero como usted mismo dice, esos métodos corresponden a un tiempo pasado. Es exactamente para cambiarlos, para terminar con ellos, para hacer de Ilhéus una tierra civilizada que entré en política. Además, dónde iba a encontrar los hombres necesarios, que yo no los tengo…
—Caramba, por eso no… Usted tiene amigos, gente decidida como Ribeirito. Yo mismo previne a unos hombres, pensando: quién sabe si don Mundinho necesitará y me manda pedir gente prestada…
Sobre política fue todo cuanto conversaron, y Mundinho no sabía qué pensar. Tenía la impresión de que el «coronel» lo trataba como a una criatura, divirtiéndose con él. En la noche pasada en la plantación, Mundinho intentó conducir la conversación hacia la política, sin que Altino respondiera, hablando siempre de cacao. Volvieron hacia Río de Braço, después de un almuerzo delicioso: carnes de diferentes animales, «cotias», «pacas», venados, y una más deliciosa que ninguna y que Mundinho vino luego a saber que se trataba de carne de «macaco jupará». En el poblado hubo una comida con bombos y platillos, con estancieros, comerciantes, el médico, el farmacéutico, el sacerdote y cuantos eran de importancia en la localidad. Altino había hecho venir tocadores de acordeón y guitarra, improvisadores de desafíos, sobre todo a un ciego que era maravilloso en las rimas. En cierto momento, el farmacéutico preguntó a Mundinho como iba la política. Ni tuvo tiempo de responder, porque Altino atajó bruscamente:
—Don Mundinho vino aquí a hacer visitas, no a hacer política —y habló de otras cosas.
El lunes el exportador regresó. ¿Qué diablos quería ese «coronel» Altino Brandáo? Él mismo había venido a venderle su cacao, más de veinte mil arrobas, abandonando a Stevenson. Para Mundinho ése era un negocio de primera. El «coronel» no tenía mayores compromisos con los Bastos, y sin embargo ni quería oír hablar de política. O él, Mundinho, no entendía nada, o el viejo era loco. ¡Aconsejándole prender fuego a los edificios, aplastar máquinas, quizá hasta a matar gente!
El Capitán decía que él no comprendía a los «coroneles», su manera de pensar ni de actuar. Sobre aquella idea de vengarse en el «Periódico del Sur» del incendio idiota de los ejemplares del «Diario de Ilhéus»: el Capitán había dicho, pensativamente:
—No deja de tener razón. Yo también llegué a pensar en eso. La verdad es que esa gente de los Bastos necesita una lección. Alguna cosa que muestre al pueblo de aquí que ellos no son más los dueños de la tierra, como antes. He pensado mucho en eso. Hasta conversé con Ribeirito.
—¡Cuidado, Capitán! No vamos a hacer estupideces. A las violencias vamos a responder con los remolcadores, con las dragas para la bahía.
—A propósito, ¿cuándo ese ingeniero suyo va concluir los estudios y va a mandar venir las dragas? Nunca vi tanta demora…
—No es cosa fácil, ni de pocos días. Él está trabajando el día entero. No pierde un minuto.
Más rápido no puede ser.
—Trabaja de día y de noche —rio el Capitán—. De día en la bahía, de noche en el portón de Melk Tavares. Se encaprichó con su hija, es un romance de los fuertes… Más o menos una semana después de la visita a Río de Braço, saliendo Mundinho del Club Progreso, de una reunión de la comisión directiva, avistó al «coronel» Altino, de espaldas, en las proximidades de la casa de Ramiro Bastos. Divisó también, en la ventana, a la rubia Jerusa, se quitó el sombrero y ella le retribuyó el saludo con la mano. Lo que revelaba, cuando menos, sentido del humor, ya que Ribeirito había expulsado de Guarací, un pueblito cercano a su estancia, el día anterior, a un protegido de los Bastos, empleado de la Intendencia.
El hombre había llegado a Ilhéus en demanda de auxilio, rotos a palos los huesos, vestido con unas ropas prestadas que eran enormes para su cuerpo, pues a cuero limpio debió ganar el camino, a pie, la noche de la zurra…