De las equivocaciones de la señora Saad

Era el último de los circos. El negrito Tuísca meneaba la cabeza, parado ante el vacilante mástil, casi tan pequeño como un mástil de una canoa pescadora. Más chico y atorrante era imposible. El paño de lona del toldo agujereado como cielo en noche de estrellas, o como el vestido de la loca «María-Me-Da». No era mucho mayor que el puesto de pescado, mal escondido en el descampado del puerto. De no ser por la probada lealtad que lo caracterizaba, el negrito Tuísca ya se habría desinteresado completamente del «Circo Tres Américas». ¡Qué diferencia con el «Gran Circo Balcánico», con su carpa monumental, sus jaulas de fieras, los cuatro payasos, el enano y el gigante, los caballos amaestrados y los trapecistas ágiles! Ésa sí que había sido una fiesta para la ciudad. Tuísca no había perdido ni un espectáculo. Meneaba la cabeza, ahora.

Amores y devociones se abrigaban en su cálido corazón. La negra Raimunda, su madre, ahora felizmente mejorada de su reumatismo, siempre lavando y planchando ropa; la pequeña Rosinda, de los cabellos de oro, hija de Tonico Bastos, su secreta pasión; doña Gabriela y don Nacib; las buenas hermanas Dos Reis; su hermano Filó, héroe de los caminos, rey del volante, majestuoso conductor de camiones y ómnibus. Y los circos.

Desde que tuvo uso de razón no se había levantado carpa de circo en Ilhéus que no tuviera su decidido apoyo, su entusiasta colaboración: acompañando al payaso por las calles, participando con los ayudantes, dirigiendo entusiastas claques de chiquillos, haciendo mandados, infatigable e indispensable. No amaba los circos solamente como diversión suprema, como el mágico espectáculo o la tentadora aventura. Iba a ellos como alguien que cumple su destino. Y, si todavía no había partido con uno de ellos, eso se debía al reumatismo de Raimunda. Su ayuda era necesaria en la casa. Necesarios los níqueles que ganaba en los más variados menesteres: de concienzudo lustrabotas a esporádico mozo, de vendedor de los apreciados dulces de las hermanas Dos Reis a discreto portador de esquelas amorosas, o eximio ayudante del árabe Nacib en la manipulación de las bebidas. Suspiró ante tanta pobreza del circo recién llegado. El «Circo Tres Américas» venía agonizando por los caminos. El último animal, un viejo león desdentado, tuvo que ser donado a la Intendencia de Conquista, en agradecimiento por los pasajes otorgados tanto como por no poder alimentarlo. «Presente griego», había dicho el Intendente. En cada plaza desertaban artistas, sin siquiera reclamar los atrasados sueldos. Convirtieron en comida todo cuanto pudieron, hasta las alfombras del picadero. El elenco quedó reducido a la familia del director: la mujer, las dos hijas casadas, la soltera, los dos yernos y un vago pariente, que era taquillero y después comandaba los ayudantes. Entre los siete se daban vuelta como podían en el picadero en números de equilibrismo, en saltos mortales, tragando espadas y fuego, caminando encima de la cuerda, haciendo pruebas con naipes, levantando sus bastones pintados de negro, reuniéndose para formar «pirámides humanas». El viejo director era payaso, ilusionista y ejecutante de música en una sierra, a cuyo son danzaban las tres hijas. Se juntaban en la segunda parte del espectáculo, para representar «La hija del payaso», mezcla de sainete y folletín, «hilarante y conmovedora tragicomedia, que hace reír a carcajadas y llorar a sollozos al distinguido público».

Cómo habían llegado a Ilhéus, sólo Dios lo sabrá. Allí esperaban obtener lo suficiente para los pasajes de barco hasta Bahía, donde podrían asociarse con otro circo más próspero. En Itabuna casi habían llegado a mendigar. El dinero para el tren fue conseguido por las hijas, las dos casadas y la soltera, bailando en el cabaret. Tuísca fue la providencia divina, llevó al humilde director ante el comisario (para obtener que se los eximiera del impuesto cobrado por la policía), ante Juan Fulgencio (para impresión de los programas a crédito); ante don Cortés, del «Cine Victoria» (préstamo sin cobro de alquiler, de las viejas sillas amontonadas luego de la remodelación del cine), al (malafamado boliche) «Caña Barata», en la calle del Sapo para contratar, según su consejo, los ayudantes entre aquellos malandrines; y había asumido el papel de criado en la pieza «La hija del payaso» (el artista que antes lo desempeñara, abandonó carrera y sueldo por un mostrador de almacén).

—Se quedó loco cuando me hizo repetir todas las frases y las repetí al dedillo. Y eso que todavía no me vio bailar…

Gabriela aplaudía al oírlo contar las peripecias del día, las noticias del mundo mágico del circo.

—Tuísca, todavía vas a llegar a ser un artista de verdad. Mañana estaré allí, en la primera fila. Voy a invitar a doña Arminda. —Pensaba—. Y voy a hablar con don Nacib para que también váya. Bien que podría ir, él, dejar el bar por un rato. Para verte… ¡Voy a aplaudirte hasta que se me hinchen las manos!

—Mamá también irá. Va a entrar gratis. Puede ser que si ella me ve, me deje ir con ellos. Claro que éste es un circo tan pobre… Andan cortos de dinero. Hacen la comida allá mismo para no gastar en hotel.

Gabriela tenía ideas definitivas sobre circos:

—Todo lo que es circo, es bueno. Puede estar cayéndose a pedazos, pero es bueno lo mismo. No hay nada mejor que una función de circo. ¡Me gusta por demás! Mañana voy a estar allá aplaudiendo. Y voy a llevar a don Nacib. Puedes estar seguro.

Aquella noche Nacib llegó muy tarde, porque el movimiento del bar había durado hasta la madrugada. Alrededor del poeta Argileu Palmeira se había formado una gran rueda, después de la sesión de los cines. El eminente vate había comido en casa del Capitán, había hecho algunas visitas y vendido algunos ejemplares de «Topacios», y estaba encantado con Ilhéus. El circo avistado en el puerto, tan miserable, no era rival. La conversación en el bar se prolongó noche adentro, y el vate se había revelado valiente bebedor, llamando a la caña «néctar de los dioses», y «absinto mestizo». Ari Santos, que le recitó algunos de sus versos, mereció algunos elogios del eminente poeta:

—Inspiración profunda… Forma correcta…

Josué, instado, también declamó. Poemas modernistas, para escandalizar al visitante.

Pero no lo escandalizó:

—Bellísimo. No bebo los vientos por el futurismo, pero aplaudo el talento esté donde esté.

¡Qué fuerza, qué imágenes!

Josué habíase entregado: Argileu, al final de cuentas, era un nombre conocido. Tenía un bagaje respetable, libros consagrados. Le agradeció la opinión y solicitó que le permitiera leerle una de sus últimas producciones. Al correr de la velada, más de una vez Gloria, impaciente, apareció en su ventana, mirando hacia el bar. Así había visto y oído a Josué declamar de pie estrofas en las que rodaban senos y nalgas con profusión, vientres desnudos, besos pecaminosos, abrazos y cópulas en bacanales increíbles. Hasta Nacib aplaudió. El Doctor había citado el nombre de Teodoro de Castro, y Argileu levantó su copa:

—¡Teodoro de Castro, el gran Teodoro! Me inclino ante el cantor de Ofenisia, bebo a su memoria.

Y bebieron todos. El vate recordaba trechos de poemas de Teodoro, alterándolos aquí y allá:

«Graciosa, en la ventana reclinada

Ofenisia, ante la luna, a gritos…

—«En llantos»… —corregía el Doctor.

La historia de Ofenisia, recordada entre brindis, trajo otras, surgieron los nombres de Sinházinha y Osmundo, y de ahí partieron hacia las anécdotas. ¡Cómo había reído Nacib!… El Capitán hizo desfilar su inagotable repertorio. El augusto vate también tenía de las suyas. Su voz tonante se abrió en una carcajada que hizo temblar la plaza, yendo a morir entre las rocas. Funcionaba, también, el reservado de póquer: Amancio Leal jugaba fuerte con el doctor Ezequiel, el sirio Maluf, Ribeirito y Manuel das Onzas. Un animado póquer de cinco.

Nacib llegó a su casa cansado, muerto de sueño. Se arrojó a la cama y Gabriela se despertó, como todas las noches:

—Don Nacib… Se demoró… ¿Ya sabe lo que sucedió?

Nacib bostezaba, sus ojos miraban el cuerpo que se descubría entre las sábanas, aquel cuerpo de misterio diariamente renovado, y una llama leve de deseo nació entre el cansancio y el sueño:

—Estoy muriéndome de sueño. ¿Qué sucedió?

Se extendía, doblaba la pierna sobre el anca de Gabriela.

—Tuisca es artista, ahora.

—¿Artista? ¿Qué cuento es ése?

—En el circo. Va a representar…

La mano del árabe subía, cansada, por las piernas.

—¿Representar? ¿En el circo? No sé de qué me estás hablando.

—¿Cómo no va a saber? —Gabriela se sentó en la cama: no podían existir noticias más sensacionales que ésa—. Estuvo aquí después de comer y me contó… —le hacía cosquillas a Nacib para despertarlo y lo despertó.

—¿Andas queriendo, eh? —rio, libertino—. Pues vas a tener…

Pero ella seguía contando de Tuísca, del circo, invitaba:

—Don Nacib, bien que podría venir mañana conmigo y con doña Arminda. Para ver a Tuísca. Podría dejar un ratito el bar…

—Mañana no hay forma. Vamos los dos a una conferencia.

—¿Una qué, don Nacib?

—Una conferencia, Bié. Un doctor que llegó, un poeta. ¡Hace cada verso que hay que ver!

Es formidable, basta decir que es doctor dos veces… Un sabio. Hoy estaba rodeado por todo el mundo. Un tipo que hay que ver cómo discute, los versos que dice… Algo superior. Va a ciar una conferencia mañana en la Intendencia. Compré dos entradas, una para ti y otra para mí.

—¿Y cómo es una conferencia? Nacib se retorcía los bigotes: —¡Ah!, es algo fino, Bié.

—¿Mejor que el cine?

—Mucho más…

—¿Mejor que el circo?

—¡Ni se compara! El circo es cosa de chicos. Cuando tiene números buenos todavía vale la pena. Pero conferencia sólo hay alguna que otra vez.

—¿Y cómo es? ¿Hay música y baile?

—Música, baile… —rio—. Necesitás aprender muchas cosas, Bié. No tiene nada de eso.

—¿Y qué es lo que tiene, entonces, para ser mejor que el cine, o que el circo?

—Te voy a explicar, presta atención. Hay un hombre, un poeta… un doctor que habla sobre una cosa.

—¿De qué habla?

—De cualquier cosa. Éste va a hablar de lágrimas y nostalgias. Él habla y uno escucha.

Gabriela abrió los ojos, espantada: —Él habla y nosotros escuchamos. ¿Y después?

—¿Después? Él termina, y uno aplaude.

—¿Sólo eso? ¿Nada más?

—Sólo eso, pero ahí es que está la cosa: lo que él dice.

—¿Y qué es lo que él dice?

—Cosas lindas. A veces hablan difícil, y uno no entiende bien lo que dicen. Es cuando la conferencia es mejor.

—Don Nacib… El doctor habla, uno escucha… Y don Nacib compara eso con el cine, con el circo; ¡qué cosa! Y tan luego don Nacib, tan instruido. Mejor que el circo no puede ser.

—Escucha, Bié, ya te lo dije: ahora eres una señora, no una sirvienta. ¡Una señora! La señora Saad. Necesitas darte cuenta de eso. Hay una conferencia, y va a hablar un doctor que es un fenómeno. Toda la flor y nata de Ilhéus va a estar allí. Y nosotros, también. No se puede dejar una cosa así, importante, para ir a un circo vagabundo y ordinario.

—¿No se puede, don Nacib? ¿De verdad no se puede? ¿Por qué?

Su voz ansiosa conmovió a Nacib.

La acarició: —Porque no, Bié. ¿Qué habrían de decir? Que ese idiota de Nacib, un ignorante, largó la conferencia para ir a ver esa porquería de circo. ¿Y después? Todo el mundo en el bar comentará la conferencia del hombre, ¿y yo voy a contar las idioteces del circo?

—Estoy viendo ahora… Don Nacib no puede… ¡Qué pena!… ¡Pobre Tuísca!… Él quería tanto que don Nacib fuese. Yo le había prometido. Pero no puede, tiene razón. Yo le digo a Tuísca. Y aplaudo por don Nacib y por mí, rio, apretándose contra él.

—Bié, escucha: precisas instruirte. Eres una señora. Tienes que vivir y comportarte como la señora de un comerciante. No como una mujerzuela cualquiera. Tienes que ir a esas cosas que frecuenta la mejor gente de Ilhéus. Para ir aprendiendo, para instruirte, ya que eres una señora.

—¿Así, no puedo ir?

—¿Qué podemos hacer?

—¿No puedo ir mañana al circo? Voy con doña Arminda.

Retiró la mano que acariciaba:

—Ya te dije que compré entradas para los dos.

—Él no hace más que hablar, y la gente tiene que oír… No me gusta. No me gusta la gente fina de Ilhéus. Gente muy parada, mujeres aburridas, no me gusta nada de eso. ¡El circo sí, es tan lindo! ¡Déjeme ir, don Nacib! ¡Otro día voy a la conferencia!

—No se puede, Bié —nuevamente la acariciaba—. No hay conferencias todos los días…

—Ni circo…

—A la conferencia no puedes faltar. Ya andan todos preguntando por qué, no vas a ninguna parte: Todo el mundo habla, y eso no está bien.

—¡Pero, sí quiero ir, sí! Al bar, al circo, a la calle…

—Lo que pasa es que —quieres ir adonde no debes. Eso es lo único que te gusta hacer.

¿Cuándo te vas a meter en la cabeza que eres mi mujer, que ya me casé, que eres la señora de un comerciante establecido, en buena posición? Que no eres más…

—¿Se enojó, don Nacib? ¿Por qué? No hice nada, no…

—Quiero hacerte una señora distinguida, de alta sociedad. Quiero que todo el mundo te respete, te trate bien. Que olviden que fuiste mi cocinera, que andabas descalza, que llegaste a Ilhéus como «retirante». Que te faltaban al respeto en el bar. Eso es lo que quiero, ¿comprendes?

—Yo no tengo gusto por esas cosas, don Nacib. Son aburridas. Nací para níqueles, ésa es la verdad, y no sirvo para más. ¿Qué voy a hacer?

—Vas a aprender. Y las otras, ésas que se las dan de grandes señoras, ¿qué te crees que son? Unas plantadoras campesinas, solamente que ésas sí aprendieron. Hubo un silencio, el sueño volvía a dominarlo, la mano descansaba sobre el cuerpo de Gabriela.

—Déjame ir mañana al circo, don Nacib. Mañana, sólo…

—No vas a ir, no, ya te dije. Vas a ir conmigo a la conferencia y se acabó.

Se dio vuelta en la cama, le dio la espalda; y se cubrió con la sábana. Sentía la falta de su calor, habíase habituado a dormir con la pierna sobre sus nalgas. Pero necesitaba demostrarle que estaba fastidiado por ser tan cabeza dura. ¿Hasta cuándo Gabriela seguiría negándose a hacer vida social, a conducirse como una señora de rango en la sociedad de Ilhéus, como su esposa? Qué diablos, al final de cuentas él no era un pobre infeliz cualquiera, era alguien, el señor Nacib Saad, con crédito en la plaza, dueño del mejor bar de la ciudad, con dinero en el Banco, amigo de toda la gente importante, y secretario de la Asociación Comercial. Hasta se mencionaba su nombre para la dirección del Club Progreso. Y ella metida en casa, saliendo solamente con doña Arminda para ir al cine, o con él los domingos, como si nada hubiese cambiado en su vida, como si todavía fuera aquella Gabriela sin apellido que él encontrara en el «mercado de los esclavos», y no la señora Gabriela Saad. Había sido una lucha convencerla de que no debía llevar más la marmita al bar, y hasta había llorado… Para que se pusiera zapatos era un infierno. Para que no hablara en voz alta en el cine, no diera confianza a las empleadas, ni riera confianzudamente, como antes, con cada parroquiano del bar encontrado por casualidad, otro tanto. ¿Y para que no usara más, cuando salía a pasear, la rosa detrás de la oreja? Mire que preferir dejar la conferencia por un circo, por ese circo vagabundo…

Gabriela se encogió toda, como perdida. ¿Por qué se habla enojado don Nacib? Estaba enojado, sí, dado vuelta, sin tocarla siquiera. Extrañaba el peso de su pierna sobre su nalga. Y las caricias habituales, en la cama. ¿Estaría enojado porque Tuísca se había ido de artista sin consultarlo? Tuísca era parte del bar, allí tenía su cajón de lustrar, hasta ayudaba en los días en que había mucha clientela. Pero no, no era con Tuísca que se había enojado. Era con ella. No quería que fuera al circo, ¿por qué? Quería llevarla a oír ese doctor en la sala grande de la intendencia. Eso no le gustaba a ella. ¡En el circo podría ir con sus zapatos viejos, donde cabían sus dedos desparramados! A la Intendencia tendría que ir vestida de seda, con zapatos nuevos, apretados. Ver toda aquella aristocracia reunida, aquellas mujeres que la miraban por encima del hombro, que se reían de ella. ¡No le gusta eso, no! ¿Por qué don Nacib insistía tanto? Al bar tampoco la dejaba ir a ella que le gustaba tanto… Tenía celos, qué gracioso. No iba más, le hacía el gusto porque no quería ofenderlo, andaba con cuidado. Pero ¿por qué obligarla a hacer tantas cosas sonsas, aburridas? No podía entenderlo Don Nacib era bueno, ¿quién podía dudarlo? ¿Quién podría negarlo? ¿Por qué entonces, se enojaba, le daba la espalda, sólo porque ella pidiera que la dejara ir al circo? Decía que ella era una señora, la señora Saad. No era eso, no, era apenas Gabriela; y no le gustaba la alta sociedad. Ahora, de los mozos guapos de la alta sociedad, sí que gustaba. Pero no todos reunidos en un lugar importante. Allí se quedaban serios, no le hacían bromas, no le sonreían. Le gustaba el circo, no había en el mundo, para ella, cosa mejor… Y más ése, donde Tuísca estaba contratado como artista… Se moriría de pena si no iba… Aunque tuviera que escaparse.

Durmiendo; inquieto, Nacib pasó la pierna sobre su nalga. Su sueño se sosegó. Ella sintió el peso habitual, no quería ofenderlo…

Al otro día, al salir, le avisó:

—Después del aperitivo de la tarde, vengo a comer a casa, y a prepararme para la conferencia. Quiero verte toda elegante, con un vestido bien lindo, para que las otras mujeres te envidien.

Sí, porque continuaba comprándole sedas, zapatos, sombreros, y hasta guantes. Le había regalado anillos, collares de verdad, pulseras, sin medir el dinero. La quería tan bien vestida como la más rica señora, como si con eso borrara su pasado, las quemaduras del horno, el mal gusto de Gabriela. Los vestidos permanecían colgados en el ropero, y en casa ella andaba vestida de percal, en chinelas o descalza, a las vueltas con el gato y con la cocina. ¿Para qué habían servido las dos sirvientas? A la mucama la mandó de vuelta porque no servía para nada. Había consentido en entregar la ropa a Raimunda, para que la lavara, pero fue más que nada por ayudar a la madre de Tuísca. La chiquilina de la cocina, para poco y nada servía…

No quería ofenderlo. La conferencia había sido fijada para las ocho, y el circo también. Doña Arminda le dijo que la tal conferencia no duraría más de una hora. Y Tuísca sólo aparecía en la segunda parte del espectáculo. Era una pena perder la primera, con el payaso, el trapecio, la muchacha de la cuerda…

Pero no quería ofenderlo, ni quería lastimarlo.

Del brazo de Nacib, metido en la ropa azul del casamiento, y vestida como una princesa, pero con los zapatos haciéndole doler los pies, cruzó la calles de Ilhéus y subió, sin ganas, las escaleras de la Intendencia. El árabe se detuvo para saludar a los amigos y conocidos, mientras las señoras miraban a Gabriela de arriba a abajo, cuchicheaban y sonreían. Ella sentíase sin saber qué hacer, confundida, con miedo. En el salón de actos había muchos hombres de pie en el fondo, las señoras, sentadas. Nacib la llevó hacia la segunda fila, la hizo sentar y salió para el lado en que estaban Tonico, Ño-Gallo y Ari, para conversar. Ella se quedó sin saber qué hacer. Cerca suyo, la mujer del doctor Demóstenes, muy tiesa, impertinente, con saco de piel —¡con ese calor!— la miró de soslayo, y dio vuelta la cabeza. Conversaba con la mujer del Fiscal. Gabriela miró el salón; ¡era tan lindo que hasta hacía doler los ojos! En cierto momento se volvió hacia la esposa del médico, y le preguntó en voz alta:

—¿A qué hora acaba?

Rieron alrededor. Se quedó más confundida, ¿por qué don Nacib la había hecho venir?

¡No le gusta eso, no!

—Todavía no comenzó.

Finalmente un hombre grande y de pecho saliente, subió junto con el doctor Ezequiel, al estrado donde habían puesto dos sillas y la mesa con jarra de vidrio y un vaso. Todo el mundo aplaudió. Nacib se sentó a su lado. El doctor Ezequiel se levantó, tosió, llenó el vaso con agua.

—Excelentísimas señoras, señores míos: hoy es un día marcado con rojo en el calendario de la vida intelectual de Ilhéus. Nuestra culta ciudad hospeda hoy, con orgullo y emoción, al estro inspirado del poeta Argileu Palmeira, consagrado… Y siguió así. «Él habla, la gente escucha». Y Gabriela oía. De vez en cuando, aplaudían, y ella también. Pensaba en el circo, que ya debía haber comenzado. Por suerte siempre se atrasaba por lo menos media hora. Ella había ido dos veces al Gran Circo Balcánico, con doña Arminda, antes de su casamiento. Señalado para las ocho, el espectáculo sólo comenzaba pasadas las ocho y media. Miraba el gran reloj, grande como un armario, en el fondo de la sala. Hacía un ruido fuerte, distraía. El doctor Ezequiel hablaba lindo, pero ella ni alcanzaba a entender las palabras, eran como sonidos redondos, que parecían balancear y daban sueño. Cortado por el tic-tac del reloj los punteros andaban. Muchos aplausos le interrumpieron el cabeceo, le preguntó a Nacib, muy animada:

—¿Ya terminó?

—La presentación, sí. Ahora va a comenzar la conferencia.

El hombre grande del pecho saliente almidonado se levantaba, siendo aplaudido. Sacó del bolsillo una montaña horrorosa de papeles, que extendió encima de la mesa, y alisó con la mano, tosió como el doctor Ezequiel, pero más fuerte, y bebió un sorbo de agua. Una voz de trueno retumbó en la sala.

—Gentiles señoritas, flores de los canteros de este florido jardín que es Ilhéus. Virtuosas señoritas que salísteis del sagrado recinto de vuestros hogares para oírme y Aplaudirme. Ilustres señores, vosotros que habéis construido a orillas de Atlántico esta civilización… Y así siguió, deteniéndose para beber agua, tosiendo, limpiándose con un pañuelo la transpiración. Parecía que no iba a acabar más. Y todo, salpicado de versos. Unas palabras tronantes sobre la sala, y luego la voz se dulcificaba, y allá venía el verso:

—Lágrimas de madre sobre el cadáver del hijo pequeño llamado al cielo por el Todopoderoso, la lágrima más sagrada. Oíd: «Lágrima materna, lágrima…». Con él era más difícil amodorrarse.

Ella iba cerrando los ojos con la cadencia del verso, desviando los ojos del reloj y el pensamiento del circo y, de repente, acababan las estrofas, la voz callaba, Gabriela se estremecía y preguntaba a Nacib.

—¿Ya va a terminar?

—¡Chist! —hacía él.

Pero también él sentía sueño, Gabriela bien que se daba cuenta. A pesar del aire atento, de los ojos fijos en el doctor conferenciante, a pesar de la fuerza que hacía, de vez en cuando, en los versos más largos, las pestañas de Nacib caían, los ojos cerrábanse. Despertaba con los aplausos, se incorporaba a ellos, y comentaba con la esposa del doctor Demástenes, sentada a su lado:

—¡Qué talento!

Gabriela veía los minuteros del reloj, nueve horas, nueve y diez, nueve y quince. La primera parte del circo ya debería estar por acabar. Aunque hubiera comenzado a las ocho y media, a las nueve y media terminaría. Es verdad que existía el intervalo; tal vez ella llegase a tiempo para ver la segunda parte, en la que Tuísca iba a actuar. Pero ese doctor parecía no acabar más…

El ruso Jacob dormía en su silla.

El Míster, que se sentara junto a una de las puertas, hacía mucho que había desaparecido. Aquí no había intervalo, era todo de una vez. Cosa más sin gracia ella no había visto nunca. El grandote bebía agua, y ella comenzaba a tener sed, también:

—Estoy con sed…

—Chist…

—¿Cuándo termina?

El tal doctor iba doblando las hojas de papel. Demoraba un tiempo leyendo cada una. Si a don Nacib tampoco le gustaba, si se caía de sueño, ¿para qué venía? Qué cosa más rara ¿por qué venía, pagaba la entrada, abandonaba el bar, no quería ir al circo? No entendía… Y se enojaba, le daba la espalda en la cama, porque ella le pedía para no venir. Qué cosa rara.

Aplausos y aplausos, arrastrar de sillas, todo el mundo caminando hacia el escenario.

Nacib la llevó. Apretaban la mano del hombre, le decían palabras de elogio.

—¡Formidable! ¡Maravilloso! ¡Qué estro! ¡Qué ta lento!

Don Nacib también: —Me gustó muchísimo…

No le había gustado nada, estaba mintiendo y ella sabía cuando a él le gustaba algo. Había dormido un rato, ¿por qué los elogios, entonces? Se cambiaban saludos con los conocidos. El Doctor, don Josué, don Ari, el Capitán, no soltaban al hombre. Tonico con doña Olga, sacándose el sombrero, se aproximaba:

—Buenas noches, Nacib. ¿Qué tal, Gabriela? —doña Olga sonreía. Tonico, muy circunspecto.

Ese don Tonico, mozo guapo como pocos, era astutísimo. Estando doña Olga presente, parecía un santo de iglesia. Pero mal salía su mujer se ponía meloso, derretido, se recostaba en ella, la llamaba «belleza», le tiraba besos. Le había dado por pasar por su calle, se paraba a su ventana cuando la veía, la llamaba «ahijada» desde su casamiento. Había sido él, le decía, quien convenciera a Nacib para que se casara. Le traía bombones, le ponía los ojos en blanco, le tomaba la mano. Un mozo guapo, ¡guapísimo como pocos!

La calle estaba llena de gente que caminaba. Nacib apurado, porque el bar iba a llenarse. Ella apurada por causa del circo. Él ni la acompañó hasta la puerta, se despidió en medio de la calle desierta. Apenas dobló la esquina cuando ella volvió, casi corriendo. Lo difícil iba a ser que no la viesen desde el bar. No quiso ir por las calles desiertas. Fue por la playa; don Mundinho, que iba entrando en la casa, se quedó mirándola. Evitó el bar, caminando rápido, llegó al puerto. Era un circo chiquito, casi sin luces. Llevaba el dinero apretado en la mano, pero no había quien vendiese entradas. Apartó el telón de entrada, y pasó. La segunda parte había comenzado pero todavía no había salido Tuísca. Sentada en el gallinero, prestó atención. ¡Aquello sí que era cosa de ver! Y apareció Tuísca, divertidísimo, disfrazado de esclavo. Gabriela aplaudió, no se contuvo y gritó:

—¡Tuísca!

El chiquillo ni la oyó. Era una historia triste, de un payaso infeliz, al que abandonara la mujer. Pero había partes reideras y Gabriela reía, aplaudiendo a Tuísca.

Escuchó una voz detrás suyo, el aliento de un hombre sobre su cuello:

—¿Qué hace aquí mi ahijada? Tonico estaba a su lado, de pie.

—Vine a ver a Tuísca.

—Si Nacib descubre esto…

—No sabe, no… No quiero que se entere. ¡Don Nacib es tan bueno!

—¡Quédese tranquila, que no le voy a decir nada! ¡Qué rápido acababa todo, tan lindo como era!

—Voy a llevarla…

En la puerta él decidió… habilidoso ese don Tonico:

—Vamos a dar la vuelta al cerro para no pasar cerca del bar.

Andaban rápido. Más adelante acababan los postes y la iluminación. Tonico hablaba con voz doliente; la voz del más guapo de todos los mozos.

Gabriela, clavo y canela
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