De la tentación en la ventana
La casa de Gloria quedaba en la esquina de la Plaza, y Gloria se reclinaba en la ventana por las tardes, los robustos senos empinados como una ofrenda a los paseantes. Ambas actitudes escandalizaban a las solteronas que iban a la iglesia, y daban lugar a los mismos comentarios, todos los días, a la hora vespertina de la oración:
—Qué falta de vergüenza…
—Los hombres pecan hasta sin querer. Sólo con mirar.
—Hasta los niños pierden la virginidad de los ojos… La áspera Dorotea, toda de negro en su virginal virtud, se atrevía a murmurar en santa exaltación: —El «coronel» Coriolano podía haberle puesto casa en una callejuela alejada. Viene y la planta en la cara de las mejores familias de la ciudad… En plena nariz de los hombres …
—Cerquita de la Iglesia. Hasta ofende a Dios eso…
Del bar, repleto a partir de las cinco de la tarde, los hombres alargaban los ojos hacia la ventana de Gloria, al otro lado de la plaza. El profesor Josué, de corbata «mariposa» azul con lunares blancos, el cabello reluciente de brillantina y las mejillas cavadas por la tuberculosis, alto y espigado («como un triste eucalipto solitario», se había definido él mismo en un poema), con un libro de versos en la mano, atravesaba la Plaza y tomaba la vereda de Gloria. En la esquina, en el fondo de la Plaza, en el centro de un pequeño jardín bien cuidado de rosas-té y de azucenas, con un jazminero a la puerta, se levantaba la nueva casa del «coronel» Melk Tavares, objeto de profundas y agrias discusiones en la Papelería Modelo. Era una casa en «estilo moderno», la primera que fuera construida por el arquitecto traído por Mundinho Falcão, y las opiniones de la intelectualidad se habían dividido, se eternizaban. Por sus líneas claras y simples, contrastaba con las pesadas casonas, y las bajas casas coloniales.
En el jardín, cuidando de sus flores, arrodillada entre ellas, más bellas que ellas, soñaba Malvina, hija única de Melk, alumna del colegio de las monjas, por quien suspiraba Josué. Todas las tardes, terminadas las clases y la indispensable charla en la Papelería Modelo, el profesor iba a pasear por la Plaza, veinte veces pasaba ante el jardín de Malvina, veinte veces su mirada suplicante posábase en la joven, en muda declaración. En el bar de Nacib, los clientes habituales seguían la peregrinación cotidiana con risueños comentarios:
—El profesor es obstinado…
—Quiere tener independencia, poseer cacaotales sin tomarse el trabajo de plantar.
—Allá va él a su penitencia… —decían las solteronas al verlo llegar a la Plaza, acalorado, y simpatizaban con él, con su ardorosa pasión no correspondida.
—Yo sé bien lo que ella es: una vampiresa con veleidades de importante. ¿Qué espera ella, mejor que ese muchacho tan inteligente?
—Pero pobre…
—El casamiento por dinero no trae la felicidad. Un muchacho tan bueno, tan versado en letras, que hasta escribe versos…
En las proximidades de la Iglesia, Josué disminuía el paso acelerado, se quitaba el sombrero, casi doblándose en dos al saludar a las solteronas.
—Tan educado. Un joven tan fino…
—Pero débil del pecho.
—El doctor Plinio dijo que no tiene nada en el pulmón, apenas si es débil.
—¡Una descarada es lo que es! Porque tiene una carita bonita y el padre tiene dinero …Y el muchacho, pobre, tan enamorado… —Un suspiro se elevaba del pecho emballenado.
Seguido por los simpáticos comentarios de las solteronas y por las injustas opiniones emitidas en el bar, Josué aproximábase a la ventana de Gloria. Era para ver a Malvina, bella y fría. Todos los atardeceres él hacía ese recorrido a pasos lentos, con un libro de versos en la mano.
Pero, al pasar, su mirada romántica se posaba en la pujanza de los altos senos de Gloria, colocados en la ventana como sobre una bandeja azul. Y de los senos subía hacia el rostro moreno quemado, de labios carnosos y ávidos, de ojos entornados en permanente invitación. Ascendían en pecaminoso y material deseo los ojos románticos de Josué, y el color cubría la palidez de su rostro. Apenas por un instante, pues pasada la tentación de la ventana mal afamada, sus ojos retornaban a su expresión de súplica y desesperanza, más pálida todavía su faz, y con los ojos y el rostro vueltos hacia Malvina.
También el profesor Josué criticaba, en su fuero íntimo, la desdichada idea que tuviera el «coronel» Coriolano, estanciero rico, de instalar en la Plaza San Sebastián, lugar en el que residían las mejores familias, a dos pasos de la casa del «coronel» Melk Tavares, a su apetecida concubina, tan dada a la ofrenda… Si se tratara de otra calle cualquiera, más alejada del jardín de Malvina, en una noche sin luna, él tal vez podría arriesgarse para ir a cobrar todas las promesas leídas en los ojos de Gloria, que lo llamaban, con los labios entreabiertos.
—Ya está esa peste con los ojos puestos en el muchacho…
Las solteronas, con sus largos vestidos negros cerrados en el cuello, y sus negros chales en los hombros, parecían aves nocturnas paradas ante el atrio de la pequeña Iglesia. Veían el movimiento de la cabeza, acompañando a Josué en su paseo ante la casa del «coronel» Melk.
—Él es un joven decente. Sólo tiene ojos para Malvina.
—Voy a hacer una promesa a San Sebastián —decía la rolliza Quinquina— para que Malvina se enamore de él. Le traeré una vela grande.
—Y yo le traeré otra… —reforzaba la flacucha Florita, solidaria en todo con la hermana.
En su ventana, Gloria suspiraba, casi con un gemido. Ansias, tristeza, indignación, se mezclaban en ese suspiro que iba a morir en la Plaza.
Su pecho estaba lleno de indignación contra los hombres. Eran cobardes e hipócritas. Cuando, en las horas sofocantes de la media tarde, la Plaza quedaba vacía, y las ventanas de las casas de familia se cerraban, al pasar, solos ante la ventana abierta de Gloria, le sonreían, suplicábanle una mirada, le deseaban «buenas tardes» con visible emoción. Pero bastaba que hubiera alguien en la Plaza, aunque se tratase de una solterona, o que viniesen acompañados, y entonces le daban vuelta la cara, miraban hacia otro lado, ostensiblemente, como si les repugnara verla en la ventana, con sus altos senos saltando de la bordada blusa de linón. Disfrazaban su rostro con ofendida pudicia, hasta aquellos mismos que antes le habían dicho galanterías al pasar estando solos. A Gloria le hubiera gustado darles con la ventana en la cara, pero ¡ay!, no tenía fuerzas para hacerlo, aquella chispa de deseo entrevista en los ojos de los hombres era todo cuanto poseía en su soledad. Demasiado poco para su sed y su hambre. Pero, si les golpeaba con la ventana en la cara, perdería hasta aquellas sonrisas, aquellas miradas cínicas, aquellas medrosas y fugitivas palabras. No había mujer casada en Ilhéus, ciudad donde la mujer casada vivía en el interior de sus casas, cuidando del hogar, tan bien guardada e inaccesible como aquella manceba. El «coronel» Coriolano no era hombre con quien se podía jugar. Tanto miedo le tenían, que no se animaban siquiera a saludar a la pobre Gloria. Sólo Josué era diferente. Veinte veces en cada tarde, su mirada se encendía al pasar bajo la ventana de Gloria, y apagábase, romántica, ante el portón de Malvina. Gloria sabía de la pasión del profesor y también ella sentía antipatía hacia la joven estudiante, indiferente a tanto amor, motejándola de fastidiosa y tonta. Conocía la pasión de Josué pero, no por eso, dejaba de sonreírle con aquella misma sonrisa de invitación y de promesa, y sentía agradecimiento hacia él que, jamás, ni cuando Malvina estaba en el portón, le daba vuelta el rostro. ¡Ah!, si él tuviera un poco más de coraje y empujase, en medio de la noche, la puerta de calle que Gloria dejaba abierta, pues, ¿quién sabe?, de repente… Entonces ella lo haría olvidar a la muchacha orgullosa.
Josué no se atrevía a empujar la maciza puerta de calle. Nadie se atrevía. Temían la lengua afilada de las solteronas, a la gente de la ciudad que hablaban mal de la vida ajena, miedo del escándalo, pero sobre todo, miedo del «coronel» Coriolano Ribeiro. Todos sabían la historia de Juca y Chiquita.
Aquel día, Josué había venido bastante más temprano, a la hora de la siesta, cuando la plaza estaba desierta. La asistencia en el bar reducíase a algunos viajantes de comercio, al Doctor y al Capitán, que disputaban una partida de damas. Enoch, para festejar la oficialización del colegio, había dado la tarde libre a los alumnos. El profesor Josué andaba por la feria, asistiendo a la llegada de un numeroso grupo de «retirantes» al mercado de los esclavos, y después de demorarse un poco en la Papelería Modelo, tomaba ahora un trago en el bar, conversando con Nacib:
—Una cantidad de «retirantes». La sequía está comenzando en el «sertão».
Nacib se interesó: —¿Mujeres, también?
El profesor quiso saber la razón de ese interés:
—¿Está tan necesitado de mujer?
—No bromee. Mi cocinera se fue, y estoy buscando otra. A veces, en medio de esos «retirantes» viene alguna …
—Sí, había unas cuantas mujeres. Un horror esa gente, vestida con harapos, sucia, pareciendo apestados…
—Más tarde iré por allá, a ver si encuentro alguna…
Malvina no aparecía en el portón, Josué mostrábase impaciente.
Nacib lo informó:
—La chica está en la Avenida de la playa. Pasaron hace poco, ella y unas compañeras …
Josué pagó, y se puso de pie. Nacib quedó en la puerta del bar, mirándolo partir; debía ser bueno sentirse así, apasionado. Aún cuando la muchacha hiciera poco caso, más codiciada todavía. Día más, día menos, aquello terminaría en casamiento… Gloria aparecía en la ventana, los ojos de Nacib se entornaron, ávidos. Si un día el «coronel» llegara a dejarla, habría una corrida nunca vista en Ilhéus. Pero ni así quedaría algo para su buche, los ricos «coroneles» no lo permitirían…
Las bandejas de dulces y saladitos habían llegado ya, los clientes del aperitivo estarían contentos. Sólo que él, Nacib, no podría continuar pagando aquella fortuna a las hermanas Dos Reís. Cuando el movimiento decreciera, a la hora de la cena, iría al campamento de los «retirantes». ¿Quién sabe si no tendría suerte y podría conseguir una cocinera?…
Súbitamente, la calma de la tarde fue alterada por gritos, murmullos de mucha gente hablando. El Capitán detuvo la jugada, con la pieza en la mano. Nacib dio un paso al frente, el clamor iba en aumento.
El negrito Tuisca, que vendía los dulces hechos por las hermanas Dos Reis, apareció corriendo; venía de la Avenida, con la bandeja en equilibrio sobre la cabeza. Gritaba algo, sin alcanzarse a oír. El Capitán y el Doctor dieron vuelta, curiosos, mientras varios clientes se levantaban. Nacib vio a Josué, y con él a varias personas, moviéndose apresuradamente en la Avenida. Finalmente el negrito Tuisca se hizo oír:
—El «coronel» Jesuíno mató a doña Sinházinha y al doctor Osmundo. Está todo lleno de sangre…
El Capitán empujó la mesa de juego y salió casi corriendo. El Doctor lo acompañó.
Nacib, después de un momento de indecisión, apresuró el paso para alcanzarlos.