De las pérdidas y ganancias con el «chef de cuisine»
Juan Fulgencio masticaba un bollito, escupiendo: —Mala calidad, Nacib. La culinaria es un arte, usted debe saberlo. Exige no solamente conocimientos sino, también, y antes que nada, vocación. Su nueva cocinera no nació para eso. Es una charlatana.
Rieron alrededor, pero Nacib quedó preocupado. Ño-Gallo exigía una respuesta a su anterior pregunta: «¿Por qué Coriolano se había conformado con echar a la calle a Gloria y a Josué, abandonando para siempre a su concubina? Tan luego él, siempre dado a las violencias, el verdugo de Chiquita y Juca Viana, que dos años antes amenazara a Tonico Bastos. ¿Por qué ahora reaccionó así?».
—Caramba, porqué… Por causa de la biblioteca de la Asociación de Comercio, de los bailes del Club Progreso, de la línea de ómnibus, de los trabajos del puerto… Por causa del hijo casi doctor, de la muerte de Ramiro Bastos y por causa de Mundinho Falcão… Calló un momento, Nacib atendía otra mesa: —Por causa de Malvina, por causa de Nacib.
Las ventanas cerradas de la ex casa de Gloria eran la nota melancólica en el paisaje de la plaza. El Doctor reflexionó:
—Extraño, debo confesarlo, su estampa enmarcada en la ventana. Ya estábamos acostumbrados.
Ari Santos suspiró recordando los senos altos como un ofrecimiento, la constante sonrisa, los ojos lánguidos. Cuando ella volvió de Itabuna (adonde viajara en compañía de Josué, por unos días), ¿dónde iría a vivir, en qué ventana se inclinaría, ante qué ojos exhibiría senos y sonrisas, labios carnosos y ojos húmedos?
—¡Nacib! —llamó Juan Fulgencio—. Usted necesita tomar medidas, mi amigo. ¡Medidas urgentes! Cambiar de cocinera y conseguir la casa de Coriolano, para instalar de nuevo en ella a Gloria. Sin eso, ¡oh, preclaro descendiente de Mahoma!, este bar va a la ruina… Ño-Gallo sugirió una suscripción de los clientes para pagar el alquiler de la casa y reponer en ella, en medio de una gran fiesta, la figura de Gloria.
—¿Y la elegancia de Josué, quién va a pagarla? —recordó Ari.
—Por lo que parece será nuestro Ribeirito… —dijo el doctor.
Nacib reía pero estaba preocupado. Haciendo el balance de su negocio, muy necesario en vista de la próxima inauguración del restaurante, se agarró la cabeza. Tal vez para constatar si aún la tenía, tanto era lo perdido en esos meses. Era natural que, en las semanas iniciales al descubrimiento de un Tonico desnudo en su habitación, no se preocupara mucho por el bar, y olvidase el proyecto del restaurante. Vivió aquellos días gimiendo de dolor, vacío por la ausencia de Gabriela, sin pensar en nada. Sin embargo, después tampoco hizo otra cosa que idioteces.
Aparentemente, todo había vuelto a lo normal. Los clientes allá estaban, jugando a las damas y al «gamão», conversando, riendo, bebiendo cerveza, saboreando aperitivos antes del almuerzo y de la cena. Él se sobrepuso completamente, la herida había cicatrizado en el pecho, ya no daba vueltas alrededor de doña Arminda para saber de Gabriela, para oír noticias de las propuestas recibidas y rechazadas. Los parroquianos, sin embargo, no consumían tantas bebidas como antes, no gastaban tanto como en el tiempo de Gabriela. La cocinera mandada buscar a Sergipe, con pasaje pago, era un «bluff» de los mayores. No iba más allá de lo simple, sus salsas eran pesadas, su comida grasienta, sus dulces azucarados. Los saladitos para el bar, eran una porquería. Y exigente, pidiendo ayudantes, protestando por el trabajo, ¡una bruja! Y encima de todo, un espantajo de fea, con verrugas y pelos en la barbilla. Evidentemente no servía, ni para el bar ni, mucho menos para estar al frente de la cocina del restaurante. Los saladitos y dulces eran el incentivo para la bebida, lo que prendía a los clientes haciéndoles repetir la dosis. El movimiento del bar no había decrecido, continuaba intenso, y la simpatía de Nacib mantenía firme a la clientela. Pero el consumo de bebidas disminuía y, con él, las ganancias. Muchos se sujetaban con la primera copa, y otros ya no venían todos los días. Aquel ascenso fulminante del Vesubio había sufrido una pausa, hasta una disminución de las entradas. A pesar de que el dinero rodaba a raudales por la ciudad, y todo el mundo gastaba en negocios y cabarets. Necesitaba tomar medidas, despedir a la cocinera, conseguir otra, costara lo que costase. En Ilhéus era imposible, ya lo sabía él por experiencia. Conversando sobre el asunto con doña Arminda, la partera había tenido el coraje de aconsejarle:
—Una coincidencia, don Nacib. Estuve pensando que buena bocinera para usted es Gabriela. No veo otra.
Tuvo que contenerse para no soltar una palabrota. Esa doña Arminda andaba cada día más loca. También, no salía de la sesión espiritista, no dejaba de conversar con difuntos…
Le contaba que el viejo Ramiro había aparecido en la tienda de Deodoro, pronunciando un discurso conmovedor perdonando a todos sus enemigos, comenzando por Mundinho Falcão. Diablo de vieja disparatada…
Ahora no pasaba un día sin sacar a relucir el asunto. «¿Por qué no tomaba a Gabriela de cocinera?».
Como si eso fuera cosa de proponer.
Él se había recuperado, es cierto, y tanto, que podía oír a doña Arminda hablar de Gabriela, elogiarle la conducta y la dedicación al trabajo. Cosía día y noche, pegando forros a los vestidos, haciendo ojales, hilvanando blusas, un trabajo de los mil diablos porque —ella misma lo decía— no había nacido para la aguja sino para el fogón. Decidió, sin embargo, no cocinar para nadie más a no ser para Nacib. A pesar de las ofertas que le llovían por todos lados. Para cocinar y para «amigarse», cada cual más tentadora. Nacib escuchaba a doña Arminda, casi indiferente, apenas levemente orgulloso de esa fidelidad tardía de Gabriela. Se encogía de hombros, y entraba en su casa. Estaba curado, había conseguido olvidar a la mujer, no a la cocinera. Cuando se acordaba de las noches pasadas con ella, era con la misma nostalgia mansa con que recordaba la sabiduría de Risoleta, las piernas largas de Regina, o los besos robados a la prima Munira durante unas vacaciones en Itabuna. Sin dolor profundo en el pecho, sin odio, sin amor. Suspiraba más por la cocinera inigualable, por sus «moquetas», los «xinsxins» (guiso de gallina y camarones secos), las carnes asadas, los lomos, o sus guisados. Se había recuperado, pero a costa del dinero. Durante semanas frecuentó todas las noches el cabaret, jugando a la ruleta y al bacarat, pagando copas de champagne a Rosalinda. Esa rubia interesada le arrancaba billetes de cinco mil cruzeiros como si él fuera un «coronel» del cacao metido a pagar amante, y no una aventura en el lecho pagado por Manuel das Onzas. Nunca pasó por una situación como ésa, estaba haciendo el papel de idiota. Al hacer el balance de sus negocios tuvo una idea exacta del dinero gastado con ella, de los excesos a que se entregó. Terminó por dejarla, seducido por una amazonense pequeña, una india llamada Mara. Conquista menos espectacular, más modesta, contentándose con cerveza y algún regalo. Pero como la india no tenía propietario fijo, hacía la vida en casa de María Machadáo, y no todas las noches estaba libre, por lo que él terminaba ahogando sus amarguras en comidas y farras en los cabarets o en casas de prostitutas, gastando sin medida. Había tirado a la calle un montón de dinero.
Con tal vida, durante todo ese tiempo no guardó dinero en el Banco. Cumplió los compromisos con sus proveedores, pero devoraba las ganancias en una bohemia cara.
Antiguamente iba al cabaret una o dos veces por semana, dormía con alguna mujer encaprichada con él, sin gastar casi nada. Aún después de casado, a pesar de todas las cosas regaladas a Gabriela, le fue posible separar cada mes unos miles de cruzeiros para la futura plantación de cacao. Resolvió poner fin a aquel despilfarro ruinoso. Pudo hacerlo tranquilamente, no lo torturaba ya la ausencia de Gabriela, ni el miedo de quedar solo, ya no buscaba su pierna, la nalga redonda para descansar. Lo que le hacía falta, cada vez más, era una cocinera.
Felizmente, no todo era negativo en el balance. El reservado de póquer, con la lluvia de dinero corriendo aquel año, dejaba buena ganancia. Ahora, con la vuelta de Amancio Leal y de Melk a las buenas relaciones con Ribeirito y Ezequiel, el reservado funcionaba diariamente, y las partidas de póquer se sucedían noche adentro, a veces hasta la madrugada. Jugaban mucho dinero y con eso los derechos de juego de la casa crecían. Y todavía estaba el restaurante, en el que Mundinho pusiera el dinero y Nacib el trabajo y la experiencia. Ganancias seguras a repartirse, pues no existían rivales. La comida en los hoteles era infame. Además, por la noche, la sala del restaurante funcionaría como sala de juego para el póquer, el siete y medio, la brisca, el veintiuno, y todos aquellos juegos de naipes a que tan aficionados eran los «coroneles», que llegaban a preferirlos a la ruleta y al mismo bacarat de los cabarets. Allí podrían divertirse discretamente.
Lo peor de todo era la falta de cocinera. El piso ya estaba pintado, dividido en sala, cocina y antecocina, las mesas y las sillas estaban listas, el fogón construido, lo mismo que los lavatorios para lavar los platos, y los mingitorios para los clientes. Todo de lo mejor. Habían llegado de Río los encargos: máquinas para hacer helados, heladera para guardar las carnes y pescados, y fabricar su propio hielo. Cosas de lujo, que jamás se vieron en Ilhéus, y ante las que los parroquianos del bar se quedaban boca abierta. En breve estaría todo instalado, pero faltaba la cocinera. Aquel día en que la suprema autoridad de Juan Fulgencio criticó tan ásperamente los saladitos del bar, Nacib decidió conferenciar con Mundinho sobre el asunto.
El exportador dedicaba gran interés al restaurante. Sabía comer bien, vivía protestando contra la cocina de los hoteles, mudándose de uno a otro. También él, Nacib estaba enterado, le había mandado ofrecer un sueldo de reina a Gabriela. Discutió al asunto con el árabe, propuso mandar buscar un cocinero a Río, experto en cocina de restaurante. Era la única solución. En Ilhéus conseguirían ayudantes, apenas dos o tres mestizas. Nacib torció la nariz: esos cocineros de Río no sabían hacer comida bahiana, y encima, ¡cobraban un dineral! Mundinho, sin embargo, estaba encantado con su idea: un «maese cocinero» vestido de blanco, de gorro en la cabeza, como en los restaurantes de Río. Viniendo a hablar con los clientes, a recomendarles platos. Envió un telegrama urgente a un amigo suyo.
Nacib, ocupado con los últimos y complicados detalles del arreglo del restaurante, volvía a su antigua vida: iba al cabaret muy pocas veces, dormía con la amazonense cuando le sobraba tiempo y ella estaba libre. Apenas desembarcase el cocinero de Río, marcaría la fecha para la inauguración solemne del «Restaurante del Comercio». A la hora del aperitivo, mucha gente subía la escalera que unía ambos pisos, para extasiarse ante la sala adornada de espejos, el inmenso fogón, la heladera, y todas aquellas maravillas.
El cocinero llegó, venía de Bahía con Mundinho Falcão, en el mismo barco. El exportador había ido a la capital, a invitación del gobernador, para discutir la situación política y resolver los problemas de las próximas elecciones. Había llevado a Aristóteles, y ambos volvían victoriosos. El gobernador cedió en todo: Víctor Melo quedaba abandonado a su destino, lo mismo que el doctor Mauricio. En cuanto a Alfredo, había retirado su candidatura a diputado estadual presentándose en su lugar el doctor Juvenal, de Itabuna, sin ninguna chance. En realidad, la campaña electoral estaba terminada, los opositores pasaban a ser gobierno.
Nacib se quedó pasmado ante el cocinero. Extraña criatura: gordo y grandote, con un bigotito de puntas finas, brillante de pomada, tenía unos sospechosos modales y unas maneras afeminadas. Dándose aires de importancia, con una arrogancia de gran duque y exigencías de mujer bonita, exigió un sueldo astronómico. Juan Fulgencio dijo:
—Eso no es un cocinero, es el presidente de la república en persona.
Portugués de nacimiento, bien cerrado de acento, muchas de las palabras que caían despreciativamente de sus labios, eran francesas. Nacib, humillado, no las entendía. Se llamaba Fernand, ¡así, con «d» final! Su tarjeta de visita —guardada cariñosamente por Juan Fulgencio, para juntarla a la del «bachiller» Argileu Palmeira—, decía: Fernand – Chef de cuisine.
Acompañado de algunos curiosos clientes del bar, Fernand subió con Nacib a examinar el restaurante. Movió la cabeza ante el fogón:
—Trés mauvais…
—¿Qué? —sucumbía Nacib.
—Malo, de mierda… —traducía Juan Fulgencio. Exigía fogón de metal, a carbón. Lo más rápido posible. Dio un mes de plazo, pasado el mismo se volvería a Río. Nacib suplicó dos meses de plazo, tendría que mandar buscarlo a Bahía o a Río. Su Excelencia accedió, con un gesto de condescendencia, reclamando al mismo tiempo una serie de artefactos de cocina. Criticó las comidas bahianas, indignas; según él, de estómagos finos. Se creó inmediatamente profundas antipatías. El Doctor saltó en defensa del «vatapá», del «caruru», del «efó».
—Tipo animal… —había susurrado.
Nacib sentíase humillado y amedrentado. Iba a decir algo, pero una mirada del ojo crítico, superior, del «chef de cuisine», lo dejó helado. De no haber venido el individuo de Río, haber costado tanto dinero y, sobre todo, haber sido idea de Mundinho Falcão, ya lo habría mandado reventar al infierno con sus comidas de nombres difíciles y sus palabras francesas.
Para probarlo, pidió que comenzara a hacer los saladitos y dulces para el bar, y la comida para él, Nacib. Nuevamente se llevó las manos a la cabeza. La comida resultaba carísima, los saladitos también. El «chef de cuisine» adoraba las latas de conservas: aceitunas, pescados, jamones. Cada bocadito costaba casi el precio de venta. Y eran pesados, con mucha masa. ¡Qué diferencia, mi Dios!, entre las empanaditas de Fernand y las de Gabriela. Las unas, pura masa, que entraban por los dientes y se pegaban en el paladar. Las otras, picantes y frágiles, disolviéndose en la lengua, pidiendo bebidas. Nacib meneaba la cabeza.
Invitó a Juan Fulgencio, Ño-Gallo, Josué y el Capitán, a un almuerzo preparado por el noble «chef». Mayonesas, caldo verde, gallina a la milanesa, bifes con papas fritas. No es que la comida fuese mala, no. Pero ¿cómo compararla, sin embargo, con los platos de la tierra, condimentados, olorosos, picantes, coloridos? ¿Cómo compararla con la comida de Gabriela? Josué recordaba: eran poemas de camarones y aceite dendé, de pescados y leche de coco, de carnes y pimienta. Nacib no sabía cómo iría a acabar todo aquello. ¿Aceptarían los clientes esos platos desconocidos, esas salsas blancas? Comían sin saber lo que estaban comiendo, si era pescado, carne o gallina.
El Capitán resumió la impresión en una frase:
—Muy bueno, pero no sirve.
En cuanto a Nacib, ese brasileño nacido en Siria, sentíase extranjero, ante cualquier plato no bahiano, a excepción del «quibe»(quepi). Era exclusivista en materia de comida. Pero ¿qué hacer? El hombre estaba allí, ganando un sueldo de príncipe, resoplando de importancia e impertinencia, cacareando en francés. Lo miraba con ojos lánguidos a Chico-Pereza, y el muchachito ya lo había amenazado con unos cuantos sacudones. Nacib temía por la suerte del restaurante. Sin embargo, existía gran curiosidad, se hablaba del «chef» como de una figura importante, se decía que había dirigido famosos restaurantes, se inventaban historias. Sobre todo, con respecto a las clases de arte culinaria, dictadas por él a las mulatas llegadas para ayudarlo. Las pobres no entendían nada, y la sergipana, celosa, lo había apodado «capón bataraz». Finalmente todo estuvo listo, y la inauguración fue anunciada para un domingo. Un gran almuerzo sería ofrecido por los propietarios del «Restaurante del Comercio» a las personalidades locales. Nacib invitó a todos los notables de Ilhéus, buenos clientes del bar, todos. Con excepción de Tonico Bastos naturalmente. El «chef de cuisine» estudió un menú de los más complicados. Nacib pensaba en las insinuaciones de doña Arminda. No había cocinera como Gabriela. Desgraciadamente era imposible, fuera de toda hipótesis. Una lástima.