Dos notables en el puesto de pescado

Se callaron un instante, oyendo la sirena del barco.

—Está pidiendo el práctico… —dijo Juan Fulgencio—. Es el «Ita», que viene de Río de Janeiro. Mundinho Falcão llega en él —informó el Capitán, siempre enterado de las novedades.

El Doctor retomó la palabra, alzando un dedo categórico para subrayar la frase:

—Es así, como yo le digo: unos años más, tal vez un lustro, e Ilhéus será una verdadera capital. Mayor que Aracajú, que Natal, que Maceió… No existe en la actualidad, en el norte del país, una ciudad de progreso más rápido. Hace pocos días, leí en un periódico de Río de Janeiro… —dejaba caer las palabras lentamente; aun mientras conversaba, su voz mantenía un cierto tono oratorio, pero su opinión era altamente considerada. Funcionario público jubilado, con fama de persona culta y talentosa, publicaba en los periódicos de Bahía largos e indigestos artículos históricos, y por lo mismo Pelópidas de Assunçáo d’Avila, hombre del Ilhéus de los viejos tiempos, era casi una gloria en la ciudad.

Alrededor suyo, todos aprobaban con la cabeza, contentos por la finalización de las lluvias y el innegable progreso de la región del cacao, que para todos ellos —estancieros, empleados, hombres de negocios, exportadores— era motivo de orgullo. Con excepción de Pelópidas, del Capitán y de Juan Fulgencio, ninguno de los que allí se detuvieron a conversar ese día, junto al puesto de pescado, había nacido en Ilhéus. Llegaron atraídos por el cacao, aunque todos sentíanse «grapiúnas» (despreciativamente Bahianos de la capital), ligados para siempre a aquella tierra, El «coronel» Ribeirito, ya con la cabeza encanecida, recordaba:

—Cuando yo desembarqué aquí, en 1902, el mes que viene hará veintitrés años, esto era un agujero sucio. El fin del mundo, cayéndose a pedazos. Olivença, en cambio, sí que era una ciudad… —rio al recordarlo. Muelle para que atracaran los barcos no había, las calles no estaban empedradas, el movimiento era pequeño. Buen lugar para esperar la muerte. Hoy, es esto que estamos viendo: cada día una calle nueva. El puerto repleto de embarcaciones.

Señalaba el amarradero: un carguero del «Lloyd» en el puente del ferrocarril, un barco de la compañía «Bahiana» en el puente que estaba frente a los depósitos, una lancha desatrancada del puente más próximo para hacerle lugar al de la «Ita». Las barcazas, lanchas y canoas yendo y viniendo entre Ilhéus y Pontal; llegando desde las plantaciones por el río.

Conversaban junto al puesto de pescado, construido en un lugar descampado, frente a la calle del Unháo, donde los circos, de paso para otros puntos, armaban, sus carpas.

Algunas negras vendían «mingau» y «Cuscuz»(torta de harina de arroz o maíz, cocida al vapor), maíz cocido y bollitos de tapioca. Estancieros acostumbrados a madrugar en sus plantaciones, y ciertas figuras de la ciudad —el Doctor, Juan Fulgencio, el Capitán, Ño-Gallo, alguna que otra vez el Juez y el doctor Ezequiel Prado, casi siempre llegando directamente de la casa de su amante, situada en las inmediaciones— se reunían diariamente, antes de que despertara la ciudad. Con el pretexto de comprar el mejor pescado fresco debatiéndose todavía vivo en las mesas del puesto, comentaban los últimos acontecimientos, intercambiaban impresiones sobre la lluvia y la zafra, y el precio del cacao. Algunos, como el «coronel» Manuel das Onzas, aparecían tan temprano que asistían a la salida de los últimos retardados del cabaret Bataclán, y a la llegada de los pescadores con las canastas de pescados recién retirados de sus barcas, róbalos y dorados brillando como láminas de plata, a la luz de la mañana. El «coronel» Ribeirito, propietario de la estancia «Princesa de la Sierra», cuya riqueza en nada había afectado su simplicidad bonachona, casi siempre encontrábase allí cuando, a las cinco de la mañana, María de San Jorge, hermosa negra especialista en «mingau» y torta de «puba» (simil cuscuz, hecho con mandioca), bajaba del cerro, con su bandeja en la cabeza, vestida con una pollera de algodón de colores y una blusa almidonada, bien escotada, que dejaba al descubierto la mitad de los senos rígidos. ¡Cuántas veces el «coronel» la había ayudado a bajar la lata de «mingau», a arreglar su bandeja, con los ojos fijos en el escote! Algunos venían hasta en pantuflas, y el saco del pijama sobre un pantalón viejo. El Doctor nunca, naturalmente. Daba siempre la impresión de que jamás se desvestía de su ropa negra, de sus borceguíes, de su cuello de puntas dobladas, de su corbata austera, ni siquiera para dormir. Diariamente repetían el mismo itinerario: primero, el vaso de «mingau» en el puesto de pescado, la charla animada, el intercambio de novedades, las grandes carcajadas. Luego, iban caminando hasta el puente principal del muelle, donde se detenían un momento, para luego separarse, casi siempre frente al garage de Moacir Estréla donde el ómnibus de las siete de la mañana, espectáculo reciente, recibía a los pasajeros que se dirigían a Itabuna.

El barco hacía sonar nuevamente su sirena, con un silbido largo y alegre, como si quisiera despertar a toda la ciudad.

—Llegó el práctico. Va a entrar.

—Sí, Ilhéus es un coloso. No hay tierra de mayor futuro.

—Si el cacao sube, este año, aunque sea cincuenta centavos, con la zafra que vamos a tener, el dinero va a ser cama de gato… —sentenció el «coronel» Ribeirito con una expresión codiciosa en los ojos.

—Hasta yo voy a comprar una buena casa para mi familia. Comprar o construir… —anunció el «coronel» Manuel das Onzas.

—¡Caramba, muy bien! ¡Sí, señor, por fin! —aprobó el Capitán, palmeando la espalda del estanciero—. Ya era tiempo, Manuel… —se burló Ribeirito—. Los chicos menores ya están llegando a la edad de ir al colegio, y no quiero que se queden tan ignorantes como los mayores y como el padre. Quiero que por lo menos uno de ellos sea doctor, con anillo y diploma.

—Además de eso —consideró el Doctor— los hombres ricos de la región, como usted, tienen la obligación de contribuir al progreso de la ciudad, construyendo buenas casas, bungalows, palacetes. Vea si no el que se hizo construir Mundinho Falcão en la playa; y eso que él llegó aquí hace apenas un par de años y que, además de eso es soltero. Al final de cuentas, ¿de qué sirve juntar dinero si se ha de vivir metido entre las plantaciones, sin ninguna comodidad?

—Lo que es yo, voy a comprar una casa en Bahía. Llevaré la familia para allá —dijo el «coronel» Amancio Leal, que tenía un ojo vaciado y un defecto en el brazo izquierdo, recuerdos del tiempo de las luchas.

—Eso es lo que yo llamo falta de civismo —indignóse el Doctor—. ¿Fue allá o fue en Ilhéus que usted ganó dinero? ¿Por qué emplear en Bahía el dinero que ha ganado aquí?

—Calma, doctor, no se altere. Ilhéus es un buen lugar, etcétera, pero, como usted comprenderá, Bahía es la capital, tiene de todo, especialmente buenos colegios para mis hijos.

Pero el doctor no se calmaba:

—Tiene de todo porque ustedes desembarcan aquí, con las manos vacías, se hartan la barriga y se llenan de dinero, y luego van a gastarlo a Bahía.

—Pero…

—Creo, compadre Amancio —le dijo Juan Fulgencio al estanciero— que nuestro doctor tiene razón. Si nosotros no cuidamos a Ilhéus ¿quién va a cuidarla?

—No digo que no… —cedió Amancio. Era un hombre calmo, al que no le gustaban las discusiones, y nadie que lo viese así, tranquilo, imaginaría estar delante del célebre jefe de bandoleros, de uno de los hombres que más sangre hiciera correr en Ilhéus, durante las luchas por las tierras de Sequeiro Grande—. Para mí, personalmente, ninguna tierra vale lo que Ilhéus. Pero en Bahía existen otras comodidades, buenos colegios. ¿Quién puede negar eso? Mis muchachos más jóvenes están en el Colegio de los Jesuitas, y la patrona no quiere estar lejos de ellos. Ya se muere de nostalgias del que está en San Pablo… ¿Qué puedo hacer? Por mí, no saldría de aquí…

El Capitán intervino:

—Por el colegio, no, Amancio. Teniendo aquí el de Enoch, resulta hasta absurdo decir eso. No hay colegio mejor en Bahía… —El propio Capitán, para ayudar y no porque lo necesitase, enseñaba Historia Universal en el colegio fundado por un abogado de escasa clientela, el doctor Enoch Lira, que introdujera métodos de enseñanza modernos, y aboliera la palmatoria.

—Pero ni siquiera está oficializado.

—A estas horas ya debe estarlo. Enoch recibió un telegrama de Mundinho Falcão diciendo que el Ministro de Educación le garantizará eso mismo para dentro de algunos días…

—¿Entonces?

—Ese Mundinho Falcão es extraordinario…

—¿Qué diablo creen ustedes que él quiere? —preguntó el «coronel» Manuel das Onzas, pero la pregunta quedó sin respuesta, porque se había iniciado una discusión entre Ribeirito, el Doctor y Juan Fulgencio, a propósito de métodos de enseñanza.

—Será todo lo que ustedes quieran. Para mí, para enseñar el «b-a, ba», no hay nadie como doña Guillermina. Mano de hierro. Mis hijos, solamente con ella aprenden a leer y a contar. Eso de enseñar sin palmatoria…

—Atraso, «coronel» —sonreía Juan Fulgencio—. Ese tiempo ya pasó. La moderna pedagogía…

—¿Qué cosa?

—La palmatoria es necesaria, sino…

—Ustedes están atrasados en un siglo. En los Estados Unidos…

—A las chicas las pongo en el colegio de las hermanas, naturalmente, pero a los varones los dejo con doña Guillermina…

—La pedagogía moderna abolió la palmatoria y los castigos físicos —consiguió explicar Juan Fulgencio.

—No sé de quién está hablando usted, Juan Fulgencio, pero le garantizo que fue muy mal hecho. Si yo sé leer y escribir…

Así, discutiendo sobre los métodos del doctor Enoch y de la famosa doña Guillermina, legendaria por su severidad, fueron caminando hacia el puente. Desembocando de otras calles, algunas personas aparecían en la misma dirección, pues iban a esperar el barco. A pesar de la hora matinal, reinaba ya cierto movimiento en el puerto. Los cargadores llevaban sacos de cacao de los depósitos al barco de la «Bahiana». Una barcaza que se preparaba para partir, con las velas desplegadas, parecía un enorme pájaro blanco. Un toque de silbato vibró en el aire, anunciando la partida próxima. El «coronel» Manuel das Onzas insistía:

—¿Qué es lo que Mundinho Falcão quiere? Ese hombre tiene el diablo en el cuerpo. No se contenta con sus negocios, y se mete en todo.

—Caramba, es muy fácil. Quiere ser Intendente en la próxima elección.

—No creo… Es poco para él —dijo Juan Fulgencio—. Es hombre de ambiciones.

—Haría un buen Intendente. Emprendedor. —Un desconocido, que llegó aquí hace poco…

El Doctor, admirador de Mundinho Falcão, atajó:

—Hombres como Mundinho Falcão necesitamos. Hombres de visión, valientes, dispuestos…

—Caramba, Doctor, coraje es lo que nunca les faltó a los hombres de esta tierra…

—No hablo de esa clase de coraje, de pegar tiros y matar gente. Hablo de algo más difícil…

—¿Más difícil?

—Mundinho Falcão llegó aquí el otro día, como dice Amancio. Pero miren cuántas cosas ya realizó: hizo la avenida en la playa, cosa en la que nadie creía, que fue un negocio de primera y que embelleció la ciudad. Trajo los primeros camiones, y sin él no hubiese salido el «Diario de Ilhéus», ni tendríamos el Club Progreso.

—Dicen que prestó dinero al ruso Jacob y a Moacir para la empresa de ómnibus…

—Estoy con el Doctor —dijo el Capitán, hasta entonces silencioso—. Hombres así necesitamos… Capaces de comprender y ayudar al progreso. Habían llegado al puente, donde ya estaban Ño-Gallo, empleado de la Receptoría de Rentas, bohemio inveterado, figura indispensable en todos los círculos, de voz gangosa y anticlerical irreductible.

—Viva la ilustre compañía… —estrechaba las manos, iba contando—: Estoy muriendo de sueño. Estuve en el Bataclán con el árabe Nacib, y terminamos yendo a casa de Machadáo (Machadón): comida, mujeres… Pero no podía dejar de venir al desembarque de Mundinho Falcão.

Frente al garage de Moacir Estréla se juntaban los pasajeros del primer ómnibus. El sol había salido, y hacía un día espléndido.

—Vamos a tener una zafra de primera.

—Mañana tenemos una comida, el banquete de los ómnibus…

—Es verdad. El ruso Jacob me invitó.

La conversación fue interrumpida por los repetidos silbatos, breves y afligidos del barco. Hubo un movimiento de expectativa en el puente. Hasta los changadores se detuvieron para escuchar.

—¡Encalló! —¡Porquería de costa!

—Si continúa así, ni el barco de la «Bahiana» va a poder entrar en el puerto.

—Y menos aún el de la «Costera» y el del «Lloyd». —La «Costera» ya amenazó con suspender la línea. Barra difícil y peligrosa, aquélla de Ilhéus, apretada entre el cerro del Unháo (Uñon), en la ciudad, y el cerro de Pernambuco, en una isla al lado del Pontal. Canal estrecho y poco profundo, de arena moviéndose continuamente en cada marea. Era frecuente que los navíos encallasen, y a veces tardaran un día en zafarse. Los grandes navíos no se atrevían a cruzar la barra asustadora a pesar del magnífico fondeadero de Ilhéus.

Los llamados continuaban angustiosos. Personas que habían venido a esperar el navío comenzaban a tomar el camino de la calle del Unháo para ver lo que pasaba en la barra.

—¿Vamos hasta allá?

—Esto es lo que subleva —decía el Doctor mientras el grupo caminaba por la calle sin empedrar, contorneando el cerro—. Ilhéus produce una gran parte del cacao que se consume en el mundo, tiene un puerto de primera, y sin embargo, la renta de la exportación del cacao queda en la ciudad de Bahía. Todo por causa de esta maldita barra…

Ahora que las lluvias habían cesado, ningún asunto entusiasmaba más a los habitantes de Ilhéus que ése. Sobre la barra y la necesidad de hacerla practicable para los grandes navíos, se discutía todos los días y en todas partes. Se sugerían medidas, criticábase al gobierno, acusando a la Intendencia de ocuparse poco. Sin llegarse a ninguna solución, quedando las autoridades en promesas, y las dársenas de Bahía recogiendo los impuestos de exportación.

Mientras una vez más volvía a hervir la discusión, el Capitán se retrasó, tomó del brazo a Ño-Gallo, a quien dejara en la puerta de María Machadáo, alrededor de la una de la madrugada:

—¿Y su muchacha, qué tal?

—Bocado fino… –murmuró Ño-Gallo con su voz gangosa. Y contó: —No sabe lo qué se perdió. Debería haber visto al árabe Nacib, declarándole su amor a aquella tuerta jovencita que salió con él. Era de mearse de risa…

Los pitos del barco crecían en desesperación y ellos apuraron el paso, mientras aparecía gente de todos lados.

Gabriela, clavo y canela
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