De la conspiración política

A la misma hora en que el «coronel» Ramiro Bastos penetraba en el edificio de la Intendencia, y el árabe Nacib llegaba al Bar Vesubio sin haber encontrado cocinera, en su casa, en la playa, Mundinho narraba al Capitán:

—Una batalla, mi querido amigo. No fue nada fácil. Empujó la taza, estiró las piernas, desperezóse en el sillón. Había estado brevemente en su oficina, arrastrando al amigo para conversar en casa con el pretexto de contarle las novedades. El Capitán saboreó un trago de café, quiso saber más detalles:

—¿Pero, de dónde viene toda esa resistencia? Al final de cuentas, Ilhéus no es un poblado cualquiera. Es un municipio que rinde más de un millón …

—Un momento, mi amigo, un Ministro no es todopoderoso… Tiene que atender los intereses de los gobernadores. Y él gobierno de Bahía quiere oír hablar de cualquier cosa menos de la bahía de Ilhéus. Cada bolsa de cacao que sale del puerto de Bahía significa dinero para las dársenas de allá. Y el yerno del gobernador está ligado a la gente de las aduanas. El Ministro me dijo: «Amigo Mundinho, usted va a dejarme malparado con el gobernador de Bahía».

—¡Ese yerno es un indecente! Eso es lo que los «coroneles» no quieren comprender. Hoy mismo estuvimos discutiendo mientras el «Ita» desencallaba. Ellos apoyan un gobierno que saca todo de Ilhéus y no nos da nada.

—Al contrario… Los políticos de aquí tampoco se mueven.

—Así es: ponen dificultades a cuanta obra es indispensable para la ciudad. Una estupidez sin nombre.

Ramiro Bastos se cruza de brazos, no tiene visión y los otros «coroneles» lo acompañan.

La prisa que asaltó a Mundinho en su escritorio, haciéndolo despedirse de sus clientes y dejando para la tarde importantes citas comerciales, desaparecía ahora, al percibir la impaciencia del Capitán. Era necesario dejar que fuese el otro quien le ofreciera la jefatura política, debía hacerse rogar, como tomado de sorpresa, hacerse solicitar. Se levantó, caminó hacia la ventana, contempló el mar que reventaba en la playa, el día de sol:

—A veces me pregunto a mí mismo, Capitán, ¿por qué diablos me vine a meter aquí? Al final de cuentas podía estar disfrutando de la vida, en Río o en San Pablo. En este viaje mismo mi hermano Emilio, el diputado, me preguntó: «¿Todavía no te cansaste de esa locura de Ilhéus? No sé qué es lo que te dio para que fueras a meterte en ese agujero». Usted sabe que mi familia negocia con el café, ¿no? Hace muchos años…

Tamborileaba con los dedos en la ventana, en tanto que miraba al Capitán:

—No piense que me quejo; el cacao es un buen negocio, óptimo negocio. Pero no se puede comparar la vida, de aquí con la de Río. Y sin embargo, no quiero volver. ¿Y sabe por qué?

El Capitán gozaba de aquella hora de intimidad con el exportador, sentíase vanidoso con aquella amistad importante:

—Le confieso mi curiosidad. Que no es solamente mía, sino de todo el mundo. Por qué usted vino aquí, he ahí uno de los misterios de esta vida…

—Porqué vine, no tiene importancia. Porqué me quedé, ésa es la pregunta a hacerse. Cuando desembarqué y me hospedé en el Hotel Coelho, el primer día, tuve deseos de sentarme en la plaza y ponerme a llorar.

—Todo este atraso …

—Pues bien: creo que fue eso mismo lo que me sujetó. Exactamente eso… Una tierra nueva, rica, donde todo está comenzando. Lo que ya está hecho en general, es malo, es preciso cambiarlo. Es, por así decirlo, una,, civilización a construir.

—Una civilización a construir, bien dicho… —el Capitán lo apoyaba—. Antiguamente, en el tiempo de los barullos, se decía que quien llegaba a Ilhéus no partía nunca más. Los pies se pegaban en la miel del cacao, quedaban presos para siempre. ¿Usted nunca oyó hablar de esto?

—Ya, sí. Pero, como soy exportador y no estanciero, creo que mis pies donde se quedaron presos fue en el barro de las calles. Me dio deseos de quedarme para construir alguna casa. No sé si usted me comprende.

—Perfectamente.

—Es claro que si no ganase dinero, si el cacao no fuera el buen negocio que es, no me quedaría. Pero eso sólo no es suficiente para sujetarme. Creo que tengo alma de pionero —rio.

—¿Por eso se mete usted en tantas cosas? Comprendo… Compra terrenos, traza calles, construye casas, pone dinero en los negocios más diferentes… El Capitán siguió enumerando, y al mismo tiempo iba dándose cuenta de la extensión de los negocios de Mundinho, de cómo el exportador estaba presente en casi todo lo que se hacía en Ilhéus: la instalación de nuevas filiales de Bancos, la Empresa de ómnibus, la avenida en la playa, el diario, los técnicos llegados para la poda del cacao, el arquitecto loco que construyera su casa y que ahora estaba de moda, sobrecargado de trabajo.

—… hasta artistas de teatro usted trae… —concluyó riendo con la alusión a la bailarina llegada en el «Ita»—, por la mañana.

—¿Bonita, eh? ¡Pobres! Los encontré a los dos en Río, sin saber que hacer. Querían viajar pero no tenían dinero ni siquiera para los pasajes. Me transformé en empresario …

—En esas condiciones, mi amigo, no es ventaja. Hasta yo me transformaría… El marido parece ser de la Cofradía …

—¿Qué cofradía?

—La de San Cornelio, la ilustre cofradía de los maridos conformados, los naturales de buen genio …

Mundinho hizo un gesto con la mano:

—Qué va… Ni siquiera son casados; esa gente no se casa. Viven juntos, pero cada uno por su lado. ¿Qué piensa que ella hace cuando no tiene donde bailar? Para mí fue una diversión quebrar la monotonía del viaje. Y se acabó. Está a disposición de ustedes. Allí es sólo cuestión de pagar, mi viejo.

—Los «coroneles» van a perder la cabeza… Pero no cuente que no son casados. El ideal de cada «coronel» es dormir con una mujer casada. Pero si alguien quisiera dormir con la de ellos, ¡ay!… Volviendo al caso del banco de arena… ¿Usted está realmente dispuesto a llevar la cosa adelante?

—Para mí, ahora se trata de una cuestión personal. En Río, me puse al contacto con una compañía de cargueros suecos. Están dispuestos a establecer la línea directa a Ilhéus, tan pronto los bancos estén en condiciones de dar paso a navíos de cierto calado.

El Capitán oía atentamente, rumiando ciertas ideas que lo perseguían desde hacía mucho, ciertos planes políticos. Había llegado la hora de ponerlos en práctica. La venida de Mundinho a Ilhéus fue una bendición de los cielos. ¿Pero, cómo recibiría él tales propuestas? Era preciso andarse con cuidado, ganar su confianza, convencerlo. Mundinho sentíase enternecido con la admiración del otro, estaba en vena de confidencia, dejábase llevar:

—Mire usted, Capitán, cuando yo vine aquí… —Se calló un momento, como dudando si valía o no la pena continuar— …vine medio huyendo. —Nuevo silencio—. ¡No de la policía! De una mujer. Algún día le contaré toda la historia, hoy no. ¿Usted sabe lo que es la pasión? ¿Más que pasión, la locura? Por eso vine, dejando todo. Ya me habían hablado de Ilhéus, del cacao. Vine para ver como era, nunca más pude partir. El resto usted lo sabe: la firma exportadora, mi vida aquí, las buenas amistades que hice, el entusiasmo que tengo por la tierra. No es solamente por los negocios, por el dinero, ¿comprende usted? Podía ganar tanto o más exportando café… Pero aquí estoy haciendo alguna cosa, soy alguien, ¿sabe? Lo hago con mis propias manos… —y se miraba las manos bien cuidadas, finas, de uñas manicuradas como las de una mujer.

—Sobre eso quiero hablarle…

—Espere. Déjeme acabar. Vine por motivos íntimos, huyendo. Pero, si me quedé, fue a causa de mis hermanos. Soy el más joven de los tres, el «benjamín», mu cho más joven y nacido fuera de tiempo. Todo estaba hecho, yo no precisaba esforzarme para nada. Apenas si tenía que dejar que las cosas corrieran solas. Yo siempre era el tercero. Los otros dos estaban primero. Y eso no me agradaba.

El Capitán nadaba en gozos, aquellas confidencias llegaban justamente en la hora precisa. Habíase hecho amigo de Mundinho Falcão apenas el exportador llegara a Ilhéus, debido a la fundación de la nueva casa exportadora. Era el recaudador de impuestos y habíale cabido orientar al capitalista. Salieron juntos, y entonces le sirvió de cicerone. Lo llevó a la estancia de Ribeirito, a Itabuna, a Pirangi, a Agua Preta, le explicó las costumbres de la región, le recomendó mujeres. Mundinho, por su parte, era hombre sin poses, cordial, de fácil camaradería. El Capitán al principio se sintió orgulloso por la intimidad con aquel ricacho venido del sur, de familia importante en los negocios y en la política, hermano de diputados, con parientes en la diplomacia; el hermano mayor hasta había sido mencionado para Ministro de Hacienda. Sólo después, con el correr de los tiempos y la múltiple actividad de Mundinho comenzó a reflexionar y a planear: ése era el hombre para oponer a los Bastos, para derribarlos …

—Fui un niño mimado. En la firma no tenía nada que hacer, mis hermanos lo resolvían todo. Aunque hombre hecho, para ellos continuaba siendo un chiquillo. Dejaban que yo me divirtiera, que después habría de llegar mi momento, «la hora de mis responsabilidades», como decía Lourival… —su rostro ensombrecíase al hablar del hermano mayor—. ¿Usted comprende? Me cansé de no hacer nada, de ser el hermano más joven. Tal vez no hubiese reaccionado nunca, quedándome en aquella blandura, en la buena vida. Pero entonces apareció aquella mujer… Una cosa sin solución… —sus ojos ahora estaban vueltos hacia el mar, ante la ventana abierta, pero miraban más allá del horizonte, con recuerdos y figuras que sólo él veía.

—¿Bonita?

Mundinho Falcão tuvo una risa breve:

—Decir bonita es un insulto, tratándose de ella. ¿Sabe usted lo que es belleza, Capitán? ¿Toda la perfección? Una mujer así no puede ser llamada bonita, apenas.

Se pasó la mano sobre el rostro, como para deshacer visiones:

—En fin… En el fondo, estoy contento. Hoy ya no soy solamente el hermano de Lourival y de Emilio Mendes Falcão. Soy yo mismo. Ésta es mi tierra, tengo mi propia firma y, señor Capitán, voy a dar vuelta y poner del revés a este Ilhéus, a hacer de esto una …

—… una capital, como hoy mismo decía el Doctor… —interrumpió el Capitán.

—Esta vez mis hermanos me miraron de otra manera. Ya perdieron la esperanza de verme volver fracasado, con la cabeza baja. La verdad es que no estoy yendo tan mal, ¿verdad?

—¿Mal? Caramba, usted llegó el otro día, como quien dice, y ya es hoy el primer exportador de cacao…

—Todavía no. Los Kaumanns exportan más. Stevenson también. Pero los sobrepasaré. Sin embargo, lo que me prende es esta tierra todavía en sus comienzos, en sus principios. Con todo por hacer, y yo pudiendo hacer todo eso. Por lo menos —se corrigió— ayudar a hacerlo. Es estimulante para un hombre como yo.

—¿Sabe usted lo que andan diciendo por ahí? —El Capitán, levantado, atravesaba ahora la sala. Había llegado el momento.

—¿Qué cosa? —Mundinho esperaba, adivinaba ya las palabras del otro.

—Que usted tiene ambiciones políticas. Aún hoy…

—¿Ambiciones políticas? Nunca pensé en eso, por lo menos no en serio. He pensado en ganar dinero, sí, en estimular el progreso de la tierra.

—Todo eso suena muy bonito, le sienta muy bien. No obstante, usted no va a conseguir hacer ni la mitad de lo que piensa mientras no se meta en política, en tanto no modifique la situación existente aquí.

—¿Cómo? —Las cartas estaban sobre la mesa, el juego había comenzado.

—Usted mismo dijo: el Ministro tiene que atender al gobernador. El gobierno no tiene interés en ayudarnos, y los políticos de por aquí son unos tibios. Los «coroneles» no ven un palmo delante de la nariz. Para ellos lo primordial es plantar y recoger el cacao. El resto no interesa. Eligen a unos idiotas para la Cámara, votan en quienes Ramiro Bastos indica. La Intendencia va de las manos de uno de sus hijos a las de un compadre de Ramiro.

—Pero el «coronel» siempre hace algo…

—Traza calles, abre plazas, planta flores. Y en eso se queda. ¿Caminos? ¡Ni pensar! Ya para construir la carretera hacia Itabuna fue una lucha. Que tenía compromisos con los ingleses de los Ferrocarriles, que patatín, que patatán… ¿La bahía? Tiene compromisos con el gobernador… Como si Ilhéus se hubiera detenido hace veinte años… Ahora era Mundinho quien escuchaba en silencio. El Capitán hablaba con un cierto acento de pasión, persuasivo. Mundinho pensaba: él tenía razón, las necesidades de los «coroneles» ya no correspondían a las de la tierra en rápido progreso.

—No deja usted de tener razón …

—Es claro que la tengo —palmeó el hombro del exportador—. Mi querido amigo, aunque usted mismo no lo quiera no tiene otro remedio que meterse en política…

—¿Y por qué?

—¡Porque Ilhéus lo exige, sus amigos, el pueblo!

El Capitán había hablado solemnemente, extendiendo el brazo como discurseando.

Mundinho Falcão encendió su cigarrillo:

—Es cosa para pensarla… —y veíase llegando a la Cámara Federal, elegido diputado por la tierra del cacao, tal como le dijera a Emilio.

—Usted ni imagina… —El Capitán volvía a sentarse, satisfecho consigo mismo—. No se habla de otra cosa. Todos cuantos se interesan por el progreso de Ilhéus, de Itabuna, de toda la zona, tanta gente, que usted ni podría calcularla…

—Es asunto a discutirse; no le digo que no ni que sí. No quiero meterme en una aventura ridícula.

—¿Aventura? Si yo le dijera que todo va a ser fácil, que no va a haber lucha, le estaría mintiendo. Será una cosa bien dura, sin duda alguna. Pero esto es cierto: podemos ganar lejos.

—Asunto a discutirse… —repitió Mundinho Falcão. El Capitán sonrió, Mundinho estaba interesado, y de ahí a comprometerse había sólo un paso. Y en Ilhéus, apenas Mundinho Falcão, él y nadie más que él, podía hacer frente al poder del «coronel» Ramiro Bastos, sólo él podía vengar al Capitán. ¿Acaso los Bastos no habían desbancado al viejo Cazuzinha, llevándolo a arruinarse en una lucha política sin gloria, y dejando al Capitán sin un centavo para heredar, en la dependencia del empleo público? Mundinho Falcão sonrió, ahí estaba el Capitán ofreciéndole el poder, o, por lo menos, los medios para alcanzarlo. Tal como él lo deseaba.

—¿Asunto a discutirse? Las elecciones se aproximan. Hay que comenzar inmediatamente.

—¿Usted piensa, realmente, que encontraría apoyo, gente dispuesta a marchar conmigo?

—Lo único a hacer es que usted se disponga. Vea: esa cuestión del puerto puede ser decisiva. Es una cosa que hormiguea en todo el pueblo. Y no sólo aquí. En la gente de Itabuna, de Itapira, de todo el interior. Usted verá: la llegada del ingeniero va a causar sensación.

—Y después del ingeniero vendrán las dragas, los remolcadores…

—¿Y a quién debe Ilhéus todo eso? ¿Usted se dio cuenta del triunfo que tiene en la mano? Mejor que naipe marcado. ¿Sabe cuál debe ser la primera medida a tomar?

—¿Cuál?

—Una serie de artículos en el «Diario» desenmascarando al gobierno, a la Intendencia, mostrando la importancia del asunto del puerto. Mire usted, ¡hasta diario tenemos nosotros!

—Bueno, mío no es. Puse dinero para ayudar a Clóvis Costa, pero él no tiene ningún compromiso conmigo. Creo que es amigo de los Bastos. Por lo menos de Tonico, andan siempre juntos…

—Amigo de quien le pague mejor. Déjelo por mi cuenta.

El exportador quiso simular una última vacilación: —¿En verdad, valdrá la pena? La política es siempre tan sucia…

Pero, si es para el bien de esta tierra… —sentíase levemente ridículo—. Tal vez sea divertido —corrigió.

—Mi querido amigo, si usted quiere realizar sus proyectos, servir a Ilhéus, no tiene otro medio. El idealismo sólo no basta.

—Eso es verdad…

Golpeaban las manos a la puerta, la sirvienta fue a abrir. La figura inconfundible del Doctor exclamaba:

—Fui a su escritorio, a darle la bienvenida. No lo encontré, y aquí vine, a saludarlo —sudaba bajo el cuello de punta doblada y la camisa de pechera almidonada. El Capitán se apresuró:

—¿Qué me dice, Doctor, de tener —a Mundinho Falcão como candidato en las próximas elecciones?

El Doctor levantó los brazos:

—Gran noticia. ¡Sensacional! —volvióse hacia el exportador—: Si para alguna cosa pueden servirle mis modestos servicios…

El Capitán miró a Mundinho como diciéndole: ¿«Vio que yo no mentía? Los mejores hombres de Ilhéus…».

—Pero todavía es un secreto, Doctor.

Sentáronse los tres, el Capitán comenzó a explicar el mecanismo político de la región, las ligazones entre los dueños de votos, los intereses en juego. El doctor Ezequiel Prado, por ejemplo, hombre de tantos amigos entre los estancieros, estaba descontento con los Bastos, que no lo habían hecho presidente del Consejo Municipal …

Gabriela, clavo y canela
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