La pastora Gabriela o la señora de Saad en el «réveillon»
¿Qué va a decir mi hermana, la bestia de mi cuñado? No, Gabriela, ¿cómo podría Nacib consentir? Jamás podría. Y con eso de la hermana, él tenía razón… ¿Qué diría el pueblo de Ilhéus, sus amigos del bar, las señoras de la alta sociedad, el «coronel» Ramiro, que tanto la distinguía? Imposible, Gabriela, imposible pensar en tal cosa; nunca se vio absurdo mayor. Bié necesita convencerse de que ya no es más una pobre sirvienta sin familia, sin nombre, sin fecha de nacimiento, sin situación social. ¿Cómo imaginar a la señora Saad al frente del «terno», llevando en la cabeza corona dorada de cartón, retorciendo el cuerpo en el baile de pasos menudos, vestida de satén azul y rojo, empuñando el estandarte, entre veintidós pastoras llevando linternas, la pastora Gabriela, la primera de todas, la más importante de todas? Imposible, Bié, qué idea más loca…
Es claro que a él le gustaba verlo, que aplaudía en el bar, que hasta les mandaba servir una vuelta de cerveza. ¿A quién no les gustaba? Era bonito, ¿quién iba a negarlo? ¿Pero, ella había visto a alguna señora casada, distinguida, saliendo a bailar en un «terno de reis»? Y nada de venir con el ejemplo de Dora, que por esas cosas el marido la había abandonado, dejándola atada a la máquina, cosiendo para los otros. Y todavía con su hermana en la ciudad, toda ella una bolsa de soberbia, y su cuñado, todo inflado de vientos por su anillo de «doctor». Imposible, Gabriela, ni valía la pena hablar. Gabriela, de acuerdo, bajó la cabeza. Él tenía razón, no podía ofenderlo en presencia de la hermana, no podía disminuirlo ante el cuñado doctor. Él la tomó, la sentó en las rodillas.
—No te pongas triste, Bié. A ver, ríete un poquito. Rio, pero por dentro lloraba. Lloró toda aquella tarde sobre el vestid o de satén, tan lindo, con aquella combinación tan vistosa de colores, azul y rojo. Sobre la corona dorada, con una estrella. Sobre el estandarte con los colores del «terno» y, pegado en el medio, el Niño Jesús y su cordero. No la consoló el regalo que él le trajera a la noche, al volver a la casa, un echarpe caro, bordado a franjas.
—Para que lo uses en el baile de Año Nuevo —dijo él—. En el tal «réveillon». Quiero que Bié sea la más bonita de la fiesta.
En Ilhéus no se hablaba de otra cosa que del «réveillon» del Club Progreso, organizado por las jovencitas y los estudiantes. Las modistas no alcanzaban a cumplir con tanto trabajo. Llegaban vestidos de Bahía; los sastres no cesaban de probar trajes de hombre de brin blanco HJ; las mesas estaban reservadas con anticipación. Hasta el Míster iría con su mujer, que llegó como todos los años a pasar la Navidad con su marido. En vez de los acostumbrados bailes en las casas de familia, la sociedad de Ilhéus se reuniría en los salones del Club Progreso, en un baile sin precedentes. Esa misma noche saldría el «terno» con sus linternas, sus canciones y su estandarte.
Gabriela estaría con su mantilla de encaje, su vestido de fiesta y sus zapatos apretados. Sentada en el baile, con los ojos bajos, callada, sin saber cómo comportarse. ¿Quién llevaría el estandarte? Dora había quedado desalentada. Nílo, el mozo con olor a mar, no había escondido su decepción. Solamente Miquelina se había mostrado contenta, tal vez a ella le tocara llevar el estandarte.
Sólo consiguió animarla un poco, hacerla dejar de llorar, cuando al descampado «Do Unháo» llegó el Parque, «El Parque de la China», con rueda gigante, caballitos, látigo y casa de los locos. Brillante de metales; un exceso de iluminación. Causando tantos comentarios que el negrito Tuísca, tan lejos de ella últimamente no resistió y vino para comentarlo.
Nacib le dijo:
—La víspera de Navidad no voy al bar. Voy a pasar por allá, solamente. Vamos a ir a la tarde al Parque, y a la noche a las «kermesses».
¡Aquello sí que valía la pena! Anduvo en todo con don Nacib. Fue dos veces a la rueda gigante. Y al látigo, ¡ah!, era bueno de más, daba un frío en el ombligo… Salió mareada de la casa de locos. El negrito Tuísca, calzando botines —¡él también!—, con ropa nueva, andaba gratis por haber ayudado a pegar los carteles en las calles de la ciudad.
Por la noche fueron a las «kermesses» frente a la iglesia de San Sebastián. Por allí paseaba Tonico con doña Olga. Nacib la dejó con ellos, y dio un salto hasta el bar para ver como marchaba el movimiento. En las barracas, a cargo de las estudiantas, vendían regalos. Los muchachos los compraban. Había remates de diversos objetos a beneficio de la iglesia. Ari Santos, sudando como el que más, era el rematador. Anunciaba:
—Un plato de masas, ofrecido por la gentil señorita Iracema. Masas hechas por sus propias manos. ¿Cuánto me ofrecen?
—Cinco cruzeiros —ofreció un académico de Medicina.
—Ocho —aumentaba un empleado de comercio.
—Diez —gritaba un estudiante de Derecho. Iracema tenía muchos festejantes, muy disputado era su portal de amoríos, y por lo mismo, su plato de masas. A la hora del remate vino gente del bar, para verlo y participar del mismo. Las familias llenaban la plaza, los enamorados cambiaban señales, los novios sonreían tomados del brazo.
—Un juego de té, donado por la joven Jerusa Bastos. Seis tazas de café, con sus platos, seis platos para masas, y otras piezas. ¿Cuánto vale? Ari Santos exhibía una taza pequeña.
Las jóvenes se entremiraban en una rivalidad de precios. Cada una deseaba que su regalo a San Sebastián fuese vendido más caro que los otros. Los festejantes y novios gastaban dinero, elevando las ofertas con tal de verlas sonreír. A veces dos «coroneles» se candidataban al mismo recuerdo. Crecía la estimación, subían las ofertas, llegando a mil y dos mil cruzeiros. Aquella noche, en una disputa con Ribeirito, Amancio Leal había dado cinco mil cruzeiros por seis servilletas. Eso ya era despilfarrar, tirar el dinero a la calle. Tanto había entonces por las calles de Ilhéus. Las mozas casaderas animaban a festejantes y novios, con los ojos: a ver que papel harían cuando el rematador anunciase su regalo. El de Iracema había batido un récord: el plato de masas había sido llevado por ocho mil cruzeiros. Oferta de Epaminondas, el socio más joven de una tienda de géneros, «Soares Hermanos». ¡Pobre Jerusa, sin festejante! Toda orgullosa, nada quería con los jóvenes de Ilhéus. Se murmuraba de un amor en Bahía, estudiante de quinto año de medicina. Si su familia no hubiera entrado en las ofertas —su tío Tonico, doña Olga, y alguno que otro amigo de su abuelo—, su juego de tazas no hubiera dado nada. Iracema sonreía, victoriosa.
—¿Cuánto me dan por el juego de té?
—Mil cruzeiros —dijo Tonico.
Mil quinientos ofreció Gabriela, con Nacib nuevamente a su lado. El «coronel» Amancio, capaz de hacer aumentar la oferta, ya no estaba, se había ido al cabaret. Ari Santos, de tanto gritar, sudaba en la tarima: —Mil quinientos cruzeiros… ¿Quién da más?
—¡Diez mil!
—¿Cómo? ¿Quién habló? Hagan el favor de no hacer bromas.
—¡Diez mil! —repitió Mundinho Falcão.
—Ah, don Mundinho… Como no. Señorita Jerusa, ¿quiere tener la gentileza de entregarle la prenda al caballero? ¡Diez mil!, señores míos. ¡Diez mil! San Sebastián le estará eternamente agradecido, don Mundinho. Como saben, este dinero es para la construcción de la futura iglesia, en este mismo lugar, una iglesia enorme que reemplazará a la actual. Don Mundinho, el dinero ya está aquí. Muchas gracias.
Jerusa fue a buscar la caja con las tazas, entregándolas luego al exportador. Las muchachas derrotadas comentaban aquella locura. ¿Qué significaba? Ese Mundinho podrido en plata, elegante señor de la capital, combatía en una lucha a muerte a la familia de los Bastos. Una lucha con periódicos quemados, hombres castigados y atentados de muerte. Hacía frente al viejo Ramiro, le disputaba los cargos, lo arrastraba a ataques al corazón. Y, al mismo tiempo, regalaba diez mil cruzeiros, en dos relucientes billetes de cinco mil, por media docena de tazas de loza barata, oferta de la nieta de su enemigo. Era un loco, ¿cómo entenderlo? Todas ellas, desde Iracema hasta Diva, suspiraban por él, rico y soltero, elegante y amigo de los viajes, yendo constantemente a Bahía, con casa puesta en Río…
Las jóvenes conocían sus historias con mujerzuelas. Con Anabela, tanto como otras mandadas buscar a Bahía, o al sur. A veces las veían pasar, elegantes y libres, en la avenida de la playa. Pero amoríos con muchachas solteras nunca había tenido. Con ninguna de ellas, porque apenas si las miraba. Tampoco con Jerusa. ¡Ese Mundinho Falcão, tan rico y elegante!
—No valía tanto —dijo Jerusa.
—Soy un pecador. Así, por sus manos, quedo bien con los santos. Gano un lugar en el cielo.
Ella sonrió, y sin poder resistir, preguntó: —¿Va al «réveillon»?
—Todavía no sé. Prometí pasar el año nuevo en Itabuna.
—Deseo que se divierta y que tenga un feliz Año Nuevo.
—También yo se lo deseo a usted. Si no nos encontramos allá…
Tónico Bastos escuchaba la conversación. No entendía bien a ese tipo. Todavía soñaba con un acuerdo de último momento, que salvara el prestigio de los Bastos. Saludó a Mundinho con una sonrisa.
El exportador respondió, retirábase para su casa.
La víspera de Año Nuevo, Mundinho estuvo en Itabuna, almorzó con Aristóteles, asistió a la inauguración de la feria de ganado, importante mejora que atraería al municipio el comercio de bovinos de toda la región. Hizo un discurso, fue aplaudido, se metió en el coche y volvió para Ilhéus. No porque hubiera recordado a Jerusa, sino porque quería pasar la noche de fin de año con sus amigos, en el Club Progreso. Valió la pena: la fiesta fue una belleza, y la gente decía que solamente en Río era posible ver un baile de ésos.
El lujo, estallando en los «crépe de Chine», en los «taffetas», en los terciopelos, en las alhajas, encubría cierta falta de distinción, cierto aire de campesinas, de algunas señoras, como los billetes de quinientos cruzeiros, reunidos en atados en los bolsillos, disimulaban el aire achabacanado de los «coroneles», su hablar campesino. Pero los dueños de la fiesta eran los jóvenes. Algunos usaban «smoking» a pesar del calor. Las jóvenes reían en las salas, apantallándose con abanicos, coqueteando, bebiendo refrescos. Corría el champagne, junto a las bebidas más caras. Las salas estaban esmeradamente adornadas con serpentinas y flores artificiales. Fue una fiesta tan importante y comentada, que hasta Juan Fulgencio, enemigo de los bailes, asistió. Él y el Doctor.
Jerusa sonrió cuando vio a Mundinho Falcão conversando con el árabe Nacib y la buena Gabriela que mal podía mantenerse en pie. ¡Zapato desgraciado, le apretaba justo la punta del dedo! Sus pies no habían nacido para andar calzados. Pero estaba tan bonita que hasta las más presuntuosas señoras —hasta la del doctor Demóstenes, fea y presumida— no pudieron negar que aquella mulata era la mujer más hermosa de la fiesta.
—Siempre la gentuza de pueblo es más bonita —confesaban.
Era una hija del pueblo perdida en ese rumor de conversaciones que no entendía, de lujos que no la atraían, de envidias, vanidades y dimes y diretes que no la tentaban. Dentro de poco el «terno dos reis», con sus pastoras alegres y su estandarte bordado, estaría en las calles. Parando delante de las casas, de los bares, cantando, bailando, pidiendo permiso para entrar. Las puertas se abrirían para que bailaran y cantaran en los salones; beberían licores, comerían masitas. Esa noche de Año Nuevo, y las dos de reyes, más de diez «ternos» y «bumba-meu-boi» saldrían del «Unháo», de la Conquista, de la Isla de las Cobras, del Pontal, del otro lado del río, para divertirse en las calles de Ilhéus. Gabriela bailó con Nacib, con Tónico, con Ari, con el Capitán. Bailaba con gracia, pero no eran ésos los bailes que le gustaban. Rodando en los brazos de un caballero. Baile para ella era otra cosa, un «coco» bien agitado, un samba de rueda, un «maxixe» (bailes populares) bien vivo.
O una polca tocada en un acordeón.
Tango argentino, vals, foxtrot, nada de eso le gustaba. Menos, todavía con aquellos zapatos mordiendo su dedo desparramado.
Fiesta animada. Desanimado, sólo estaba Josué. Apoyado contra una ventana, miraba hacia afuera, con un vaso en la mano. En el amontonamiento popular que ocupaba la vereda y la calle, Gloria miraba. A su lado, como por casualidad, Cariolano, cansado, queriendo irse a la cama. Su baile, él mismo lo decía, era la rama de Gloria. Pero Gloria demoraba, toda envuelta en lujo, mirando en la ventana el rostro delgado de Josué. Explotaban en las mesas los corchos de champagne. Mundinho Falcão, disputado por las jóvenes, bailaba con Jerusa, Diva, Iracema, hasta a Gabriela invitó. Nacib metíase en las ruedas masculinas, a conversar. No le gustaba bailar, dos, tres veces en la noche había arrastrado el pie con Gabriela. Después la dejaba en la mesa, con la buena esposa de Juan Fulgencio. Por debajo del mantel, Gabriela se quitaba el zapato, y se pasaba la mano por el pie dolorido. Hacía esfuerzos por no bostezar. Venían señoras, sentábanse a la mesa, comenzaban a conversar, a reír animadas con la mujer de Juan Fulgencio. Como gran favor la saludaban, le preguntaban como estaba de salud. Se quedaba callada, mirando el piso. Tonico, como un sacerdote en un rito difícil, empujaba a doña Olga en un tango argentino. Muchachos y chicas reían y se divertían, bailando sobre todo en la sala del fondo, donde habían prohibido la entrada a los viejos. La hermana de Nacib y su marido, también bailaban, muy duros. Aparentaban no verla.
Alrededor de las once horas, cuando ya el público de la calle se había reducido a unas pocas personas —hacía mucho que Gloria se retiró y con ella el «coronel» Coriolano— se oyó, viniendo de la calle, música de «cavaquinhos» y violines, de flautas y pandeiros. Y voces cantando canciones de «reisados». Gabriela levantó la cabeza. No podía engañarse. Era el «terno» de Dora.
Se detuvo frente al Club Progreso, la orquesta silenció el baile, todos corrieron a las puertas y ventanas. Gabriela se calzó el zapato, y fue de las primeras en llegar. Nacib se reunió a ella, la hermana y el cuñado estaban bien cerca, simulando no verla. Las pastorcitas con sus linternas, Miquelina con el estandarte, Nilo, el ex marinero, con un pito en la boca comandando todo, y todos cantando y bailando. De la plaza Seabra, en ese mismo momento venían llegando el buey, el vaquero, el «bumba-meu-boi» todo.
Bailando por la calle, las pastorcitas cantaban:
Soy linda pastorcita
vengo a adorar a Jesús.
Los Reyes Magos saludan
en el pesebre de Belén.
Allí no pedían permiso para entrar, no se atrevían a perturbar la fiesta de los ricos. Pero Plinio Aracá, al frente de los mozos, trajo botellas de cerveza para distribuir. El «buey» descansaba un momento, para beber. La «caapora», también. Volvieron a bailar, a cantar. Miquelina en el medio, levantando el estandarte, revoleando las nalgas flacas, Nilo pitando. La calle se había llenado con la gente del baile. Jóvenes y muchachas reían, aplaudían.
Soy linda pastorcita
de plata, oro y luz.
Con mi canto adormezco
al Niño Jesús.
Gabriela ya no veía nada que no fuera el «terno de Reis», las pastoras con sus linternas, Nilo con su silbato, Miquelina con el estandarte. No veía a Nacib, no veía a Tonico, no veía a nadie. Ni siquiera a la cuñada, con su insolente nariz. Nilo pitaba, las pastoras se formaban, el «bumba-meu-boi» iba adelante. Otra vez sonaba el silbato, las pastoras bailaban, Miquelina hacía flamear el estandarte en la noche.
Las pastorcitas ya van
a otra parte a cantar…
Iban a otra parte, sí, a otras calles a bailar. Gabriela se descalzó los zapatos, corrió hacia adelante, arrancó el estandarte de las manos de Miquelina. Su cuerpo se contorsionó, sus nalgas parecieron quebrarse, sus pies liberados crearon la danza. El «terno» marchaba, la cuñada exclamó: «¡Oh!».
Jerusa miró y vio a Nacib casi llorando, la cara alargándose de vergüenza y tristeza. Y entonces también ella avanzó, tomó la linterna de manos de una pastora, se puso a bailar. Avanzó un joven, otro también. Iracema tomó la linterna de Dora. Mundinho Falcão arrebató el silbato de la boca de Nilo. El Míster y la mujer cayeron también en el baile. La señora de Juan Fulgencio, alegre madre de seis hijos, la bondad en persona, entraba en el «terno». Otras señoras también, y el Capitán, y Josué… El baile entero se trasladó a la calle.
En la cola del «terno», la hermana de Nacib y su marido doctor.
Al frente, Gabriela, con el estandarte en la mano.