De cómo Nacib contrató una cocinera o de los complicados caminos del amor
Dejó atrás la feria donde las barracas estaban siendo desmontadas, y las mercaderías recogidas. Atravesó por entre los edificios del ferrocarril. Antes de comenzar el Morro da Conquista estaba el mercado de los esclavos. Alguien, hacía mucho tiempo, había llamado así al lugar donde los «retirantes» acostumbraban acampar, en espera de trabajo. El nombre había pegado y ya nadie lo llamaba de otra manera. Allí se amontonaban los sertaneros huidos de la sequía, los más pobres de cuantos abandonaban sus casas y sus tierras ante el llamado del cacao.
Los estancieros examinaban el grupo últimamente llegado con el látigo golpeando sus botas. Los sertaneros gozaban fama de buenos trabajadores. Hombres y mujeres, agotados y famélicos, esperaban. Veían la distante feria en la que había de todo, y una esperanza les llenaba el corazón. Habían conseguido vencer los caminos, la «caatinga», el hambre y las cobras, las enfermedades endémicas, el cansancio. Habían alcanzado la tierra pródiga, los días de miseria parecían terminados. Oían contar historias espantosas, de muerte y violencia, pero conocían el precio en aumento del cacao, sabían de hombres llegados como ellos del «sertão» en agonía, y que ahora andaban con botas lustrosas, empuñando chicotes de cabo de plata. Dueños de plantaciones de cacao.
En la feria había estallado una riña, la gente corría, una navaja brillaba a los últimos rayos del sol, los gritos llegaban hasta ahí. Todos los fines de feria eran así, con borrachos y barullos. De entre los sertaneros se escapaban los sones melodiosos de un acordeón, y una voz de mujer cantaba tonadas.
El «coronel» Melk Tavares hizo una señal al ejecutante de acordeón, y el instrumento calló: —¿Casado?
—No señor.
—¿Quieres trabajar para mí? —señalaba a los otros hombres ya escogidos por él—. Un buen acordeonista nunca está de más en una estancia. Alegra las fiestas… Decían de él que sabía elegir como nadie hombres buenos para el trabajo. Sus estancias quedaban en Cachoeira do Sul, y las grandes canoas estaban esperando al lado del puente del ferrocarril.
—¿De agregado o de contratado?
—A elección. Tengo unas tierras nuevas, necesito contratados.
—Los sertaneros preferían contratos, el plantío del cacao nuevo, la posibilidad de ganar dinero por su cuenta y riesgo.
—Sí, señor.
Melk avistaba a Nacib, bromeaba:
—¿Ya tiene plantación, Nacib, que viene a contratar gente?
—¿Quién soy yo, «coronel»?… Busco cocinera, la mía se fue ayer…
—¿Y qué me dice de lo sucedido? Jesuíno…
—Así es… Una cosa así, de repente…
—Ya llevé mi abrazo a la casa de Amancio. Hoy mismo subo para la estancia para llevar estos hombres… Con el sol, vamos a tener una zafra importante —mostraba a los hombres escogidos, agrupados a su lado—. Estos sertaneros son buenos para el trabajo. No es como esta gente de aquí que no quieren saber nada de trabajo pesado, lo que les gusta es andar vagabundeando por la ciudad…
Otro estanciero recorría los grupos, Melle continuaba:
—Sertanero no mide el trabajo, lo que quiere es ganar dinero. A las cinco de la mañana ya están en las plantaciones y sólo largan la herramienta después que se pone el sol. Teniendo porotos y carne seca, café y trago, están contentos. Para mí, no hay trabajador que valga lo que estos sertaneros —afirmaba, como autoridad en la materia.
Nacib examinaba los hombres contratados por el «coronel», aprobando la elección. Envidiaba al otro, dueño de tierras, bien plantado en sus botas, seleccionando hombres para los cultivos. En cuanto a él, lo que buscaba era apenas una mujer no muy joven, seria, capaz de asegurarle la limpieza de su pequeña casa, el lavado de la ropa, la comida para él, las bandejas para el bar. En eso había estado el día entero, andando de un lado para otro.
—Cocinera, por aquí es un problema… —decía Melk.
Instintivamente, Nacib buscaba entre las sertaneras alguna que se pareciera a Filomena, más o menos de su edad, con su aspecto rezongón. El «coronel» Melk le estrechaba la mano porque ya le esperaban las canoas cargadas:
—Jesuíno se portó cómo debía. Hombre de honor…
También Nacib vendía sus novedades:
—Parece que viene un ingeniero para estudiar la bahía.
—Así oí decir. Tiempo perdido, porque esa bahía no tiene arreglo.
Nacib fue caminando entre los sertaneros. Viejos y muchachos le lanzaban miradas esperanzadas. Pocas mujeres, casi todas con hijos agarrados a las polleras. Por fin reparó en una que aparentaba unos robustos cincuenta años, grandota, sin, marido:
—Se quedó por el camino, don…
—¿Sabe cocinar?
—Para la mesa ajena, no.
Dios mío, ¿dónde encontrar cocinera? No podía continuar pagándoles una fortuna a las hermanas Dos Reís, tan luego en día de mucho movimiento, hoy asesinatos, mañana entierros…
Y, para peor, obligado a pagar el almuerzo y la cena del Hotel Coelho, una porquería de comida, sin gusto. Lo ideal sería encargar la cocinera a Aracajú, pagarle el pasaje. Paró ante una vieja, pero no tanto que ciertamente tuviera tiempo de morir al llegar a su casa. Doblábase sobre un bastón, ¿cómo habría conseguido atravesar tanto camino hasta llegar a Ilhéus? Daba pena verla, vieja y reseca, pareciendo un despojo humano. Había tanta desgracia en el mundo…
Fue cuando surgió otra mujer, vestida con harapos miserables, cubierta de tanta suciedad que era imposible verle las facciones y calcularle la edad, con los bellos desgreñados, inmundos de tierra, y los pies descalzos. Traía una vasija con agua, que dejó en las manos trémulas de la vieja, que sorbió con ansias.
—Dios le pague…
—No hay de qué, abuela… —era la voz de una joven, tal vez la misma que cantaba «modinhas» cuando llegara Nacib.
El «coronel» Melk y sus hombres desaparecían por detrás de los vagones del ferrocarril, el acordeonista detuvo un momento, diciendo adiós con la mano. La mujer levantó el brazo, sacudió la mano y se volvió nuevamente hacia la anciana para recibir la vasija vacía. Iba a retirarse cuando Nacib le preguntó, admirado todavía de la vieja vencida:
—¿Es su abuela?
—No, mozo —se detuvo sonriendo y sólo entonces Nacib percibió que se trataba de una mujer joven porque los ojos brillaban mientras ella sonreía—. La gente la encontró por el camino, a unos cuatro días de viaje. —¿La gente, quién?
—Allá… —señaló a un grupo con el dedo y nueva mente rio, ahora con una risa clara, cristalina, inesperada—. Salimos juntos, todos del mismo lugar. La sequía mató todo lo que era bicho viviente, secó todo que era agua, los árboles se hicieron troncos resecos, en el camino encontramos a otros, todos escapando.
—¿Eres pariente de ellos?
—No, mozo. Estoy sola en este mundo. Mi tío venia conmigo, pero entregó el alma a Dios antes de llegar a Jeremoabo. Cosas de la tisis… —y rio como si se tratara de cosa para reír.
—¿No eras la que cantabas hasta hace un rato no más?
—Era, sí señor. Había un muchacho que tocaba, pero fue contratado para las plantaciones, dice que se va a enriquecer. Una canta, olvida los malos momentos pasados… La mano que sostenía la vasija se apoyaba en la cadera. Nacib la examinaba bajo la capa de suciedad. Parecía fuerte y dispuesta.
—¿Y qué es lo que sabes hacer?
—De todo un poco, mozo.
—¿Lavar ropa?
—¿Y quién no sabe? —se asombraba—. Basta con tener agua y jabón.
—¿Y cocinar?
—En otro tiempo fui cocinera en casa rica… —y nuevamente se rio como recordando algo divertido.
Tal vez porque ella reía, Nacib llegó a la conclusión de que no servía. Esa gente que venía del sertón, medio muerta de hambre, era capaz de cualquier mentira para conseguir trabajo. ¿Qué podía saber ésa de cocina? Asar «jabá» (charque o un ave) y cocinar porotos, nada más. Lo que él precisaba era una mujer de edad, seria, limpia y trabajadora, así como era la vieja Filomena. Y buena cocinera, que entendiera de condimentos, de cuando un dulce estaba a punto. La muchacha continuaba parada, esperando, mientras lo miraba a la cara.
Nacib sacudió la mano sin encontrar lo que debía decir:
—Bien… Hasta otra vez. Buena suerte.
Se dio vuelta, iba saliendo, cuando oyó detrás suyo la voz lenta y ardiente:
—¡Mozo lindo!
Se detuvo. No recordaba a nadie que lo hubiera hallado «lindo», con excepción de la vieja Zoraya, su madre, en los días de su infancia. Casi fue un choque.
—Espera.
Volvió a examinarla; era fuerte, ¿por qué no probarla?
—¿De verdad sabes cocinar?
—Si el mozo me lleva va a ver…
Si no sabía cocinar, por lo menos serviría para arreglar la casa y lavar la ropa.
—¿Cuánto quieres ganar?
—Lo que quiera, don. Lo que me quiera pagar…
—Bueno, primero vamos a ver lo que sabes hacer. Después vamos a arreglar lo del sueldo. ¿Te parece?
—Para mí, lo que diga está bien.
—Entonces, toma tu atado.
Ella se rio de nuevo, mostrando los dientes blancos, filosos. Él estaba cansado, ya comenzaba a pensar que había cometido una estupidez. Por quedarse con lástima de la sertanera iba a cargar con un fardo inútil para su casa. Pero era tarde para arrepentirse. Si por lo menos supiera lavar… Volvió con un pequeño atado de paño, poca cosa era lo que poseía. Nacib comenzó a caminar despacio. Con su atadito en la mano, ella lo acompañaba a pocos pasos detrás.
Cuando fueron saliendo del ferrocarril, él volvió la cabeza y preguntó:
—¿Cómo es tu nombre?
—Gabriela para servirlo.
Continuaron caminando, él adelante, pensando nuevamente en Sinházinha, el día agitado, el navío encallado y el crimen fatal. Sin hablar de los secretitos del Capitán, del Doctor y de Mundinho Falcão. Ahí había gato encerrado y a él, Nacib, no lo engañaban. No tardarían en surgir novedades. La verdad es que, con la noticia del crimen, había olvidado todo eso, el aire conspirativo de aquellos tres, y la rabia del «coronel» Ramiro Bastos. El crimen había excitado a todos, relegando lo demás a un segundo plano. El pobre dentista, muchacho simpático, había pagado bien caro su deseo por una mujer casada. Era correr mucho riesgo meterse con la mujer de los demás, porque se terminaba con una bala en el pecho. Tonico Bastos debía andar con cuidado, de lo contrario un día le sucedería algo parecido. ¿Habría dormido de verdad con Sinházinha él, o todo no pasaba de pura conversación, de jactancia para impresionarlo? De cualquier manera, Tonico corría riesgo de que un día le sucediera una desgracia. Nacib reflexionaba: ¿quién sabe?, tal vez valiera la pena correr todos los riesgos por una mirada, un suspiro, un beso de mujer…
Gabriela trotaba unos pasos detrás suyo, con su atadito, ya olvidada de Clemente, alegre de salir del amontonamiento de los «retirantes», del campamento inmundo. Iba riendo con los ojos y con la boca, los pies descalzos casi deslizándose en el suelo, con deseo de cantar las tonadas sertaneras pero sin hacerlo porque tal vez no le gustase al mozo «lindo» y triste.