De la ley para las mantenidas
Aquel día, en el bar excitado y casi de fiesta, muchas historias fueron recordadas, además de la melancólica aventura del doctor Felismino. Historias generalmente terribles, de amor y de traición, con venganzas que dan escalofríos. Y, como no podía dejar de suceder por la proximidad de Gloria en la ventana, ansiosa y solitaria, con su criada yendo y viniendo entre los grupos de la playa o al bar en busca de informaciones, alguien rememoró el caso famoso de Juca Viana y Chiquita. No se trataba, es claro, de acontecimiento semejante al de aquella tarde, porque los «coroneles» reservaban la pena de muerte para la traición de una esposa. ¡Una mantenida no merecía tanto! Así también pensaba el «coronel» Coriolano Ribeiro. Enterados de las infidelidades de las mujeres que mantenían —ya sea pagándoles la habitación, la comida y el lujo en pensiones de prostitutas, o alquilándoles casa en las calles menos frecuentadas— se contentaban con abandonarlas, substituyéndolas luego. Buscaban otra. Sin embargo, más de una vez habíanse dado casos de tiros y muerte por causa de una mantenida. El «coronel» Ananías e Iván el comerciante, por ejemplo, más conocido como el «Tigre» por su maestría de centrodelantero del Vera Cruz Fútbol Club, ¿no habíanse agarrado a tiros por causa de Juana, una pernambucana viruelosa, no hacía mucho?
Había sido el «coronel» Coriolano Ribeiro uno de los primeros en lanzarse a las selvas, y en plantar cacao. Pocas estancias podían ser comparadas con la suya, de tierras magníficas, donde a los tres años las plantas de cacao comenzaban a producir. Hombre de influencia, compadre del «coronel» Ramiro Bastos, él dominaba en uno de los distritos más ricos de Ilhéus. De hábitos simples, conservaba las costumbres de los viejos tiempos, sobrio en sus necesidades: su único lujo era instalar casa para una muchacha de la vida. Vivía casi siempre en la estancia, apareciendo en Ilhéus a caballo, despreciando las comodidades del tren y de los recientes ómnibus, vestido con pantalones «puerta-de-tienda», saco descolorido por las lluvias, sombrero de respetable edad, y botas sucias de barro. De lo que gustaba, realmente, era de su estancia, de las plantaciones de cacao, de dar órdenes a los trabajadores, de meterse en la selva. Las malas lenguas decían que en la estancia, él solamente comía arroz los domingos o días de fiesta de tan económico que era, contentándose con los porotos y el pedazo de carne seca que constituían la comida de los trabajadores. Sin embargo, su familia vivía en Bahía en la mayor comodidad, en una casa grande en la orilla, el hijo estudiaba en la Facultad de Derecho, y la hija pasaba su tiempo en los bailes de la Asociación Atlética. La esposa había envejecido precozmente, en los tiempos de las luchas, en las noches de ansiedad en que el «coronel» partía al frente de sus bandidos.
—Un ángel de bondad, un demonio de fealdad… —decía de ella Juan Fulgencio cuando alguien criticaba el abandono en que el «coronel» dejaba a la esposa, yendo a Bahía sólo de rato en rato.
Aún cuando su familia había vivido en Ilhéus —en la casa en la que ahora había instalado a Gloria—, nunca el «coronel» había dejado de tener una mantenida instalada con mesa y cama. A veces, al llegar de la estancia, era hacia la «filial» adonde primero se dirigía, aún antes de ver a su familia, era allí donde se apeaba de su caballo. Su lujo, su alegría en la vida, eran esas mulatitas en el verdor de sus años, que lo trataban como si fuera un rey.
Cuando los hijos llegaron a la edad del colegio, trasladó la familia a Bahía, y pasó a parar en la casa de la amante. Allí recibía a los amigos, trataba sus negocios, discutía de política extendido en una hamaca, pitando un cigarro de hoja. El propio hijo —cuando daba una escapada a Ilhéus y de allí a la estancia, durante sus vacaciones— debía ir a buscarlo ahí. Hombre de economizar monedas consigo mismo, era mano abierta con sus mancebas, le gustaba verlas envueltas en lujo, y les abría cuenta en las tiendas. Antes de Gloria, muchas eran las que habíanse sucedido en los gustos del «coronel», en relaciones que por lo general duraban cierto tiempo. Las amantes suyas eran trancadas en casa, saliendo poco, mantenidas en soledad, sin derecho a amistades ni a visitas… «Un monstruo de celos», decían de él.
—No me gusta pagar mujer para los otros… —explicaba el «coronel» cuando le tocaban el tema.
Casi siempre era la mujer quien lo abandonaba, harta de aquella vida de cautiverio, de esclavitud bien alimentada y bien vestida. Algunas iban a los burdeles, otras volvían a las plantaciones, y hubo quien viajara a Bahía, llevada por un viajante de comercio. A veces, sin embargo, era el «coronel» quien se hartaba, quien precisaba carne nueva. Era cuando descubría, casi siempre en su propia estancia o en los poblados, a una muchachita agraciada; entonces despedía a la anterior. Pero en esos casos, la recompensaba bien. A una de ellas, con quien viviera más de tres años, le había instalado un mercadito en la calle del Sapo. De vez en cuando iba a visitarla, sentábase a conversar, se interesaba por la marcha del negocio. Sobre las mancebas del «coronel» Coriolano se contaban múltiples historias.
Una, sin embargo, había quedado como ejemplo: la de una cierta Chiquita, de extrema juventud y timidez, Chiquilina de dieciséis años, que parecía tener miedo de todo, flacucha, de ojos tiernos que parecían querer escaparse del rostro, había sido descubierta y traída de sus tierras por el propio «coronel», que le instaló casa en una calleja escondida. Ahí amarraba él su caballo alazán cuando venía a la ciudad. Andaba el «coronel» por sus cincuenta años; y era él mismo, tan tímida y vergonzosa parecía Chiquita, quien le compraba zapatos y cortes de géneros, o frascos de perfume. Ella, hasta en las horas de completa intimidad, lo trataba respetuosamente de «señor», o de «coronel». Coriolano babeaba de contento.
Estudiante en vacaciones, Juca Viana descubrió a Chiquita en un día de procesión.
Comenzó a rondar la casa de la calle mal iluminada, y los amigos le avisaron del peligro: con mujer del «coronel» Coriolano nadie se metía, porque el «coronel» no era hombre de medias palabras. Juca Viana, estudiante de segundo año de Derecho, con pretensiones de valiente, se encogió de hombros. Disolvióse la timidez de Chiquita ante el atrevido bigote estudiantil, sus ropas elegantes, sus promesas de amor. Comenzó por abrir la ventana, casi siempre cerrada cuando el estanciero no estaba. Abrió una noche la puerta, y Juca se hizo socio del «coronel» en el lecho de su amante. Socio sin capital y sin obligaciones, llevándose lo mejor de las ganancias en un ardor de pasión que de inmediato se hizo conocida y comentada en la ciudad entera. Aún hoy la historia, en todos sus detalles, es rememorada en la Papelería Modelo, en las conversaciones de las solteronas, ante los tableros de «gamão». Juca Viana perdió un día el sentido de la prudencia entrando, a plena luz del día, en la casa alquilada y pagada por Coriolano. La tímida Chiquita se transformó en atrevida amante, llegando hasta el extremo de salir por la noche, del brazo de Juca, para acostarse en la playa, bajo el claro de luna. Parecían dos criaturas, ella con sus dieciséis, él con sus veinte años mal cumplidos, escapados de un poema bucólico.
Los matasietes del «coronel» llegaron cuando comenzaba la noche, se echaron atrevidamente unos aguardientes a la garganta en el bar mal frecuentado de Toinho «Cara de carnero», rezongaron amenazas y partieron hacia la casa de Chiquita. Los amantes disfrutaban sus juegos de amor en el lecho pagado por el «coronel», apasionados y confiados, sonriendo el uno para el otro, felices. Los vecinos próximos oían risas y suspiros entrecortados, de vez en cuando la voz de Chiquita murmurando en un gemido, «¡ay, mi amor!». Los hombres de Coriolano entraron por el patio, los vecinos próximos y distantes oyeron nuevos rubores, y toda la calle despertó con los gritos, reuniéndose frente a la casa. Según cuentan, fue una zurra de padre y señor mío la que propinaron al joven y a su compañera, les raparon el cabello, de largas trenzas el de Chiquita y ondeado y rubio el de Juca Viana, y les dieron órdenes, en nombre del indignado «coronel», de desaparecer aquella misma noche y para siempre de Ilhéus. Juca Viana era ahora fiscal en Jequié; ni siquiera después de haberse graduado se animó a volver a Ilhéus. De Chiquita no se tuvieron más noticias. Conociendo esa historia, ¿quién habría de atreverse a trasponer, sin expresa invitación del «coronel», el umbral de la puerta de su amante? Sobre todo la pesada puerta de la casa de Gloria, la más apetitosa, la más espléndida de cuantas mancebas tuviera Coriolano. El «coronel» había envejecido, su fuerza política ya no era la misma, pero el recuerdo del ejemplo de Juca Viana y Chiquita persistía, y el propio Coriolano se encargaba de recordarlo cuando eso le parecía necesario. Recientes eran los sucesos ocurridos en el escritorio de Tonico Bastos.