APÉNDICE
MIGUEL ÁNGEL Y LEONARDO AL SERVICIO DE LOS BORGIA
Durante sus once años de pontificado, Alejandro VI benefició con espléndida generosidad e intuición a diversos artistas, los cuales gracias a la protección papal pudieron embellecer los Estados Pontificios con grandes obras de imperecedero recuerdo. Ya en sus tiempos de vicecanciller vaticano, Rodrigo Borgia había demostrado su gusto exquisito por las bellas artes en la decoración portentosa de los palacios que albergaron su vida oficial y cotidiana. Pero, sin duda, en este capítulo de esplendor borgiano hay que destacar, amén de su predilecto pintor de cámara Bernardino di Betto di Biaggio —más conocido como Pinturicchio—, autor de los frescos en las estancias vaticanas que han pasado a la historia como los Apartamentos Borgia, a Miguel Ángel Buonarroti y, por supuesto, al magistral Leonardo da Vinci, aunque este último prestó sus servicios a César Borgia más en calidad de ingeniero militar que de artista. No obstante, bueno será que nos acerquemos a las vidas de estos dos titanes renacentistas con el propósito de conocer mejor el momento cultural que vivieron los Borgia.
Miguel Ángel Buonarroti destacó por ser un trabajador incansable, desaliñado y frugal, que sólo vivía para y por el arte. De gesto austero y expresión verbal abrupta, supo sin embargo innovar en conceptos tales como la terribilita, sin resistirse a mantener un permanente conflicto intelectual con los personajes más relevantes de su fecunda época.
Autorretrato de Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564), uno de los mayores artistas del Renacimiento italiano. Gracias al mecenazgo de los Borgia realizó algunas de sus obras más deslumbrantes.
Nació el 6 de marzo de 1475 en Caprese, una pequeña localidad situada en el valle del río Arno y muy próxima a Florencia. Pertenecía a un linaje de la baja nobleza, aunque venida a menos en lides económicas. Su padre, Ludovico Buonarroti, era oficial empleado al servicio de la poderosa familia Medici, además de gran amante del arte clásico. Con anticipación detectó en su vástago los dones necesarios para dedicarse a las diferentes ramas creativas. De ese modo, en 1488 un adolescente Miguel Ángel se inscribió animado por su progenitor en la escuela del pintor Domenico Ghirlandaio, quien enseñó al muchacho los primeros rudimentos artísticos. Al poco, el toscano dio muestras de su innata genialidad, lo que le permitió frecuentar los palacios Medici con preferencia hacia los jardines de San Marcos, magnífico recinto en el que se albergaban esculturas clásicas de la Antigüedad que Miguel Ángel estudiaba con detenimiento. Al mismo tiempo conoció y trabó amistad con diferentes personajes que pululaban por las estancias palatinas. De esa forma, filósofos, humanistas, grandes artesanos y políticos inculcaron al joven aprendiz valores esenciales que le permitieron afrontar la existencia con una perspectiva muy distinta a la que se había trazado en origen. Son años de lectura apasionada en los que los libros de Platón, Dante o Petrarca consiguieron moldear un espíritu destinado a embellecer el mundo renacentista. La muerte de su protector Lorenzo el Magnífico le obligó a dejar su amada Florencia en busca de nuevos escenarios. Bolonia y, finalmente, Roma le acogieron con generosidad. Será precisamente en la Ciudad Eterna donde entre en 1498, precedido por su incipiente prestigio, al servicio del papa Alejandro VI, quien dará el visto bueno a los primeros trabajos en piedra del célebre artista. De ese modo Miguel Ángel comenzó gracias al mecenazgo del Borgia a bosquejar la imagen escultórica de su primera Piedad, un hito de las bellas artes que sería el símbolo preclaro de toda una época. Las pinturas de mocedad cedieron pues el testigo a los encargos como escultor y, sin haber cumplido veinticinco años, ya se le reconocía como uno de los más grandes maestros del momento.
En 1500 culminó, para regocijo del papa español que tanto le había ayudado, su monumental obra La Piedad, única pieza firmada por él y opus magnum del Renacimiento, en compañía de otras creaciones fundamentales como Baco o el David, esculpida con el propósito de ensalzar los mejores valores de la juventud florentina y que fue completada en 1504, justo en las fechas en las que Leonardo da Vinci ultimaba su Gioconda. Según se cuenta, la rivalidad entre estos dos florentinos que trabajaron para los Borgia fue más que notoria. Ambos fueron requeridos para ornamentar con sendos frescos las paredes del Palazzo Vecchio de Florencia. Miguel Ángel esbozó La batalla Caseína, mientras que Leonardo hizo lo propio con La batalla de Anghiari. En ningún caso la empresa prosperó y los dos genios acabaron enfrentados. En otra ocasión, el de Vinci mostró serias discrepancias a la hora de votar, como notable de Florencia, sobre la ubicación que debería tener el David de Miguel Ángel. Al fin se impuso la cordura y la escultura se situó en la plaza de la Señoría, frente al palacio de gobierno, en detrimento de la opinión leonardesca, que apostaba por empotrar la obra, de más de cuatro metros y medio, en un rincón, privando al público de la visión completa de tan impresionante alarde escultórico.
La Piedad , de Miguel Ángel Buonarroti (1500). La primera obra maestra de Miguel Ángel se realizó en Roma a instancias de Rodrigo Borgia, el papa Alejandro VI.
La aureola de Buonarroti se extendió por toda la península Itálica provocando que las peticiones se agolpasen en su taller. El megalómano pontífice Julio II, uno de los sucesores de su envidiado Alejandro VI, no permaneció ajeno al talento del florentino y le ofreció un opulento contrato por el que Miguel Ángel se comprometía a elevar el mayor mausoleo de la cristiandad, destinado al reposo final del papa. El asunto dominó por completo los sueños del escultor, el cual llegó a instalarse durante ocho meses en Carrara, lugar del que se extraían los mejores mármoles de Italia. Miguel Ángel supervisó con celo extremo la extracción y selección de los bloques más puros, si bien, una vez iniciado el trabajo, éste fue detenido por el propio Julio II al no disponer de fondos suficientes que sustentaran el proyecto, lo que motivó un tremendo enfado del artista. No obstante, en 1508 aceptó complacido uno de sus trabajos más bellos e inmortales: la realización de los frescos protagonistas de la Capilla Sixtina. Fueron cuatro años de entrega entusiasta en los que Miguel Ángel plasmó los aciertos de su mente prodigiosa. Trabajó en posiciones físicas extremas que estuvieron a punto de privarle, no sólo de la salud, sino de la vida. Pero, como el resultado demostró, el esfuerzo mereció la pena y gracias a ello los principales episodios del Génesis bíblico pasaron con honrosa dignidad a protagonizar uno de los momentos sublimes del arte universal. Aún más cuando en años posteriores se finalizó el fresco del Juicio final que decora la pared del altar mayor. En 1515 retomó la vieja idea de Julio II, rescatando las figuras más importantes del inicial conjunto monumental como el Esclavo moribundo y el Esclavo rebelde o el majestuoso Moisés que domina la obra.
En el capítulo personal, Miguel Ángel nunca quiso casarse, sin embargo sabemos que mantuvo un profundo afecto sentimental por Tommaso de Cavalieri, así como por una madura poetisa llamada Vittoria Colonna. Y a pesar de su hosquedad y su carácter agrio, siempre fue dulce y atento con su familia, amigos y discípulos. Sin duda, su faceta cultural menos conocida fue la de poeta y, en ese sentido, cabe mencionar que nos dejó más de trescientas composiciones bastante apreciables y muy entregadas al amor más elevado y místico. En su etapa de madurez Miguel Ángel fue abandonado paulatinamente la escultura para dedicarse a la arquitectura e incluso a la política, llegando a ostentar algún cargo relevante en Florencia. En cuanto a la construcción, no pasa desapercibida la Biblioteca Laurenciana, una de sus obras más celebradas.
A pesar del sufrimiento y dolor acarreados en la elaboración de sus prodigios artísticos, Miguel Ángel Buonarroti consiguió vivir casi noventa años. Falleció en Roma el 18 de febrero de 1564, siendo enterrado en la iglesia de la Santa Croce.
Fue uno de los mayores agitadores culturales de toda la historia, rompiendo las barreras de la estética mientras liberaba cuerpos adormecidos en el interior de inmensos bloques de mármol. Un maestro con mayúsculas que supo engarzar mejor que nadie el mundo clásico con el renacentista, dando rienda suelta a nuevos conceptos creativos sin reparar en lo impuesto hasta entonces. Es por ello que su figura admite escasas comparaciones. Acaso uno de los pocos que se le pudo medir en buena lid, y aun superar en algunos aspectos de la creación artística, fue el inmenso Leonardo da Vinci, quien también trabajó al amparo de los Borgia sirviendo a César mientras éste expandía su poder por el centro de Italia.
Leonardo da Vinci es uno de esos ejemplos admirables que nos reconcilian con la humanidad. Su mente prodigiosa cabalgó por territorios ignotos para el conocimiento y, sin duda, fue un adelantado en uno de los momentos más brillantes de toda la historia humana. El Renacimiento iluminó la penumbra dejada por el Medievo, y uno de los faros que propiciaron esa luminosidad fue este ilustre florentino, quien se convirtió sin pretenderlo en el puente necesario que uniera dos orillas como eran el Quattrocento y el Cinquecento. Con Leonardo nació el artista intelectual. Hasta entonces, pintores, orfebres o escultores no se podían considerar pertenecientes a una élite integrada exclusivamente por filósofos y escritores. Su aparición decisiva logró que las dos familias se fundieran en una sola para iniciar un camino artístico común. Cuando alguien le preguntaba por el oficio en el que se encontraba más cómodo, siempre obtenía idéntica respuesta: «Por encima de todo me considero inventor». Nadie puede discutir que no inventara; es cierto que nunca llegó a ver sus invenciones convertidas en realidad, pero su imaginación desbordante traspasó todas las fronteras conocidas.
Autorretrato de Leonardo da Vinci (1512). Junto con Miguel Ángel fue uno de los mayores artistas del Renacimiento italiano y, como en su caso, también trabajó bajo el mecenazgo de los Borgia.
Aquel explorador del saber en sus sesenta y siete años de vida fue capaz de acopiar tal cúmulo de conocimientos que todavía hoy sigue sorprendiendo a propios y extraños. Ninguna disciplina se escapó a su desmedida curiosidad: pintura, ingeniería, medicina, botánica, alquimia, sin olvidarnos de la gastronomía, diseño textil, protocolo...
Buena parte de lo que aprendió y algo de lo que imaginó quedó plasmado en sus famosos cuadernos, pequeñas obras maestras donde Leonardo nos habló de su experiencia vital. Doscientos dieciocho códices con un total de siete mil páginas, ése es el legado escrito que dejó para la posteridad. Seguro es que tenía mucho más que ofrecer, aunque el miedo a su época y a unos coetáneos temerosos de lo intangible provocó que no sólo no escribiera más, sino que los textos fueran codificados para patrimonio de mentes lúcidas y no otras.
Leonardo vino al mundo el 15 de abril de 1452. El lugar de nacimiento lo encontramos en un viejo caserío situado en las inmediaciones de Vinci, una pequeña localidad toscana a unos treinta kilómetros de la esplendorosa Florencia. Era hijo bastardo del notario Piero da Vinci, hombre que no tuvo mucha suerte a la hora de tener vástagos legítimos, ya que, de sus cuatro esposas, sólo pudo obtener un primogénito oficial (Antonio) en su tercer matrimonio, y eso ocurrió en 1475. Sobre su madre se sabe muy poco; al menos, que su nombre era Caterina y que fue una campesina de Vinci, quien tras ceder a Piero el fruto de su amor ocasional se casó con un humilde hornero de la zona para perderse después en la polvareda de la historia anónima. Leonardo soportó francamente mal la ausencia materna y esto al parecer influyó notablemente en su actitud ante las circunstancias vitales. El niño, a pesar de no estar inscrito en la legalidad vigente, estuvo bien considerado por la familia paterna, sobre todo por su tío Francesco y por su abuelo Antonio, que también pertenecía al gremio notarial, formando parte de la pequeña burguesía toscana. Piero era claramente pródigo en amoríos carnales, y el resultado de tanto ayuntamiento fue de doce hijos, diez de los cuales eran niños.
El joven Leonardo fue creciendo dentro de un ambiente cultural algún punto superior a la media de aquel entonces. Era un muchacho fuerte y sano, siendo de rostro bastante agraciado. Con diecisiete años de edad abandonó su lugar natal para trasladarse a Florencia, donde se inscribió como aprendiz en el taller del célebre artista Andrea Verrocchio, quien regentaba un taller artesano donde se daba cita una cohorte de personajes ávidos de aprender todo lo relacionado con la artesanía: pintura, escultura, música. El taller era bullicioso como la ciudad que lo contenía, y por sus estancias se movían libremente aprendices, recaderos, cocineros o ayudantes del señor principal. Fue ahí donde el flamante discípulo obtuvo la lumbre inspiradora para encender la hoguera de su gran talento multidisciplinar. La belleza del muchacho, junto con su habilidad para el dibujo, facilitaron las cosas que permitieron su incorporación definitiva al servicio del maestro florentino. Los primeros rastros sobre la participación de Leonardo en aquella aula del arte los encontramos en sus más que seguros posados como modelo en diferentes obras de escultura y pintura. Por ejemplo, los más notables exegetas leonardescos coinciden al afirmar que una de las obras más famosas de Verrocchio —su David de bronce— se basó en el bien proporcionado cuerpo del de Vinci. También podemos intuir a Leonardo en el cuadro Tobías y tres arcángeles, donde aparecería encarnando la figura del arcángel san Miguel, quien en compañía de san Rafael y san Gabriel iría escoltando al recordado personaje bíblico.
Durante los años que permaneció al lado de Verrocchio, el joven no sólo desarrolló sus dotes como pintor, sino que también empezó a interesarse por otras materias, tales como música, matemáticas o gastronomía. En 1476 tuvo lugar un hecho que no podemos obviar, pues Leonardo fue acusado junto a otros tres compañeros de haber abusado sexualmente de un modelo adolescente que posaba para ellos. La misteriosa delación se produjo de forma anónima mediante un papel depositado en el cajón que los Medici —clan gobernante de Florencia— tenían habilitado para que los florentinos dejaran allí todas las cuestiones que les preocuparan (sugerencias, imputaciones, petición de juicios). La sodomía en aquel tiempo no estaba tan mal vista como algún siglo después y eso provocó que Leonardo y sus amigos salieran impunes de aquel episodio poco honroso.
El año 1478 marca el arranque profesional de un Leonardo da Vinci cada vez más obsesionado por indagar en la naturaleza del ser humano y su entorno. En ese tiempo comenzó a descollar de tal manera que no tardó en recibir los primeros encargos provenientes de la Iglesia y nobleza florentinas. De igual modo inició las anotaciones en sus increíbles cuadernos sobre todos los factores estimulantes para su intelecto. Nada escapaba a la visión vanguardista e innovadora de un Leonardo viandante por los caminos de una creatividad sin límites. A pesar de su genialidad innata, no estaba desprovisto de influencias y, en ese sentido, debemos apuntar la inspiración que supusieron para él su maestro Verrocchio, Lorenzo di Credi, Pollaiolo o el joven Botticelli. Leonardo se sumergió en un mundo imaginativo donde la soledad se convirtió en fiel compañera durante sus largos paseos por los campos circundantes de Florencia. En estos trasiegos al abrigo de la naturaleza, mil ideas se agolpaban en su mente creativa, siendo muy complicado darles paso una a una de forma organizada. En aquel tiempo predominaba en la Toscana la guerra como asunto de conversación, y Leonardo se involucró en diferentes tertulias de las que extrajo argumentos para bosquejar los primeros rasgos de sus artilugios militares.
Mientras tanto, los monjes florentinos de San Donato en Scopeto le ofrecen la posibilidad de pintar un cuadro donde se represente la adoración de los Magos. Antes había abandonado su obra San Jerónimo, cuadro que de haberse terminado hubiese supuesto una pequeña revolución en el Quattrocento. Aun así, La Adoración de los Magos —por supuesto también inacabada— supone la primera gran obra reconocida para Leonardo da Vinci.
Corría el año de 1481 cuando sintió que Florencia se le había quedado pequeña, imponiéndose el reto de buscar nuevas aventuras para su alma extravagante y bohemia. Con treinta años cumplidos, Leonardo da Vinci abandonó Florencia rumbo a Milán para iniciar la que han considerado sus estudiosos como la etapa más fecunda y feliz del genio. En la ciudad lombarda permaneció diecisiete años, siempre al servicio de la casa Sforza, cuyo jefe principal era Ludovico, llamado el Moro por su tez oscura. Quizás las intenciones refinadas y aperturistas de la corte milanesa favorecieron el desarrollo humano y creativo del recién llegado maestro florentino, el cual disfrutaba sin tapujos de cuantos trabajos le iban encomendando. Una de sus misiones fundamentales era la de crear escenarios de placer para la ciudad. Así, un divertido Leonardo se transformó, por méritos propios, en maestro de ceremonias vistosas y espectaculares: organizando eventos, diseñando moda, escribiendo cuadernos de protocolo y humor para amenizar ensoñadoras veladas. La verdad es que la corte milanesa se rindió ante tan singular ingenio. Empero, no sólo de algarabía y lujo se nutrió el talento del de Vinci, pues en estos años la colorista Milán de los Sforza ofreció a Leonardo momentos de inspiración sublime que él se encargaría de transformar en brillantes ejecuciones pictóricas. Como por ejemplo su primera versión de La Virgen de las rocas, donde destacaba la extremada delicadeza de los efectos atmosféricos; Dama con armiño, una de sus pinturas más elogiadas; el cartón con Santa Ana, la Virgen, el Niño y san Juan y, cómo no, una de las obras magnas del Renacimiento, nos referimos a La Ultima Cena, trabajo que fue realizado para el convento de Santa Maria delle Grazie, y motivo de controversia en el famosísimo libro El código Da Vinci, al suponer el autor que el rostro de Juan —el apóstol amado— no pertenece a éste, sino a María Magdalena.
A las creaciones pictóricas hay que añadir las de ingeniería y arquitectura. En este tiempo, participa en la construcción de numerosos edificios que marcarán decididamente el alto Renacimiento italiano. Leonardo intuyó como pocos la utilidad del agua como vehículo de vida, diseñando diversas e importantes obras hidráulicas tendentes a mejorar la situación urbanística de Milán. Asimismo, dibujó bocetos donde se podían ver invenciones militares tan asombrosas que nadie especuló con la posibilidad de hacerlas realidad. Leonardo siguió escribiendo en sus cuadernos sobre otras cuestiones como matemáticas, geometría, botánica o anatomía. En este sentido, consiguió permiso para intervenir y diseccionar más de treinta cadáveres —casi todos de reos ajusticiados—, en los que investigaba con pasión músculos, tendones y visceras, deteniéndose en los pormenores del ojo humano. Estos estudios del cuerpo le fueron muy útiles a la hora de seguir ahondando en su búsqueda incesante del alma.
Su febril actividad consiguió el milagro de que su día tuviese veinticinco horas: por la mañana pintor o arquitecto, durante la tarde ingeniero o botánico, la noche la llenaba de fiestas y placeres, dejando la madrugada a la práctica forense. Claro está que, en cualquier momento de la jornada, podía llegar la inspiración, y entonces soltaba todo para entregarse por completo a la meditación, único alimento que recibía la mente más lúcida y privilegiada del gran Renacimiento italiano. Quién sabe si entre tanta trascendencia pudo entresacar algún minuto para el amor terrenal. Seguramente sí, pues a su lado estaba Atalante, un guapo mozo diez años menor que él y uno de los primeros cantantes de pastoriles italianas. Según los exegetas leonardescos, este gentil muchacho fue el gran amor de su vida.
En cuanto al capítulo de sus prodigiosas invenciones debemos resaltar varias, pero obligado es empezar por la que alcanzó mayor notoriedad: hablamos del famoso «carro blindado de combate», vehículo accionado mediante manivelas que utilizaban como fuerza motriz los músculos del conductor y cuya defensa consistía en una coraza cónica. Tan novedosos como adelantados resultaron sus diseños sobre naves acorazadas, submarinos o trajes de buzo. No debemos olvidar en estas líneas de guerra leonardescas fusiles repetidores, ametralladoras, bombas fragmentarias, armas químicas, máscaras antigás o un sorprendente modelo de helicóptero. Nada escapó a la intuición del visionario, convirtiéndose en vanguardia pensadora de lo que llegaría, por desgracia, siglos más tarde. En mecánica e ingeniería, sobresalen sus máquinas destinadas a la construcción y mejoramiento de ciudades y cauces fluviales. El mejor ejemplo lo constituye una grúa móvil muy parecida en concepción a las que hoy se utilizan en cualquier obra. También destacan sus apuntes sobre la creación de un primigenio buque de dragado o excavadora flotante que podría ser empleada para facilitar el tránsito naval por los ríos. Leonardo pensó también en ciudades futuristas con varios niveles por donde discurrirían separados peatones y carruajes. En esa urbe imaginaria existiría una compleja pero perfectamente vertebrada instalación de calefacción central.
Igual de interesantes resultan sus estudios sobre aerodinámica. Las indagaciones efectuadas sobre el vuelo de las aves darán como resultado ornitópteros, aparatos voladores para un solo ocupante movidos por la fuerza muscular de las piernas y donde se podía ver un primigenio timón direccional. Por si fuera poco, en 1510 inventó un molino de aire caliente, basado en el principio de la rueda de palas y en el aprovechamiento del calor residual. El mismo sistema será utilizado en otro de sus artilugios, haciendo que el motor sea propulsado por agua, convirtiéndose así en precedente de los medidores de caudal utilizados posteriormente.
En 1502 regresó a su querida pero muy cambiada Florencia, donde ofreció sus servicios como ingeniero militar a César Borgia, quien por entonces dirigía su nueva campaña de expansión por la región de la Romaña amenazando con sus tropas la Toscana. El duque Valentino encarnaba, sin discusión, la figura prototípica del hombre renacentista y pronto surgió entre ellos una simpatía mutua que facilitó la contratación del maestro florentino, el cual incrementó su lista de oficios realizando numerosos trabajos para la casa Borgia, como topógrafo de campo y revisor de las diferentes fortificaciones militares que los Estados Pontificios mantenían en el centro de la península Itálica. En este tiempo Leonardo recorre la geografía romañola anotando sus impresiones en un cuaderno conocido posteriormente como Código L. En sus páginas quedaron reflejados los apuntes sobre la ingeniería y arquitectura necesarias para reformar las obsoletas plazas defensivas de las ciudades y castillos aún anclados en la época medieval. De ese modo, y de forma cronológica, el flamante ingeniero general de los Borgia visitó las ciudades de Rímini, Cesena, Faenza e Imola. Más tarde haría lo propio en Piombino o la isla de Elba, donde dio indicaciones precisas para mejorar las infraestructuras ya existentes.
Al fin se produjo, según algunos investigadores, uno de los encuentros más celebrados del Renacimiento cuando coincidieron en la ciudad de Urbino Leonardo da Vinci, César Borgia y Nicolás Maquiavelo, tres grandes figuras históricas que marcaron una época. Maquiavelo era embajador de Florencia y, al igual que su paisano, no tardó en trabar amistad con el Valentino, del que hizo modelo en su futuro ideario político plasmado en las hojas de El príncipe, texto universal cuyo séptimo capítulo estaba dedicado integramente al Borgia más deslumbrante; el cual, como ya sabemos, perdió toda su influencia tras la muerte de su padre, el papa Alejandro VI.
Este pésimo acontecimiento dejó sin trabajo a Leonardo, quien regresó en 1503 a Florencia, plaza que se hallaba por entonces en medio de una guerra con la vecina ciudad de Pisa. El de Vinci colaboró a favor de sus paisanos, intentando desviar el cauce del río Arno con el fin de menguar la resistencia pisana, pero la operación resultó un fracaso, si bien no desacreditó al ilustre florentino, muy empeñado en algunas pinturas que le servirían de pasaporte para su incorporación definitiva a la galería de los principales creadores universales. Una de esas obras fue la inacabada Batalla de Anghiari, donde se refleja la victoria de Florencia sobre Pisa.
Pero, sin duda, la más celebrada es La Gioconda, considerada el retrato más famoso del mundo. En esta obra sin igual resplandece el sfumato, su gran recurso técnico con el que consiguió la difuminación de paisajes y contornos. La Gioconda supuso una de las culminaciones apoteósicas del Renacimiento, donde el maestro volcó toda su ambición y sabiduría, obteniendo el resultado que hoy todos podemos contemplar en el Museo del Louvre de París. Los investigadores deducen que la modelo fue Lisa Gherardini, una joven de sonrisa etrusca que a sus veinticuatro años estaba casada con un mercader llamado Francesco Bartolomeo del Giocondo. En principio, la obra no debía de ser más que un encargo de los que habitualmente la burguesía solicitaba a los artistas, pero Leonardo quedó prendado por la belleza de Lisa, iniciando una ilusionada actividad que se prolongaría casi cuatro años hasta conseguir la perfecta simbiosis de figura y naturaleza. Tras el acabado de la obra en 1506, llegarían otras, pero ninguna pintada antes o después tuvo el calado popular de ésta. A la muerte de Leonardo, quiso la Providencia que su último protector, el rey francés Francisco I, se hiciera con la propiedad del cuadro por la módica suma de 12.000 francos.
Tras una estancia en Milán, Leonardo llegó en 1514a Roma, donde coincidió con Miguel Ángel y Rafael, bajo los auspicios del papa León X. Sin embargo, las discrepancias entre los tres genios provocaron la marcha del florentino al reino de Francia, donde su monarca Francisco I —admirador profundo del italiano— le ofrece un mecenazgo consistente en alojamiento, renta y, lo principal, libertad de acción para que el sabio pudiese desenvolverse a sus anchas.
Era momento para buscar nuevos paisajes, y los encontró en la región de Turena. Allí el rey le cedió un pequeño castillo palaciego en Cloux, muy cerca de Amboise, donde desarrollaría sus actividades postreras rodeado por sus discípulos, además de una pequeña servidumbre. Leonardo se instaló confortablemente, llenando las estancias del cháteau con los recuerdos de su azarosa vida y, por supuesto, con sus cuadros favoritos. La asignación económica de 1.000 ducados anuales le permitió vivir holgadamente sus últimos años. El monarca galo, lejos de agobiarle con peticiones, sólo buscó en él la conversación del filósofo, del humanista. En definitiva, del hombre ilustrado que persigue afanosamente la eternidad. ¿Quién sabe si a través de la magia o la alquimia? Por desgracia la enfermedad se adueñó de su cuerpo avejentado, estremeciéndose al comprobar como la parálisis invadía su brazo derecho y, aunque era zurdo, jamás volvió a pintar.
En 1519, con sesenta y siete años recién cumplidos, el paradigma del Renacimiento se sintió morir. El 23 de abril de ese mismo año ordenó la confección de sus últimas voluntades, por las que cedía sus posesiones materiales a sus discípulos más aventajados, destacando entre ellos Francesco de Melzi, quien se convertirá en su principal heredero. Finalmente, el 2 de mayo de 1519 el genio visionario más grande de todos los tiempos pasaba a formar parte de la inmortalidad más gozosa. Su cuerpo mortal fue sepultado en la capilla de San Florentino en Amboise, sitio poco apropiado para albergar restos tan principales. El olvido y la ruina posterior hicieron que la tumba casi se perdiera. En 1874 los supuestos huesos del de Vinci fueron enterrados por el conde de París en la capilla de Saint-Hubert, donde reposan actualmente.
Así vivió y murió el talento más adelantado. El primero que entendió la intelectualidad del arte. El genio que, sin duda alguna, supo ver siempre más allá de cualquier situación establecida. Y, al margen de sus enfrentamientos íntimos, fue junto a Miguel Ángel Buonarroti el mejor ejemplo de homo universalis. Ambos fueron mentes privilegiadas que los Borgia supieron entender y valorar. No es mal dato a favor de esta ilustre familia valenciana, tan digna de una época única e irrepetible.