LOS BORJA PROSPERAN EN ITALIA

En este contexto histórico, cuajado de intrigas y malestares, surge la figura del honrado Alfonso de Borja, un hombre muy necesario para ayudar a reconducir la maltrecha nave católica. Su llegada a Roma en el segundo tercio del siglo XV fue sin duda el paso inicial para una de las historias más asombrosas del Renacimiento europeo. Nació el 31 de diciembre de 1378 en la Torre de Canals, un lugar próximo a Játiva y habitado por su familia, una rama secundaria de los Borja valencianos. Era hijo, como hemos dicho, de Francina y Domingo de Borja, y fue bautizado en la parroquia principal de Játiva. Cursó estudios de Leyes en Zaragoza, pasando posteriormente a Lérida. La formación adquirida durante este período, unida al grado de doctor en Derecho Civil y Canónico, le sirvieron para entrar al servicio como jurista del rey aragonés Alfonso V el Magnánimo, de quien, con el tiempo, llegó a ser vicecanciller, además de uno de sus más fieles consejeros privados, una circunstancia que marcaría el posterior desarrollo de su vida. También bajo la influencia del monarca, ejerció como auditor de la Cámara Real, canónigo de la catedral de Lérida, vicario general de la diócesis, párroco de Montoir —en Mallorca— y profesor de Derecho Canónico y Civil de la Universidad de Lérida; en definitiva, un envidiable currículo que no pasaría desapercibido en Roma. En 1419 medió decisivamente en el interminable conflicto territorial existente entre Aragón, Castilla y Navarra. Fue entonces cuando el brillante clérigo valenciano consiguió apaciguar a los litigantes Alfonso V de Aragón, Juan II de Castilla —primo y cuñado del anterior— y Juan II de Navarra —hermano del primero— en un ejercicio de lúcida diplomacia que se concretó en un acuerdo donde los tres reyes se comprometían a resolver mediante el diálogo los futuros enfrentamientos entre ellos. Ya sabemos que la mayoría de estos protocolos y alianzas saltaban por los aires casi de inmediato, pero en el caso del Borja estas conversaciones moderadas por él le sirvieron para una evidente y prestigiosa proyección personal. A partir de ese momento, su carrera eclesiástica comenzó a despuntar y, una vez más, fue requerido como árbitro para conciliar posturas entre el papa Martín V y Clemente VIII, quien se reclamaba como sucesor del antipapa Benedicto XIII, el Papa Luna. Precisamente, gracias a su intercesión, el nombrado Clemente VIII renunció a su situación de heredero de la silla de Pedro, con lo que se ponía fin a este difícil capítulo de bicefalia en el seno de la Iglesia católica. Este hecho supuso para Alfonso en 1429 la concesión por parte de Martín V del nombramiento de obispo de Valencia en reconocimiento a su magnífica labor. No era mal premio, pues la circunscripción valenciana estaba considerada una de las diócesis hispanas de mayor riqueza. Apenas tres años después, viajó a Roma en su calidad de embajador aragonés. Más tarde acompañaría a su señor, el rey Magnánimo, a resolver diferentes asuntos en las posesiones napolitanas. Tras esto pasó a residir en Roma de manera continuada, regresando en contadas ocasiones a su tierra natal. Alfonso de Borja era de natural honesto, cualidad difícil de encontrar entre los prebostes que rodeaban por entonces la figura del sumo pontífice. No es de extrañar pues que sus opiniones tuvieran peso específico a la hora de tomar decisiones esenciales para el buen gobierno vaticano. Al fin, su lealtad y sobre todo su gran capacidad para convencer a su amigo el rey Alfonso V sobre la conveniencia de no asistir al polémico Concilio de Basilea (1431-1449), dejando esa opción representativa al propio Alfonso de Borja, recibió el reconocimiento oficial por parte del nuevo papa Eugenio IV (1431-1447), quien plasmó dicha gratitud nombrándole cardenal el 2 de mayo de 1444. No olvidemos que en esta reunión permanente de la Iglesia se consiguió la renuncia del último antipapa, Félix V, lo que supuso un viento de alivio para los defensores de la ortodoxia romana. Con este gesto el cuestionado y recién ungido papa Eugenio IV abría la senda hacia la cátedra de Pedro para el flamante príncipe de la Iglesia. Desde entonces Roma sería lugar de residencia permanente para el Borja y ya nunca regresaría a su Valencia natal. Una vez integrado en la curia romana, su destacada formación como jurista —fruto de los inicios de su carrera en Lérida—, ligada a la vida austera por la que se caracterizó, constituyeron los dos pilares básicos sobre los cuales se asentaron el respeto y la confianza de buena parte de los miembros de la cúpula vaticana. Como ya hemos referido, en 1449 comenzó a rodearse de sus más destacados familiares y amigos, asunto que, aun siendo habitual entre sus iguales, no pasó desapercibido para todos aquellos que vieron en esta decisión una afrenta al monopolio italiano que se ejercía en los palacios vaticanos. En aquellos años se habló de la invasión que estaba sufriendo Roma por parte de los catalanes afines al sereno cardenal, el cual, lejos de miserias, se dispuso a organizar su particular oficina de gobierno en previsión de lo inevitable, y esto no era otra cosa sino la asunción tarde o temprano del pontificado.

En dicho año se plantaron en Roma, entre otros, Pedro Luis y Rodrigo Borja, y tras algún tiempo de adaptación su tío decidió enviarlos a la universidad con el propósito de mejorar sus perspectivas de futuro, dado que había pensado en ellos para ofrecerles grandes responsabilidades eclesiásticas. Rodrigo se inscribió en la Universidad de Bolonia. Corría el año de 1453, un tiempo exigente para la vieja Europa ya que la Sublime Puerta otomana había hecho acto de presencia con la toma de Bizancio —capital del mortecino imperio bizantino—. Precisamente, la caída de la antigua Constantinopla supuso un mazazo directo al corazón de la Edad Media, lo que dio paso sin obstáculos al fulgurante Renacimiento en la proclamada Edad Moderna, si bien los contemporáneos de aquel esencial lance histórico no se percataron de ello, algo parecido a lo que había ocurrido en 476 d. C., cuando los bárbaros depusieron a Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente, con lo que se finiquitó la etapa que conocemos como Mundo Antiguo. Sea como fuere y al margen de disquisiciones históricas, lo cierto es que Europa se estremecía ante la posibilidad de ser arrasada por los turcos, a la usanza del temible Atila y sus jinetes hunos, y la actividad oratoria se disparó por púlpitos eclesiales, salones privados, plazas públicas y por supuesto universidades. Por tanto, nuestro querido Rodrigo tuvo a buen seguro que discutir mucho en estos meses con sus condiscípulos y maestros sobre qué haría la Europa católica en caso de recibir una invasión de los musulmanes otomanos convertidos en enemigos primordiales de la civilización cristiana. Por fortuna, los ejércitos de la cristiandad contuvieron momentáneamente el avance de la media luna por el oriente europeo, lo que permitió mantener una cierta estabilidad social en la península Itálica y, en el caso de Rodrigo, seguir esforzándose en sus estudios de Derecho Canónico, que completó con absoluta brillantez.

Sin embargo, algo trastocó sensiblemente su trayectoria académica y esto fue el óbito del papa Nicolás V, acontecido el 25 de marzo del año 1455. La noticia se esperaba dada la precaria salud del sumo pontífice y, una vez más, se cruzaron apuestas sobre quién sería el elegido para ocupar tan relevante trono religioso. Como es lógico, existía un indudable temor hacia la elección de un pontífice que no fuese italiano. Tantos años protagonizados por los papas franceses de Aviñón invitaban al resquemor y las camarillas asociadas a la corte vaticana no tardaron un minuto en destacar sus favoritos vinculados a tal o cual lobby cercano a sus intereses. Pero, por otra parte, se abrió paso la idea de un candidato que acercara posturas otorgando un pacífico periodo de transición en el que todos pudiesen respirar mientras se fortificaban las nuevas tesis católicas para el avance de la cristiandad. La muerte de Nicolás V dio paso a unas justificadas exequias, en las que se le rindió un reconocido homenaje popular. En dichas liturgias brilló con luz propia la respetable imagen del cardenal Alfonso Borgia, y muchos pensaron que él debía ser el digno sucesor del llorado monarca católico. Al fin el colegio cardenalicio dispuso la inauguración del cónclave del que surgiría el nuevo pontífice, y tras cuatro jornadas dominadas por profundos debates y arduas deliberaciones, los purpurados optaron por la candidatura del cardenal Alfonso Borgia, era el 8 de abril de 1455. Doce días más tarde el tercer español en ocupar el trono de Pedro asumía su poder e influencia sobre el orbe cristiano bajo el nombre de Calixto III.

Esta elección, no exenta de polémica, fue sin duda muy acertada. En ella, a pesar de las críticas ejercidas por diversos cardenales italianos, se vio una necesaria transición encarnada en un papa que por entonces contaba setenta y seis años de edad. Desde luego, dadas las expectativas de vida en aquel tiempo, el Borgia no prolongaría mucho más su estancia en la tierra, pero su efímero reinado serviría como tregua en la que se aclararían muchas cuestiones para el futuro de la Iglesia. El pontificado de Calixto III se caracterizó principalmente por su constante atención a la reconquista de Constantinopla, hecho que él mismo manifestó ya en su primera declaración de intenciones como nuevo pontífice. Paralelamente, procedió a materializar la canonización de su paisano Vicente Ferrer, quien —según la tradición— había predicho que Alfonso de Borja sería papa y que le elevaría a él a los altares. Asimismo, Calixto III inició la rehabilitación de la francesa Juana de Arco, quien había sido condenada injustamente por un tribunal eclesiástico como bruja, lo que le supuso morir quemada en la hoguera. En terrenos más particulares, no perdió un instante a la hora de reclamar a su lado a cuantos familiares y amigos había ido preparando en años anteriores. En el caso de su sobrino Rodrigo le otorgó, veinte días más tarde de su proclamación como papa, el nombramiento de protonotario apostólico, para sin dilación concederle en junio el decanato de su natal Játiva.

Retablo de Santa Ana o de Calixto III, de Pere Reixach (1452). Alfonso Borgia fue el tercer español en llegar al papado, con el nombre de Calixto III. Fue iniciador de la fortuna del linaje valenciano de los Borja.

Calixto III, a pesar de este visible nepotismo, fue un magnífico pontífice que supo administrar su gobierno con absoluta eficacia libre de corrupción y al margen de las interesadas críticas que anunciaban una auténtica invasión de catalanes en todos los ámbitos regidos desde el Vaticano. De cualquier modo, en aquellos tiempos en los que un papa apenas gozaba de leales, estaba justificado que buscara la complicidad de los pocos incondicionales que nunca le fallarían y ésos siempre se encontraban inscritos en el parentesco o en el paisanaje que abrazaban al purpurado elegido. Así fue como decenas de paisanos del nuevo pontífice coparon los puestos de cierta importancia, provocando una inevitable ola de impopularidad. Sin embargo, no puede considerarse anómala la conducta de Calixto III, quien favoreció a su clan familiar, empezando por los sobrinos, como era costumbre desde casi el inicio de la propia actividad católica en Roma; por cierto, esta tradición se mantuvo vigente en los linajes vaticanos hasta bien entrado el siglo XIX.

En lo que respecta a Pedro Luis Borgia, su tío le reservó un buen número de excelentes cargos entre los que destacaban la prefectura de Roma, el título de máximo gonfalonero de la Iglesia o el de portaestandarte de Cristo con mando sobre las plazas de Spoleto, Terni y Orvieto. El 20 de febrero de 1456, Rodrigo Borgia añadía a sus distinciones el capelo cardenalicio con la titularidad de la basílica romana de San Nicola in Carcere, mientras que su primo, Luis Juan de Milá —hijo de Catalina, otra hermana del papa Calixto—, se incorporaba a la enorme lista nepótica para asumir el gobierno cardenalicio sobre la basílica de los Cuatro Santos Coronados. En esta entrega de cargos también fue nombrado cardenal otro veinteañero, Jaime de Portugal, hijo del infante don Pedro, muy amigo de Calixto III y también dispuesto a ofrecer su ayuda al papado si era menester. Con esta decisión, el primer pontífice Borgia situaba a sus dos sobrinos preferidos en la máxima dignidad para cualquier religioso católico. No obstante, el prudente español quiso que sus jóvenes parientes siguieran instruyéndose en las disciplinas de la jurisprudencia, pues necesitaba, de forma apremiante, hombres versados en materias imprescindibles para la buena dirección de la Iglesia. Ese mismo año, habiendo cumplido solamente tres de los cinco años preceptivos y debido a su gran valía, Rodrigo fue admitido a la prueba de licenciatura de la Universidad de Bolonia, doctorándose el 13 de agosto en Derecho Canónico. En aquel momento las huestes cristianas detenían en Belgrado el avance otomano, un hecho que propagó el júbilo por las ciudades de Europa, que ahora veían en la figura de su papa un ariete capaz de hacer retroceder a los implacables guerreros del islam. Rodrigo Borgia, con su licenciatura universitaria en el bolsillo, recibió por parte de su tío el primer encargo de cierta importancia, siendo enviado como vicario papal a la siempre tumultuosa marca de Ancona, uno de los dominios más inestables de los Estados Pontificios. En dicha geografía, la aristocracia local se enzarzaba en constantes disputas que acababan por lo general con mucha sangre vertida por parte de los contendientes. Empero, la llegada del nuevo legado papal con sus innegables condiciones para el mando consiguió apaciguar voluntades levantiscas y, al poco, la paz se imponía en Ancona con los desafectos sometidos a castigo y los afines premiados con abrumadora generosidad. En realidad fue la primera ocasión en la que el futuro Alejandro VI se las tuvo que ver con clanes teñidos de conjura, ambición y vendetta. Precisamente, en estas disputas de Ancona, el joven Borgia se adiestró en la intriga, disciplina hasta entonces ignorada por él, y cuyo conocimiento exhaustivo le convertiría en el mejor de sus representantes. Tras el éxito obtenido en esta exigente prueba de fuego para Rodrigo, su anciano tío vio en él un digno continuador del apellido familiar y en otoño de 1457 le elevó a la dignidad de vicecanciller, o lo que es lo mismo, responsable de la organización interna eclesial, un cargo que le convirtió de facto en el segundo de a bordo de la jerarquía católica justo después del mismísimo papa. Por otra parte, a Pedro Luis Borgia tampoco le iba nada mal, ya que su tío concebía para él la secreta esperanza de verle sentado en el trono del reino de Nápoles.

Como vemos, los Borgia protagonizaban en este periodo una carrera tan fulgurante como exitosa, pero tanto brillo no quedó exento, ya en ese tiempo, de algunos enemigos siempre dispuestos a demoler lo construido por los valencianos. Cabe comentar que el rango de vicecanciller estaba magníficamente remunerado y que otorgaba a su poseedor un poder casi ilimitado, tan sólo por debajo del papa. A esto debemos añadir que Rodrigo Borgia recibió la responsabilidad de dirigir como general los ejércitos pontificios bajo las órdenes de su hermano Pedro Luis, con lo que de inmediato se transformó a sus 26 años de edad en uno de los hombres más poderosos de Italia.

Esto, lógicamente, desató multitud de adhesiones más o menos interesadas, aunque también la ira de enemigos influyentes, los cuales comenzaron a tejer la urdimbre de la conspiración contra unos Borgia a los que consideraban «viles extranjeros invasores». Pero, al margen de oponentes ambiciosos, lo cierto es que las cualidades que adornaban la personalidad de Rodrigo Borgia comenzaron a darle óptimos beneficios. Era hombre muy tolerante con determinadas situaciones y siempre mostraba su mejor disposición para el diálogo, lo que le procuraba grandes acuerdos y alianzas inconcebibles para otros dirigentes más enardecidos por su conciencia de clase. Por añadidura, el Borgia era muy sentimental y mundano, lo que le acercaba constantemente a lo expresado por el pueblo. De esa forma supo entender las sensaciones emanadas por el estrato social agrupado bajo su futuro cetro. Si bien algunos exegetas no le consideran el culmen de la intelectualidad, hay que decir que su inteligencia se encontraba bastante por encima de la media. Con este conjunto de virtudes se puede entender mejor que mantuviera el cargo de vicecanciller durante treinta y cinco asombrosos años, en los que ayudó y sufrió a nada menos que cinco papas, incluido su anciano tío Calixto III.

En junio de 1458, Rodrigo Borgia fue nombrado obispo de Valencia, una diócesis que aportó a su patrimonio la nada despreciable suma de 18.000 ducados anuales. Mientras tanto, su hermano Pedro Luis adquiría el rango de capitán general de la Iglesia y gobernador del castillo de Sant Angelo, la fortificación que aseguraba la protección militar del Vaticano por si fallaba la divina. De esa guisa fue transcurriendo el reinado de Calixto III, quien falleció el 6 de agosto de 1458, tras tres años y cuatro meses de pontificado. El valenciano no pudo ver culminado su deseo de reconquistar Bizancio, aunque dedicara a este propósito más de 200.000 ducados sumados a otros 600.000 aportados por el anterior pontífice Nicolás V. Tampoco pudo anexionarse Nápoles deponiendo al rey Ferrante y sustituyéndolo por su sobrino Pedro Luis, como pretendía, pues la operación encontró la severa oposición de algunos magnates italianos como Francesco Sforza o Cosme de Medici, siempre temerosos de cualquier progresión territorial de los Estados Pontificios. Como era previsible, la muerte del papa español desató la ferocidad de sus adversarios encabezados por la familia Orsini, cuyos representantes se pusieron en vanguardia de las turbas que asaltaron las posesiones vaticanas dispuestas a echar a esos catalanes tan odiados por los clanes italianos. El propio Pedro Luis Borgia no pudo contener con sus tropas la avalancha de las masas, viéndose obligado a una huida poco honrosa hacia el parapeto establecido en su dominio de Civitavecchia, donde resistió en compañía de su mejor aliado, el cardenal veneciano Pietro Barbo. Aunque todo fue inútil, dado que en septiembre de ese año Pedro Luis Borgia moría víctima supuestamente de unas fiebres malignas. Nunca sabremos si éste fue el motivo real, o más bien nos encontramos ante la primera actuación venenosa contra los Borgia en aquel escenario cada vez más flamígero.

En cuanto a nuestro vicecanciller superviviente, éste hizo alarde, una vez más, de su equilibrado temperamento al no intentar escapada alguna como hicieron secretarios, protonotarios, criados y el resto de los cargos apoyados en su día por los Borgia. Tengamos en cuenta que cuando se dio a conocer la agonía del sumo pontífice, Rodrigo se encontraba fuera de Roma, y aun a sabiendas del estallido social que ponía en peligro la vida de cualquiera que respirara valenciano en esos días de disturbios, tuvo arrestos suficientes para regresar a la Eterna Ciudad, impedir con pasmosa calma el saqueo de su casa y plantar cara al mundo mientras velaba en solitario los cinco días finales de su agónico tío. Fue desde luego una actitud muy valiente que le granjeó el respeto posterior de los romanos y por supuesto de la curia vaticana, la cual se reunió para elegir un nuevo papa que honrase la memoria de Calixto III. Y dicha congregación no estuvo libre de enconados debates, pues algunos prebostes querían negar al fallecido las exequias solemnes de las que era seguro merecedor. Sólo la personalidad de Rodrigo Borgia se mantuvo incólume ante tan magno agravio, consiguiendo al fin de todos los asamblearios la rúbrica verbal de un acuerdo por el cual se rindió el oportuno tributo al buen papa español. Ese fue el último servicio que Rodrigo pudo prestar a su querido tío.