SAVONAROLA VS. ALEJANDRO VI

Durante su reinado, Alejandro VI se tuvo que enfrentar a no pocos problemas de diferente índole. Como ya hemos visto, las cuestiones internacionales no se le dieron del todo mal, y en ellas quedaron manifiestas sus dotes y virtudes, cualidades que le acreditaron como consumado hombre de Estado a prueba de conspiraciones, guerras y disensiones. Pero le faltaba en su particular miscelánea de crisis severísimas una alteración de orden religioso gestada en la propia Italia, y dicha eventualidad cobró vida en la figura de Girolamo de Savonarola, un fraile dominico considerado profeta por sus adictos y hereje visionario teñido por la locura por sus más encendidos detractores. El nombre de este singular agitador eclesiástico acompañaría las más inquietas pesadillas del pontífice español durante casi seis años en los que no faltaron zozobras, autos de fe y excomuniones.

Nacido en Ferrara en 1452, era el tercero de una prole que llegó a contabilizar siete vástagos. Los Savonarola conformaban una familia acomodada que se pudo permitir el lujo de entregar a varios de los suyos al rigor de las órdenes religiosas. En el caso de Girolamo fueron los dominicos quienes aceptaron la integración del muchacho en sus filas. Desde luego en esos momentos la prestigiosa institución de predicadores no podía sospechar que aquel impetuoso joven se convertiría en una de sus más famosas ovejas negras. En sus primeros años de fraile, Savonarola acreditó un entusiasmo desmedido por el estudio de los textos sagrados y pronto concibió un especial universo religioso regido por la más estricta ortodoxia de la que él pretendía ser máximo garante. Como es lógico, en dicha cosmogonía el futuro profeta no podía aceptar las tropelías y desmanes que estaban cometiendo los supuestos dignos representantes del catolicismo desde la curia vaticana, e inició su primer apostolado contra los abusos emanados desde las estancias, a su juicio pecaminosas, que poblaban la Santa Sede. Savonarola se fue poco a poco construyendo un prestigio social, primero entre los suyos y posteriormente entre las masas populares que cada vez en mayor número acudían a sus brillantes prédicas. En dichos discursos se criticaba abiertamente la actitud pasiva del papado ante los excesos mundanos de los cardenales, hasta que finalmente fue el propio papa Inocencio VIII objeto de los ataques más airados, al ser considerado por el dominico el mayor símbolo de la ignominia humana. Con treinta y nueve años de edad fue nombrado prior de la iglesia de San Marcos en Florencia. Para entonces su situación mental no invitaba al optimismo, pues vivía constantemente atenazado por la terrible y personal intuición de una inminente condenación eterna para este mundo pecador sin recato. A esto añadía sus constantes brotes epilépticos y sus visiones en sueños que él consideraba avisos que le transmitía el mismísimo Dios supremo. Savonarola se dejó impregnar por un fanatismo religioso extremo y comenzó sin ambages a proclamar la más que probable llegada del Anticristo en medio de autocastigos mortificadores, rezos prolongados hasta el éxtasis y ayunos voluntarios que le colocaban al borde de la muerte por inanición. Esta actitud, supuestamente espiritual, empezó a reunir en torno a él a miles de creyentes, primero en Florencia y posteriormente por toda la Toscana. Es curioso comprobar como este suceso religioso inscrito en el más rancio fundamentalismo se propagó casi sin impedimento por una latitud que había sido la primera en abandonar el medievo en beneficio del más luminoso Renacimiento; pero la condición humana nos ofrece en ocasiones estas paradojas difíciles de evaluar si no pensamos en aquellos siglos cubiertos por la miseria, el hambre, la enfermedad o la violencia. Savonarola no fue distinto a otros disconformes con la situación impuesta por la Iglesia católica, y más tarde las corrientes protestantes darían buena muestra de esta desilusión generada por el Vaticano.

Pero volviendo al caso, diremos que la llegada al trono de San Pedro de Alejando VI no varió un ápice la visión que tenía de las cosas este alterado fraile, y mantuvo sus soflamas apocalípticas animando a sus numerosos feligreses al arrepentimiento y a una desafiante desobediencia a las normas establecidas por el papado. Savonarola se convirtió en un furibundo enemigo de los Borgia, declarando abiertamente que esta familia era el más claro exponente de la lujuria, la corrupción y el incesto. Atacó a todos y cada uno de los miembros del clan valenciano, incluido Rodrigo, a quien imputaba los vicios y pecados más terribles para un hijo en Cristo. Pero no sólo los Borgia fueron objetivo del fraile; también los Medici de Florencia padecieron su ira, dado que los consideraba paradigma de todos los males que azotaban la tierra.

Retrato de Girolamo de Savonarola, fraile dominico cuya prédica apocalíptica entre el pueblo de Florencia puso en jaque al Vaticano. Grabado. Biblioteca Nacional. Madrid.

Ya vemos que muy pocos poderes fácticos se libraban de los iracundos dictados proferidos por este levantisco predicador convertido en profeta del Sumo Hacedor. Como ya hemos dicho, la llegada de los franceses a Italia en 1494 fue considerada por Savonarola como la anunciación de la tan ansiada liberación del yugo papal. El propio dominico creyó ver en Carlos VIII a todo un enviado del cielo dispuesto a emprender la revolución definitiva que salvase las almas de los pecadores humanos. El 8 de noviembre del mencionado año, los seguidores de Savonarola protagonizaron una revuelta popular en Florencia que consiguió expulsar de la ciudad a los odiados Medici. El dominico, orgulloso por su acto, se autoproclamó jefe de la ciudad para posteriormente cederla a los invasores franceses, los cuales no es que prestaran mucha atención al profeta de Cristo, aunque le dejaron manos libres para actuar en la bella plaza a su antojo. Desde entonces, podemos decir que quedó proclamada en Florencia una especie de república teocrática que algunos llamaron savonarolense. El propio instigador de esta situación se transformó en un terrible dictador que sembró de negritud la ciudad toscana. Se prohibieron bailes, música y festejos. Las mujeres debieron cubrir con velos sus rostros y los condenados por blasfemia eran castigados con la práctica de un agujero en sus lenguas. Se quemaron manuscritos de Petrarca y Boccaccio, considerados autores pecaminosos. Asimismo fueron a la pira inquisitorial adornos, cosméticos, espejos... Florencia entristeció en una época donde la urbe había sido llamada a ser vanguardia de la modernidad. Pero los fieles a Savonarola seguían adelante. En una ocasión se contabilizaron más de 15.000 leales frente a su líder espiritual.

Este problema, de alta magnitud, no pasó desapercibido para el resto de la Iglesia, y una vez solventada la cuestión de la invasión francesa, el aparato vaticano se puso a trabajar con febril actividad para devolver al redil a su díscolo hijo. En esencia, fueron los franciscanos, eternos oponentes de los dominicos, quienes empujaron con más fuerza dispuestos a resolver la controversia generada por Savonarola. Finalmente Florencia quedó a merced de un encendido debate promovido por dos facciones antagonistas, los arrabbiati o «airados», que apostaban por la expulsión de la ciudad del fraile, y los piagnoni o «plañideros», que le defendían. La disputa culminó en sufragio realizado por los prebostes florentinos, y por un solo voto de diferencia Girolamo de Savonarola consiguió permanecer en su particular trono florentino, lo que de hecho le dio mayor fuerza moral para proseguir con su férrea ideología dictatorial. Los discursos inflamados de odio hacia el Vaticano se incrementaron hasta conseguir colmar el vaso de la paciencia para un preocupado Alejandro VI, quien en el otoño de 1495 prohibió tajantemente al dominico continuar con sus predicaciones multitudinarias. La respuesta del irredento fue por el momento calmada, empero en las Navidades de ese mismo año no pudo contener su agitada lengua y proclamó a Cristo rey de Florencia, ante el delirio de sus seguidores.

Una vez más, el papa español adoptó la prudencia como estrategia a seguir en aquella locura que rozaba la herejía, y en el verano de 1496 envió a Florencia a Ludovico de Ferrara, hombre mesurado que ostentaba el cargo de procurador de la Orden de los Predicadores. La misión del eclesiástico consistía en entrevistarse discretamente con Savonarola para hacerle entender que su actitud no beneficiaba a nadie y ya de paso aprovechó para intentar sobornarle con la entrega del capelo cardenalicio. Esta treta vaticana no surtió el efecto deseado, más bien lo contrario, pues el dominico, tras rechazar esta invitación a la corrupción, se vio reforzado en sus tesis, con lo que inició una nueva ofensiva contra los poderes fácticos de la Iglesia. El 21 de julio de dicho año, Alejandro VI ofreció una nueva reunión a Savonarola, con el fin de analizar en común las visiones apocalípticas del fraile. Pero éste rehusó la petición papal, alegando que no podía concurrir a la cita por motivos de salud. Estaba claro, a esas alturas, que este agrio episodio en el seno de la Iglesia católica acabaría tarde o temprano en cruenta tragedia.

El 8 de septiembre, Alejandro VI ordena una reestructuración eclesial en Florencia, lo que de facto renovaba la prohibición de predicar para un cada vez más enfadado Savonarola. De hecho, el dominico se debía a sus devotos, a ellos les había transmitido que era profeta de Dios y una de sus exposiciones más blindadas era, precisamente, la de defender la misión divina emprendida por el rey francés Carlos VIII, por lo que volvió a invocar la presencia francesa en la Toscana hasta derrotar los Estados Pontificios que, según él, se encontraban poseídos por el Maligno. Los cierto es que Savonarola no podía defraudar a sus partidarios. En aquellos meses Florencia se encontraba dominada por la más terrible histeria colectiva, y la religión más extremista se enseñoreaba de esa cuna renacentista. En octubre, Alejandro VI decidió enviar una carta al sublevado, pues el asunto había superado para entonces cualquier razonable previsión. Ahora ya no se trataba de una anécdota protagonizada por un iluminado, sino más bien de una cuestión política que afectaba a una región de vital importancia para la estabilidad italiana. No olvidemos que la Toscana constituía el auténtico parapeto geográfico que protegía Roma, y no es de extrañar que el papa viese con ojos de preocupación cómo algunos magnates florentinos se sumaban a la causa del supuesto profeta. En el documento dictado por Alejandro VI se podía leer lo siguiente:

En tus prédicas públicas, predices el futuro y afirmas que lo que dices te llega de la eterna luz y como inspiración del Espíritu Santo, con lo cual desvías a estos hombres sencillos del camino de salvación y de la obediencia a la Santa Romana Iglesia. Hubieras debido predicar la unión y la paz y no estas que el vulgo llama profecías y adivinaciones. Debieras, aun más, considerar que las condiciones de los tiempos no son para que tales doctrinas sean pregonadas, pues si ellas de por sí pudieran causar discordias aun allí donde hubiera paz completa, cuánto más no lo harán en momentos en que hay tantos rencores y facciones.

El texto incluía además algunas indicaciones al dominico para que cesase en su inútil empeño de agitar Florencia. Luego, en tono paternalista, Alejandro VI intenta comprender que Savonarola se mueve por dictados inocentes que no pretenden más que el bien de la Iglesia, y concluye animando al fraile a que no predique más, mientras le invita a visitar Roma, donde será recibido con la mejor disposición. Los exegetas de Alejandro VI ven en esta misiva una auténtica declaración de guerra por las buenas o por las malas. Ignoramos lo que debió de interpretar Savonarola, pero lo cierto es que nunca acató estos mensajes papales, incrementándose con cada uno de ellos su arrogancia y desafío hacia la autoridad vaticana, lo que dejó al papa escasas o nulas alternativas de acuerdo.

El 7 de febrero de 1497, la florentina plaza de la Señoría fue escenario para un monumental auto de fe en el que se quemaron cientos de libros, obras de arte y los ya mencionados manuscritos de Petrarca y Boccaccio en un episodio que pasó a la historia como la hoguera de las vanidades. Miles de fanáticos seguidores del fraile enarbolaron los colores blanco y negro característicos de la orden dominica. El fuego purificador iluminó Florencia y la guardia personal de Savonarola peinó casa por casa la ciudad en busca de objetos y actitudes pecaminosas.

Era desde luego momento para adoptar medidas fulminantes que frenaran en seco aquella tropelía teocrática dominada por un ser convulso y creído de su propia verdad religiosa. El 13 de mayo de 1497, Alejandro VI, a sabiendas de que el diálogo o los sobornos serían inútiles, dictó orden de excomunión para Girolamo de Savonarola. El encargado de transmitir esta decisión fue Gian Vittorio de Camerino, un toscano exiliado en la Santa Sede y enemigo jurado del dominico. La respuesta pública de Savonarola se produjo el 11 de febrero de 1498, cuando ante miles de congregados proclamó por su cuenta la excomunión del mismísimo Alejandro VI. Nunca nadie había llegado a proferir semejante osadía, y quedaba patente que la situación ya no admitía vuelta atrás. Aun así, el vicario de Cristo en la tierra emitió una carta el 9 de marzo en los siguientes términos:

El oficio pastoral no nos permite tolerar durante más tiempo las tretas de este dominico desobediente. Así pues, volvemos a ordenar perentoriamente o que se envíe a Roma a Savonarola o que se le encierre en un claustro de manera que no pueda predicar ni hablar con nadie hasta que no recapacite y merezca nuestra absolución. [...] De Savonarola no exigimos otra cosa que el reconocimiento de nuestra suprema autoridad.

Esta última oportunidad concedida por la Santa Sede fue también desestimada por el cada vez más enajenado fraile, el cual, llevado por el más absurdo delirio, respondió invocando a las potencias de España, Francia, Inglaterra, Hungría y Alemania para que celebrasen un concilio de urgencia en el que se depusiese al papa.

Semejante insolencia fue determinante para que Alejandro VI mandara llamar al embajador florentino para anunciarle que en caso de que Savonarola no fuera entregado o sometido a prisión, el interdicto papal caería sin compasión sobre la ciudad de Florencia. Esto era dejarla sin el acceso a los sacramentos de la Iglesia, establecer la imposibilidad para sus habitantes de ser enterrados en tierra sagrada, y lo que es acaso peor, también se impediría el negocio comercial con otras ciudades, dado que la urbe sería considerada proscrita. La noticia cayó como una pesada lápida sobre Florencia y sus ciudadanos. Para entonces muchos de ellos ya mostraban signos de hartazgo ante los discursos sobredimensionados y apocalípticos de su exagerado dictador teocrático. Por otra parte, los magnates de la ciudad que habían apoyado a Savonarola no veían compensadas sus esperanzas de futuro, y con esta amenaza de interdicto pensaron que era mejor mantener los negocios terrenales que la ilusión en las profecías lanzadas por un desprestigiado fanático. De ese modo, la otrora leal Florencia comenzó a recelar de su insigne emisario de Dios. Por añadidura, los dirigentes vaticanos establecidos en la ciudad toscana anunciaron la excomunión inmediata para aquellos que siguieran escuchando los sermones del visionario. Esto terminó por menguar de forma alarmante la lista de adeptos de Savonarola y, poco a poco, el fraile comprobó como se quedaba casi solo y a merced de unas circunstancias escasamente halagüeñas para su persona.

El 25 de marzo de 1498, el clérigo Francesco della Apulia, titular en la iglesia florentina de la Santa Cruz, juzgó que había llegado la hora de retar públicamente a Savonarola, quien hasta entonces alardeaba de forma arrogante de que el fuego era el auténtico amigo de la pureza y él como elegido de Dios no lo temía al poseer dicha virtud. El franciscano Della Apulia animó a su oponente dominico a entrar juntos en sendas hogueras para probar ante Dios cuál de los dos tenía razón. A las 8 de la mañana del sábado 7 de abril, víspera del Domingo de Ramos, la multitud bulliciosa se agolpaba alrededor de dos piras de madera rociadas con aceite y resina, entre las que se había habilitado un espacio estrecho que permitía el paso de un hombre. A mediodía, se elevaron las murmuraciones, pues Savonarola no comparecía para cumplir su afirmación, aunque anunció que un milagro estaba a punto de producirse. Al caer la tarde, la cuita estaba aún sin dirimirse, con airadas disputas entre franciscanos y dominicos ante la impaciencia popular. De improviso estalló una tormenta que inundó de agua las calles florentinas, con lo que la singular reunión quedó disuelta a la espera de nuevas. Esa misma noche las facciones rivales dieron rienda suelta a las viejas vendettas y decenas de florentinos sucumbieron en una batalla campal que se adueñó durante horas de la ciudad. Finalmente, los escasos partidarios que aún le quedaban a Savonarola renegaron de su condición y pidieron clemencia por su rebeldía. El propio dominico acabó por rendirse al alba del día siguiente. Era el fin de una locura que había soñado con profundas reformas en la Iglesia de Roma. Ahora, aquel integrista con ínfulas de profeta se veía preso, con su ropa hecha trizas y cubierto por los escupitajos e insultos de aquellos conciudadanos que tanto le habían aclamado.

Florencia no aceptó extraditar a Savonarola al Vaticano y el Consejo de la ciudad dispuso lo necesario para juzgarle allí mismo. Alejandro VI aceptó la decisión y destacó dos legados como observadores de un proceso que duraría cuarenta y dos días, en los que el acusado fue sometido a diversas torturas de la época, como la de sufrir elongación de sus miembros por acción del temible torno. A pesar de estos castigos, el dominico se mantuvo en sus posiciones sin que llegara jamás a arrepentirse de sus actos, mientras profería en medio del dolor toda suerte de condenas, blasfemias e improperios contra aquellos que le juzgaban en la tierra. El 23 de mayo de 1498, Girolamo de Savonarola fue declarado culpable de herejía y cisma, por lo que recibió, a través del cauce civil, la sentencia a morir ahorcado y quemado en compañía de los dos únicos discípulos que habían permanecido fieles a su causa. La pena fue cumplida con rigor inaudito, ya que el propio verdugo no quiso estrangular al reo antes de ser ahorcado para evitarle mayor sufrimiento, con lo que Savonarola tuvo una agonía prolongada durante minutos, colgado en la soga. Para mayor drama, fue lanzado aún vivo a las llamas de la hoguera y en ellas permaneció hasta quedar reducido a cenizas. Las autoridades ordenaron entonces que los restos del condenado fuesen esparcidos por las aguas del río Arno, impidiendo así que los prosélitos todavía fieles al furibundo predicador pudiesen conservar las reliquias de su líder.

Cabe comentar que el Vaticano puso mucho cuidado en que esta sentencia se considerase un delito político y no religioso, si bien no tomó buena nota de lo acontecido, pues esta contundente protesta enarbolada por Savonarola fue sin duda una clara precursora del maremágnum impulsado por otros reformistas que sí tuvieron mejor fortuna, verbigracia Martín Lutero o Juan Calvino. Por cierto, el prodigio anunciado por Savonarola nunca ocurrió, de no ser que el mismo día que lo auguró falleció en Francia su loado Carlos VIII, el pretendido libertador de Italia por la mano de Dios. Sea como fuere ambos comparecieron casi a la vez ante el Ser que presuntamente les inspiró.

En el caso de Alejandro VI ya hemos demostrado que hizo todo lo posible por resolver de forma incruenta este conflicto, y sabemos que no disfrutó con la muerte de su oponente, aunque en último extremo tuvo que defender la autoridad papal y eso no era asunto baladí en aquel escenario sometido a continuos seísmos sociales, políticos y, por supuesto, religiosos.