LA ITALIA QUE VIVIERON LOS BORGIA
El momento histórico que albergó a nuestra familia protagonista es uno de los más luminosos e interesantes del acontecer humano. Los cambios políticos de alta magnitud dieron como fruto la concepción moderna de los Estados, a lo cual se añadieron las flamantes sensaciones artísticas e intelectuales que desembocaron en el Renacimiento. Los humanistas dejaban a un lado lo espiritual para otorgar mayor importancia a las necesidades terrenas del hombre. Eran momentos convulsos, con la permanente amenaza de la guerra encarnada en banderas enseñoreadas por la media luna y la cruz. En lo que respecta a Italia conviene que nos pongamos al tanto de los hechos que adornaron este fundamental periodo histórico; de ese modo entenderemos un poco mejor los escenarios y actores que acompañaron a los Borgia en su peripecia vital.
El siglo XV italiano fue contexto de cortes señoriales, principados y ducados hereditarios. Quienes rigieron su gobierno dieron fundamento a las grandes dinastías italianas: los Visconti y Sforza en Milán; la casa Gonzaga en Mantua; los Este en Ferrara; los Montefeltro y Lante della Rovere en Urbino. Aunque también existieron casos excepcionales de ciudades o territorios que optaron por el orden republicano: fueron ejemplo de ello la serenísima Venecia o la región Toscana, geografías cuya gestión política estuvo de todos modos marcada por poderosos intereses oligárquicos. En el caso de Florencia, la familia Medici sobresalió por encima del resto de las sagas aristocráticas como Albizzi, Pitti y Pazzi. A la sombra del Estado Pontificio prosperaron linajes nobles de Roma como los Colonna, Savelli, Orsini, Anguillara y por supuesto los Borgia. En todo caso, clanes arraigados hacía siglos en la bota italiana y muy acostumbrados a la vendetta, la conjura o incluso la guerra abierta con tal de ver prevalecer su especial modo de vida en aquellas latitudes devastadas por el hambre, los conflictos bélicos o las epidemias.
A finales de esta centuria, cinco Estados litigaban por ensanchar sus marcas de influencia y ejercer el poder sobre los demás. En el noroeste dominaban los Sforza, que desde el último Visconti habían heredado el ducado milanés. Al no tener herederos varones, Filippo Maria Visconti había dado en matrimonio a su hija Bianca Maria a su mejor general, Francesco Sforza. Éste tuvo dos hijos: Ludovico y Galeazzo Maria, quien se casó con Isabel de Aragón, hija de Alfonso, futuro rey de Nápoles. Al morir Galeazzo, el testigo pasó a su hijo Gian Galeazzo, de tan sólo siete años de edad y que quedó sujeto a la regencia de su tío Ludovico, conocido por el sobrenombre de el Moro, un hombre de lúcida inteligencia que se hizo presto con el mando, convirtiéndose en un jefe de Estado que necesitaba con urgencia herederos que mantuviesen el recién establecido linaje de poder. Con dicho propósito contrajo nupcias a los treinta y nueve años de edad con la bella Beatriz d'Este y en 1493 cumplió su sueño con la llegada al mundo de su primogénito Maximiliano. Sólo existía un inconveniente y es que el anterior heredero, Galeazzo, seguía vivo, por lo que se suscitó una enconada pugna por ver quién debía asumir legalmente el gobierno milanés. En 1494 el nieto de Alfonso el Magnánimo ocupó el trono de Nápoles y Ludovico se vio obligado a solicitar la peligrosa ayuda francesa, que terminó en declarada invasión. Seis años más tarde, Ludovico se encontraba prisionero de los franceses y falleció de esa guisa dejando sus dominios, temporalmente, en manos galas. Desde entonces no faltarían emociones en esta zona norteña de la bota italiana.
Pero siguiendo con nuestro recorrido geográfico diremos que frente a los Sforza se posicionó la Serenísima República Veneciana, cada vez más pujante en este siglo que abandonaba la desgastada Edad Media. Venecia, dada su ubicación geográfica en la que predominaba un defensivo conglomerado de pantanos y lagunas que protegían la ciudad de ataques imprevistos por tierra, pudo prosperar gracias, en buena parte, a la razonable organización de sus instituciones públicas, lo que dio de facto a la ciudadanía una buena calidad de vida, con negocios de importación y exportación que permitieron la prosperidad y el establecimiento de colonias comerciales. Como curiosidad cabe decir que en 1403 los venecianos impusieron un período de espera a quien pretendiese entrar en la ciudad, a fin de observar si estaba aquejado de peste. Con el tiempo, este lapso de espera se fijó en cuarenta días y se convirtió en una institución llamada cuarentena, una de las primeras medidas higiénicas contra la extensión de la enfermedad. El poder veneciano era ostentado por una oligarquía de notables de vieja tradición y acreditada habilidad comercial, asunto que les había enriquecido lo suficiente como para dejar de pensar en la simple supervivencia de su estilo de vida y centrarse en otras ambiciones más apetecibles. Por ejemplo, la expansión por el resto de Italia a costa de Lombardía, los Estados Pontificios o el propio Nápoles, cuyas costas adriáticas eran sed de codicia para la potente flota veneciana. En el exterior, los venecianos chocaron frontalmente con el imparable avance del imperio turco. En 1430, Venecia perdió la recién adquirida ciudad griega de Tesalónica, con lo que de alguna manera se empezaba a poner fin al sueño de expansión colonial por el Mediterráneo, aunque en esa misma época la república logró derrotar a Milán, anexionándose una considerable parte de la Italia nororiental, conocida más tarde como el Véneto. Este conflicto fijó definitivamente las aspiraciones de la Serenísima a la pura geografía italiana, pues su propagación a costa de Milán involucraría a Venecia en las guerras territoriales de Italia, impidiéndole un duelo más equilibrado contra los otomanos.
En lo que se refiere a Florencia, la capital de la Toscana se mantenía a la expectativa respecto de Venecia, ante cualquier ataque de su poderosa vecina. Sin embargo, esta hermosa ciudad encontró en la figura de Lorenzo de Medici, el Magnífico (1449-1492), al político más hábil y astuto de su tiempo. Tengamos en cuenta que si Italia disfrutó durante bastantes años de una paz relativa, el mérito hay que atribuírselo sin duda a este singular mandatario, el cual, gracias a sus innegables dotes diplomáticas, evitó mucho derramamiento de sangre entre las potencias locales italianas. Seguramente en la genética del Magnífico quedó impreso un buen porcentaje de su abuelo Cosme el Viejo, hombre del que heredó, además de un inmenso patrimonio económico, la inteligencia y la ambición necesarias para ejercer un poderoso liderazgo sin malgastarse en la exigente primera línea de la política. En 1474 Florencia se alió con Milán y Venecia para garantizar el statu quo del centronorte. Pero esta alianza alarmó al papa Sixto IV, quien en represalia retiró de los bancos de los Medici la gestión de las finanzas pontificias, transfiriendo la responsabilidad a la familia florentina de los Pazzi. En todo caso, Florencia se constituyó en esta época como gran epicentro de la cultura mundial. Se puede decir, dadas las constantes miradas hacia el mundo antiguo, que fue una nueva Atenas emanadora de un magma cultural pocas veces visto desde los siglos helenísticos. Los renacentistas proclamaban el fin de diez siglos de oscuridad medieval y tomaban como referencia a los clásicos griegos, pensando que aquéllos habían sido sin duda mejores que los que les siguieron. Es por ello que Cosme de Medici (1389-1464) se convirtió en el gran mecenas e impulsor del Renacimiento en Florencia, protegiendo no sólo a los estudiosos italianos, sino también a los artistas e intelectuales de la mortecina Constantinopla, a los que animó para trasladarse a Italia llevando cualquier obra erudita griega que pudiera traducirse al latín. Uno de estos inmigrantes forzosos fue el ya mencionado Bessarion (1403-1472), quien trabajó en vano para lograr la unión de las Iglesias griega y romana. Fue nombrado cardenal en 1439 y tradujo las obras de Aristóteles y Jenofonte. Asimismo, uno de los más grandes artistas de este siglo y protegido por Florencia fue el escultor Donatello (1386-1466). Por su parte, León Battista Alberti (1404-1472) personificó al hombre del Renacimiento, definiéndolo como aquel que sobresale en muchas materias. El propio Alberti fue el mejor ejemplo de ello, destacando como pintor, escultor, arquitecto, músico, además de un gran matemático y formulador de las leyes de la perspectiva. Con Lorenzo el Magnífico, Florencia alcanzó la cumbre de su esplendor con máximos exponentes del arte como Sandro Botticelli, Miguel Ángel Buonarroti o el propio Leonardo da Vinci. De estos dos últimos hablaremos más adelante, pues durante una etapa de su vida estuvieron al servicio de los Borgia.
La Toscana limitaba al sur con los Estados Pontificios, que a su vez guardaban las espaldas del reino de Nápoles, dominado por los aragoneses desde hacía varias décadas. Aunque en este tiempo ni el rey Alfonso V el Magnánimo ni sus sucesores pudieron ejercer un control absoluto sobre la levantisca nobleza local, siempre dispuesta a sangrientas revueltas contra sus gobernantes extranjeros.
El Magnánimo tampoco dejó un brillante recuerdo a causa de su carácter terco y cruel. Aunque ayudó a los pobres y supo ganarse con su generosidad las simpatías de los artistas, literatos y filósofos, arruinó al resto de sus súbditos. Murió en 1458 sin herederos legítimos y dejó la corona a su hijo putativo Fernando, o Ferrante. Pese a la polémica, el papa Calixto III no dudó en reconocerlo como hijo de Alfonso, si bien le denegó el título de rey, pues ambicionaba ese trono para su sobrino Pedro Luis Borgia, sueño que, como ya sabemos, no se cumplió. A pesar de cuanto podía esperarse, el rey Ferrante se manifestó como mejor gobernante que su padre y en política tejió una sólida red de alianzas al casar a su hija Maria con el duque de Amalfi, a su hijo Alfonso con Ippolita Maria Sforza y a otra hija con el húngaro Matías Corvino. A su muerte en 1494, su reino gozaba de gran solidez, pero tampoco dejó herederos directos, por lo que algunos iniciaron una suerte de disputas a fin de apropiarse del goloso Estado mediterráneo. Uno de ellos fue Carlos VIII de Francia, quien se autoproclamó Luis II de Nápoles y partió a su presunta adquisición territorial con la intención de sentar sus reales en aquella latitud. Algo bien distinto debió de pensar el monarca Fernando II de Aragón, quien decidió plantar cara al francés enviando sus ejércitos bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, con lo que estallaron las famosas guerras de Italia que ganó brillantemente la recién fundada España. Fue una gran victoria que impulsó la fama de los, desde entonces y por un siglo y medio, invictos tercios españoles, permitiendo de paso que las banderas hispanas ondearan en Nápoles algunos siglos más.
En todo caso, los jóvenes Borgia se fueron preparando a conciencia para integrarse en un mundo dominado por la inestabilidad, la codicia y los constantes cataclismos en las diferentes cúpulas de poder. Por tanto, comenzaron a crecer en un contexto impregnado de dureza, frialdad y necesaria razón de Estado. Unos niños que, de grado o por la fuerza, tendrían que ser distintos al resto, pues así lo imponía la estricta conciencia de clase defendida por su implacable progenitor. Sólo así se elevarían un peldaño más que el resto de las familias influyentes, las cuales pretendían ejercer el mismo poder que ellos ostentaban.