GUERRA EN ITALIA
La campaña francesa sobre el norte italiano fue más propia de los fuegos de artificio que de una cruel y sanguinaria contienda. Los milaneses apenas ofrecieron resistencia y el 6 de octubre de 1499 Luis XII efectuaba su entrada triunfal en Milán aclamado por sus gentes, las cuales, siguiendo la costumbre, vitoreaban al invasor de turno, pues a buen seguro no sería peor que el anterior. César, convertido en el duque Valentino, no perdió la ocasión de pavonearse ante sus compatriotas y, a decir de las crónicas, las 300.000 almas que por entonces habitaban la ciudad coincidieron en afirmar que el Borgia era, sin duda, el más galante de aquellos militares que ahora ocupaban la capital lombarda. Una vez cumplido el propósito de la anexión del ducado milanés, Luis XII regresó a Francia despidiéndose de su querido amigo César, el cual se veía ahora con un buen contingente militar dispuesto a respaldarle en su siguiente objetivo, que no era otro sino el de acudir en ayuda de su padre ante la guerra que se avecinaba en el centro de Italia.
En efecto, Alejandro VI había tomado la trascendental decisión de sojuzgar al fin a la pléyade de feudos, ciudades y estados supuestamente vasallos, aunque en el fondo desafectos a la causa pontificia. Estas demarcaciones, en su mayoría diseminadas por la región de la Romaña, debían rendir tributo a los Estados Pontificios y sin embargo no lo hacían desde tiempos pretéritos, en un capítulo de rebeldía prolongada y sostenida por gobernantes de variado pelaje y condición cuya osadía ponía en claro peligro la supervivencia del propio Vaticano. La alianza con Francia dio alas a Alejandro VI, quien, según algunos investigadores, había cimentado en su mente la ambición de crear un Estado fuerte e independiente al margen del Vaticano pero bajo el dominio de los Borgia. Dicho enclave se levantaría a costa de la mencionada Romaña y de otras tierras pertenecientes al Lazio y a Nápoles. El papa, consciente de lo que se jugaba, diseñó meticulosamente el plan de ataque sobre sus vasallos levantiscos. La guerra debía ser rápida y contundente, con acciones decisivas en las principales plazas defendidas por el enemigo. De esa forma, se señalaron en los mapas manejados por los militares pontificios ciudades a conquistar como Imola y Forlí —posesiones de Caterina Sforza—, o la no menos importante Faenza —feudo gobernado por Astorre Manfredi—. Por otra parte, se acordó atacar enclaves bajo protección veneciana y florentina como Rímini, Rávena y Cervia, lo que de facto podía suponer generalizar el conflicto por toda Italia. Pero Alejandro VI había llegado a la conclusión de que era el momento de poner todas las cartas boca arriba en un ejercicio de autoridad propiciado por sus acuerdos internacionales. Ahora Francia se enseñoreaba de Milán y le devolvía a su hijo César, convertido en insigne gonfalonero pontificio, con un ejército preparado para cumplir con los deseos secretamente cocinados por los Borgia. Había llegado la hora de pegarle un buen bocado a la Italia de los tiranos, de los corruptos, de los dictadorzuelos. Era, sin duda, la gran ocasión que siempre habían esperado los valencianos para solidificar su poder en la tierra que los acogió. En realidad se trataba de iniciar una contienda contra todos aquellos usurpadores que negaban el poder temporal de los Estados Pontificios sobre sus territorios, principalmente de la Romaña, una región cedida a la Iglesia por el rey de los francos Pipino el Breve (715-768) con el propósito de que la Santa Sede pudiese edificar un Estado lo suficientemente fuerte para su continuidad como entidad independiente.
El 14 de octubre de 1499, Alejandro VI promulgaba una bula que en la práctica era una declaración de guerra contra los señores de la Romaña y otras marcas vasallas de los Estados Ponticifios, pues en el documento se les instaba al abandono de sus poderes y a la devolución de toda la riqueza expoliada durante generaciones. Lo cierto es que estos señores y alguna señora como Caterina Sforza tenían por costumbre desobedecer al papa negándose a pagar los censos tributarios establecidos desde antiguo. El 9 de noviembre, César Borgia iniciaba en Milán la campaña contra la Romaña. Le asesoraban en el empeño militares franceses dejados por Luis XII, como Antonio de Bissey o Yves d Allegre. A estas tropas galas se sumaron las propias del Vaticano y un buen número de mercenarios suizos y de otras nacionalidades dirigidos por los condottieros Vitellozzo Vitelli y Achille Tiberti. En total casi 15.000 efectivos bien pertrechados y con el apoyo de un considerable número de piezas de artillería.
Los habitantes de la Romaña no vieron en esta guerra sino una auténtica cruzada de liberación encarnada en la figura de César Borgia, quien se había transformado en el paladín de una justa causa que iba a erradicar de la tierra a cuantos malvados tiranos ejercieran su nefasto poder sobre los oprimidos ciudadanos romañolos. El ejército de la Santa Sede presentaba un aspecto formidable y muy pocos oponentes osaron plantear resistencia alguna ante semejante y abigarrada fuerza punitiva. De ese modo, las tropas vaticanas pasaron sin inconveniente por las ciudades de Parma y Regio. El 15 de noviembre tomaban Módena y en esta plaza quedaron acantonados los soldados del duque Valentino a la espera de nuevas instrucciones. En esos días llegaron a la urbe dos embajadores de Bolonia, los cuales garantizaron a César la actitud pacífica y amistosa que mantendría su ciudad ante el inminente paso de los ejércitos pontificios.
Por tanto, restaban cada vez menos enemigos que batir para las armas del Borgia. Acaso la principal dificultad radicaba en someter las posesiones de la indomable Caterina Sforza, una mujer guerrera acostumbrada a tomar decisiones tan duras como sangrientas. No en vano había crecido con la muerte en derredor.
Era hija bastarda del milanés Galeazzo Maria Sforza, hermano del influyente Ludovico el Moro. A los nueve años de edad fue casada contra su voluntad con Girolamo Riario, sobrino del papa Sixto IV, si bien este parentesco no le privó de ser un hombre zafio y carente de los más mínimos modales. Por añadidura, siempre fue infiel a su esposa, aunque eso no le privó de engendrar con ella cuatro hijos. Como vemos, la bella duquesa no se crió en el mejor contexto de amor y felicidad. Tres años después de su boda, tuvo que asumir el asesinato de su progenitor, víctima de una conspiración, y más tarde el de su propio esposo, muerto a cuchilladas por presuntos desafectos que lanzaron el cadáver al vacío desde las ventanas más altas de su castillo. Dicen las malas lenguas que en el complot estuvo implicada la sufrida Sforza, aunque desde el primer momento se enfrentó a los conjurados demostrando una gallardía propia de los más valientes militares.
Retrato de Caterina Sforza. Señora de Imola y Forlí, fue una mujer que plantó cara a la expansión de los Borgia. Inteligente y bella, hoy en día es reivindicada como una de las damas más interesantes del Renacimiento.
Fuera una simple farsa o no, lo cierto es que la bella y ahora enviudada noble consiguió, gracias a su famosa sangre fría, que se reconociese a su varón primogénito, Octavio, como nuevo señor de los títulos y heredades dejados por su padre fallecido, y ya de paso quedó con manos libres para instruir a su pequeño vástago mientras gobernaba con mano firme el puntal septentrional de la Romaña, donde se ubicaban sus feudos de Imola y Forlí. Caterina también padeció la muerte a traición de Giacomo Feo, un joven amante casi diez años menor que ella al que concedió caprichos y dádivas con tal exceso que, según consta, llegó a ser uno de los personajes más odiados entre los súbditos de la aguerrida milanesa. Al fin llegó el gran amor de su vida en la figura de Giovanni de Medici, de quien la rubia aristócrata se enamoró con rotunda pasión, justo el mismo sentimiento que demostró el guapo florentino. Ambos sabían que la relación entre una Sforza ilegítima y un Medici sería difícil de explicar en aquel tiempo de confusión, pero a pesar de todo decidieron sellar su amor mediante una boda secreta que fructificó con el nacimiento de Giovanni, un muchachito que daría mucho que hablar en Italia, pues con el tiempo se convirtió en un bravo militar considerado héroe nacional y último condottiero, reconocido por el sobrenombre de Giovanni el de las Bandas Negras.
Sin embargo, la biografía de esta formidable dama sufrió un nuevo quebranto con la muerte de su amado en 1498, por lo que quedaba una vez más sola ante el peligro de los acechantes enemigos que pretendían invadir sus dominios. Y en ese sentido su personalidad, a prueba de arcabuzazos, no le permitía rendirse sin luchar tras haber comprobado que el papa, en su bula del 14 de octubre, la condenaba a abandonar, como a otros magnates romañolos, el gobierno de aquellas latitudes que tanto dolor le habían supuesto. Precisamente entre sus posibilidades defensivas se contaban proporcionar veneno y difundir enfermedades contagiosas, pues era una experta conocedora de las lides alquímicas. Que a nadie extrañe la utilización de estas armas tan irregulares, ya que era práctica común entre los diferentes magnates de la época, incluidos los Borgia. Caterina, viendo como los ejércitos de sus rivales amenazaban su ciudad de Imola, optó por atacar la cabeza visible de aquella invasión que se cernía sobre su patrimonio territorial, y ésta no era otra sino la del propio Santo Padre de Roma. La estrategia de la Sforza pasaba por enviar una supuesta carta de amistad al Vaticano para que fuese leída personalmente por Alejandro VI. Según narran las crónicas de la época, dos mercenarios pagados por ella convencieron mediante engaño a Tommaso Cospi, un modesto ciudadano de Forlí que se ganaba la vida como músico en el Vaticano, para que les acompañase portando la misiva con la misión de entregársela en mano al sumo pontífice. Algunos investigadores afirman que el pergamino enrollado estaba envuelto por un paño escarlata contaminado por la peste y protegido de manipulaciones al viajar en el interior de una funda de caña. Otros dijeron que el papel estaba impregnado de cantarella, nombre por el que se conocía un típico veneno de la época elaborado con arsénico y tripas putrefactas de cerdo. Sea como fuere, este atentado contra el papa fue desbaratado y los emisarios colgados en la horca como escarmiento.
Tras este intento de magnicidio a cargo de la popularmente conocida como Diablesa Encarnada o Virago Crudelísima, estaba claro que los nuevos objetivos para las implacables tropas de César serían las dos ciudades de las que era dueña y señora. El 24 de noviembre de 1499, los ejércitos pontificios entraron como un vendaval en Imola, cuyos defensores entregaron la plaza sin lucha. El 17 de diciembre hicieron lo propio con Forlí. Sin embargo, la duquesa aquí sí que planteó una feroz resistencia, parapetada con mil soldados tras los muros de la inexpugnable ciudadela interior. Los combates fueron terribles a instancias de la propia Caterina, quien animó a sus soldados a pelear hasta el último aliento. César, malhumorado por aquella obstinación, ordenó un ataque total sobre el reducto, mientras ofrecía 20.000 ducados a quien capturase viva o muerta a la vigorosa adversaria. Este reclamo impulsó aún más el empuje de sus hombres, los cuales, ávidos de sangre y botín, exterminaron a la casi totalidad de la guarnición que protegía los intereses de su generala. Por suerte para ésta, el soldado que la prendió fue un educado capitán francés en cuyo código de honor no figuraba ensartar con su espada a ninguna dama por mucha armadura que ciñera. En contra de lo que se pueda pensar, el Borgia no fue agresivo con su flamante y guapa prisionera, que por entonces disfrutaba unos exuberantes treinta y seis años de edad en un cuerpo perfectamente conservado y pleno, gracias a la utilización constante de hierbas medicinales de las que Caterina era entusiasta y gran consumidora. Nunca sabremos si fue la seducción o más bien el miedo, pero lo cierto es que esa misma noche de la batalla el Valentino se cobró su especial triunfo yaciendo en el tálamo con Caterina mientras sus soldados retiraban de Forlí los más de mil muertos ocasionados por el combate. Más tarde, la cautiva Sforza fue confiada a Rodrigo Borgia —pariente de los valencianos y oficial de los ejércitos pontificios— para ser trasladada a Roma, donde fue internada primero en el palacio Belvedere y posteriormente en el castillo de Sant'Angelo, lugar en el que permaneció un tiempo a la sombra hasta que César, pasados unos meses, decidió ponerla en libertad, acaso como agradecimiento por las muchas nochecitas de pasión que vivieron juntos desde la masacre de Forlí. Caterina se retiro a Florencia junto a su pequeño hijo Giovanni, sin que ocasionara más alteraciones en la Italia que la contempló como fémina indómita, falleciendo en la luminosa ciudad toscana en 1509. Hoy en día los investigadores la consideran una de las grandes mujeres de la Italia renacentista.
En cuanto a la guerra de la Romaña, diremos que el conflicto se detuvo en seco al iniciarse el año 1500. La causa principal fue la inesperada rebelión de Ludovico el Moro, harto del yugo francés sobre Milán. Este levantamiento supuso que Luis XII reclamase al Valentino las fuerzas que le había prestado para la campaña a fin de utilizarlas para sojuzgar, de una vez por todas, la sublevación milanesa. César no tuvo más remedio que aceptar la segregación de su ejército de las imprescindibles tropas galas, y viendo que los efectivos que le quedaban no eran numerosos para proseguir la contienda, ordenó que ésta se paralizase hasta que surgiera una ocasión más propicia. En todo caso, la victoria había sido aplastante para los intereses pontificios. La Romaña quedaba sometida y el vástago de Alejandro VI era considerado libertador de la región, con ínfulas de príncipe aspirante a ocupar algún día el hipotético trono de aquellas tierras tan codiciadas. El 24 de febrero de 1500, el ejército del papa cruzaba el puente Milbio para hacer su entrada triunfal en Roma. Esta vez, a diferencia del humillante regreso de Juan Borgia tras su derrota ante los Orsini, César acudía a los brazos de su padre orgulloso por el incuestionable éxito obtenido. Al fin los ejércitos vaticanos gozaban de un comandante en jefe digno del cargo y a expensas de ser ratificado por el agradecido pontífice. César Borgia comenzaba a tocar su máxima dimensión histórica, mientras sus enemigos trémulos se preparaban para digerir un más que severo desastre. Pero por el momento podían estar tranquilos, pues el Valentino se iba a tomar unas semanas de asueto antes de emprender nuevas venganzas que repusiesen el honor de los Borgia. Un tiempo dedicado a los placeres y a largas conversaciones con su querida hermana Lucrecia, la cual disfrutaba en ese año jubilar de su matrimonio con Alfonso de Nápoles, un apuesto muchacho al que le quedaba poco tiempo en este mundo.