CONCIENCIA DE ESTIRPE
Rodrigo Borgia regresó de su viaje a España en 1473 con la bolsa muy mermada, pues en aquella época los elegidos para estas misiones especiales debían asumir forzosamente los costes económicos de las expediciones. El cardenal llegó justo en el tiempo en que nació, a decir de algunos, su hijo Juan y parece constatado que el niño fue enviado a España para criarse en compañía de su hermanastro Pedro Luis, quien todavía infante se educaba bajo el influjo de la corte aragonesa. Aún restaban unos años para que el primogénito natural de Rodrigo asumiera el ducado de Gandía, el mismo título nobiliario que tras la muerte de Pedro Luis iría a parar al propio Juan, quien, como ya hemos especulado, bien pudo ser el hijo mayor de la prole oficial engendrada por el cardenal valenciano. Se debería a ello que, tras el fallecimiento inesperado de Pedro Luis, el propio Juan asumiera el ducado de Gandía y de paso el compromiso nupcial con María Enríquez, prima del futuro Rey Católico, con quien Juan se casaría en 1491. En cuanto a César, disponemos, dada su tremenda popularidad posterior, de bastantes referencias historiográficas, incluida su carta astrológica elaborada el día de su nacimiento por el mayordomo y astrólogo de Rodrigo, Lorenzo Behaim, hombre relacionado con las artes ocultas y de absoluta confianza para él, quien, a pesar de ser preboste eclesiástico y presuntamente enfrentado a las mancias mistéricas, no desaprovechaba la ocasión de poseer magos de cabecera tal y como hacían sus iguales de la curia u otros magnates seglares. En dicha carta astral, datada el 14 de septiembre de 1475, se podía leer lo siguiente: «A la hora de tu nacimiento, el Sol se encontraba en su fase ascendente, la Luna en la séptima, Marte en la décima, Júpiter en la cuarta. Todos estos signos auguran que tendrás una existencia fulgurante, una vida de conquistas y de gloria, el ascenso irresistible a una potencia soberana, pero asimismo la caída, el exilio y una muerte violenta como epílogo». Lo cierto es que, se crea o no en estas cuestiones astrológicas, lo escrito por Behaim fue una auténtica profecía que se cumplió a rajatabla, como más tarde se pudo comprobar en la trayectoria vital del Borgia más célebre.
Mientras tanto, su padre seguía prosperando en el núcleo duro de la Santa Sede y en 1475 fue comisionado junto al cardenal Giuliano della Rovere por Sixto IV para recibir la visita en Roma del rey Ferrante de Nápoles. Justo dos años después, el propio Rodrigo viajaría al reino napolitano en calidad de legado papal para asistir a los esponsales del monarca con Juana de Aragón, asunto considerado entonces como de alto calado político y que no recibió la visita del propio papa al encontrarse éste sumido en la resolución de los múltiples problemas que acuciaban a los Estados Pontificios. Hay quien ve en esta designación un claro favoritismo por parte de Sixto IV hacia el que él consideraba su mejor lugarteniente en detrimento del soberbio Giuliano della Rovere, uno de los tres sobrinos de Sixto IV ungidos con el capelo cardenalicio y que ya en esos años soñaba con alcanzar el solio pontificio. Como es lógico, Rodrigo Borgia era como vicecanciller vaticano el obstáculo a salvar por el ambicioso Della Rovere, y es aquí donde se acrecentó el odio que se profesaban ambos dirigentes eclesiásticos. Más tarde este familiar poco querido por su tío conseguiría su meta cuando fue proclamado en 1503 papa bajo el nombre de Julio II, convirtiéndose en uno de los máximos detractores de los Borgia y artífice de su injusta leyenda negra.
Pero volviendo a la educación de César Borgia, diremos que en su condición de segundo filogenético fue destinado, muy a su pesar, a los oficios de la Iglesia, y con tan sólo seis años de edad fue nombrado canónigo de la catedral de Valencia, archidiácono de Játiva y protonotario apostólico. Al año siguiente se le otorgaron las dignidades de rector de Gandía y prepósito de Albar. Por entonces ya habían nacido sus otros dos hermanos, Lucrecia y Jofré. Más tarde, tras la muerte de Sixto IV y la elección del siguiente papa, Inocencio VIII, en la que por supuesto influyó una vez más el eterno vicecanciller Rodrigo Borgia, el pequeño César asumió nuevas distinciones como las de tesorero de las catedrales de Cartagena y Mallorca, canónigo de la Seo de Lérida o archidiácono de Tarragona, cargos que reportaban magros beneficios para su titular a pesar de los escasos años que contaba. En 1486 su progenitor decidió encomendar la tutela educativa de César y Lucrecia a doña Adriana de Milá, una ilustre prima del cardenal valenciano casada con Ludovico Orsini y que había fijado su residencia familiar en el palacio que los Orsini poseían en Monte Giordano, un lugar suntuoso, cómodo y cercano a la residencia oficial del cardenal Borgia. La Milá tenía tantos detractores como partidarios. Los primeros aseguraban que era fémina despiadada, fría y tan sólo adicta a su poderoso pariente Borgia. Los segundos, en cambio, defendían que doña Adriana era prototipo de mujer renacentista entregada al fomento de la cultura y al refinamiento de sus modales cortesanos. En todo caso, no existía mucha distancia intelectual entre Adriana de Milá y Vanozza Catanei (quien, a pesar de todo, se quedó con el pequeño Jofré), por lo que debemos presumir que en ese año la relación sentimental entre Rodrigo y su amante oficial había llegado a su fin, aunque debemos señalar que la bella italiana mantuvo lealtad y respeto inconmovibles hacia el hombre de su vida, actitud que se prolongaría hasta la tumba. Los preceptores de César fueron seleccionados escrupulosamente por Rodrigo, quien deseaba la mejor formación para su vástago preferido. De ese modo fueron contratados grandes maestros como Spannolio de Mallorca, miembro de la Academia Romana, o el humanista valenciano Juan Vera, quien llegaría a ser nombrado cardenal. César descolló de inmediato y se mostró como muchacho adornado por una luz especial. En ese fulgor muchos creyeron ver el halo carismático que elevaba a los Borgia hasta la cúspide del poder absoluto. No es de extrañar pues que su padre decidiera inscribirle con tan sólo catorce años de edad en la prestigiosa Universidad de Perugia, donde cursó estudios de Derecho Canónico. Dos años más tarde, el 12 de septiembre de 1491, César fue ordenado obispo de Pamplona, justo al tiempo de ingresar en la Universidad de Pisa para completar sus estudios teológicos.
En estos años de juventud, el heredero Borgia vivió como un gran príncipe renacentista, rodeado por decenas de cortesanos émulos de su actitud vital y partícipes de sus excéntricos desmanes. César vestía, en casi todas las ocasiones, carísimas ropas seglares, una impedimenta que le hacía brillar en las fastuosas fiestas que organizaba, así como en torneos de caza, justas o frivolidades varias donde, por supuesto, siempre estaba a la cabeza de la galanura. Lo cierto es que el joven Borgia llamaba poderosamente la atención. Su magnetismo personal quedaba reforzado por una imponente presencia física ornamentada por cabellos castaños, tez morena y unos profundos ojos oscuros. A esto añadía su rabioso vigor corporal y no faltaban en él alardes típicos de la mocedad, como derroches físicos en los que rompía lanzas con la fuerza de sus manos o realizaba grandes cabalgadas hasta la extenuación del equino. En definitiva, un prodigio de la naturaleza que no parecía destinado al sosiego de los hábitos eclesiásticos y sí más bien al entusiasmo de la guerra o al fogoso ayuntamiento carnal con mil enamoradas jovencitas. Se puede decir que César Borgia era, en efecto, un digno sucesor en lo mundano de su orgulloso padre, el cual no quiso poner freno a los habituales excesos protagonizados por su vástago, pues él mismo consideraba que el flamante obispo navarro se encontraba a la altura, o quizás por encima, de cualquier gobernante de su época. Según esto, en la conducta de César Borgia Rodrigo veía reflejado todo el universo que él había soñado para su estirpe. Era sin duda el punto álgido de una conciencia de clase entrenada para la supervivencia a costa de quien fuera y César, desde luego, se constituyó en máximo representante de dicha condición.
En cuanto a su hermana Lucrecia, no le fue a la zaga en carisma, aunque con otro talante que la diferenciaba de su clan, pues nunca buscó el protagonismo exagerado que pretendían su padre y hermanos. Ella tan sólo se limitó a intentar ser feliz, mientras obedecía cuantos dictámenes se tejían para su azarosa existencia. Nacida en Roma el 18 de abril de 1480, pronto destacó por su viva simpatía y bello rostro, donde predominaban dos inmensos ojos azules adornados por los bucles dorados de sus largos cabellos. La niña se parecía a sus hermanos mayores César y Juan, sobre todo a este último, del que siempre se dijo que estuvo enamorada platónicamente. Como correspondía a una joven de su clase, recibió la mejor educación posible, sobresaliendo en algunas áreas tales como danza, música, declamación y pintura. Además fueron cuatro las lenguas que Lucrecia llegó a dominar perfectamente: italiano, latín, francés y español. La preparación académica que estaba desarrollando la hermosa muchachita complacía a su padre, quien, en la idea de aprovechar la belleza de su hija, pronto arregló una ventajosa boda con la noble familia valenciana de los condes de Oliva.
En 1491 Lucrecia era desposada por poderes con Juan Querubín de Centelles, primogénito de los condes y señor de Val d'Ayora. Sin embargo, un año más tarde el vicecanciller se lo pensó mejor, rompiendo el enlace sin que los niños unidos en matrimonio llegaran a conocerse jamás. Para este tiempo, Rodrigo ya tenía en mente a Gaspar de Prócida y Aversa como nuevo candidato a yerno, asunto que tampoco llegó a cuajar, pues en el camino se cruzó nada menos que la elección papal de Rodrigo, por lo que el aspirante a ser marido de Lucrecia debía aportar mayor realengo e influencia a la causa de los Borgia.
En lo que se refiere a Jofré o Godofredo, poco podemos apuntar sobre su infancia, acaso que permaneció durante sus primeros años de vida bajo la tutela de su madre Vanozza, convirtiéndose en un niño frágil y mimoso que echó en falta la compañía de sus hermanos una vez estos fueron entregados a doña Adriana de Milá, por lo que, no tardando mucho, él mismo fue enviado a Monte Giordano, donde pasó el tiempo hasta la consagración de su padre como papa. Jofré era el menos agraciado de la prole y quizás fue el peor preparado de todos, posiblemente por esa injusta catalogación que Rodrigo hizo con su descendencia.
En resumen, la llegada del año 1492, momento clave para los Borgia por el acceso del progenitor al solio pontificio, nos deja cinco hijos vivos por la muerte prematura de Pedro Luis y Jerónima. Quedaban, por tanto: Isabel, de veintiún años de edad, Juan con dieciocho, César con diecisiete, Lucrecia con doce y Jofré con apenas once. Para todos ellos se abría un mundo lleno de sobresaltos y capítulos graves, pero también de oropel, alegrías y victorias. Bueno será que sepamos cómo fueron los años previos a esta fecha para Rodrigo Borgia.