LA MUERTE DE ALEJANDRO VI

Durante la primavera de 1503, Alejandro VI, con el horizonte despejado de adversarios internos, se empeñó en la difícil tarea de fortalecer sus cada vez más extensos dominios. Dicho propósito podría llegar a buen puerto sólo si se contaba con la tan necesaria aquiescencia internacional más el apoyo de Venecia, única potencia italiana que aún conservaba el suficiente poder como para incomodar a los Estados Pontificios. En ese sentido, el Santo Padre redobló esfuerzos diplomáticos para intentar convencer a la Serenísima República sobre la conveniencia de una alianza entre ambos Estados que les permitiese afianzar en el campo latino la semilla de un consolidado futuro en común. Algunos especialistas consideran que de haberse producido un sincero entendimiento entre Venecia y el papado, sin duda alguna la unidad italiana hubiese fructificado el siglo XVI. Sin embargo, la desconfianza, reina absoluta de aquella época convulsa, evitó cualquier acuerdo, con lo que se desaprovechó una oportunidad única que sólo se volvió a dar en mitad del siglo XIX, cuando Giuseppe Garibaldi encabezó el Risorgimento italiano.

En realidad, lo que Alejandro VI deseaba era verse al margen de las disputas entre españoles y franceses por el control septentrional y meridional de la bota italiana. En el norte, los galos se mantenían en el Milanesado, un territorio revindicado ahora por los españoles gracias a la intercesión del emperador alemán Maximiliano, quien consiguió esta heredad para su nieto, el futuro Carlos I de España y V de Alemania. Mientras que en el sur, las discrepancias por el reparto de Nápoles habían desatado una violenta contienda con victorias aplastantes para las armas hispanas, como las acontecidas en abril de ese año en los campos de Seminara o Ceriñola. Por tanto, a esas alturas nadie se atrevía a vaticinar cómo concluirían los enfrentamientos y quiénes serían los beneficiados o damnificados en la singular disputa.

El papa optó una vez más por su consabida prudencia para quedar bien con unos y otros litigantes. Para el rey francés Luis XII, las sospechas de un alejamiento papal de su causa a favor de los españoles le animaron a enviar al Vaticano una carta en la que recordaba, no sin cierta amenaza, la alianza formulada en tiempos recientes entre el papado y Francia por la que las tropas pontificias habían incrementado sus posesiones con el beneplácito francés, las mismas tierras que le serían arrebatadas en cuatro días de no mantener la fidelidad prometida. Alejandro VI, consciente del peligro que se cernía sobre sus Estados, dispuso lo necesario para organizar nuevamente su ejército y enviarlo, comandado por César, en ayuda del contingente galo que se preparaba para devolver el golpe en Nápoles a los soldados del Gran Capitán. En aquellas semanas primaverales el Santo Padre recaudó cuanto dinero fue necesario en la labor de pertrechar sus tropas y no reparó en la concesión de capelos cardenalicios a cambio de fuertes sumas donadas gentilmente por los agraciados. El 3 de julio, un orgulloso César pasaba revista a los soldados pontificios que iban a marchar contra Nápoles en ayuda del ejército francés. Cinco días más tarde, el propio pontífice anunciaba públicamente que su gonfalonero salía de Roma para unirse a Luis XII. Sin embargo, el duque Valentino no partió de inmediato, pues a buen seguro deseaba esperar al 11 de agosto, fecha en la que su padre celebraría el undécimo aniversario en el trono de Pedro.

En aquel tiempo Rodrigo Borgia cumplió setenta y dos años de edad, aunque su espléndido estado de salud y el vigor demostrado ante los exigentes compromisos de su apretada vida oficial no invitaban a pensar que le quedase poco tiempo de vida, más bien lo contrario. El papa español seguía manteniendo un magnífico porte, aunque ya estaba entrado en carnes. Su rostro reflejaba una serena felicidad y carecía de los achaques propios de una longeva existencia. Todavía montaba a caballo y podía permitirse trabajar veinte horas diarias sin ofrecer signos de cansancio. En consecuencia, y a pesar de la insalubridad que gobernaba Roma en esos años, casi todos se atrevían a pronosticar que aún le quedaba un reinado muy prolongado y gozoso. No obstante, el 11 de julio Alejandro VI ofreció síntomas de padecer una extraña enfermedad que algunos asociaron a la disentería, aunque esa suposición no logró importunar un ápice la exhaustiva agenda de trabajo de aquellos días. El 28 de julio el papa presidió su último consistorio vaticano, en el que se oficializó mediante anuncio una futura campaña sobre la Romaña que dirigiría su hijo César nada más regresar de sus obligaciones en Nápoles. No faltaron quienes interpretaron esta intención como un inminente ataque sobre la Toscana, por lo que la alarma regresó a la bella ciudad de Florencia.

Mientras tanto, un insoportable calor se adueñó de Roma, provocando que su clima, ya de por sí insano, generara múltiples epidemias que acabaron con la vida de innumerables habitantes de la eterna pero sofocada ciudad. El 2 de agosto murió a consecuencia de la malaria el cardenal de Monreal, Juan Borgia Lanzol, sobrino muy querido del papa y uno de sus hombres de máxima lealtad. Esto supuso un grave disgusto para Rodrigo, quien suspendió, presa de la melancolía, las audiencias previstas para esas jornadas. Precisamente en el cortejo funerario del Borgia fallecido se dio una de las famosas anécdotas que adornaron la vida del pontífice valenciano. Según se cuenta, Alejandro VI comentó, víctima del terrible calor, que aquel mes era mortal para los obesos. Acto seguido un búho muerto cayó del cielo para desplomarse a poca distancia del Santo Padre, el cual exclamó aterrorizado: «Mal augurio, mal augurio». Dicho esto se encerró un día entero en sus aposentos privados sin querer ver a nadie en ese tiempo.

La verdad es que, a tenor de lo acontecido en las fechas siguientes, razón no le faltaba al intuitivo y supersticioso vicario de Cristo en la tierra. El 5 de agosto, Alejandro VI y su hijo César fueron invitados a una cena organizada por el flamante cardenal Adriano de Corneto, quien deseaba celebrar la concesión de su birreta. Todo transcurrió con normalidad y los comensales se divirtieron enfrascados en múltiples conversaciones livianas bajo el frescor liberador de la noche romana. La residencia de Corneto se ubicaba cerca del barrio de Belvedere y era, desde luego, un lugar más descongestionado que los opresivos palacios vaticanos donde el aire se encontraba viciado por la temperatura y las intrigas cotidianas. El papa y su hijo se despidieron de todos al concluir el convite y regresaron a su morada ya bien entrada la noche sin mayor novedad. Pero, al día siguiente, el pontífice se quejó de un ligero malestar al que no concedió, en principio, ninguna importancia, a pesar de la preocupación expresada por sus médicos. El 8 de agosto falleció otro de sus sobrinos, Rodrigo Borgia, a la sazón capitán de la guardia vaticana. Este nuevo varapalo hizo comentar al Santo Padre: «En estos días hay en Roma muchos enfermos y muertos... Tenemos que cuidarnos un poco más».

Finalmente llegó el esperado 11 de agosto, aniversario de su proclamación, y fue aquí cuando saltaron las alarmas sobre la precaria salud manifestada por el papa, el cual compareció en la Capilla Sixtina dispuesto a celebrar la santa misa, si bien no podía ocultar un lamentable aspecto físico, con sus ojos apagados en un rostro lívido y cubierto por el sudor. Los asistentes se percataron además del ingobernable temblor que tenían las manos del inesperadamente envejecido Alejandro VI, por lo que comenzaron los murmullos de preocupación sobre la evidente enfermedad que atenazaba su cuerpo. Por su parte, el cardenal Corneto, anfitrión de la polémica cena, había sido el primero en mostrar síntomas de indisposición tras el banquete, un malestar que, en todo caso, no le impidió acudir solícito a la ceremonia en San Pedro, durante la cual mostró una apariencia enfermiza que acabó en un fuerte acceso febril. Aunque esto no extrañó a nadie, ya que en aquellos días la mayoría de la población romana se veía inmersa en estragos provocados por la enfermedad.

Esa misma noche el papa se sintió muy débil y mareado, aunque no fue hasta la mañana siguiente cuando los galenos que le atendían se percataron de su verdadera y grave situación. Al caer la tarde del 12 de agosto, el propio Alejandro VI tomó conciencia de que algo terrible invadía su ser, y con una altísima fiebre rogó a su médico, Bernardo Buongiovanni —obispo de Venosa—, que permaneciera esa noche a su lado. Fue desde luego una madrugada difícil en la que Rodrigo vomitó la cena envuelta en grandes dosis de bilis. Buongiovanni decidió entonces someter al paciente a una sangría. Tal contundente práctica médica trataba de bajar la fiebre del enfermo mediante la extracción de sangre, y en ocasiones acababa con su vida dada la abusiva pérdida de líquido vital. Pero en el caso del papa Borgia, la medida supuso un ligero alivio, lo que permitió albergar esperanzas de recuperación. No obstante, dichas ilusiones se vinieron abajo en los días sucesivos, pues el pontífice recayó una y otra vez hasta que las tomas reiteradas de sangre se entendieron como inútiles en aquella vida que se oscurecía por momentos.

En Roma, la preocupación por la salud del máximo representante de Dios en la tierra aumentó al propagarse la noticia de que César Borgia también permanecía convaleciente en el Vaticano, en lugar de estar al frente de sus tropas en Nápoles. La verdad es que el duque Valentino era otra víctima de la fatal cena, y al extraño mal contraído en el festín se unía en su caso la preocupación de una sífilis en grado extremo sufrida desde su juventud. Como es lógico, los mentideros comenzaron a funcionar y a nadie escapó que los Borgia podrían ser objeto de un envenenamiento. Por añadidura, en esos días se supo que un cocinero y un sirviente del cardenal Adriano de Corneto también habían fallecido a consecuencia de una devastadora dolencia, por lo que no fue difícil elaborar cábalas sobre lo que había pasado realmente en aquella nefasta reunión estival. Como el lector puede intuir, la rumorología dio paso a la inestabilidad social, permitiendo que los humillados enemigos de los Borgia volviesen a cobrar moral levantando sus armas por las atemorizadas calles romanas.

Aun así, el tenaz valenciano logró recuperarse levemente durante un par de días para caer con estrépito el viernes 18 de agosto, día en el que los más cercanos colaboradores de Alejandro VI aceptaron que el fin del Santo Padre era inminente. En consecuencia, se reunieron en torno a él cinco cardenales para escuchar una misa oficiada por el obispo de Ceriñola, quien dio la comunión al moribundo y la posterior extremaunción. Con todo, Rodrigo Borgia pudo resistir unas horas más en las que incluso llegó a recobrar una efímera lucidez para luego entrar en un profundo coma del que ya no se repuso, falleciendo al anochecer de ese mismo día.

En la actualidad ignoramos la causa real por la que murió el papa Alejandro VI. Algunos apuntaron que la muerte se debió a una dolencia cardiaca agravada por las calenturas de una malaria contraída en aquel asfixiante verano. A esto se sumaron los daños físicos ya adquiridos a causa de una secreta sífilis que padecía. Ahora bien, el grotesco aspecto que presentaba el pontífice en sus últimas horas sugiere la posibilidad de un envenenamiento en toda regla por mano de los incontables enemigos que tenían los Borgia. Según los testigos de esta triste decadencia corporal, el aspecto del papa fallecido mostraba una piel sumamente amoratada, impropia de las víctimas de fiebre amarilla. A esto sumaba unos ojos desorbitados y endurecidos como piedras, mientras que la lengua había adquirido un descomunal grosor que la empujaba fuera de la boca en medio de abundante saliva teñida de impurezas malolientes. Dicha degradación se alió irremisiblemente con el calor excesivo que imperaba en la capital del Tíber y ambos factores aceleraron el proceso de putrefacción, de tal manera que los olores de su cuerpo se extendieron por buena parte de Roma. Nadie se atrevía a entrar en la estancia que albergaba los restos mortales de Alejandro VI, convertido ahora en un cadáver hinchado y pestilente, a tal punto que los enterradores tuvieron que fracturarle varios huesos para poder incrustarlo en el ataúd. Triste final para aquel hombre que había alcanzado la gloria terrena bajo la supuesta protección del cielo divino, el mismo que había hecho temblar a tantos con sólo pronunciarse su poderoso apellido y que ahora concurriría, según sus creencias, ante el Sumo Hacedor, a fin de ajustar las necesarias cuentas.

El envenenamiento del papa Alejandro VI. El tumultuoso papado de Rodrigo Borgia se vio interrumpido por su misteriosa muerte, seguramente causada por algunos de sus incontables enemigos.

La muerte de Alejandro VI generó de inmediato algunas incógnitas sobre qué destino esperaba a la miríada de familiares y paisanos situados en puestos relevantes bajo su nepótica protección. ¿Qué sería ahora de sus queridos hijos? ¿Habría futuro para los Borgia en Italia?