A SANCHA LE GUSTAN TODOS

En la primavera de 1496 un soplo de aire fresco inundó los ambientes palatinos del Vaticano con la llegada a Roma de los jóvenes Jofré Borgia y Sancha de Aragón, a la sazón príncipes de Esquilache. Por entonces el más pequeño de los Borgia contaba quince años de edad, tres menos que su esposa, la cual ya venía precedida por una aureola de pésimos comentarios sobre su presunto mal comportamiento. Según se dice, la muchacha gustaba en demasía de las camas ajenas y, a esas alturas de su vida, se le atribuían varios amantes carnales que le proporcionaban todo el placer que su apocado marido no le podía ofrecer, dadas las exigencias amatorias de la fogosa napolitana. Sancha gozaba de una espléndida apariencia física jalonada por un cuerpo turgente y un rostro agraciado. Una auténtica belleza mediterránea que, a tenor de los chismes escupidos por los corrillos palaciegos, no tardaría en desplegar sus encantos ante los soberbios mocetones Borgia. En efecto, parece constatado que de inmediato la exuberante princesa conquistó el cuerpo de César Borgia, convirtiéndose en una de sus amantes oficiales para escándalo de muchos, pero no del incauto Jofré, quien parecía permanecer indolente ante los excesos de su presunta dueña.

En esos meses Lucrecia hizo muy buena amistad con Sancha. Ambas damiselas contaban casi la misma edad y pronto se dedicaron a participar con entusiasmo en cuantas cenas y convocatorias sociales se daban por Roma. Tanto a la hija de Alfonso II de Nápoles como a la del papa Alejandro VI les gustaba protagonizar momentos divertidos inscritos en la rebeldía propia de su casi adolescencia. Por ejemplo, se comentó con fruición entre sus coetáneos aquel día en el que las dos muchachas provocaron un tremendo alboroto en la catedral de San Pedro cuando, en medio del oficio dedicado al día de Pentecostés, Lucrecia, seguida de Sancha y de sus damas, decidió, sin previo aviso, cambiar de ubicación en la iglesia para, desde su posición original, acudir casi en tropel y con sonrisas cómplices al lugar del coro donde se encontraban los clérigos leyendo los evangelios. Como es lógico, los murmullos de la concurrencia cubrieron el espacio del sagrado lugar y no pocos prebostes eclesiásticos interpelaron al papa para que reprobase la conducta bochornosa de su hija y nuera, las cuales argumentaron en su defensa ante el sumo pontífice que la ruptura del estricto protocolo vaticano obedecía más al aburrimiento producido por la ceremonia tediosa e interminable que a una gamberrada premeditada. El papa escuchó, en el fondo divertido, las explicaciones juveniles de las damiselas y no quiso ejercer ninguna acción de castigo al pensar que sólo se trataba de una chiquillada.

Sea como fuere, Sancha animó constantemente la vida romana en aquel tiempo de malestar y guerras. La napolitana no era tan refinada como su exquisita cuñada, pero tenía el carácter suficiente para cubrir cualquier defecto en su educación con la alegría de su optimismo vital. Es por ello que se nos antoja muy arriesgado secundar la corriente crítica que se creó en torno a la princesa de Esquilache y, si bien parece fundamentado que le fue infiel a Jofré con sus hermanos, no lo parece tanto cuando algunos enemigos de los Borgia pretenden elevar la lista de hombres que yacieron con Sancha hasta el infinito, incluido, cómo no, el propio Alejandro VI.

En agosto de 1496, Sancha, como otras jóvenes de su condición, quedó flechada ante la imponente figura de Juan Borgia, quien acababa de llegar a Roma para su misión guerrera contra los Orsini. La alegre damita no perdió tiempo en seducir al hermoso duque de Gandía y éste, fiel a su fama de conquistador, se dejó llevar por la emoción del momento hasta acabar en el lecho con su inspirada cuñada, la cual ya podía decir que conocía perfectamente a todos los hijos varones del papa. Aunque fue sin duda el irresistible César quien más llegó a intimar con la representante italiana de la casa de Aragón y, en ese sentido, algunos pusieron el grito en el cielo al comprobar cómo Sancha se dirigía al cardenal en términos más que coloquiales aun en presencia del atónito Jofré. Sin embargo, César intentó en todo momento mantener la discreción de aquel sonoro romance, justo lo contrario de lo que hizo Juan, más inconsciente e inmunizado a los pecados de la carne, por lo que en alguna ocasión fue recriminado por su hermano César, quien no veía bien que se aireara ninguna relación amorosa de los Borgia y menos con una familiar tan directa. Ya bastante tenían los valencianos con la miríada de chismorreos e invenciones que los oponentes lanzaban sobre ellos impunemente. El conflicto con los Orsini distanció la relación entre Juan y Sancha, pero tras la vuelta del gonfalonero vaticano la pasión entre ambos se reanudó a tal punto que el propio papa tuvo que intervenir dispuesto a zanjar de manera definitiva el cada vez más estruendoso escándalo familiar. Quién sabe hasta dónde pudo calar esta sensación agria generada por el ahora incómodo duque de Gandía, el cual contaba con numerosos detractores sobre su cuestionada dirección de los ejércitos vaticanos en la perdida guerra contra los Orsini. Entre los críticos se encontraba su propio hermano César, quien no dudaba en elevar la voz ante su padre intentando convencerle de la inutilidad acreditada por Juan en cuantos cometidos le habían sido encomendados, por lo que se le suponía indigno del cargo militar otorgado. En el fondo, César ambicionaba ocupar la posición de Juan y no reparó en tretas a la hora de desprestigiar al primogénito, asunto por el que muchos exegetas borgianos han llegado a pensar que el propio César estaba implicado en primera línea en el macabro suceso que puso fin a la vida de Juan Borgia el 15 de junio de 1497.

Por su parte, Sancha continuó feliz al lado de Jofré y contempló con agrado que su hermano el napolitano Alfonso de Bisceglie se convirtiera en 1500 en el tercer esposo de su querida Lucrecia Borgia. Más tarde, al constatarse el asesinato de éste por orden de César, la enérgica Sancha entraría en conflicto con su antiguo amante hasta la ruptura total. Sancha de Aragón falleció en 1506 con tan sólo veintiocho años de edad odiando hasta el último minuto de su vida al Borgia que tanto daño le había hecho, mientras dejaba viudo al desolado Jofré, quien no tardó en volver a casarse con Juana del Milá d'Aragó, para ahora sí engendrar la abundante prole que se le había negado en su primer matrimonio.

Pero retomando nuestra historia principal, cabe decir que desde luego 1497 fue un año crucial para los Borgia. Sepamos por qué.