VENDETTAS, LIBELOS Y ESPONSALES
En aquel verano de 1501, Alejandro VI ofreció una insondable muestra de nepotismo elevado a las alturas. El papa se sentía en la cúspide de su omnímodo poder y quiso demostrar al núcleo duro de la corte vaticana hasta dónde podían llegar sus deseos. Con tal motivo, y a expensas de viajar fuera del Vaticano buscando un poco de tranquilidad después de tantos desbarajustes, decidió que su hija Lucrecia asumiera la regencia de la Santa Sede para asombro de los más reputados prebostes eclesiásticos, los cuales no pudieron constatar en ningún archivo que semejante situación se hubiese dado durante los quince siglos de historia papal.
Aun así, Lucrecia asumió con serenidad la misión encomendada por su progenitor y durante un tiempo se mantuvo al frente de los Estados Pontificios mientas Alejandro VI realizaba, en loor de multitudes, una serie de visitas por sus dominios, circunstancia que le hizo recobrar fuerzas para enfrentarse a los retos que le esperaban en la Ciudad Eterna. El 16 de agosto de 1501 se rubricaban los acuerdos matrimoniales que unirían a Lucrecia Borgia con su cuarto esposo, Alfonso d'Este, hijo del duque Ercole, señor de la ciudad de Ferrara. Dichas negociaciones se habían prolongado seis meses, en los que quedó claro el vivo interés de los Borgia por emparentar con los señores de Ferrara, un estratégico Estado limítrofe con Venecia y la Romaña, cuyo heredero, Alfonso, había enviudado a la edad de veinticinco años por la muerte durante un parto de su mujer Ana Sforza. Por su parte, el duque Ercole d'Este no quería un enfrentamiento directo con los Estados Pontificios tras la arrolladora campaña de los ejércitos vaticanos por la vecina región de la Romaña, y en consecuencia aceptó de grado la oferta que podría vincular a su familia con los amos de la situación, los cuales en cualquier momento podrían recordar al duque de Ferrara que su posesión era vasalla de la Iglesia, y que por tanto podría ser reclamada al menor signo de rebeldía, tal y como había acontecido con las ciudades desafectas. En cuanto a la también viuda Lucrecia, ésta aceptó como siempre la decisión familiar sobre su boda, en la que intervino, no sólo Alejandro VI, sino también su hermano César, quien, según dicen, fue el que se decantó por este candidato para que formara parte de los selectos Borgia.
Tan sólo cuatro días más tarde, el papa cristalizó la venganza contra sus rivales mediante una bula en la que excomulgaba en pleno a la familia Colonna. Por añadidura, ordenó la expropiación de todos sus bienes. Este clan, cuyas cabezas visibles habían sido derrotadas en la masacre de Capua, no fue el único en recibir la ira papal. Otros linajes tan corruptos como ellos fueron asimismo condenados al castigo de la confiscación patrimonial. Y, en ese sentido, las familias Savelli y Estouteville fueron las más dañadas al perder de un plumazo el poder que con tanta avaricia habían acumulado durante generaciones. Esta especial vendetta borgiana dejó en la práctica una limpieza de adversarios de alta magnitud, por lo que la opinión pública de la época comenzó a intuir que los valencianos caminaban hacia una etapa gloriosa culminada por la instauración de un reino privilegiado gracias al toque divino.
Para empezar en dicho menester, el propio César Borgia regresó en septiembre a Roma investido con el título de duque de Andría, una dignidad otorgada por los Reyes Católicos españoles como premio por sus servicios en la guerra de Nápoles.
El Borgia cabalgaba orgulloso al encuentro con su padre. No en vano, y a pesar del negro episodio de Capua, el gonfalonero había vencido con claridad a sus enemigos, propiciando que los clanes rivales fuesen liquidados hasta su casi total neutralización. Ahora el papa disponía de nuevas adquisiciones territoriales a costa de sus oponentes, y desde luego que pensó en hacer buen uso de ellas. Con César dueño y señor de la Romaña, quedaban pendientes de reparto las conquistas pontificias en la región del Lazio, y Alejandro VI recurrió como siempre a la familia para sus clásicos repartos de riquezas. Aquí el lector bien pudiera especular que al fin el resignado Jofré recibiría alguna heredad que otra. Pues no, el olvidado hijo menor del pontífice tampoco fue en esta ocasión merecedor de dignidades, y sí en cambio los nietecillos que tanta alegría daban a su tierno abuelo. Para Rodrigo —el hijo de Lucrecia— fue creado el ducado de Sermoneta, mientras que a Juan —el Infante Romano y presunto vástago natural de César— le fue concedido el ducado de Nepi y Palestrina, con lo que el Lazio quedaba casi en su totalidad bajo el apellido Borgia. Como vemos, el escudo con el buey bermejo, ahora transformado en toro —por razones que desconocemos fehacientemente—, se enseñoreaba de casi toda la Italia central en trasiego imparable hacia un trono en el que, por supuesto, debería sentarse algún día el majestuoso César.
También en ese tiempo el Santo Padre, muy preocupado por la mala utilización que se pudiera hacer de las publicaciones salidas de imprenta, protagonizó lo que algunos consideran el primer caso de censura literaria cuando ordenó que los libros impresos en algunas de las flamantes linotipias alemanas fuesen sometidos a un riguroso examen por parte de las autoridades eclesiásticas locales. Esta decisión desató enojadas críticas en boca de la intelectualidad germana y abonó el campo de la discordia que germinaría pocos años más tarde con las reformas protestantes que se dieron, precisamente, en el país teutón.
Lo que no pudo impedir Alejandro VI es que los ofendidos Colonna contraatacasen con las armas del papel y la pluma en un ejercicio de propaganda nefasta que sazonó hasta el delirio la mala prensa borgiana. El 15 de noviembre de 1501, un tal Girolamo Mancione, de natural napolitano, escribió un libelo llamado Carta a Silvio Savelli que era en realidad un ataque furibundo contra los Borgia, al que de inmediato se abrazó la caterva de enemigos acechantes de los valencianos. En la famosa carta el autor (seguramente un Colonna) plasmó con fiereza una historia, no por esperada menos asombrosa, sobre las maquinaciones, crímenes, aberraciones y envenenamientos supuestamente cometidos por la familia del papa. En el documento, que pronto se conoció por todos los mentideros romanos, se explicaba con absoluta rotundidad y detalle la enorme cantidad de asesinatos cometidos para mayor gloria borgiana. El mencionado Mancione no reparaba en tinta a la hora de explicar con profusión cómo los Borgia habían ordenado la muerte de Alfonso de Aragón, de Perotto Calderón y de tantos infortunados hasta el infinito. Los principales dardos se lanzaron por supuesto sobre las figuras de Alejandro VI y de su hijo César Borgia, de quien se decían cosas como ésta: «Su padre le mima porque tiene su mismo carácter perverso, su misma crueldad. Es difícil decir cuál de estos dos seres es más execrable». Asimismo, en este infame texto se barajaba el incesto como algo habitual en la familia del Santo Padre, y obviamente Lucrecia se llevó la peor parte en dicho asunto, pues quedaba claro que los calumniadores pretendían deshacer los acuerdos matrimoniales entre los Borgia y los Ferrara; cosa que, a pesar de todo, no consiguieron, ya que, por encima de panfletos, se impuso la estrategia de una unión beneficiosa para ambos Estados.
En diciembre de 1501 entraba en Roma una comitiva integrada por más de quinientas personas relevantes de la exquisita corte ferraresa. Los viajeros accedieron a la capital del Tíber por la puerta del Popolo, y a su encuentro acudieron 4.000 engalanados soldados vaticanos bajo el mando de César Borgia. El papa, conmovido por aquel despliegue tan colorista, constató la certeza de que su predilecta estaba a punto de engrosar la nómina de las mujeres respetables europeas. Tengamos en cuenta que la casa de Este, imperante en Ferrara desde hacía tres siglos, se encontraba entroncada con lo más distinguido de la nobleza italiana, y no es de extrañar, pues, que dada su vital posición en el mosaico latino, buena parte de las casas reales europeas quisiesen reclamar acuerdos matrimoniales con los herederos de tan refinado linaje renacentista. El propio rey francés Luis XII ofreció al duque Ercole d'Este la mano de su pariente la duquesa de Angulema para casarla con su hijo, para así estrechar lazos en aquella Italia siempre soñada por Francia. Mas la golosa oferta fue desestimada al entender el noble ferrarés que sin duda el pontífice romano ofrecía muchas más ventajas, sobre todo económicas, que las que se podrían recibir de un hipotético acuerdo con los galos. De igual modo, el emperador austríaco Maximiliano —abuelo del futuro Carlos I de España— no vio con buenos ojos esta entente cordiale de los Estados Pontificios con Ferrara, y no cesó de intrigar en el intento de deshacer el compromiso. La verdad es que la inminente boda gustaba a muy pocos, pues se creyó que estas nupcias entre Alfonso d'Este y Lucrecia Borgia sólo servirían para reforzar el poder del papa y, sobre todo, de su hijo César.
Sea como fuere, los embajadores de Ferrara llegados a Roma para escoltar a Lucrecia en el viaje a las tierras de su nueva familia quedaron profundamente complacidos con la guapa muchacha y aún más tras comprobar el dechado de virtudes de las que hacía gala en contraposición a la sarta de infamias, insultos y libelos que trataban de ensombrecer su buen nombre. El 30 de diciembre de 1501 se celebraron los esponsales en el Vaticano. En dicha ceremonia por poderes Ferrante d'Este —hermano del novio— fue el encargado de representarle, colocando un hermoso anillo en el dedo anular de la radiante novia. Una vez concluido el acto se dio paso a más de una semana colmada de festejos y convites, en los que la mejor representación de la sociedad romana brindó por la felicidad de los flamantes esposos. A principios de 1502 Lucrecia Borgia abandonaba el Vaticano despidiéndose de su entristecido progenitor. Lo que ignoraba entonces es que aquel adiós constituiría la última vez en la que ambos se pudieran abrazar, dado que al Santo Padre apenas le quedaban dieciocho meses de estancia en la tierra, tiempo en el que su querida hija no le pudo visitar en su morada vaticana. El 2 de febrero de dicho año, Lucrecia llegaba a Ferrara, siendo recibida con gran alegría por parte de su cónyuge. Comenzaba para ella una nueva vida que, esta vez sí, le otorgaría serenidad suficiente para afrontar el resto de su existencia instalada en la calidez de una corte que supo reconocerle el talento, la virtud y la belleza que la habían acompañado desde niña.