EL CONFLICTO DE NÁPOLES
En el mencionado mes, César hizo acto de aparición en Roma. Para entonces, la flota española dirigida por el Gran Capitán ya había echado anclas en el golfo de Tarento con sesenta velas y 8.000 soldados, a los que se unieron otros 2.000 que quedaban en Italia de la campaña anterior. Cabe comentar, como curiosidad, que en la armada española, compuesta por buques de diverso calado, iban las famosas carabelas Pinta y Niña, supervivientes gloriosas del descubrimiento de América y utilizadas de modo simbólico por los ejércitos hispanos en aquella contienda para elevar la moral de los soldados en la nueva gesta conquistadora. Tarento fue precisamente el puerto designado por Federico de Nápoles para cedérselo a los otomanos en una hipotética acción de ayuda, ya que en su desesperación, tras comprobar que se había quedado solo en Europa, llegó a solicitar apoyo a la Sublime Puerta para tratar de salvar su amenazado trono. En lugar de eso, el aragonés se vio cogido por dos frentes: con los tercios españoles avanzando desde el sur, mientras que las lanzas francesas hacían lo propio por el norte bajando a través de la Toscana.
El 25 de junio, los embajadores de Francia y España eran recibidos por Alejandro VI para solicitarse la aprobación del Tratado de Granada. El Santo Padre escuchó con interés a los diplomáticos y, siguiendo su habitual proceder, les explicó que le parecía muy bien la repartición de Nápoles si se entendía que dicha división era tan sólo un capítulo más en el levantamiento de una cruzada internacional contra el turco. Los enviados aceptaron la sugerencia, y el papa no perdió un minuto en promulgar una bula en la que se deponía del trono al atónito Federico de Nápoles. Era la primera acción de aquella contienda, y más tarde el Tratado de Chambord-Granada pasaría a ser conocido como la «liga del pontífice Alejandro VI con los reyes de Francia y España contra los turcos y sus adictos y cómplices». Huelga comentar que estos últimos eran no sólo la monarquía napolitana, sino también las familias italianas que se habían enfrentado al poder papal, como los Colonna y los Savelli, a la sazón principales aliados de Nápoles.
El rey Federico quiso, no obstante, proseguir con la guerra como única salida a su precaria situación y concentró la mayoría de sus tropas en la ciudad de Capua, un enclave bien fortificado que no quiso capitular ante el superior ejército francovaticano que lo asedió durante semanas. Finalmente, Fabrizio Colonna, comandante militar de la plaza, aceptó, dada su debilitada situación, negociar la rendición de Capua a cambio de ser considerado prisionero de guerra con la posibilidad de negociar su liberación por la módica suma de 15.000 ducados. Peor fortuna corrió Rinuccio de Marciano, el otro condottiero que dirigió la resistencia de la ciudad, pues herido por el disparo de una ballesta sufrió durante días una dolorosa agonía a la que no sobrevivió, a decir de muchos por el efecto de un veneno suministrado por sus captores.
Los sucesos que se dieron en Capua tras la rendición de la plaza sólo se pueden inscribir en la crónica infame protagonizada por humanos. Las tropas francesas saquearon sin compasión vidas y patrimonios movidas por el afán de botín y sangre. Algunos culparon a César Borgia de las tropelías cometidas en Capua, aunque en defensa del Valentino se puede argumentar que sus soldados no suponían más que una mínima parte de aquella soldadesca bárbara. Tras la caída de su mejor bastión, el rey Federico buscó refugio en la isla de Ischia, acaso con la ilusoria esperanza de que alguien acudiese en su auxilio: por qué no, los turcos. Pero nadie atendió sus encarecidas peticiones de socorro, y tanto franceses como españoles comenzaron a ocupar los territorios previamente designados. En 1502 caía Tarento, último foco de la resistencia napolitana. La guerra había terminado, aunque sólo con una mínima tregua, pues al poco los otrora aliados se enzarzaron en una nueva contienda por la posesión de Nápoles que acabó, como ya sabemos, en grave desastre para los intereses de Francia y en magnífica victoria para España, país que se enseñoreó durante dos siglos más de aquella bella tierra italiana vigilada por el majestuoso volcán Vesubio.