LA IGLESIA SUMIDA EN EL CAOS

La figura de Alfonso de Borja es fundamental para explicar la famosa trayectoria de su controvertida familia. No en vano fue el primero que abrió camino en Roma para una parentela muy arraigada hasta entonces en sus posesiones valencianas, sin más pretensión que la de prosperar en aquella corona de Aragón que miraba ilusionada hacia el Mediterráneo. Alfonso, hombre recto y humilde, alcanzó el papado en un tiempo dominado por la guerra contra el turco y las conjuras de los clanes tradicionales italianos, siempre ambiciosos de aumentar su poder a costa de lo que fuera, incluida la propia existencia de los Estados Pontificios, por entonces sumidos en una particular lucha por zafarse de abundantes movimientos opositores encabezados por diversos antipapas que respiraban aires cismáticos. En realidad, esta crisis de identidad había empezado a gestarse casi un par de siglos antes tras el sonoro fracaso de las ocho cruzadas emprendidas contra el islam por la posesión de Tierra Santa. Todo se acentuó cuando a principios del siglo XIV el magalómano papa Bonifacio VIII publicó en 1302 una encíclica titulada Unam Sanctam, en la que formulaba su pretensión de superioridad sobre todos los gobernantes cristianos y, por ende, la tierra entera. En todo caso, un documento muy exagerado en el que el sumo pontífice romano enarbolaba su prepotente voluntad de sólo rendir cuentas ante Dios como único ser superior a él en el mundo habitado por los hombres. Como es lógico, esta disposición vaticana provocó la inmediata reacción de las potencias cristianas europeas, principalmente la de Francia, donde su monarca Felipe IV el Hermoso, encendido enemigo de Bonifacio VIII por cuestiones tributarias que venían arrastrándose de tiempo atrás y que no temía a Dios y mucho menos al papa, decidió enviar a Roma un año más tarde a uno de sus lugartenientes, Guillaume de Nogaret, quien con la ayuda de algunos adversarios romanos del pontífice penetró en las estancias privadas que el papa disfrutaba en su palacio veraniego de Anagni. El susto para el dignatario eclesiástico fue de alta magnitud, pues el francés no sólo le declaró prisionero conminándole a la abdicación, sino que también le amenazó con una muerte segura en caso de mantener su nuevo posicionamiento ideológico, contrario a la excelente marcha adquirida por los pujantes Estados europeos. Pero lejos de amilanarse, Bonifacio VIII consiguió escapar de sus captores provocando la huida de éstos al pensar que algunas tropas leales a los Estados Pontificios les podrían ocasionar algún fatídico descalabro. No obstante, este altivo vicario de Cristo murió poco después, según algunos por el disgusto de la acción punitiva contra su figura, además de la humillación que supuso para él verse desprestigiado por un grupo tan excéntrico de adversarios, los cuales le dejaron bien claro que los súbditos de la cristiandad cerraban filas en torno a sus reyes próximos y carnales antes que ofrecer pleitesía al representante de Dios en la tierra. Sus sucesores en el trono de Pedro conservaron sin embargo suficiente fuerza espiritual y aún pudieron actuar utilizando a gobernantes seculares afines, si bien nunca más volvieron a reclamar verdadero poder sobre las naciones, en especial Francia e Inglaterra, potencias emergentes en aquel contexto que se disponía a afrontar una extenuante guerra que duraría más de cien años.

Bonifacio VIII fue sucedido por el efímero Benedicto XI, quien moriría antes de un año. La coyuntura fue aprovechada por Felipe IV, quien logró, en un ejercicio de habilidosa presión, elevar al pontificado a una marioneta suya llamada Bertrand de Got, proclamado papa en 1304 bajo el nombre de Clemente V. Este singular personaje fue decisivo para que el soberano francés pudiese poner en marcha su ambicioso proyecto de suprimir la Orden de los caballeros templarios —una prestigiosa hermandad de monjes guerreros nacida en tiempos de las cruzadas, que se había desarrollado hasta el punto de convertirse en una institución de enormes riquezas cuyos miembros, cada vez más poderosos, empezaron a actuar como prestamistas y negociantes—. El soberano galo codiciaba su fortuna, y después de haber lanzado sobre ellos falsas acusaciones e injurias, ordenó en 1307 la detención masiva de sus integrantes, torturándolos de forma miserable hasta completar su total destrucción tras quemar en la hoguera a Jacques de Molay, su último gran maestre. Felipe IV, una vez libre de estos molestos e influyentes enemigos, no tuvo obstáculo alguno para apoderarse de las posesiones templarias francesas. Aunque esta forma de actuar no le era desconocida, pues algo parecido ya había realizado cuando expulsó a los judíos galos en 1306. Por su parte, Clemente V no mostró disconformidad alguna con el asunto del exilio hebreo. Sí, en cambio, parece que expresó alguna contrariedad acerca de los métodos utilizados en la persecución infame contra los templarios, a tenor de los últimos estudios realizados por investigadores sobre documentos de la época. Aun así, lo que ha trascendido para la historia es que la orden de la cruz bermeja fue abolida con el consentimiento implícito del sumo pontífice.

La situación de este periodo en Roma no se presentaba muy halagüeña para un papa tildado de extranjero y que ocupaba un tambaleante trono vaticano. En consecuencia, a fin de evitar un levantamiento de las masas, Clemente V organizó el traslado de la curia en 1309 a la ciudad de Aviñón, un feudo de los Estados Pontificios ubicado en el sureste de Francia, a orillas del río Ródano. El papa quiso rodearse de personas acreditadas en su lealtad y por ello nombró un número suficiente de cardenales franceses para asegurar la sucesión de papas con idéntica nacionalidad. En efecto, tras él pontificaron Juan XXII (1316-1334); Benedicto XII (1334-1342); Clemente VI (1342-1352) e Inocencio VI (1352-1362), todos franceses y títeres en manos de la monarquía gala, aun cuando ésta se hallara abrumada por las victorias inglesas en la ya declarada, desde 1337, guerra de los Cien Años. El papado se encontraba pues en su nivel más bajo desde hacía tres siglos. El prestigio de la máxima institución católica estaba más que cuestionado por la cristiandad a la que supuestamente representaba, pero este difícil escenario se mantuvo contra viento y marea durante más de setenta años, en los que los papas galos no quisieron mirar más allá de Aviñón. Al fin y al cabo, eran franceses que vivían rodeados de un gran lujo y que se identificaban con los fines políticos de los reyes galos en un momento en que la propia Francia estaba arruinada.

No obstante, este enroque geográfico en el seno de la Iglesia católica tuvo su primer intento de apertura en la figura de Urbano V (1362-1370), quien entendió, en contra de sus consejeros, que el epicentro natural de la vida cristiana debía ser Roma, ciudad a la que viajó con la intención de quedarse. Sin embargo, la situación ruinosa de la urbe era tan lamentable que el papa la tuvo que abandonar después de tres años en los que apenas pudo gestionar el aparato burocrático pontificio. Sería su sucesor, Gregorio XI (1370-1378), último papa oficial de Aviñón, quien pondría fin a la situación anterior trasladándose definitivamente a Roma, donde falleció tras haber obtenido por parte de las autoridades romanas unos valiosos terrenos localizados en el monte Vaticano a los que se añadió la basílica de Santa María la Mayor, dotada de indulgencia plenaria. La inesperada muerte del pontífice dejó a los cardenales que le acompañaban a merced de un populacho dispuesto a recuperar la influencia del papado y, a pesar de las protestas llegadas desde Francia, los prebostes eclesiásticos tuvieron que elegir en Roma a un nuevo sucesor en el trono cristiano, con lo que se generó una inédita bicefalia, pues, naturalmente, los cardenales que permanecían en Aviñón eligieron por su parte otro pontífice. El resultado fue que en las siguientes décadas hubo dos papas, uno en Aviñón y otro en Roma. A decir verdad, esta delicada situación tuvo momentos de máxima zozobra y se llegó a temer por la propia Iglesia católica, ya que ambas facciones no reparaban en intercambiar toda suerte de insultos, descalificaciones y excomuniones, con lo que el panorama religioso de Europa se tornó en dantesco espectáculo con varios bochornos incluidos. Mientras tanto, los monarcas europeos, inmersos en sus particulares conflictos internos e internacionales, se alineaban junto al papa que les resultaba políticamente más ventajoso, de modo que la Santa Sede se convirtió en un instrumento del que todos se servían y que nadie respetaba.

En 1400 persistía el Gran Cisma o Cisma de Occidente, como se denominó. Benedicto XIII (1394-1423) era en ese momento el representante de Aviñón, al igual que Bonifacio IX (1389-1404) ocupaba el poder en Roma. En esta época se puso mayor empeño en acabar con el Gran Cisma y se abrió paso la idea de hallar una autoridad superior a la de los papas querellantes de Roma y Aviñón, por lo que se pensó en reunir un concilio de dignatarios de la Iglesia que decidieran quién sería el único papa al frente de los católicos. Este proyecto equivaldría a incorporar una especie de parlamento permanente a la monarquía pontificia. Con este propósito se celebró en 1409 el Concilio de Pisa, al que acudieron quinientos dirigentes eclesiásticos junto con delegados de varias naciones de Europa occidental. Tras cuidadosa deliberación, decidieron deponer a los por entonces papas Gregorio XII de Roma y Benedicto XIII de Aviñón en beneficio de Alejandro V (14091410). Pero como ninguno de los depuestos aceptó la decisión, a Europa se le ofreció el escenario de tres papas insultándose mutuamente. A Alejandro V le sucedió un nuevo antipapa, Juan XXIII (1410-1419), con lo que se mantuvo la asombrosa experiencia tricefálica. El galimatías religioso ya era tan tremendo como surrealista y nadie acertaba a imaginar en qué acabaría aquella trama de cardenales, obispos y curas elegidos por tal o cual mano y predicando el amor al prójimo mientras ellos se enzarzaban en vilipendios varios por seguir ostentando el supuesto poder concedido por Dios. Finalmente la cordura se impuso y los máximos dignatarios eclesiásticos volvieron a reunirse en 1414 en el Concilio de Constanza, lugar de Alemania donde se decidió acabar con la pantomima y después de tres angustiosos años de deliberación, los tres papas fueron depuestos, siendo nombrado como única cabeza visible de la cristiandad Martín V (1417-1431). Aún existió un serio intento de resistencia encarnado en la figura del aragonés don Pedro de Luna, el proclamado en Aviñón Benedicto XIII, que buscó en su obstinación el seguro refugio de Peñíscola (Castellón), en cuyo castillo residió sintiéndose legítimo papa hasta su fallecimiento en 1423. Por fin se había superado el Gran Cisma, después de treinta años y al cabo de un siglo de residencia de los papas en Aviñón. El episodio en su conjunto convirtió al papado en el hazmerreír de Europa, y la institución precisó largo tiempo para recobrarse. Martín V logró hacerse de nuevo con el dominio de los Estados Pontificios e inició la lucha contra el movimiento conciliar; es decir, contra la idea de que los concilios eran superiores en autoridad al papa.