EL CÉNIT DE LOS BORGIA

Durante el año 1502, César Borgia iba a dar muy buena medida de sus posibilidades reales como militar y gobernante en su Estado romañolo. A mediados de febrero, el Valentino convenció a su progenitor para que le acompañase en una visita a la recién adquirida Piombino, con el propósito de dar vitola oficial a una conquista que cimentaba aún más si cabe el poder papal en Italia. No obstante, todavía quedaban elementos rivales en permanente conspiración contra los Borgia, por lo que, en previsión de cualquier alteración pública aprovechando su ausencia, el Santo Padre salió de Roma envuelto por el secreto tras haber dado a sus cardenales órdenes precisas para que mantuvieran la agenda vaticana como si el sumo pontífice estuviera en la Sede Apostólica al frente de los asuntos y eventos cotidianos. Padre e hijo llegaron de forma sorpresiva a la mentada ciudad, y en ella consagraron iglesias, presidieron desfiles y fueron partícipes de exquisitos convites que celebraban la incorporación de aquella geografía a los Estados Pontificios.

En este mismo periplo, los Borgia aprovecharon para navegar hasta Elba, una coqueta isla situada frente a las costas de Piombino, cuyas fortificaciones estaban siendo revisadas por Leonardo da Vinci, a la sazón ingeniero militar en jefe de César. No fue éste el único trabajo del brillante genio florentino, y en esos meses puso todo su talento al servicio del papa en un proyecto que pretendía mejorar cuantas murallas, fortificaciones y, en definitiva, infraestructuras se hubiesen quedado ancladas en el recién abandonado pasado medieval. Ahora de lo que se trataba era de acomodarse a los nuevos tiempos, en los que la artillería comenzaba a ser pieza clave en aquellas guerras de la modernidad, y César, siempre vanguardista, no descuidó ni un detalle en ese sentido bélico que tenía de la vida.

El duque Valentino disfrutaba con optimismo de su plenitud; ciertamente pasaba por un hombre más dedicado a los placeres del presente que a cualquier previsión futura, pero a nadie escapaba que su capacidad para cumplir con la exigencia no escrita de la razón de Estado constituía su indiscutible aval ante los subditos que le aclamaban, y es por ello que no cupo discutir sobre su acreditada preparación para dirigir los asuntos de la Romaña. En estos meses se abrazó con decisión febril a la administración de sus posesiones, rebajó sensiblemente la presión fiscal que hasta entonces había atenazado a los romañolos, impartió justicia como un magnánimo príncipe renacentista y persiguió con valentía a los que infringían las leyes. Esta eficaz gestión sorprendió a propios y ajenos, y el modelo de gobierno establecido por él se recordaría con agrado durante generaciones. Asimismo, César hizo gala además de sus dotes para el liderazgo de sus habituales excesos festivos, por lo que un preocupado Alejandro VI llegó a comentar que su hijo no reservaba nada para el mañana. El 11 de marzo de 1502, el Santo Padre regresaba al Vaticano tras haber superado el difícil trance de una tormenta que a punto estuvo de hundir el navío que le transportaba desde la isla de Elba a la península Itálica. Quedaba patente que el rocoso español estaba a prueba de hundimientos, atentados, conjuras y demás minucias que pretendiesen menoscabar su ánimo ante la adversidad.

En aquella primavera, los acontecimientos se sucedieron a ritmo vertiginoso, como por otra parte era habitual en aquel puzzle italiano roto una y mil veces para luego ser recompuesto de nuevo hasta el siguiente cataclismo. Por entonces los acuerdos entre franceses y españoles para el reparto de Nápoles habían volado en pedazos y ambas naciones se preparaban para la guerra, aunque en esta ocasión los unos y los otros pretendían acaparar el ahora imprescindible apoyo vaticano. Luis XII de Francia reclamó su antigua alianza con el papado y, ya de paso, prometió mirar a otro lado en caso de que las tropas pontificias, con César Borgia a la cabeza, quisieran tomar la ciudad de Bolonia. Por su parte, Fernando II de Aragón hizo saber a Alejandro VI que, si recibía su valiosa ayuda, España concedería a los Estados papales diversos feudos en el reino napolitano.

Las diferentes peticiones y ofertas fueron atendidas con esmero en la sede apostólica, aunque el pontífice se decantó, tras analizar la situación, por la opción francesa que era, en definitiva, la que más posibilidades le daba para prosperar por el centro geográfico italiano. En junio de ese año se dispuso lo necesario para que César utilizara 64.000 ducados extraídos de las arcas vaticanas para rearmar sus tropas. Dicha cifra permitió comprar nuevas piezas artilleras que iban a hacer temblar algunas ciudades como Urbino, Camerino o la propia Florencia, plaza esta última que estuvo a punto de ser asaltada por el ejército pontificio de no ser porque medió el mismísimo Luis XII, quien a efectos de organizar la ofensiva sobre Nápoles entró en Milán justo durante las semanas en las que el duque Valentino destrozaba las voluntades de sus enemigos y los gobiernos corruptos de las familias que seguían obstinadas en su rebeldía contra el poder de los Borgia. Por ejemplo, la toma de Urbino se considera una de las mayores genialidades militares protagonizadas por César. Hasta entonces la urbe, cuyo señor era Guidobaldo de Montefeltro, había permanecido en apariencia fiel a su señor el papa. El propio Valentino, en un alarde entusiasta, comentó que el duque de Urbino era su mejor hermano en Italia, lo que hacía presumir unas relaciones pacíficas entre la hermosa ciudad y el papado. Sin embargo, de forma sorpresiva, el gonfalonero atacó Urbino con 2.000 soldados, provocando la huida del duque a Mantua disfrazado de humilde campesino. Parece constatado que este ataque sobre Urbino no fue advertido al Santo Padre, que pidió raudas explicaciones a su vástago por este comportamiento contra el supuesto aliado. César le envió entonces una prolija carta en la que detallaba su convencimiento acerca de una presunta traición que el duque estaba gestando en complicidad con el resto de los barones desafectos. Alejandro VI leyó estos argumentos y debieron de convencerle, pues al poco premiaba la magnífica conquista de su hijo invistiéndole con el título de duque de Urbino.

En esos momentos decisivos, la mayoría de los rivales de los Borgia se encontraban reunidos en Milán a la espera de recibir la necesaria ayuda de Luis XII, a quien se encomendaron en cuerpo y alma para que les librase del odiado César de una vez por todas. En lugar de eso, lo que contemplaron atónitos fue la aparición inesperada del Valentino en la capital lombarda para ser recibido con gran satisfacción por el monarca francés, el cual había ratificado en secreto su alianza con el papado. Tras este golpe de mano y con las plazas de Urbino y Camerino tomadas por los Borgia, poco o nada les quedaba por hacer en Milán a los enemigos del papa, que con más discreción que nunca fueron desapareciendo de la ciudad; eso sí, con la albergada intención de preparar una conjura definitiva que aplastase la prepotencia esgrimida por los valencianos.

César se reunió con el rey francés y éste le comunicó el estado de las cosas. Francia no podía tolerar que las tropas pontificias tomasen Florencia, pues semejante agresión fragmentaría el equilibrio de la zona. Por añadidura, la ciudad toscana se encontraba oficialmente bajo protección gala y su conquista supondría un menoscabo decisivo para la imagen francesa en la península Itálica. En compensación, Luis XII consintió que el ejército vaticano pudiese caer sobre Bolonia, Perugia y otras ciudades menos vitales en el mosaico latino, pero ambicionadas por Alejandro VI en su sueño expansionista. La reunión concluyó con la promesa pontificia de aportar 10.000 soldados dirigidos por César a la campaña francesa contra los españoles acantonados en Nápoles. El Valentino acató obedientemente lo expuesto por su querido primo y con presteza ordenó a sus ejércitos establecidos en las puertas florentinas que abandonasen la empresa hasta nuevas instrucciones.

Esta decisión enervó el ánimo de algunos condottieros, que pretendían abalanzarse sobre la ciudad toscana, y constituyó el germen de una inevitable sedición contra su comandante en jefe. En dicha conspiración figuraban antiguos adversarios y otros nuevos de los Borgia. De ese modo, en octubre de 1502 se reunieron en Maglione —uno de los bastiones de la familia Orsini— gentes dispares pero unidas para hacer frente común contra el clan más aborrecido de Italia. El pronóstico no parecía favorable para los Borgia, ya que en el censo de conjurados aparecían los mejores capitanes de las tropas pontificias, verbigracia, Vitellozzo Vitelli, Oliverotto Eufreducci, Paolo y Francesco Orsini, Oliverotto de Fermo o Ernesto Bentiboglio, este último representante de la amenazada ciudad de Bolonia. Todos brindaron por la más que segura muerte, o en todo caso exilio, del nefasto, para sus intereses, César Borgia.

El conflicto se inició con la sublevación de San Leo, ciudad en la que la guarnición fue pasada a cuchillo sin compasión. Al poco los habitantes de Urbino expulsaban a sus invasores para recibir entre vítores al huido Guidobaldo de Montefeltro. La noticia estremeció al Valentino, que presto acudió a reunirse con su padre para dilucidar qué camino seguir en aquella encrucijada planteada por traidores. Durante horas, Alejandro VI y su hijo estuvieron encerrados con sus militares de confianza hasta determinar cómo plantar cara a los sediciosos. Las menguadas tropas pontificias que quedaban en torno a César no superaban los 5.000 efectivos, insuficientes en todo caso para enfrentarse en campo abierto a los más de 11.000 soldados con los que contaban los ejércitos rebeldes. Por fortuna, Luis XII hizo saber de inmediato que él mismo entraría en Italia para defender a los Estados Pontificios del peligro que se cernía sobre ellos, lo que disipó, en buena medida, la pretensión de los sublevados de atraer a su causa las armas y bendiciones francesas. Además de esto, Venecia y Florencia expresaron claramente que no secundaban la revuelta, por lo que los conjurados quedaban a expensas de sus propias fuerzas y sin los vitales apoyos exteriores. Con estos aires favorables, César, a la vanguardia de sus hombres, se acuarteló en la ciudad de Imola, donde comenzó a beneficiarse, mediante acuerdos secretos y privados, de las disensiones internas que cada vez generaban mayor conflicto en las filas de sus enemigos. Al fin, el desánimo cundió entre los capitanes levantiscos y al gonfalonero vaticano no le supuso mayor problema negociar por separado con unos y otros hasta conseguir doblegar la voluntad de los otrora envalentonados condottieros. El 26 de noviembre de 1502 se firmaban los acuerdos de paz y las ovejas negras volvían al redil teñidas de blanco inmaculado. Por el aceptado armisticio se entendió que aquella partida concluía en tablas, si bien el duque de Urbino tuvo que asumir la pérdida de la titularidad de su Estado en favor del sonriente César Borgia, quien, por su parte, admitió la independencia, por el momento, de la ciudad de Bolonia.

Sólo restaba concluir esta farsa de contienda con un acto simbólico que definiese a la perfección quién llevaba en su cinto las llaves de Italia.

El 10 de diciembre, César galopaba a la ciudad de Cesena, sede del gobierno romañolo, en la que se encontraba instalado Ramiro de Lorca, a la sazón gobernador de la Romaña y vicecomandante de los ejércitos pontificios. El propósito del Valentino era poner punto final a la conjura contra su persona. Y, según algunas informaciones, Lorca se encontraba en la lista de traidores que pretendían acabar con la vida del hijo del papa mediante un certero disparo de ballesta. César ordenó la detención de su antiguo lugarteniente, quien tras ser sometido a una severa tortura, confesó su implicación en el complot, llegando incluso a decir que tenía previsto llevar la cabeza del duque ante la presencia de los Orsini y los Baglioni. Estaba claro el final de aquel traidor. No obstante, se decidió llevarlo a juicio sumarísimo, donde se le imputaron cargos por corrupción, traición y tiranía, esto último motivado por el terror que Lorca provocó entre los habitantes de Cesena. La pena a la que fue condenado fue, precisamente, la de ser decapitado; paradojas de estas historias miserables. Ignoramos si la confesión del ajusticiado fue la clave para los sucesos que se dieron a continuación en la sitiada ciudad de Sinigaglia, aún pendiente de ser conquistada por las tropas papales.

En esos días finales de 1502, los otrora enemigos se habían transformado en incondicionales aliados de su señor Valentino, y ahora concurrían a su llamada para finiquitar el problema planteado por aquella pequeña urbe que finalmente se tomó tras las habituales negociaciones que permitieron la entrada en la plaza de las tropas vaticanas sin mayor oposición. Pero el aire se encontraba enrarecido durante aquellas jornadas por la sombra de una nueva conspiración, sellada tras los acuerdos del 26 de noviembre. Dicha sospecha fue ratificada por el Valentino gracias a la más que probable sinceridad desatada de Ramiro de Lorca en los tornos de castigo. César, con su lista de conjurados en la mano, partió escoltado por 6.000 hombres a Sinigaglia, donde el 30 de diciembre capturaba mediante treta urdida a Vitellozzo Vitelli, Oliverotto de Fermo y los no menos importantes Paolo y Francesco Orsini. A los dos primeros se les ejecutó ese mismo día tras condena sumarísima. Sus cuerpos fueron arrastrados salvajemente por las calles de Sinigaglia. En cuanto a los dos restantes, fueron trasladados a Roma para ser juzgados el 2 de enero de 1503, encontrándoles culpables de traición, por lo que siguieron idéntica suerte a la de sus compañeros. Según parece, el propio Vitellozzo Vitelli dijo antes de morir que el propósito de los confabulados era en efecto acabar con la vida de César Borgia en la mencionada Sinigaglia, lo que daba verosimilitud al relato emitido por el malogrado Ramiro de Lorca.

Sea como fuere, el Valentino estuvo a la altura de las circunstancias para uno de su clase, y de un tajo se había quitado de en medio a un gran número de molestos adversarios, acción que recibió loas abrumadoras por parte de los diferentes Estados italianos y del mismísimo rey Luis XII. Una vez libre de molestos enemigos, el Valentino prosiguió con sus tropas en el empeño de recuperar las antiguas ciudades vasallas de la Iglesia. De ese modo fueron cayendo Cagli, Cittá di Castello, Perugia, Fermo, Cisterna, Montone y al fin Siena, donde César Borgia tuvo que frenar su ofensiva al ser reclamado desde Roma por Alejandro VI, quien se veía inmerso en el problema de una nueva sublevación contra los Borgia protagonizada por los enojados Orsini.