8.«… SÓLO EL OBJETIVO SOLITARIO…»
Rab está nervioso. Se pellizca la piel de alrededor de los dedos. Cuando le pregunto qué le pasa, me responde algo acerca de dejar de fumar, y masculla algo acerca del bebé que están esperando. Es la primera pista que me ofrece, aparte de lo del misterioso Terry, acerca de una vida al margen del universo estudiantil. Resulta extraño pensar que alguna gente efectivamente la tiene; espacios enteros e independientes, fragmentados en pequeños compartimentos. Como yo. Y ahora vamos a penetrar directamente en al menos una parte de este mundo oculto.
Nuestro taxi, entre bandazos y sacudidas, avanza de un semáforo a otro, mientras el contador va pasando sin tregua, como un verano escocés. Se detiene en la puerta de un pequeño pub, pero a pesar de que la pálida luz amarilla cae sobre el pavimento gris azulado y se oyen gargantas ahumadas riendo a voz en grito, no entramos. No, bajamos por un callejón de los de meados y gravilla hasta llegar a una puerta trasera pintada de negro sobre la que Rab toca una retreta. Di-di, di-di-di, didi-di-di, di-di.
Se oye el ruido de alguien bajando en tromba por unas escaleras. Después, silencio.
«Soy Rab», dice arrastrando la voz, volviendo a marcar otro ritmo futbolero.
Se corre un cerrojo, suena una cadena, y una cabeza rematada con espesos rizos asoma tras la puerta como un muñeco de resorte. Un par de ojos ávidos y achinados le hacen un breve gesto de reconocimiento a Rab y acto seguido recorren mi cuerpo con una intensidad tan natural que casi me entran ganas de llamar a la policía a gritos. Después, toda sensación de amenaza o de incomodidad se desvanece al calor de una sonrisa incandescente, que parece tenderse hasta llegar a mi propio rostro, como los dedos de un escultor, moldeándolo a su imagen y semejanza. Es una sonrisa asombrosa, que transforma su rostro del de un idiota beligerante y hostil al de una especie de geniecillo salvaje que tuviera los secretos del mundo a su disposición. La cabeza gira primero a un lado y después al otro, escudriñando el callejón en busca de ulteriores señales de vida.
«Esta es Nikki», explica Rab.
«Pasad, pasad», dice el tío con un gesto de asentimiento.
Rab me lanza una rápida mirada de esas que dicen «¿Estás segura?» y explica: «Este es Terry», mientras yo le respondo cruzando el umbral de la puerta.
«Juice Terry», sonríe el grandullón de los rizos, echándose a un lado para dejar que sea yo la primera en subir las escaleras. Me sigue en silencio; para poder mirarme el culo, supongo. Me tomo mi tiempo, mostrándole que eso no me va a alterar. Que sea él quien se altere.
«Tienes un culo imponente, Nikki, eso te lo digo gratis», dice con jovial entusiasmo. Ya empieza a gustarme un montón. Esa es mi debilidad: me impresiona con demasiada facilidad la clase equivocada de persona. Siempre me lo dijeron: mis padres, los maestros, los entrenadores, incluso la gente de mi edad.
«Gracias, Terry», le digo con la mayor frescura, volviéndome al llegar a lo alto de la escalera. Tiene la mirada al rojo y yo le miro directamente a los ojos, sosteniéndosela. Esa sonrisa se extiende más aún y él señala la puerta; yo la abro y paso al interior.
A veces la otredad de un lugar te estremece de verdad. Cuando el verano se desvanece y empieza el curso y todo está azul, gris y morado. El aire purificador en los pulmones, su pureza que pasa después a frialdad hasta hacer que la gente se apiñe en bares iluminados por una luz tenue, lejos de los sosos Witherspoons/Falcon y Firkin/All Bar One/O’Neill’s Landia que podrían estar en cualquier rincón corporativo y colonizado del centro social de todos los cascos urbanos del Reino Unido. Pero en cuanto te alejas un poco, encuentras los sitios auténticos; por lo general, basta con una caminata rápida y enérgica, o puede que unas cuantas paradas de autobús; nunca lleva demasiado tiempo. Este es uno de esos lugares, tan abrumadoramente semejante a un viaje en el tiempo que su horterez resulta fascinante. El aseo de las damas es como un ataúd en vertical, estilo egipcio, apenas lo suficientemente grande como para sentarse, con un retrete roto, sin papel higiénico, unas baldosas astilladas, una pila sin agua caliente y dominada por un espejo resquebrajado. Me miro en él, reconfortada de que el grano cuya erupción temía parece estar remitiendo. Tengo una mancha en la mejilla pero se está desvaneciendo. Vino tinto. Evitar el vino tinto. Aquí no debería resultar difícil. Me aplico un poco de delineador de ojos y un poco más de lápiz de labios rojo oscuro, y me cepillo rápidamente el pelo. Después respiro profundamente y salgo, preparada para este nuevo mundo.
Hay muchas miradas sobre mí; ojos de los que era vagamente consciente pero que había borrado durante el trayecto al wáter. Una chica de aspecto duro y pelo negro cortado al rape me lanza una mirada abiertamente hostil. Por el rabillo del ojo veo a Terry alzar la vista y hacerle una señal a una mujer que está detrás de la barra. El sitio está medio vacío pero no pienso perder de vista a Terry.
«Birrell, cacho cabrón, sácate una ronda», le dice a Rab, pero sin quitarme los ojos de encima. «Así que vas a la universidad con Rab, Nikki. Debe de ser…», Terry da palos de ciego en busca de una palabra, aparenta escoger una y desecharla de inmediato, y después hace lo mismo con otra antes de concluir: «Nah, hay cosas en las que más vale ni pensar».
Me río con su numerito. Es gracioso. No hay necesidad de reventarle las pelotas de inmediato; eso podemos dejarlo para más adelante. «Sí, voy a la uni. Vamos al mismo curso de historia del cine».
«¡Ya te daré yo historia del cine! Venga, siéntate conmigo», dice, señalando una silla que hay en una esquina, como un alumno de primaria ansioso por alardear de lo que ha hecho en el colegio. «¿Hay más chicas como tú en esa universidad?», pregunta, aunque parece que lo haga para que le oiga Rab. Ya me he dado cuenta de que tanto Terry como yo disfrutamos poniendo en apuros a Rab. Es algo que compartimos.
Nos sentamos en un rincón, al lado de dos mujeres jóvenes, una pareja y la camarera.
Terry viste una vieja chaqueta negra de borreguillo Paul and Shark sobre una camiseta de cuello en pico. Lleva puesto un par de Levi’s y unas zapatillas Adidas. Luce un anillo de oro en el dedo y una cadena colgando del cuello. «Así que tú eres el famoso Terry», pregunto, a la espera de una reacción.
«Así es», dice Terry con total naturalidad, como si su éxito fuera del dominio público e indudable. «Juice Terry», repite. «Estamos a punto de echar la que rodamos la otra noche».
Una pandilla de tipos talluditos y otros más jóvenes entran y toman asiento, muchos en sillas que estaban plegadas y amontonadas debajo de la pantalla. El ambiente es como el de un partido de fútbol. La gente se reconoce, bromea y bebe, y la chica de la mirada ceñuda va recogiendo el dinero. Terry le pega un grito a esta sombra espectral, rechoncha y fornida, vagamente amenazadora: «Gina, venga, descorre las cortinas, cielo».
Ella le echa una mirada bastante agria y está a punto de decir algo, pero lo piensa mejor.
Comienza el espectáculo, y es evidente que la película se ha rodado con una cámara de vídeo digital de las baratas: una sola cámara, sin editar, sólo el objetivo solitario aproximándose y alejándose. Está rodada con un trípode porque la imagen no se mueve, pero se trata de una única toma de gente follando más que un intento serio de elaborar una película. La calidad de imagen está bien; se nota que Terry está follándose a la tal Gina sobre la misma barra donde están sirviendo las copas.
«Sí, la verdad es que he perdido bastante peso este último año», me cuchichea, evidentemente bastante complacido, y se da unas palmaditas para mostrar lo que se supone que son sus menguados michelines. Me vuelvo para mirar, pero apenas puedo apartar la vista de la pantalla, mientras una chica joven, «Melanie», me cuchichea Terry, aparece en imagen. Cabecea hacia la barra y ahora la reconozco: es la chica que estaba allí antes. Se la ve cambiada, realmente sexy en pantalla. Ahora Gina le está haciendo un cunnilingus. Alguien hace un comentario y se oyen unas risas y la tal Melanie sonríe avergonzada pero mostrándose a la vez tímida y coqueta, a lo que le siguen unos ruidos solicitando silencio. Ahora el sonido apenas tiene calidad; justo me llega para distinguir algunos jadeos y comentarios a Terry diciendo en voz baja cosas como «venga», «sí», «así se hace, muñeca». Aparece en pantalla una chica rubia; él la masturba y ella se la chupa. Después la inclina sobre un sofá y empieza a follarla por detrás. La cara de ella mira directamente a la cámara y sus grandes pechos oscilan. Entonces vemos la cabeza de Terry por encima de su hombro, mirando directamente al objetivo, guiñándonos el ojo y diciendo algo así como «sal de la vida». «Ursula, una sueca», me explica con un cuchicheo teatral, «o era danesa…, da igual, es una au pair, merodea por el Grassmarket. Le va la marcha que te cagas», explica. A medida que los demás participantes salen a la palestra, el comentario esporádico de Terry se cuela en mi cabeza: «… Craig…, buen colega mío. Un follador de primera. No es que esté muy dotado, pero está loco por el sexo…, pero la cuestión es si se empalma o no… Ronnie…, ese tío podría empujar para la selección escocesa…».
El espectáculo termina con una orgía colectiva y el trabajo de cámara se resiente. A veces lo único que se ve es un borrón de color rosado. A continuación la cámara se aleja y al fondo se ve a la tal Gina preparando unas rayas de coca, como aburrida por el sexo. A la película le hace falta un trabajo de edición en condiciones; me tienta compartir esta reflexión con Terry, pero él capta el aburrimiento cada vez mayor del público y la apaga con el mando a distancia. «Colorín colorado, familia», dice con una sonrisa.
Al terminar el espectáculo, charlo con Rab en la barra, preguntándole cuánto tiempo llevan en este plan. Está a punto de contestar cuando Terry se me arrima sigilosamente y pregunta: «Entonces, ¿qué te ha parecido?».
«Aficionados», le contesto de forma más fuerte y más pomposamente debida de lo que pretendía, al mismo tiempo que me echo el pelo hacia atrás enérgicamente. Se me hiela un poco la sangre, porque creo que la tal Gina me ha oído y capto un destello frío y afilado como una navaja en su mirada.
«¿Tú lo harías mejor?», pregunta él, abriendo los ojos y enarcando las cejas.
Le miro fijamente a los ojos. «Sí», le contesto.
Los ojos le hacen chiribitas y garabatea un teléfono en un posavasos. «Cuando quieras, muñeca. Cuando quieras», dice bajito.
«Te tomo la palabra», digo para profundo desagrado de Rab.
Me fijo por vez primera en los otros dos tíos que salen en la película, Craig y Ronnie. Craig es un fumador compulsivo, delgado y de aspecto nervioso con una mata de pelo castaño claro a lo mod, y Ronnie un tío relajado de pelo rubio más bien escaso y la misma sonrisa idiota que luce en pantalla, aunque en carne y hueso se le ve más regordete.
Poco después entra Ursula, la chica escandinava, y Terry nos presenta. Su primera ojeada es gélida, aunque me salude con amabilidad exagerada. Ursula no tiene tan buen aspecto en carne y hueso como en pantalla; tiene unos rasgos ligeramente rechonchos, casi de gnomo. Se ofrece a traerme una copa y parece que la fiesta vaya a proseguir un rato, pero me disculpo y me marcho a casa. Puede que algo interesante esté a punto de suceder, pero la mirada de Terry me dice que sería un error jugar todas mis bazas de golpe. Esperará. Como todos. Y, además, tengo un trabajo que terminar.
Cuando llego a casa me encuentro con que Lauren sigue levantada y está con Dianne, que ya ha trasladado sus cosas. Lauren parece realmente enojada conmigo por haber salido, por no estar aquí para ayudar o recibir a Dianne, o por lo que sea. La verdad, no obstante, es que está mosqueada conmigo por haber ido a la proyección de porno casero, aunque también se nota que está muerta de ganas de preguntarme cómo fue.
«¡Hola, Dianne! Lo siento, tuve que salir», le cuento.
A Dianne no parece importarle. Es una mujer muy legal y muy guapa, que debe de tener la misma edad que yo; tiene un exuberante cabello negro, espeso y que le llega a la altura de los hombros, recogido con una cinta azul. Tiene unos ojos vivaces e inquietos, y unos labios bastante finos y de expresión traviesa, que se abren dando paso a unos grandes dientes blancos que cambian por completo su expresión. Lleva una sudadera azul, vaqueros y zapatillas. «¿A algún sitio divertido?», pregunta con el acento local.
«Fui a ver una proyección de vídeos porno caseros en un pub», le cuento.
Observo cómo Lauren enrojece de vergüenza, y cuando dice: «No era necesario que nos dieras tantos detalles, Nikki», resulta lamentable, como una adolescente tratando de mostrarse madura sin lograr otra cosa que parecer más infantil.
«¿Estuvo bien?», pregunta Dianne, totalmente imperturbable, para horror de Lauren.
«No estuvo mal. Acompañaba al amigo de Lauren», le cuento.
«¡No es mi amigo! ¡También es el tuyo!», dice ella con excesiva vehemencia y, al darse cuenta, va enmudeciendo. «Sólo es un tío con el que vamos a clase».
«Resulta muy interesante», dice Dianne, «porque estoy investigando la psicología de los trabajadores de la industria del sexo para mi doctorado. Ya sabéis, prostitutas, lap dancers, bailarinas de strip-tease, operadoras de líneas calientes, gente que trabaja en saunas, señoritas de compañía, todo ese rollo».
«¿Y cómo te va?».
«Resulta difícil encontrar gente dispuesta hablar de ello», me dice.
Le sonrío. «Quizá yo pueda ayudarte».
«Estupendo», dice ella y quedamos en cotorrear acerca de mi trabajo en la sauna, cuyo siguiente turno empieza mañana por la noche. Me voy a mi habitación, medio borracha, y trato de leer mi trabajo para McClymont en el ordenador. Tras un par de páginas los ojos me duelen y me río ante esta frase estúpida: «Resulta imposible poner en tela de juicio que los escoceses emigrados enriquecieron todas las sociedades con las que entraron en contacto». Esto es para darle gusto a McClymont. Por supuesto, no mencionaré el papel que desempeñaron en la trata de esclavos, el racismo o la formación del Ku Klux Klan. Al cabo de un rato empiezan a cerrárseme los párpados y siento cómo me deslizo hasta la cama, sumiéndome lentamente en una caminata calurosa y nómada y ya estoy en otra parte…
… me tiene agarrada…, ese olor…, y el rostro de ella al fondo, su sonrisa retorcida y ansiosa mientras él me dobla alrededor de la barra como si estuviese hecha de goma…, esa voz, autoritaria, imperiosa…, y veo los rostros de mamá y papá y mi hermano Will entre la multitud y trato de gritar…, por favor, para…, por favor…, pero es como si no pudieran verme, y me manosean y me hacen cosquillas…
Fue un sueño atormentado, insatisfactorio y alcohólico. Me incorporo y la cabeza me retumba; se apodera de mí el impulso de vomitar, abandonándome después, dejándome con el corazón a punto de estallar y unos sudores tóxicos en la frente y en los sobacos.
El ordenador se ha quedado encendido, durmiendo, y al rozar el ratón, el trabajo de McClymont vuelve a aparecer en pantalla, como desafiándome. Tengo que entregarlo. Fijándome en que Dianne y Lauren se han largado, preparo rápidamente un café, después leo el trabajo, hago unos pequeños ajustes, hago recuento de palabras, compruebo la ortografía y hago clic en «Imprimir». Necesito entregar este trabajo en la uni antes del mediodía; mientras va imprimiendo las tres mil palabras requeridas, me dirijo al baño y me ducho para quitarme el alcohol, el sudor y el mugriento humo del tabaco de ayer, dándole a mi pelo un buen lavado.
Me doy crema hidratante en el rostro, un poco de maquillaje, y me pongo la ropa, llevándome lo que necesito para el turno en la sauna en una bolsa de deportes. Cruzo los Meadows a toda velocidad, sólo esporádicamente consciente del viento frío y tenaz cuando dobla las hojas que intento leer. Me doy cuenta de que el paquete de software americano de ortografía ha corregido en inglés norteamericano: zetas por todas partes y úes desechadas, cosa que irrita desmesuradamente a McClymont y probablemente anule los adelantos realizados con mis comentarios pelotas. Si esto supone un aprobado, será por los pelos.
Lo entrego en el despacho de la secretaria del departamento a las 11.47 a. m. y después de tomar un café y un bocadillo me dirijo a la biblioteca, donde paso la tarde leyendo textos sobre cine antes de llegar a la sauna a la hora de merendar.
La sauna se encuentra en una sucia, estrecha y sombría calle principal para el tráfico que va al centro. El olor a lúpulo procedente de la cervecería de al lado resulta de lo más cutre si has estado bebiendo, como si te arrojaran a la cara los posos de la noche anterior. La mugre procedente de los autobuses y camiones ennegrece la mayoría de las fachadas de los establecimientos de forma permanente y el «Salón de Masajes y Sauna Latina Miss Argentina» no constituye ninguna excepción. En el interior, sin embargo, todo está impoluto. «Acordaos de limpiar», nos dice siempre con gran apremio Bobby Keats, el propietario. Hay más líquidos limpiadores que aceites de masaje y se nos exhorta a todas a emplearlos con idéntica generosidad. La factura de lavandería por las toallas limpias debe de ser astronómica por sí sola.
En el ambiente se percibe un perpetuo aroma sintético. Y con todo, los jabones, enjuagues bucales, lociones, aceites, talcos y fragancias, pródigamente aplicados para borrar los rastros del semen y el sudor rancios, curiosamente no hacen sino complementar el fétido ambiente del exterior.
Hemos de tener el aspecto y el comportamiento de unas azafatas de aerolínea. Para no desentonar con la imagen de la sauna, Bobby emplea a chicas que considera de aspecto latino. La profesionalidad, he ahí el quid de la cuestión. Mi primer cliente es un hombrecillo canoso llamado Alfred. Después de darle un masaje completo de aromaterapia vertiendo copiosas cantidades de aceite de lavanda sobre su espalda tensa y agarrotada, me pide nerviosamente los «extras» y yo le ofrezco un «masaje especial».
Le echo mano al pene por debajo de la toalla y empiezo a acariciarle lentamente, consciente de mi escasa habilidad pajeadora. La única razón por la que conservo este empleo es que a Bobby le gusto. Me remonto a los escritos de Sade en los que las jóvenes secuestradas son entrenadas en el arte de la masturbación masculina por unos viejos. Pero pienso en mis propias experiencias; sólo masturbé a mis dos primeros novios, Jon y Richard, con los que no follé. Desde entonces asocio el masturbar a un chico con no follármelo y podríamos decir que desapareció de mi menú sexual antes de llegar a formar verdaderamente parte de él.
A veces los clientes llegan a quejarse y de tanto en tanto me amenazan con el despido. Pero después de un tiempo descubrí que en lo que a este tema se refiere, Bobby era todo boca y nada de huevos. Me invita con regularidad a diversos acontecimientos: fiestas, casinos, partidos de fútbol importantes, estrenos de cine, combates de boxeo, carreras de caballos o de perros, o simplemente a «tomar una copa» o «echar un bocado» en un «restaurante elegante que lleva un buen amigo mío». Siempre pongo una excusa o rehúso educadamente.
Por suerte, Alfred está demasiado extasiado para reparar siquiera, no digamos quejarse. Cualquier contacto sexual es suficiente para hacer que se suba por las paredes y vacía la tubería en un santiamén, pagándome con mucha gratitud. Muchas de las otras chicas, que hacen mamadas y sexo completo, no ganan tanto como yo, una pajera chapucera, lo sé de buena tinta. Mi amiga Jayne, que lleva aquí mucho más tiempo que yo, dice con aire de suficiencia que yo también lo haré antes de que pase mucho tiempo. «Ni de coña» le espeto yo, pero hay días en los que creo que tiene razón, que es inevitable, que sólo es cuestión de tiempo.
Cuando acabo mi turno, compruebo si tengo mensajes en el móvil. Lauren me dice que han salido a echar unos tragos, así que la llamo y quedo con ellas en un pub de Cowgate. Junto a Lauren está Dianne, y también Linda y Coral, dos chicas de la uni. Los Bacardi Breezers van que vuelan y muy pronto volvemos a estar todas bolingas de nuevo. Cuando llega la hora del cierre, Dianne, Lauren y yo volvemos a nuestro piso de Tollcross. «¿Sales con alguien, Dianne?», pregunto mientras subimos por Chambers Street.
«No, voy a terminar la tesis antes de ocuparme de ese tema», dice bastante remilgadamente, y Lauren asiente con un gesto de aprobación sólo para quedarse bien jodida cuando Dianne añade: «Después me follaré todo lo que tenga polla, ¡porque el celibato me mata que te cagas!». Yo suelto una risita y ella levanta la cabeza para reírse a carcajadas. «¡Kikis! Largos, cortos, lentos y rápidos. ¡Pollas circuncidadas y sin circuncidar! Con blancos, negros, amarillos y rojos. ¡Cuando entregue esa tesis el nuevo amanecer será anunciado por un KIKIRIKI!». Abocina las manos y cacarea en mitad de la noche a la puerta del museo mientras Lauren se encoge y yo me río. Va a dar gusto vivir con esta chica.
Por la mañana me encuentro espesa y un poco encabronada y picajosa durante las clases; estoy un poco brusca con un tío llamado Dave, que intenta ligar torpemente conmigo. No se ve a Lauren por ningún sitio; debió de emborracharse más de lo que pensé. Me encuentro a Rab en George Square, flanqueado por Dave y otro tío, Chris. Atravesamos la plaza en dirección a la biblioteca, con el contorno de Rab recortado por una ráfaga de luz solar.
«Yo no voy a la biblioteca, me voy a casa un rato», le cuento.
Parece ligeramente dolido. Abandonado incluso. «Vale…», suelta.
«Voy a subir a fumarme un mai. ¿Te vienes?», le ofrezco. Sé que Dianne dijo que estaría todo el día fuera y espero que Lauren tampoco esté.
«Venga, vale», dice. Rab es un poco fumeta.
Subimos al piso; ya he liado el peta y puesto un compact de Macy Gray. Rab ha encendido la tele sin voz. Por lo visto, necesita todos los elementos ambientales posibles. Esta noche hay una juerga en un pub del Grassmarket, ya que es el cumpleaños de Chris. En realidad, a Rab no le gusta demasiado beber con los demás estudiantes. Se comporta de manera muy afable y sociable con ellos, pero se nota que piensa que son unos gilipollas. Estoy de acuerdo. Lo que yo quiero no es tanto meterme la polla de Rab como meterme en su mundo. Sé que ha visto y hecho mucho más de lo que deja traslucir. Me fascina pensar que exista un área habitada por él de la que yo sé tan poco. Las personas como Juice Terry abren las compuertas de un espacio distinto y extraño. «¿Piensan ir todos directamente después del taller?», le pregunto. El taller es de risa, la única concesión hecha en todo el curso a la cinematografía real. Y es optativo. Pero no quiero que Rab empiece a hablar de ese tema.
«Según Dave, sí», me cuenta, dando una profunda calada y reteniéndola en los pulmones durante un lapso de tiempo inverosímil.
«Voy a cambiarme de ropa», anuncio, y voy al dormitorio y me quito los vaqueros. Me miro en el espejo y acto seguido decido ir a la cocina. Después entro en la sala de estar y me quedo de pie, detrás de Rab. Tiene una punta del cabello erizada, por lo menos un mechón. Lleva todo el día molestándome. Después de que hayamos hecho el amor, tras haberme ganado el derecho a tales confianzas, se lo mojaré y se lo alisaré. Me siento en el sofá junto a él, vestida sólo con el top rojo sin mangas y las bragas de algodón blanco. Está viendo la televisión. Criquet con el volumen quitado. «Pero primero me echaré una caladita», le digo, apartándome el cabello de la cara.
Rab sigue mirando el puto criquet mudo.
«Tu amigo Terry es un monstruo», me río. Suena un poquito forzado.
Rab se encoge de hombros. Lo hace a menudo. Encogerse; como para no dejarse afectar. ¿Qué es lo que no quiere que le afecte? ¿La vergüenza? ¿El desasosiego? Ahora me pasa el porro mientras trata de no mirarme las piernas y las bragas de algodón blanco; parece que lo consigue. Joder, parece que consigue ir de tranqui que te cagas ante todo esto. Y no se trata de que sea gay; tiene novia y no me hace caso…
Siento que mi tono de voz se agudiza hasta alcanzar una nota de desesperación. «Tú piensas que la gente como Terry y yo somos unos guarros, ¿no? Por lo de que fuera allí a ver si me apuntaba. Sabes que no hice nada, bueno, al menos esta vez no, en cualquier caso», digo con una risita nerviosa.
«No…, a ver, eso es cosa tuya», dice Rab. «Yo te conté de qué va Terry. Te dije que querría que participaras. Si te quieres acercar por ahí, lo que hagas es cosa tuya».
«Pero a ti no te parece bien, igual que a Lauren. Me está evitando, ¿sabes?», digo, dando otra calada.
«Conozco a Terry. Somos colegas desde hace una burrada de años. Sé cómo es, claro, pero si no me pareciera bien, no te lo habría presentado», dice Rab con toda naturalidad, dando muestras de una madurez despreocupada que hace que me sienta joven y boba.
«Pero tú sabes que no es más que sexo, sólo es para echar unas risas. Nunca podría gustarme un tío como él», explico, sintiéndome aún más estúpida y débil por hacerlo.
«Eso es co…» empieza, interrumpiéndose y volviéndose hacia mí con la cabeza aún hundida en el respaldo del sofá. «A ver si me explico: que es cosa tuya con quien folles».
Le miro directamente a los ojos mientras apago el porro en el cenicero. «Ojalá fuera cierto», le digo.
Pero Rab sigue en silencio, apartando la cara y mirando directamente a la pantalla. El puto criquet televisado. Se supone que los escoceses odian el criquet; siempre consideré que esa era una de sus grandes virtudes.
No se va a librar tan fácilmente. «He dicho que ojalá fuera cierto».
«¿Qué quieres decir?», dice él, y en su voz hay un ligero temblor.
Empujo suavemente su pierna con la mía. «Estoy aquí sentada en bragas; quiero que me las quites y me eches un polvo».
Noto cómo se contrae ante mi tacto. Me mira, y con un violento y súbito movimiento me atrae hacia él y me besa, pero lo hace de forma áspera y rígida; resulta aborrecible, todo ira y nada de pasión; acto seguido, se disipa y se aparta.
Aparto la vista; miro por la ventana. Veo a una gente conversando en el piso de enfrente. Claro. Me levanto y bajo la persiana. «¿Son las persianas?».
«No son las persianas», salta. «Tengo novia. Va a tener un crío». Se queda en silencio un momentito y a continuación añade: «Puede que para ti no signifique nada, pero para mí sí».
Noto un acceso de ira y me entran ganas de decir: es cierto, qué razón tienes, joder. Para mí no significa nada. Menos que nada: «Quiero follar contigo, eso es todo. No quiero casarme contigo. Si prefieres ver el criquet, pues vale».
Rab no dice nada, pero en su rostro se percibe la tensión y le brillan un poco los ojos. Me levanto, experimentando el dolor del rechazo, notándolo en lo más hondo de mi ser.
«No es que no me gustes, Nikki», dice él. «Joder, en tal caso estaría loco que te cagas. Es sólo que…».
«Voy a cambiarme», le informo bruscamente, y me dirijo al dormitorio. Oigo la puerta; debe de ser Lauren.