48. PUTAS DE AMSTERDAM, 5.a PARTE
Edimburgo está como lo recordaba: frío y húmedo, a pesar de que se supone que ya hemos dejado atrás el invierno. Le pido al taxista que me lleve al piso de mi amigo Gavin Temperley, en Stockbridge. Temps fue uno de mis pocos colegas que nunca tocó el caballo, así que fue el único con el que permanecí en contacto. Nunca soportó a la gente de la calaña de Begbie.
Cuando llego allí una chica de veintitantos que está de muy buen ver se está marchando. Temps parece esquivo. Es evidente que han discutido. «Eh, disculpa por no presentarte», dice mientras nos metemos. «Esa era Sarah. Eh, ahora mismo no soy el número uno en su lista de éxitos».
Pensé para mis adentros: joder, yo me conformaría con estar en algún puesto de la lista.
Dejo mi equipaje en el suelo y Gav y yo bajamos al pub; después nos vamos a comer un curry. Es un indio bueno y barato, en el que abundan las parejas, pero también grupos de chicos borrachos. En el Dam hay un par de indios que están bien, pero allí no existe la cultura del curry. Cuando ves al grupo de zumbaos ruidosos y borrachos que hay a un par de mesas de la nuestra, piensas que quizá sea mejor así. Afortunadamente, yo estoy sentado dándoles la espalda, así que puedo disfrutar del brinjal bhaji y del madras de gambas mejor que Gav, que tiene que aguantar sus payasadas ruidosas y tediosas. Al cabo de un rato vamos demasiado bolingas para fijarnos en ellos. Hasta que bajo a los servicios a echar una meada.
Al salir del servicio el corazón se me para y casi se me sale por la boca. Un venao, con los puños cerrados, baja corriendo por las escaleras directamente hacia mí. Me quedo paralizado. Hostia puta…, es él…, le haré un placaje y lo estrellaré contra el suelo, cayendo sobre su pierna y…
No.
Sólo es otro mamón abriéndose paso agresivamente, pero no le guardo rencor. A decir verdad, a este sociópata en particular me gustaría darle un beso sólo por no ser Begbie. Gracias, puto descerebrao.
«¿Qué? ¿Querías una foto?», pregunta al pasar por delante de mí.
«Perdona, tío, por un segundo pensé que eras un conocido», le explico.
El chalao farfulla algo y a continuación se mete en el tigre. Durante un instante pienso en entrar a por él, pero me paro en seco. Si hay una cosa con la que Raymond, mi instructor de karate shotokan, me machacó, era que lo más importante que se podía aprender acerca de las artes marciales era cuándo no emplearlas.
Después del papeo, Gav y yo volvemos a su casa y nos quedamos levantados hasta tarde, bebiendo, contando batallitas, hablando de la vida y poniéndonos al día en general. Hay algo en su actitud que me entristece. Me resulta espantoso sentirme así respecto a él y no me estoy mostrando condescendiente porque el tío me cae muy bien, pero es como si se hubiese topado cara a cara con sus limitaciones sin haber aprendido a apreciar lo que tiene. Me dice que sigue en el mismo lugar del escalafón del Departamento de Empleo y que de ahí no va a pasar. Le han denegado el ascenso tantas veces que ha dejado de presentar solicitudes. Cree que le tienen fichado como bebedor. «Es curioso, cuando empecé a trabajar allí, era poco menos que obligatorio beber. Si tenías fama de pasar mucho tiempo en el pub eso demostraba lo sociable que eras, que podías establecer contactos. Ahora te etiquetan como borrachín. Sarah… quiere que lo mande todo al carajo y me vaya de viaje con ella, a la India y todo eso», dice sacudiendo la cabeza.
«Adelante», le digo, con la voz cargada de apremio.
Me mira como si le hubiera sugerido dedicarse a la pederastia. «Que lo sugiera ella, vale, Mark; tiene veinticuatro años, no treinta y cinco. Hay una gran diferencia».
«Vete a la mierda, Gavin. Si no lo haces, lo lamentarás durante el resto de tu vida. Si no lo haces, la perderás a ella y seguirás en esa puta oficina dentro de veinte años, el borrachín tembloroso, el capullo tristón al que nadie quiere parecerse. Y no esperes nada mejor, te pueden mandar a hacer puñetas de todas formas, por cualquier chorrada».
La mirada de Gavin se hunde y se vidria y de repente capto lo humillante y profanador que debe sonarle mi perorata de beodo. Antes uno podía hablar así, hacer trizas a la gente por el trabajo, pero ahora se han puesto todos a la defensiva al respecto y como somos mayores parece que haya más en juego. «No sé», dice de forma cansina, llevándose el vaso a la boca, «a veces pienso que soy un tipo de costumbres demasiado arraigadas. Que hasta aquí hemos llegado», declara, mirando en torno a la habitación, bien decorada y bien amueblada. Es un excelente piso Victoriano de Edimburgo; mirador, gran hoguera de mármol, suelo de madera, alfombras, muebles antiguos o reproducciones, paredes de colores pastel. Está todo inmaculado, y uno se da cuenta de que la hipoteca del sitio este es la verdadera razón por la que quiere quedarse. «Creo que se me ha escapado el tren», declara, con la alegría de un condenado a muerte.
«Nah, adelante», le insto. «Puedes alquilar este lugar», le digo. «Aún estará aquí cuando vuelvas».
«Ya veremos», sonríe, pero creo que ambos sabemos que no lo hará, estúpido capullo de mierda.
Gav se da cuenta del desprecio que me inspira y dice: «Para ti es fácil, Mark; yo no soy como tú», dice casi suplicante.
Estoy tentado de decirle, ¿por qué cojones es fácil para mí? Lo lleva todo en la cabeza. Y sin embargo tengo que tener en cuenta que es mi anfitrión y mi amigo, así que me conformo con decir: «Tú verás, colega, el único que puede vivir su vida eres tú; tú sabrás lo que más te conviene».
Al meditar acerca de esta propuesta se le ve aún más lúgubre.
Al día siguiente decido salir y dar una vuelta. Me pongo un sombrero para tapar mi característico cabello pelirrojo y las gafas que sólo uso para ver los partidos de fútbol o ir al cine. Espero que esto, junto a nueve años más de edad y una mayor corpulencia, resulten un disfraz adecuado. En cualquier caso, me mantengo bien alejado de Leith, el lugar donde es más probable que me tope con socios de Begbie que me conocen personalmente. Que Seeker todavía vive al principio del Walk y, como un estúpido, me dirijo allí, a mi segundo encuentro deprimente.
La hilera inferior de dientes de Seeker está sujeta con un aparato de alambres metálico. Su siniestra sonrisa resulta peor que nunca, como el Tiburón aquel de la era Bond de Roger Moore. Gav Temperley me dijo que una cuadrilla, de Fife o de Glasgow, según con quien hables, vino por aquí e intentó dejarle sin dientes. Me alegro de que fracasaran, su sonrisa letal era una obra de arte. Temps dijo que Seeker se había vengado de forma espeluznante de la mayoría de los implicados, uno por uno. Puede que sea un farol. Lo cierto es que es la única persona con la que podría dejarme ver que quizá me sirviese como póliza de seguros ante la vieja cuadrilla de Begbie. Quizá.
Seeker me trata como si nunca me hubiese marchado e inmediatamente intenta venderme caballo; parece sorprendido cuando rechazo la oferta. Mientras estamos sentados en su casa, muy pronto me quedo atónito ante mi propia idiotez por haber venido aquí. En realidad Seeker y yo nunca fuimos amigos; siempre fue una estricta cuestión de negocios. Él no tenía amigos; sólo un bloque de hielo donde tendría que haber estado el corazón. Me sorprende también el escaso miedo físico que Seeker, aunque siga teniendo aspecto de fuerte y duro, me inspira ahora, y me pregunto si también sería ese el caso tratándose de Begbie. Lo que resulta aterrador de Seeker es su depravación serena y carente de alegría. Saca de debajo del colchón lo que parece la cubierta de una caja de Monopoly boca arriba. No acabo de creer lo que veo en ella; unos cuantos condones usados, llenos, pero colocados ahí estratégicamente.
«El trabajo de esta semana», sonríe con esa lenta mirada fija de calavera, apartándose el pelo largo de la cara. «Esta era una chavalilla que me traje a casa del Puré», me dice fríamente, señalando uno de ellos. Parecen soldados caídos en el campo de batalla; un holocausto. No me habría gustado estar en la habitación cuando los fabricó.
La verdad es que nunca sé responder ante este tipo de circunstancias. Veo un volante David Holmes de el Vaults que tiene en la pared. «Apuesto a que aquella fue una buena noche», comento mientras lo señalo.
Seeker me hace caso omiso, señalando otro condón. «Esta era una estudiante del Substantial, una inglesa», continúa. Y durante un instante tengo la impresión de que en realidad son mujeres, derretidas y reducidas hasta convertirse en una tira de goma rosada por una especie de láser que sale de la polla de Seeker. «Esta de aquí», dice indicando uno de color marrón, «era una tía a la que conocí una noche en el Windsor. Se la metí de todas las maneras por todos los agujeros», me cuenta antes de espetarme la secuencia estándar: boca, coño y culo.
Me imaginé a Seeker encima de alguna tía atontolinada, mientras él le daba por culo y a ella le rechinaban los dientes de dolor con una implacable banda sonora compuesta por las advertencias de los padres y de los amigos acerca de las malas compañías como trasfondo de su dolor y su incomodidad. Incluso es posible que después tratase de acurrucarse junto al muy cabrón, a fin de convencerse a sí misma de que había sido elección suya, una colusión auténtica, no algo muy afín a la violación. A lo mejor se limitó a salir cagando leches lo antes posible.
Los ojos de Seeker, inexpresivos e inertes como dos cascaras de huevo, saltan a otro condón. «Esta era una sucia putilla a la que me follé a tope…».
Se le conocía ampliamente por intentar que las tías se picaran. Mikey Forrester y él les daban jaco y luego se las follaban mientras estaban idas. Les encantaba conseguir que las tías se engancharan para después follárselas a cambio de chutes. Miro a Seeker y medito acerca de cómo la gente permite que la maldad se apodere de ellos, y estreche y defina sus posibilidades a cambio de tan parca recompensa. ¿Qué saca él de todo ello? Metérsela a un cadáver.
Así que ahora esta es mi banda: un funcionario hecho polvo y un viejo conocido que trapichea con caballo y con el que Begbie apenas tuvo trato. Apenas veo llegar el momento de largarme. Llamo a mi madre y a mi padre, que ahora viven en Dunbar y quedo para ir a verles. Mientras salgo, Seeker me suelta: «Oye, si cambias de opinión y quieres una papela…».
«Vale», digo con un gesto de asentimiento.
Salgo y miro el Walk abajo; Leith me tienta y me repele simultáneamente. Es como estar junto a un precipicio y sentirse obligado a llegar hasta el borde, pero estando al mismo tiempo aterrorizado. Pienso en un bollo con huevo frito y una taza de té en el Canasta, o una pinta de Guinness en el Central. Placeres sencillos. Pero no, me vuelvo en dirección contraria. Edimburgo también tiene pubs y cafés.
Llamo a Sick Boy, que todavía anda detrás de mi domicilio edimburgués, pero ni de coña pienso confiárselo, y no quiero buscarle complicaciones a Gav. Le pregunto qué tal van las cosas; está animado con lo de la película y los adelantos con el chanchullo. Después me comunica una noticia preocupante acerca de Terry Lawson. «¿Piensas ir a verle esta tarde?», pregunto.
Me espeta lacónicamente al oído vía las ondas: «Me encantaría pero he quedado para jugar al pádel en el Jack Kane. Birrell va a ir», dice, y me canta el número de Rab Birrell. Me cayó bien Rab cuando le conocí en Amsterdam. Conocí vagamente a su hermano muchos años atrás; era un buen tío y también un buen boxeador. Llamo a Rab y repite el relato de lo que le sucedió a Terry. Rab va a ir a visitarle así que quedamos en el pub Doctor’s; está con dos tías de aspecto arrebatador, que me presenta como Mel y Nikki.
Sé quiénes son de inmediato, y es evidente que ellas también saben unas cuantas cosas de mí. «Así que tú eres el famoso Rents del que tanto hemos oído hablar», dice Nikki con una sonrisa descarada, con unos dientes como perlas y unos grandes y hermosos ojos que me absorben. Noto una sacudida en el alma y un chisporroteo eléctrico cuando me toca la muñeca. Después coge su paquete de tabaco y dice: «Ven a fumarte un cigarrillo conmigo».
«Dejé el tabaco hace años», le digo.
«¿Es que no tienes vicios?», dice ella en plan provocador.
Me encojo de hombros tan enigmáticamente como puedo y a continuación me explayo: «Bueno, ya sabes que soy un viejo amigo de Simon».
Nikki aparta su larga cabellera castaña del rostro, echa la cabeza hacia atrás y se ríe. Tiene ese acento levemente nasal del sur suburbano de Inglaterra, sin el retintín de los pijos ni la sonoridad de la clase trabajadora. Es una mujer tan asombrosamente atractiva que lo anodino de su voz casi ofende. «Simon. Vaya elemento. Entonces, ¿vas a trabajar en la película?».
«Voy a intentarlo», sonrío.
«Mark va a encargarse de las finanzas y de la distribución. Tiene muchos contactos en Amsterdam», explica Rab.
«Guay», dice Melanie con un maravilloso acento de clase trabajadora de Edimburgo, capaz de arrancar la pintura de las paredes.
Saco otra ronda. Siento envidia de Sick Boy, Terry, Rab y cualquiera que esté metido en un rollo de folleteo con estas dos y decido ingresar en este club cuanto antes. No me cabe la más mínima duda de que Sick Boy se está follando a una de ellas o a las dos.
Pero es hora de visitas, así que nos acercamos al hospital y subimos al pabellón. «¿Qué tal, Mark?», dice efusivamente Terry. «¿Qué tal por el Dam?».
«No está mal, Terry. Putada lo del aparato y tal», digo, acompañándole en el sentimiento. Terry es otro tío del que me acuerdo de hace muchísimo; siempre fue un tío pintoresco.
«Pues sí…, aunque son cosas que pasan, eh. Hay que mantenerla fofa, lo cual no es tan fácil con todas las enfermeras macizas que hay por aquí».
«Bueno, Terry, tienes que pensar a largo plazo», le exhorto, indicando con un gesto de la cabeza a las chicas, que están inmersas en su propia conversación. «Te va a hacer falta».
«Joder, ya lo creo, es la sal de la vida. Un futuro sin sexo…». Sacude la cabeza con verdadero temor; en efecto, es una idea horrorosa.
Soy consciente de que Mel y Nikki han estado venga a reírse por lo bajo, conspirando. Desprenden un aire travieso. De pronto apartan las cortinas que rodean la cama de Terry. Para mi asombro, Nikki se saca las tetas y Mel hace otro tanto, y empiezan a besarse lentamente y a fondo, al mismo tiempo que se acarician mutuamente los pechos. Yo estoy anonadado, tratando de que la escena me cuadre con el Edimburgo que dejé atrás.
«No…, parad…», chilla Terry débilmente; se le deben de estar saltando los puntos mientras la erección se levanta bajo su jaula. «PARAD DE UNA PUTA VEZ…».
«¿Cómo se pide?», pregunta Mel.
«Por favor…, no bromeo…», gimotea, tapándose los ojos con la mano.
Al final desisten, muertas de la risa, dejándole escupiendo de agonía. Tras aquello abreviamos, y Terry está ansioso de que nos vayamos.
«¿Vienes a echar un trago, Mark?», sugiere Mel mientras encontramos la salida del pabellón.
«Sí, vamos a echar unos whiskies», ronronea Nikki. He conocido a mogollón de chavalas como ella en los clubs: coquetas y desprendiendo una sexualidad contundente. Durante un rato te bulle en los oídos y te hace sentir especial, antes de darte cuenta de que se comportan así con todo el mundo. Pero no necesito que me insistan. Me apetece tener compañía, aunque tengo una sensación chunga en las tripas y el peristaltismo está en camino. «Tengo que ir al lavabo». Me había olvidado de la cultura del indio y de las pintas de lager de aquí.
Me excuso y encuentro el WC masculino. Es un lavabo grande; letrina, una hilera de pilas y seis cabinas-cagadero con separadores de aluminio. Me voy de cabeza a la jaula más próxima a la pared, bajándome de un tirón los pantalones y los gayumbos antes de comenzar a vaciar los contenidos de mis tripas. Vaya alivio. Mientras comienzo a limpiarme el culo, oigo a alguien entrar en el tigre y meterse a continuación en la jaula de al lado.
Mientras se acomoda y yo termino de limpiarme el ojete, escucho una maldición seguida de un golpe con los nudillos en la pared metálica. La voz me resulta familiar. «Eh, colega, en esta jaula de mierda no hay puto papel higiénico. ¿Me piensas pasar un poco por debajo o qué?».
A punto estoy de decir claro y compartir una queja acerca del pobre mantenimiento del cagadero cuando un rostro se asoma a mi memoria y la sangre se me hiela en las venas. Pero no puede ser. Aquí no. No puede ser, joder.
Miro por debajo del espacio que hay abierto donde termina el separador; un hueco de unos veinticinco centímetros. Un bonito par de zapatos negros. Pero llevan refuerzo metálico en el talón y la puntera. Y los calcetines.
Los calcetines son blancos.
Aparto instintivamente del borde mis propios pies envueltos en zapatillas de deporte mientras la voz grita, amenazadora:
«¡Qué es para hoy, hostias!».
Temblando, saco algo de papel del dispositivo y lo deslizo lentamente por debajo de la puerta.
«Vale», farfulla en tono gruñón la voz.
Mientras me subo la rabera y los pantalones respondo: «No hay de qué», poniendo la voz más pija posible, y sudando la gota gorda de puro terror en todo momento. Salgo rápidamente, sin lavarme las manos.
Veo a Rab, Nikki y Melanie esperándome junto a la máquina expendedora de refrescos, pero me vuelvo en dirección contraria y me largo por un pasillo, temblando. Tengo que largarme. Debería permanecer frío y observar a una prudente distancia quién sale por esa puerta, para estar seguro de una cosa o de la otra en lugar de experimentar esta tortura psíquica, pero no, necesito alejarme de este puto hospital tanto como sea posible. Ese cabrón es real. Está vivo. Está en la calle.