5. CHANCHULLO N.° 18.734
Estaba listo para el cabrón de Colville, gracias al soplo que Tanya me había dado sobre su conducta. Llevaba largo tiempo deseando deshacerse de mí y ahora se le presentaba al muy gilipollas la ocasión. Por supuesto, no tenía intención de sucumbir sin luchar y durante el año anterior me había familiarizado con el interior de la residencia Colville en Holloway.
Él esperaría hasta que terminara mi turno, claro está. Había sido una noche tranquila. Entonces entraron Henry y Ghengis con unos cuantos muchachos que iban bastante beodos. Había habido alguna bulla con otra cuadrilla y estaban ufanos por la victoria, contando batallitas y tal. Se rumoreaba que los del Aberdeen y los del Tottenham habían hecho causa común. «No quisiera estar en semejante compañía, ¿quién coño pagaría las copas? El puto camata, seguro», me río, y algunos de los muchachos se suman. Estoy rodeado de mi séquito, sirviendo bastantes chupitos a cuenta de la casa, ya que presiento que mi reinado aquí toca a su fin.
En cierto modo resulta triste, esto ha sido mi segundo hogar, una forma de meter la cabeza, un lugar en el que conocer a la clase de gente a la que siempre acabo por conocer, pero tiene sus limitaciones. Va siendo hora de pasar a otro nivel. Nunca se triunfa trabajando en sitios como este, tienes que ser el propietario de uno de ellos. Por el rabillo del ojo aparece Lynsey y me guiña el ojo, dispuesta a salir al escenario.
Vale, es todo plástico, cromo y accesorios inmaculados, pero aun así pueden olerse los pitillos rancios y el semen en los pantalones de franela de los tíos, el perfume barato de las tías, la cerveza aguada y la desesperación enfermiza entre tanto buen humor.
Lynsey sí que lo ve claro; es demasiado espabilada para acabar jamás como una víctima que merodea por un sitio como este pasada su fecha de caducidad. Tiene cuidado de no mostrar jamás el desprecio que una joven inteligente y educada como ella debe de sentir por la clientela y, supongo, por mí, aunque a todos nos encante acariciar la idea de que somos distintos, de que tenemos nuestra propia visión acerca de toda esta movida, nuestra ironía redentora particular e intransferible. Pero ella es distinta, y lo ve claro. Ha hecho unos cuantos vídeos de porno casero, tiene su propia web para darse a conocer y ahora se limita a atraer a la clientela con el vacile este del lap-dancing. No se ve a un novio proxeneta ni por asomo y su sonrisa de comunicando se torna en hielo indiferente en cuanto te pasas de la raya. No está jugando a ningún juego que no sea el suyo y por tanto no me sirve para nada.
Lástima. Al verla ahí arriba, dando unos caderazos tan atléticos que darían con una puta craquera como Tanya en la unidad de cuidados intensivos, sigo el recorrido de esos muslos de cama solar hasta llegar a esa minifalda plateada con tanta aplicación como cualquiera de los demás parroquianos, y pienso que hacerse con uno de los vídeos de Lynsey está a la orden del día.
No falla, al final del turno Dewry se me acerca con esa sonrisa idiota de chivato del cole en la cara. «Colville quiere verte en su oficina», dice el repugnante hijo de puta con retintín.
Sé de qué va todo esto, y al entrar en su oficina me siento en la silla que hay frente a él sin que me lo pida. Los estrechos ojillos de Colville se mueven de un extremo a otro de esa cara pálida y mendaz, mirándome como si fuera una forma de vida inferior. Me desliza un sobre por encima de la mesa. Lleva una mancha en la solapa de esa estúpida chaqueta gris. No me extraña que ella…
«Tu finiquito y los atrasos», me explica con esa voz rastrera. «Como aún te quedan dos semanas para completar las ciento cuatro semanas del puesto, no tenemos que indemnizarte por despido. Comprobarás que todo está en orden. Es la ley», sonríe maliciosamente.
Le miro con seriedad. «¿Por qué, Matt?», pregunto, simulando estar dolido, «¡Hace mucho que nos conocemos!».
No, la mirada fija no da resultado; el rostro de Matty permanece impasible mientras se arrellana en su silla y sacude lentamente la cabeza. «Te advertí acerca de la impuntualidad. Necesito un camarero jefe que esté de cuerpo presente. Y lo que es más, te advertí acerca de esa putilla amiga tuya que viene aquí y hace proposiciones a mis clientes. La otra semana hasta lo intentó con uno de la pasma», dice cabeceando con un gesto de asco, y oigo una risita de Dewry, que disfruta con esto tanto como Colville.
«Ellos también tienen polla, o al menos eso tengo entendido», le digo con una sonrisa. De nuevo, vuelvo a oír una risilla sorda a mis espaldas.
Colville se inclina hacia delante con el careto dispuesto en la modalidad «grave». Este es su número y no quiere verse eclipsado. «No te hagas el listo, Williamson. Sé que piensas que eres el no va más, pero en lo que a mí se refiere no eres más que la enésima escoria jock[5] de tres al cuarto que sale de Hackney».
«Islington», apostillo con rapidez. Eso último me ha dolido.
«Donde sea. Espero que un camarero jefe se encargue de mi negocio aquí, no que emplee el local como tapadera de sus propias actividades más o menos sórdidas. Ahora hay toda clase de basura merodeando por aquí: putas, pequeños delincuentes, matones futboleros, vendedores de pornografía, traficantes…, ¿y sabes una cosa? Todo durante los dos últimos años, desde que tú empezaste a trabajar aquí».
«Es un puto club de lap-dancing, de strip-tease. Por supuesto que vendrán elementos dudosos. ¡Es un negocio sórdido!», protesto airadamente. «¡Yo he atraído a algunos clientes fieles que se dejan aquí buenas sumas de dinero!».
«Anda y vete, joder», dice señalando la puerta.
«De modo que ya está. ¿Estoy despedido?».
La sonrisa de Matt Colville se ensancha aún más. «Sí, y aunque resulte muy poco profesional por mi parte reconocerlo, esto me gusta».
Vuelvo a oír otra risita de Dewry a mis espaldas. Ha llegado el momento. Levanto la vista y le miro directamente a los ojos. «Bien, pues supongo que ahora es el momento de sincerarse. Llevo unos ocho meses tirándome a tu mujer de forma regular».
«Queeé…». Colville me mira, y siento cómo Dewry queda paralizado de espanto a mis espaldas y se larga apresuradamente, carraspeando no sé qué excusa. Durante uno o dos segundos, Colville enmudece de asombro, pero después de un estertor, aparece en esos finos labios una leve y cautelosa sonrisa. A continuación sacude la cabeza en un gesto de despectiva aversión. «Eres de lo más lamentable, Williamson».
«Además, me ha tratado a cuerpo de rey», digo, haciéndole caso omiso. «Comprueba los extractos de su Visa. Hoteles, ropa de diseño, toda la pesca». Acaricio la camisa Versace. «Y es que pagas fatal, amigo».
En su mirada aparece otro espasmo de temor, pero se ve reemplazado por un acceso de ira desdeñosa. «Pobre cabrón. ¿De verdad esperas hacerme perder los papeles con tus chorradas? Es lamen…».
Me levanto y, mientras lo hago, saco las Polaroid del bolsillo interior de la chaqueta y las arrojo sobre el escritorio. «A lo mejor los pierdes con esto. Las guardaba por si las vacas flacas. Valen más que mil palabras, eh». Le guiño el ojo antes de darme la vuelta y largarme con decoroso apremio de su oficina y atravesar al bar. Una oleada de ansiedad me propulsa hasta el trote al llegar a la calle, pero no me sigue nadie y me río en voz alta por las humildes callejuelas del Soho.
Mientras subo por Charing Cross Road, sufro un pequeño bajón al darme cuenta de que he perdido mi fuente de ingresos más estable. Intento contrarrestarlo con la pérdida del agobio correspondiente, haciendo una lista de pros y de contras, pensando en las oportunidades y las amenazas que presenta la nueva situación. Vuelvo a Liverpool Street en la Línea Central y cojo el tren de superficie hasta Hackney Downs. Paramos en Downs y me bajo, mirando por encima del muro del andén mi propia ventana trasera. Casi puedo tocar el cochino cristal. Hay tanta mugre, grasa y polvo en él que es imposible asomarse al interior. Esos cabrones de Great Eastern Rail tendrían que pagarme la limpieza, porque son sus trenes diesel de mierda los que la ensucian. A la salida de la estación me llevo uno de los nuevos horarios de GER, que acaba de salir hoy mismo.
De vuelta en el queo, me asomo por la ventana principal de esta habitación amueblada que a los de las inmobiliarias les encanta denominar estudio. Así son los ingleses: pomposos hasta el fin. ¿Quiénes sino serían lo bastante fatuos como para engañarse y llamar urbanización a una barriada? Soy Simon David Williamson, cazador, pescador y tirador de la Urbanización Bananera de Leith. Mirando hacia abajo, veo a una mamá joven con una sillita de bebé en la puerta de la farmacia. Las bolsas que lleva bajo los ojos me dicen que pudo haber sido modelo, para Samsonite, claro está. También me dicen que he viajado casi mil kilómetros en dirección sur para acabar viviendo en Great Junction Street.[6] De pronto, el edificio se estremece y se tambalea cuando un tren expreso pasa rugiendo junto a la ventana trasera con destino a Norwich. Compruebo el reloj: las 6.40, o 18.40, como lo llaman esos mamones del ferrocarril. Puntual.
Siempre que puedas, invierte, joder. Eso es lo que intentaba decirle a Bernie el otro día, a pesar de que estaba demasiado puesto para hacérselo entender. Esa es la clave; eso es lo que distingue a los ganadores de los fracasados, lo que separa a los verdaderos cerebros de las finanzas de esos mamoncetes de buhoneros bocazas venidos a más, que te aburren hasta la muerte en la prensa y en la tele, diciéndote cómo siempre habían sido unos buscavidas y toda esa mierda. Siempre oyes las denominadas historias de éxito que vocean los medios, pero en la vida real sabemos que son la punta del iceberg porque también vemos a los fracasados: metidos en un bar al lado de algún gilipollas y fanfarroneando acerca de que si no fuera por «esos cabrones», «aquella guarra» o «aquellos gilipollas», estarían montados en el dólar, echándole la culpa a todos menos a sí mismos por haberse dejado vender la mentira de que se puede llegar a la cima mediante faroles. Más vale que Bernie se ande con ojo, porque empieza a hablar exactamente igual que un gilipollas de esos. Porque esa mierda no dura mucho, y entonces hay que echarle un vistazo al fajo e invertirlo (si tienes la suerte de tener uno) antes de que te lo pulas. Entonces ya vuelves a ser el viejo palizas quejica del pub entonando la vieja canción de lo-que-pudo-haber-sido-y-no-fue, o lo que es peor, dándole a la pipa de crack o la vieja lata morada.
Necesito invertir algo y ahora tengo que ir a ver a Amanda, esa arpía fría que pese a tener mogollón para invertir, me chupa a mí la sangre.
A decir verdad, la propuesta de la tía Paula, de la que casi me río por teléfono —poco me faltó para carcajearme en el oído de la pobre vieja— cada vez me suena mejor.
Pero el deber me llama, y tras una tortuosa ruta de bus y tren hasta la morada de Mandy-llegué-yo-y-tú-te-lo-llevaste-todo en Highgate, recojo al chaval y le entrego las cuarenta libras semanales que se desvanecen en el agujero que tiene el chico en la cara. Porque no nos engañemos: el crío está gordo. La última vez que me lo llevé conmigo a Escocia a ver a mi madre, esta me dijo con su característico acento italo-escocés: «Ah, es igualito que tú cuando tenías su edad». Igualito que yo cuando tenía su edad; un crío que se hace daño con facilidad y está fondón —presa fácil para las delgadas y malévolas víboras que hay en el patio de recreo y en la calle—. Gracias a san peo por la pubertad y las hormonas que me salvaron del infierno de la gordura. Quizá mi ambivalencia con respecto a él se deba a que, en efecto, el pobre cabrito me recuerda a mí mismo cuando era más joven y molaba menos. Pero no puedo creer que yo fuera así jamás. Es más probable que haya salido al gordo cabrón del judío de su abuelo: de parte de ella, claro está.
Ahora caminamos penosamente por el West End, hacia Hamley’s, para escoger su regalo navideño. Por supuesto, hace tiempo que pasó la Navidad; ahora estamos en pleno frenesí de las rebajas de enero. Le di unos vales basándome en la idea de que hay que asimilar el concepto de libertad de elección lo antes posible. Amanda los retuvo, insistiendo en que le acompañara a hacer su elección. No llevamos demasiado rato caminando desde que bajamos en Oxford Circus, aunque hace frío, pero el capullín se queja, se queda atrás, se frota las piernas. Al ser una babosilla de los videojuegos, preferiría quedarse en casa jugando a la PlayStation. Incluso en esta época del año, represento para él una imposición tanto como él la representa para mí. Mientras entramos, continúo con mis pusilánimes intentos de mantener una conversación, esperando que haya algún chocho por las tiendas al que echar miradas lascivas.
Lo malo que tiene el invierno es eso: las tías van demasiado enfundadas. No sabes lo que te ha tocado hasta que vuelves a casa con ellas y las abres, y entonces es demasiado tarde para devolverlas. Navidades. Primero compruebo el teléfono blanco para ver si hay mensajes. Siempre les doy ese número a las mujeres a las que no me he tirado. El móvil rojo es para las que ya me he pasado por la piedra y el verde para los negocios. Nada.
Las tiendas y el gentío, y el cargar con montones de mierda por ahí pronto empiezan a deprimirme. En cuanto al crío…, no conectamos. Lo intento; sin demasiado afán, pero sí con todo el que soy capaz de reunir. Me da la impresión de que para ambos esto es un turno con el que hay que cumplir. Al final me pongo morado y grasiento de comer comida basura y me quedo totalmente pelado, ¿y todo para qué? ¿Deberes paternos? ¿Interrelación social?
¿Le hace esto algún bien a alguien?
Miro a los chochos y recuerdo con amargura cuando hace unas semanas llevé a Ben —el nombre fue idea de su madre— a Madame Tussaud’s. Lo único que pude hacer fue pensar en lo creído que se lo tenía porque se la folla el yupi egoísta de sus sueños, contándome lo estupendo que era para ellos que me quedara con Ben, para que pudieran gozar estando los dos solos un rato. Pagar cuarenta libras semanales y llevarle por ahí para que ella pueda quedar en paz. Debería llevar un tatuaje en la frente que pusiera: P-R-I-M-O.
Cuando lo llevo de vuelta a casa, he de reconocer que Manda tiene mucho mejor aspecto. Este último año ha sido la primera vez que la veo en forma desde que nació Ben. Pensé que ingresaría a toda carrera en la gordura flagrante, como otros miembros de su puta familia, pero no, está bien buena. Si hubiera entrenado y hecho dieta así cuando éramos pareja, a lo mejor no hubiera tenido necesidad de humillarla. Soy un hombre ambicioso y a ningún tipo con algo de autoestima le gusta ser visto del brazo de una gorda.
Pero las gordas no dejan de tener su utilidad: como tintas. Como tintas cariñosas y rellenitas. La tía Paula siempre fue mi tía favorita. De acuerdo, la competencia era escasa. Pobre Paula, heredó un pub pero fue lo bastante boba como para casarse con un espabilao que casi la arruina a base de beber antes de que ella le cantase las cuarenta. Casi resulta reconfortante que incluso las arpías fuertes y testarudas como Paula tengan sus puntos débiles. Mantiene en activo a los tipos como yo. Ahora me ofrecía el pub por veinte de los grandes.
El primer gran problema era que yo no disponía de esa cantidad de dinero. El segundo era que el pub estaba en Leith.