4. «… PAJAS MAL HECHAS…»

Cada vez que cambio de carrera me siento más fracasada. Pero para mí las carreras son como los hombres; hasta los más fascinantes sólo son capaces de retener mi interés durante un tiempo limitado. Ahora ya han pasado las Navidades y vuelvo a ser una mujer soltera. Pero cambiar de carrera no hace que te sientas tan mal como cambiar de institución educativa o de ciudad. Y me conformo con el hecho de llevar en Edimburgo ya un año entero, bueno, casi. Fue Lauren la que me convenció de que me pasara de literatura a los estudios de técnicas audiovisuales. El cine es la nueva literatura, me dijo, citando alguna revista estúpida. Por supuesto, le dije que hoy la gente ya no aprende narrativa en los libros, pero tampoco en el cine, sino en los videojuegos. Narraciones escindidas. Si de verdad quisiéramos estar en la onda, ser radicales y de vanguardia, acudiríamos a las salas recreativas Johnny’s del South Side, dándonos de empellones con chavales anémicos que hacen novillos para que nos hagan sitio en las máquinas.

Tengo que continuar con un módulo de literatura, sin embargo, y elegí seguir con literatura escocesa, puesto que soy inglesa y la desobediencia siempre es motivo suficiente para hacer lo que sea.

McClymont está dictando clase al puñado de patriotas y escoceses de quiero-y-no-puedo (Dios, yo misma lo fui el año pasado a cuenta de alguna bisabuela a la que jamás conocí y que se fue de vacaciones a Kilmarnock o Dumbarton… Vamos progresando, rápidamente, espero…). Casi se oye la banda sonora de las gaitas al fondo, mientras larga su propaganda nacionalista. ¿Por qué sigo con esto? De nuevo ha sido idea de Lauren; ella cree que es fácil sacar buena nota.

El chicle que tengo en la boca tiene sabor metálico y el esfuerzo que me supone masticarlo hace que me duela la mandíbula. Me lo saco y lo dejo pegado debajo de la mesa. Tengo un hambre espantosa. Anoche gané doscientas libras haciendo pajas mal hechas. Masturbando a hombres bajo una toalla. Esos rostros gordos y sonrosados mirándote fijamente mientras tú les miras de través, poniendo distintas expresiones según lo que creas que quieren: zorra fría y cruel; nenita boquiabierta con ojos de cordero degollado; lo que haga falta. Resulta tan remoto, tan distante, que me recuerda cuando mi hermano y yo le hacíamos pajas a Monty, el perro, y le observábamos mientras intentaba correrse restregándose contra el sofá.

Me pongo a pensar en lo antinatural que sería que se me diera bien hacer pajas, en las pollas de los hombres, y McClymont concluye enseguida. Lauren tiene páginas enteras de notas acerca de la diáspora escocesa. A Ross, el «escocés americano», que se sienta delante de nosotras, probablemente se le pone más dura que una piedra mientras garabatea, llenando páginas con los relatos de las crueldades e injusticias inglesas. Cerramos las anillas de nuestras carpetas al unísono y nos levantamos. Mientras me marcho, McClymont se fija en mí. Esa cara de búho. Estúpido. No sé lo que dirán los ornitólogos, pero todos y cada uno de los auténticos expertos en pájaros malévolos —los halconeros, los cetreros— te dirán que el búho no es sabio, sino que es la más zoqueta de todas las aves de presa.

«Señorita Fuller-Smith, ¿podría hablar un momento con usted?», me dice ceremoniosamente.

Me vuelvo hacia él, me aparto el pelo de la cara y me lo pongo por detrás de la oreja. Son muchos los hombres incapaces de evitar reaccionar cuando haces eso: la ofrenda virginal. El acto de levantar el velo de novia, de abrirse. McClymont es un alcohólico cínico y marchito, y, por tanto, perfectamente programado para responder. Me sitúo un poco más cerca de lo correcto de él. Siempre es buena idea hacer eso con hombres fundamentalmente tímidos pero depredadores. Con Colin salió a pedir de boca. Demasiado bien, joder.

Esos ojos negros permanentemente sobresaltados bajo las gafas se inflaman más aún. El pelo, cada vez más ralo y en punta, parece levantarse media pulgada. El ridículo traje con hombreras se hincha cuando resopla involuntariamente. «Me temo que aún no me ha entregado su trabajo del segundo trimestre», dice con un tono de voz levemente lascivo.

«Porque no lo he hecho. Tenía que trabajar por las noches», sonrío.

McClymont, que tiene demasiada experiencia —eso le gustaría que creyésemos— o las hormonas demasiado drenadas como para que alguien le vacile mucho rato, asiente con gesto lúgubre. «Para el lunes que viene, señorita Fuller-Smith».

«Llámeme Nikki, por favor», le digo con una sonrisa de oreja a oreja, ladeando bruscamente la cabeza.

«Para el lunes que viene», bufa a la vez que empieza a recoger: sus huesudas y nudosas manos tiran de forma poco espontánea de sus papeles y los embute en su maletín.

Ganar, al juego que sea, requiere perseverancia. Persevero. «La verdad es que me ha gustado la conferencia una barbaridad. De verdad, de verdad», le digo con una sonrisa radiante.

Él alza la mirada y sonríe con picardía. «Me alegro», dice con sequedad.

Esta pequeña victoria hace que se me enciendan las mejillas mientras Lauren y yo nos dirigimos al refectorio. «¿Qué tal ganado hay en el grupo de historia del cine?».

Lauren frunce el ceño con gesto sombrío mientras sopesa los agobios potenciales que puedan suponer más adelante todas las posibles visitas al piso; los desordenados, las mariconas, los revoltosos en potencia. «Hay uno o dos que no están mal. Yo me suelo sentar al lado de un tío llamado Rab. Es un poco mayor, puede que tenga unos treinta, pero no es mal tipo».

«¿Follable?», pregunto.

«Nikki, eres tremenda», dice con una sacudida de la cabeza.

«¡Estoy soltera!», protesto, mientras apuramos los cafés y nos dirigimos a clase.

El tutor es un tío intenso con manos largas. Su planta larguirucha y sus hombros redondeados le imprimen una postura perfecta para mirarse el ombligo. Cuando habla, lo hace en un suave y grave acento del sur de Irlanda. La clase ya ha empezado y vemos en vídeo una breve película rusa de título impronunciable. Es una chorrada. A mitad de la proyección entra un tío con una chaqueta italiana de marca de color azul, y le hace un gesto al tutor en señal de disculpa. Le sonríe a Lauren y enarca las cejas, dejándose caer en la silla que hay junto a ella.

Yo le lanzo una mirada furtiva y él me lanza otra más furtiva aún.

Tras la conferencia, Lauren me lo presenta. Es Rab. Es amable pero no demasiado efusivo, cosa que me gusta bastante. Medirá alrededor de un metro ochenta, no está gordo, tiene el pelo color castaño claro y los ojos marrones. Bajamos al bar del centro estudiantil a echar un trago y hablar del curso. El tal Rab no es de esa clase de tíos que destaque inmediatamente en el seno de un grupo, lo cual resulta extraño, pues está bastante bien. Sin embargo, la suya es una guapura muy convencional, es de esos que una se folla entre un novio formal y otro. Tras apurar su cerveza, se va al servicio. «Tiene buen culo», le digo a Lauren. «¿Te gusta?».

Lauren sacude la cabeza con un mohín desdeñoso. «Tiene novia y está embarazada».

«No te he pedido su currículo», le digo. «Sólo te he preguntado si te gustaba».

Lauren me pega un codazo un tanto seco y me llama boba. Es una chica muy puritana en muchos aspectos, como un poco de otra época, como demodé. Me encanta esa piel casi translúcida que tiene, con el pelo recogido y esas gafas tan sexis, tanto como los movimientos delicados y precisos de sus manos. Es una muchacha de diecinueve años esbelta, elegante y reservada, y a veces me pregunto si ha tenido alguna vez novio formal. Lo cual, supongo, quiere decir que me pregunto si se la han follado alguna vez. Por supuesto, le tengo demasiado cariño para decirle que sé que en lo fundamental adopta esos planteamientos feministas porque es una pueblerina mojigata que lo que necesita es echar un buen polvo.

Acostumbra a ir por ahí con Rab a echar un trago, hablar de cine y refunfuñar acerca de la carrera. Pues bien, ahora esto es un ménage à trois. Rab tiene ese aire hastiado que dice ya-lo-he-visto-todo. Creo que la madurez y la inteligencia de Lauren le atraen. Me pregunto si ella le gusta, porque a ella le gusta él, se ve a un kilómetro. Pues si lo que quiere es madurez, yo ya estoy rondando los veinticinco.

Rab vuelve y sirve otra ronda. Me cuenta que trabaja en el bar de su hermano como forma de ganar dinero extra. Yo le cuento que algunas tardes y noches trabajo en una sauna. Como a la mayoría de personas, eso le intriga. Ladeando la cabeza, me echa una mirada escrutadora que le cambia la expresión por completo. «No…, bueno, eh…, ya sabes…».

Lauren expresa su desagrado frunciendo sus finos morritos.

«¿Que si me acuesto con mis clientes? No, sólo les sacudo», le explico, haciendo ademán de golpear con los cantos de las manos. «Evidentemente, algunos te hacen proposiciones, pero eso queda fuera de los términos y condiciones de la agencia», miento yo, siguiendo la línea oficial del Partido. «Una vez…». Hago una pausa momentánea. Los dos están tan boquiabiertos de expectación que me siento como una abuelita leyendo cuentos a un par de inocentes niños abandonados, y ya casi he llegado a la parte en que está a punto de hacer acto de presencia el lobo feroz. «Una vez le hice una paja a un viejecito encantador, después de que se pusiera a largar sobre lo mucho que echaba de menos a su difunta esposa. No quise aceptar las doscientas libras, pero insistió. Dijo que se daba cuenta de que era buena chica y se deshizo en disculpas por ponerme en ese aprieto. Fue muy agradable».

«¿Cómo pudiste hacerlo, Nikki?», gimotea Lauren.

«Tú no tienes ese problema, cariño; como eres escocesa, no pagas matrícula», le digo. Lauren sabe que hay muy poco que pueda decir al respecto, lo cual me viene de perlas. La verdad pura y dura es que hago montones de pajas, pero no es algo que una haría por otra cosa que no fuera el dinero.

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