49. «SOLO EN CASA 2»

Era la puta June al teléfono, diciendo que me acercara porque Sean le había hecho daño a Michael. Pensé para mis adentros que a lo mejor ese capullín empanao de Michael aprende así a no ser tan nenaza, hostias. «Ahora no me jodas», le digo. Si ella cuidara de los críos como está mandado no se meterían en putos líos.

Y ahora ya tengo a la otra diciendo: «¿Qué pasa, Frank?».

Tapo el auricular con la mano. «La puta June. Que si los críos se han peleado. Se supone que eso tienen que hacer los chicos, joder», digo yo. Quito la mano.

«¡Joder, Frank, haz el favor de venir!». Sigue chillándome por teléfono con esa puta voz de pito. «¡Hay sangre por todas partes!».

Cuelgo de golpe y me pongo la chaqueta.

«Se suponía que íbamos a salir», suelta Kate, mirándome con cara de amargada.

«¡Mi puto hijo se está desangrando, tonta del culo!», le digo, saliendo en tromba, pensando que se merece una galla en los morros por ser tan insensible, hostias. Igual hasta se lleva una y todo. Empieza a tocarme las pelotas. Cómo son las tías. Sí, claro, al principio de maravilla: que si la luna de miel, pero nunca dura, ¿verdad que no?

La furgona está jodida así que salgo al Walk y el primer capullo al que veo por la calle es Malky saliendo del corredor de apuestas. Y ya se sabe adonde va después de salir de ahí: al puto bar. Certeza de acero inoxidable. No le he visto desde que tuve que darle el botellazo aquel al espabilao de Norrie cuando estuvimos jugando a los naipes. «¡Hola, Franco! ¿Te da tiempo a echar un trago?».

Tendría que najar, pero tengo una sed que me asfixio. «Pero tendrá que ser rapidita, Malky. Estoy metido en una puta crisis doméstica; una puta capulla dándome la brasa por teléfono y la otra dándome la brasa en casa. Se estaba mejor en la puta cárcel».

«A mí me lo vas a contar», suelta Malky.

Un tío legal, Malky. Es curioso; pensar en Norrie me recuerda la vez que le rompí la cabeza a Malky hace siglos por una discusión acerca de algo que echaban por la tele en casa de Goags Nisbet. ¿Qué era que no me acuerdo?… Tenis. No recuerdo quién jugaba, pero era el puto torneo de Wimbledon. Pues sí, le rompí una botella de jerez en la cabeza. Pero ahora ya está todo olvidado, porque todo quisque iba ajumao y son cosas que pasan. Sí, Malky es legal. Saca dos pintas de lager y me cuenta acerca de un tonto del culo de Lochend que se llama Saybo.

«El capullo este de Saybo llevaba una navaja automática en el bolsillo. El zumbao se metió en una bronca con la peña de Denny Sutherland y algún capullo fue a darle una patada en las partes; falló y golpeó el bolsillo que llevaba la navaja. Accionó el mecanismo —era uno de esos cacharros de muelle grande— y se le metió directamente en los huevos».

Intento pensar en la vez aquella que le sacudí con la botella a Malky. ¿Fue por el tenis o por el squash? Era uno de esos juegos con putas raquetas. Él estaba de parte de uno y yo del otro… Quién sabe, lo veo todo borroso.

Malky me cuenta que Nelly se ha mudado de Manchester para quedarse aquí, y que se ha quitado los tatuajes del careto con la puta técnica quirúrgica esa. No me extraña, el capullo estaba hecho un puto desbarajuste: una isla desierta en la frente, una serpiente en una mejilla y un ancla en la otra. Puto gilipollas: eso te convierte en presa fácil en una rueda de reconocimiento. El capullo siempre se creyó el no va más. Pues estará bien que vuelva a estar aquí, siempre y cuando no empiece a creerse alguien que no es.

Después de un par de tragos me acerco por allí y la veo al pie de la escalera, discutiendo con una vacaburra que se da media vuelta y se mete dentro cuando ve que me acerco. «¡Dónde has estado! ¡Estoy esperando un taxi!», me dice.

«Negocios», le suelto, mirando a Michael. El cabrito se sostiene un trozo de sábana contra la barbilla. Está empapado en sangre.

Miro a Sean y me acerco a él; da un paso atrás y se encoge.

«¡Qué cojones has hecho!».

Ella se entromete. «¡Podría haberle cortado el cuello! ¡Podría haberle atravesado una vena!».

«Pero ¿qué cojones pasó?».

A ella se le salen los ojos de las putas órbitas, como si fuera puesta de algo. «Cogió un trozo de alambre y lo ató a ambos extremos de la puerta, tensado, justo a la altura del cuello de Michael. Después le gritó para que viniera, diciéndole que salía ET en la tele; ya sabes, el anuncio ese en que chuta un penalti para los Hibs contra los Hearts. Michael aparece todo emocionado. Por suerte, se equivocó al medir, y no se topó con el cable a la altura del cuello. ¡Si lo hubiera hecho le podría haber cortado limpiamente la cabeza!».

Pienso: pero si eso está guay, porque, tal como veo yo las cosas, demuestra una iniciativa que te cagas. Cuando éramos críos, yo y Joe nos hacíamos ese tipo de cosas el uno al otro. Al menos demuestra que está dispuesto a hacer cosas en vez de quedarse sentado jugando a videojuegos todo el rato como hacen algunos críos hoy en día. Miro a Sean.

«Lo vi en Solo en casa 2», me dice.

Yo me limito a mirar a esa puta capulla estúpida de June con las manos en las caderas. «Ves, la puta culpa la tienes tú», le digo, «por dejarles ver esos putos vídeos».

«¿Cómo va a ser mi puta…?».

«Por enseñarles putos vídeos que le meten ideas violentas en la cabeza a los críos», salto yo, pero no pienso discutir con ella, aquí en la puta calle no. Porque si lo hago, se llevará una paliza y eso fue lo que acabó con nosotros para empezar, que la puta guarra esta me vacilara de tal manera que tenía que acabar inflándola a hostias. Aparece el taxi. «Le llevaré a que le den unos puntos, tú vete a tomar por culo», le digo a ella. Porque no quiero que me vean por ahí con este desastre. La gente podría pensar que todavía salimos juntos. Uno no guarda los huesos viejos del pollo de la semana pasada para hacer caldo cuando puede comerse un McDonald’s nuevecito; es lo que siempre digo yo.

Pues sí que tiene las putas pintas esas de puta craquera, y como esté metiéndose delante de mis putos críos…, pero nah, ni siquiera sabe lo que son las piedras, es sólo que tiene las putas pintas de hecha polvo.

Cojo a Michael, y nos largamos a toda prisa, dejándoles a ellos en la calle. El cabrito todavía lleva apretado contra sí el trozo de sábana. Pero es una sobrada que Sean le haya hecho eso. «¿Se mete mucho contigo?», le pregunto.

«Sí…», dice Michael, con los ojos húmedos como los de una nena.

Este capullín necesita oír unas putas palabras sabias pero ya o llevará una vida de puto sufrimiento de mayor. No hay cosa más segura. Y ella no va a molestarse; nah, ella no. Se limitará a esperar a que vuelva a pasar algo malo y después venga a soltar putas lágrimas de cocodrilo. «Vale, pues no vayas a llorar por eso, Michael. Con tu tío Joe yo era el pequeño, y me trataba igual de mal. Tienes que aprender a hacerte valer, joder. Tú coge un puto bate de béisbol y ábrele la cabeza; espera a que esté dormido y en la cama y tal. Así aprenderá. Funcionó con Joe, sólo que en mi caso le di con un ladrillo. Eso es lo que tienes que hacer. Puede que sea más fuerte que tú, pero más fuerte que un ladrillo en los morros no es».

Se nota que el capullín se lo está pensando.

«Y da gracias de tenerme a mí para contártelo, porque cuando yo tenía tu edad y éramos yo y tu tío Joe, nunca vino ningún capullo a aclararme las cosas, tuve que averiguarlo yo solo. Al cabrón de mi padre se la traía floja».

El capullín se retuerce en el asiento y pone cara de bobo. «¿Ahora qué te pasa?», le pregunto.

«En el colegio nos dijeron que no dijéramos palabrotas. La señorita Blake dice que está feo».

La señorita Blake dice que está feo. Joder, no me extraña que Sean intentara ponerle las pilas a este capullín. «Ya sé yo lo que le hace falta a la señorita Blake», le digo. «Los maestros no tienen ni puta idea, hazme caso», digo señalándome. «Si yo le hubiera hecho caso a algún puto maestro no habría llegado a nada en la vida».

El chaval lo piensa, anda que no se nota. Ha salido a mí, el capullín, un pensador profundo que te cagas. Llegamos al hospital, a Urgencias, y viene la enfermera y hace esta estimación idiota: «Eso necesitará unos puntos».

«Ya», suelto yo, «eso lo sé. ¿Se los vas a poner o qué?».

«Sí, si toma usted asiento le llamaremos», suelta ella.

Entonces tenemos que esperar siglos. Vaya un montón de puta mierda. En el tiempo que te cuesta hacer una puta estimación, podrías poner los puntos. Aquí se me está acabando la paciencia y a punto estoy de llevarme al cabrito este a casa y hacerle un apaño allí cuando nos llaman. La de putas preguntas que hacen; ni que pensaran que he sido yo el que se lo ha hecho. A punto estoy de perder la calma, pero me aguanto para asegurarme de que no chote a Sean, ni siquiera por error.

Cuando por fin terminamos le digo en voz baja: «Y tampoco se te ocurra chotar a Sean en el puto colegio, a la señorita Blake esa o como coño se llame, ¿vale? Acuérdate, diles que te caíste».

«Vale, papá».

«Tú déjate de vales y que no se te olvide lo que te acabo de decir».

Le digo que espere aquí mientras voy al tigre a echar un pitillo. En estos tiempos ni siquiera te dejan echar un puto cigarro en ninguna parte.

Me cuesta siglos encontrarlo; acabo teniendo que subir un tramo entero de escaleras. Para cuando llego además necesito echar una puta cagada. Seguro que la puta farlopa esa estaba cortada con algún laxante de mierda. A algún cabrón le voy a tener que tocar la cara. Me meto en una de las cabinas y me bajo los gayumbos antes de darme cuenta de que en este tigre no hay papel. Se supone que hay que mantenerlos limpios y son putos hervideros de infecciones. No es de extrañar que todo quisque que está con la Seguridad Social esté cayendo como las putas moscas. Suerte que hay algún otro capullo cagando en la cabina de al lado. «Eh, colega», digo llamando a la pared de aluminio, «en esta jaula de mierda no hay puto papel higiénico. ¿Me piensas pasar un poco por debajo o qué?».

Durante un rato sólo hay silencio.

«¡Que es para hoy, hostias!», grito.

Bajo la puerta aparece un poco de papel. Ya era puta hora, además.

«Vale», suelto yo, y empiezo a limpiarme el culo.

«No hay de qué», dice el tío con un acento como pijo. Probablemente uno de esos médicos que andan toqueteando a todo dios, pagados de sí mismos. Oigo cerrarse una puerta y luego la otra. El puto guarro ni siquiera se ha lavado las manos. ¡Y estamos en un puto hospital!

Suerte que tuvo el cochino hijo de puta de no estar allí cuando salí. Me doy una buena friega en las manos, que yo no soy un guarro cabrón como otros. ¿Sabes?, como fuera ese cabrón el que le puso los puntos a mi crío con las manos guarrindongas…

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