76. PUTAS DE AMSTERDAM, 11.a PARTE

¡El puto gato de Spud! Me acuerdo justo cuando estoy llegando a Edimburgo. Cuando le llamo me cuenta que le ha dado toda su pasta a Ali y, como cabía esperar, me pregunta si puedo dejarle algo de dinero. Trescientas libras. ¿Qué puedo decir sino sí? Está en casa; le da miedo salir.

Así que cojo un taxi desde el aeropuerto hasta casa de Dianne para recoger al gato. Me cuesta siglos meter al puto bicho en la cesta; los gatos me dan alergia y estornudo que te cagas. Pierdo la calma, agarro al muy hijo de puta y me llevo un arañazo en el brazo como represalia. «No le hagas daño, Mark», salta Dianne, mientras meto al sacomierda esputante en la cesta y echo el cerrojo. Dianne ya tiene hechas las maletas y la llevo a casa de Gavin. Quedamos en el aeropuerto a las ocho para coger el vuelo de las 21.00, el último que lleva a Londres y a nuestro vuelo de enlace a San Francisco.

Sé cómo se siente Spud con eso de tener miedo a salir, pero aquí estoy yo, en el taxi, dirigiéndome a Leith con el puto gato de ese modorro. La cocorota me zumba y pienso que aquí es donde entré yo en juego, dándole el palo a Sick Boy. Me bajo en Pilrig para ir hasta el cajero.

El Clydesdale está jodido y hay un tío canoso con acento de Glasgow dándole patadas para descargar su frustración. No se ve un puto taxi por ninguna parte. Así que, con cierta inquietud, me calo el sombrero y camino, con la cesta columpiándose incómodamente contra mis piernas, hasta el Halifax que hay al principio del Walk. El gato maúlla traicioneramente, como si tratase de atraer la atención que intento evitar. Tienen Red 6000 en este cajero: es curioso cómo uno se acuerda de estas cosas después de tantos años. Antes me sentía como Pedro por su casa, más seguro cuanto más me adentraba por el Walk. Ahora da la impresión de un descenso al Hades. Pero no estaré aquí mucho rato, porque en cuanto haya entregado este puto gato, me doy el piro en tequi para encontrarme con Dianne, y después al gran pájaro blanco de hojalata otra vez.

Me siento mucho más animado al ver una cola ante el cajero del principio del Walk. Hay un borracho tratando de hacerlo funcionar. Me aproximo cautelosamente al tipo, desbordante de ansiedad. Oigo a unos tíos lanzándose amenazas a voz en grito en Junction Street. Uno echa de menos este ambiente en Amsterdam, este ambiente de violencia y agresividad natural apenas reprimida, esta procesión de paranoia. Allí sencillamente no existe.

Venga, colega. Arreglemos esto.

Entonces oigo una voz que me resulta familiar y que me parte por el eje, y merced a un desgarrador esfuerzo de voluntad miro en la dirección de la que procede, al otro lado de la calle.

Begbie.

Gritando por un teléfono móvil.

Entonces él me ve a mí y se queda boquiabierto, en la puerta del Central Bar. Durante un instante, se queda paralizado de la impresión. Ambos lo estamos.

Entonces cierra el móvil de golpe y ruge:

¡¡¡RENNTOOON!!!

La sangre se me hiela en las venas y lo único que veo es a Frank Begbie cruzando la calle a toda leche en mi dirección, con el gesto contraído de rabia, y se diría que va a pasar de largo y machacar a algún otro porque ahora no me conoce y ya no tengo nada que ver con él. Pero sé que es a mí a quien busca y que la cosa se va a poner fea y que debería echar a correr pero no puedo. Durante esos pocos segundos, la vida se deshace en un millón de ideas. Pienso en la pretenciosa inutilidad y ridiculez de mis conocimientos de artes marciales. Tanto entrenamiento y tanta práctica de nada me valdrán, porque todo ello se desmorona ante la expresión de su rostro. No puedo abstraerme de nada, porque una vieja cantilena de la infancia suena implacable dentro de mi cabeza: Begbie = Maldad = Miedo. Sufro una parálisis total de la voluntad. Las partes de mí que visualizan la simple adopción de la posición wado ryu, bloquear su golpe y estrellarle la nariz en el cerebro con la palma de la mano, o esquivar su embestida echándome a un lado y golpear la sien con el codo están presentes, sí. Pero se trata de impulsos débiles, fácilmente barridos por el humillante temor con el que en este momento bailo un agarrado.

Begbie viene a por mí y no hay nada que pueda hacer.

No puedo gritar.

No puedo suplicar.

No puedo hacer nada.

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